Sólo una vez vi al niño o hijo Eric, y fue cuando ya se consumían los últimos días de su estancia imprevista en la ciudad de Oxford y mayor era mi desequilibrio del ánimo (pues la proximidad del cese de una privación no se contrapone con la privación aún presente si ésta lleva durando tiempo o —poco importa su duración real— se ha llegado a sentir como duradera y acaso como ilimitada; quiero decir que no se contrapone con la suficiente fuerza para dar por terminado lo que está a punto de terminar pero aún no ha acabado, y lo que prevalece es el temor a que, por algún azar —por una mala suerte, la inversión de lo anticipado—, ese presente acumulado y sufrido pueda perpetuarse: no va sintiéndose alivio, sino más angustia, y del futuro sólo se desconfía). Y esa vez que vi al niño Eric vi también —también por vez única— a su abuelo, esto es, al padre de Clare Bayes, el viejo diplomático ya retirado que vivía en Londres y que treinta años antes solía mirar desde el borde del jardín a su hija, la niña Clare, mientras ella esperaba y a su vez miraba pasar los trenes por el puente de hierro sobre el río Jumna. (Entonces el silencioso padre olía a tabaco y a licor y a menta.)

Ocurrió en el museo, es decir, en el principal museo de la ciudad, el Ashmolean de arte y arqueología, ese edificio que fue la primera exposición pública de curiosidades que hubo en el reino, a finales del XVII (o más bien lo fue el museo y no el edificio, ya que el actual no albergó las curiosidades hasta dos siglos más tarde). No es que yo lo visitara a menudo, pues esas curiosidades son de las que con una sola vez ya están vistas, pero aquel día de la quinta semana de mi segundo y solitario Trinity había dado una veintena de pasos desde la Tayloriana (la institución y el museo son contiguos y forman ángulo recto y casi parecen ala y cuerpo del mismo edificio) para mirar en la biblioteca ashmoleana los dibujos de ciudades españolas, no expuestos al público, que a mediados del XVI hiciera el flamenco Anton Van den Wyngaerde o Antonio de las Viñas, topógrafo y pintor de cámara de Felipe II, por encargo de uno de mis hermanos, historiador de la arquitectura en Madrid (por encargo suyo di yo la veintena de pasos y fui a ver las vistas, no hizo sus dibujos Van den Wyngaerde, que los hizo por encargo de quien entonces sería conocido en Oxford como el Demonio del Mediodía). Un amable bibliotecario de pelo rojizo me había permitido contemplar y medir y tomar unos datos sobre las vistas urbanas (pluma, tinta sepia, aguadas de color), y, bajo la extraña impresión de haber visto con exactitud extraordinaria el aspecto que en el Siglo de Oro tenían en perfil —u oblicuamente desde arriba— Sanlúcar de Barrameda, Málaga, Tarragona, Gibraltar, Segovia o la Albufera y el Grao de Valencia, es decir, el aspecto perdido de nuestras ciudades del Mediodía, de mis ciudades ya casi olvidadas y a las que sin embargo podría regresar muy pronto si lo deseaba: en cuanto concluyera Trinity y con Trinity el curso, y para ello faltaban sólo tres semanas largas; salía ya del museo, digo, con esa sensación extraña y la repentina conciencia de que no me quedaba mucho —objetivamente— para abandonar Oxford y volver a Madrid (aunque aún no volvía a Madrid del todo), cuando me crucé en el umbral (o era puerta giratoria) con las tres figuras que entraban: el padre, la hija y el hijo de ésta, o bien mi amante con su hijo y su padre. Como ya me había sucedido dos veces con otra mujer en Oxford —y la segunda era muy reciente, pero dudosa—, no me di cuenta de que se trataba de Clare Bayes hasta que yo estuve fuera del museo y ellos ya dentro, separados por una puerta. Pero fue tan instantáneo (quiero decir darme cuenta, quizá me había impedido fijarme la compañía que llevaba Clare Bayes, que para mí era sola o si acaso con su marido, o fue la puerta giratoria, o el recuerdo vivo de Sanlúcar según Van den Wyngaerde) que me dio tiempo a entrar de nuevo en seguida y a verlos en el vestíbulo, donde estaban entretenidos echando un vistazo a las postales y diapositivas que allí se vendían.

Yo no tenía por qué saber que el caballero anciano que la cogía del brazo era su padre, el señor diplomático Newton (Clare Newton —¡Clare Newton!—, así era como se había llamado Clare Bayes antes de su matrimonio), ya que nunca lo había visto, ni siquiera en fotografía. Pero lo supe en el acto. Supe en el acto que era su padre por el parecido asombroso. (Por el parecido quizá espantoso.) Aquel hombre con la piel muy marchita y grandes bolsas bajo los ojos, completamente calvo y algo encorvado y que apoyaba sobre un bastón su aire a duras penas distinguido, tenía la misma cara —exacta— que yo conocía a la perfección. Aquel viejo de aspecto cadavérico era Clare Bayes, como hubiera podido serlo en un mal sueño en el que ella se hubiera aparecido como un hombre decrépito sin dejar de ser ella. Los observé a distancia, semioculto por una columna —ambos de frente y el niño aún de espaldas—, y si era probable que tampoco ella me hubiera visto al cruzarnos en el umbral, ahora sí me vio sin duda —mi cabeza y mi torso asomando tras aquella columna que en realidad no intentaba que me ocultase, acaso que me protegiese—, y con la mano derecha me hizo un gesto para que me alejara, para que me marchara, para que desapareciera, en un momento en que sus acompañantes no estaban mirando hacia donde ella, en mi dirección (miraban diapositivas). Pero fue entonces cuando el niño o hijo Eric, como si su nuca tuviera ojos o él supiera que debía mirar justo entonces —o tal vez oyó el sonido de las varias pulseras al hacer la mano aquel fugaz y clandestino gesto de proscripción—, se dio media vuelta un instante y me vio y me miró, y sin duda me asoció a su madre. Y al volverse aquel niño dejando de prestar atención a las diapositivas y a las postales y a lo que dijera su abuelo (fue sólo un instante); al encontrarse nuestras miradas y verle yo por fin la cara, lo que vi fue el mismo rostro por tercera vez, idéntico, el rostro de Clare Bayes que conocía perfectamente y que había y me había besado tanto. Me había besado, pensé, aquella cara que era también desde mucho antes la cara del diplomático Newton y luego, desde hacía poco, también la del niño Eric, Eric Bayes su nombre. Una única y misma cara que me había besado en una de sus encarnaciones o representaciones o figuraciones o manifestaciones, pues nunca he visto un parecido tan cabal y preciso, tan excluyente. Aquellas tres personas se habían ido transmitiendo sus rasgos descartando todos los demás posibles (los de una madre y un padre, los de la primera Clare Newton y los de Edward Bayes), y se los habían cedido íntegramente, sin la menor mezquindad o cicatería, quiero decir sin ahorrarse un detalle; y a diferencia de lo que suele ocurrir con los parecidos caprichosos e imprevisibles, en los que se reproducen una o varias o muchas facciones pero nunca todas, o bien van variando los rasgos legados (van variando con el paso del tiempo tan antojadizo y la intransigente edad), aquí la transmisión había sido completa y estable, y lo había sido en los tres casos: los mismos ojos oscuros y azules, las mismas pestañas densas y levantadas, la misma nariz recta y corta, la misma barbilla partida y firme, las mejillas pálidas y la dura frente, los pesados párpados y los grandes y desvaídos labios. No pude ver más de momento, porque el niño Eric volvió a girarse y me dio la espalda, y después de que el señor diplomático Newton adquiriera una reproducción del tamaño de un folio —una reducción o una ampliación: un parecido— de algún cuadro u objeto que no alcancé a distinguir, los tres echaron a andar hacia el interior de las salas, ahora ya sin que Clare Bayes volviera a mirarme, sino —al contrario— tratando de disimular e ignorarme (habría comprendido que yo no pensaba obedecer ni hacer caso de lo que ordenaran sus manos furtivamente). Y dejé pasar unos segundos; y eché a andar detrás de ellos, dispuesto a recorrer las salas que recorrieran ellos. ‘Así que traen al niño Eric a ver el museo’, iba pensando sin querer pensarlo (quería pensar en el parecido; o quizá era al revés: porque prefería no pensar en el parecido me obligaba a pensar esto). ‘¿Cuántos años me ha dicho tantas veces Clare Bayes que tiene? ¿Ocho, nueve? Parece, por su estatura, un niño de unos nueve años, pero quizá sea alto para su edad, sus padres son altos y también su abuelo, puede que tenga sólo ocho, o siete, o menos. No es edad para ir a un museo, yo no traería a mi hijo de siete años al Museo Ashmolean, aunque estuviera harto y aburrido de estar en casa, enfermo.’ Así iba yo pensando, y pensé: ‘Ya no parece enfermo. Se marchará muy pronto. Pero yo también, me marcharé muy pronto, y ahora no estoy tan seguro de quererme marchar ahora.’

Las tres figuras se iban parando, delante de una estatua griega, delante de un retrato de Reynolds, de una pieza de cerámica china o de monedas romanas. Lo miraban todo. Yo me acercaba o me alejaba más según la extensión de las salas, según mi capacidad de falsa concentración en cada obra ante la que me detuviera, siempre a unos metros respetuosos de ellos; y por eso —y porque hablaban muy bajo, como se habla en los museos ingleses y nunca en los españoles— no podía oír nada de lo que se decían. Al ir yo siempre detrás, siguiendo escrupulosamente sus recorridos, los veía de espaldas cuando se desplazaban y casi de perfil —más bien de un cuarto— cuando contemplaban algo. No los veía bien nunca, y creo que lo prefería así, no enfrentarme aún de nuevo con las caras iguales. Al niño Eric lo llevaba Clare Bayes de la mano, y el padre avanzaba con su bastón levemente rezagado, como si Clare Bayes no estuviera muy dispuesta a esperarle, a ajustar su paso y el de su hijo al más lento y dificultoso del señor diplomático Newton (como si la visita al museo fuera cosa del niño y de ella, y el abuelo, que tal vez se había empeñado en acompañarlos sin haber sido invitado, fuera sólo un apéndice, quizá un intruso: caminaba relegado, como caminaban las ayas cuando las madres estaban presentes y se hacían cargo, y cuando había ayas). El abuelo no llevaba tampoco la voz cantante, sino que era Clare Bayes quien hablaba más, siempre dirigiéndose al niño, y yo oía retazos de sus comentarios de vez en cuando.

Ante la Joya Alfredo (esmalte tabicado del siglo IX, orgullo del Ashmolean) oí cómo le leía en voz alta (como cualquier padre, como cualquier madre) la inscripción en antiguo inglés del oro calado que ciñe el supuesto retrato de Alfredo el Grande: ‘Mira, Eric, aquí dice Aelfred mec heht gewyrcan, que significa Alfred mandó que me hicieran. ¿Ves? Es la joya quien lo dice; la joya habla y revela su origen y dice lo mismo desde hace once siglos, y lo dirá ya para siempre.’ Y el niño Eric no respondió nada.

Más tarde, en el piso de arriba, ante un dibujo somero o inacabado de Rembrandt en el que se ve a la mujer del pintor, Saskia, dormida en la cama (pero no está lo que se dice en cama, sino que parece vestida o en bata y cubierta por una manta, como están los convalecientes), oí que Clare Bayes le decía a su niño: ‘Así has estado tú más o menos todas estas semanas, ¿eh? Pero con televisión’, y le acarició la nuca haciendo tintinear otra vez sus pulseras. Y luego añadió, todavía mirando a Saskia e ignorando sin duda que Saskia murió con menos años de los que tenía ella y no fue nunca vieja (confundiendo con vejez la enfermedad posible): ‘Así seré yo cuando sea vieja.’ Y el niño Eric no contestó nada o bien yo no alcancé a escucharlo (el niño Eric parecía educado y tibio, si hablaba no se le oía).

Y aún más tarde, ante una estatua cantonesa de madera dorada (en realidad una copia del siglo pasado) que representaba a Marco Polo como a un chino gordo de ojos claros, tocado con un extravagante sombrero negro de ala estrecha y copa baja, calzado con zuecos del mismo color y adornado con bigotes asimismo negros y laterales (derrengados hacia las mejillas), oí que Clare Bayes decía: ‘Mira, Eric, este es Marco Polo. Era un viajero italiano, y llegó hasta la China en el siglo XIII, cuando era muy difícil llegar; y como volver era aún más difícil, se quedó allí tanto tiempo que se le puso cara de chino, ¿ves? Pero era italiano, de Venecia. Mira cómo tiene los ojos azules. Ningún verdadero chino tiene los ojos azules.’ Y el niño Eric siguió callado, o a él no lo oía y a Clare Bayes apenas: sin duda ella, enojada por mi desobediencia y mi acecho, procuraba bajar la voz al máximo instando así a hacer lo mismo al niño, como si no quisiera —en consonancia con su decisión de las últimas cuatro semanas— que yo participara de su mundo familiar ni siquiera a través del oído, sobre todo del mundo filial y del mundo paterno —del mundo de sangre—, ya que a su marido sí lo conocía y en alguna ocasión, como he relatado, incluso habíamos almorzado o cenado los tres en compañía de Cromer-Blake. No quería que yo asistiese, y pensé que cuando la oía era porque lo quería ella, que las frases que me llegaban no eran casuales, y que Clare Bayes elevaba la voz a propósito para hacerme entender algo (cuando la elevaba). Y pensé: ‘Se estaba refiriendo a mí al decir eso de Marco Polo, me estaba dedicando sus comentarios, pues a un niño de siete u ocho años no se le habla ya de esa forma, a esos años se es ya un proyecto bastante serio de adulto. A menos que el niño Eric padezca de infantilismo y haya que tratarlo como si tuviera menos edad —o quizá ella lo ha hecho más niño durante estas semanas—, aunque también puede ser que tenga menos edad de la que le atribuyo, me doy cuenta de que no sé calcular la edad de los niños ni casi la de las personas, como también me he dado cuenta de que, exceptuando a las que ya conozco, como la propia Clare Bayes, cada vez deseo más a las mujeres y estoy menos dispuesto a conocerlas, las deseo sin preguntarme por ellas, como no me pregunté por Muriel al desearla ni me pregunto por las atractivas camareras de Brown’s cuando las deseo, y no sé si eso significa algo —es nuevo—, aparte de mi desequilibrio. Por Clare Bayes sí me pregunto, cuanto menos la veo más me pregunto y trato de adivinarla, si no no estaría aquí dando aún vueltas por el Ashmolean y olvidado de Van den Wyngaerde, que es lo que aquí me trajo (llevo sus datos en el bolsillo); y ella ha alzado la voz al hablar de la estatua para que yo comprenda que quien pasa demasiado tiempo en un sitio del que no procede acaba no siendo de ninguno de ellos, acaba con cara de chino y ojos azules, como Marco Polo en esa estatua. Pero yo no llevo aquí demasiado tiempo, yo no soy un exiliado ni tampoco un emigrante, y además me marcharé ya pronto, puede que este verano vaya a Sanlúcar de Barrameda, me ha gustado mucho esa vista con el abra, el Castillo, la iglesia Mayor, el palacio del Duque, la Aduana, esa vista de hace cuatro siglos que ya no existe ni existió jamás, pues el punto de vista adoptado es imaginario, como quizá es imaginario mi punto de vista sobre la ciudad de Oxford.’ Y añadí en mi pensamiento: ‘Ella también lo sabe, que me marcharé muy pronto, habrá hecho sus cálculos, poco más de tres semanas para que termine Trinity, pero pese a ello me sigue diciendo —ahora no con la mano ni con un gesto, ni me lo dice tan circunstancialmente como en el vestíbulo, sino con palabras aladas y esencialmente— que me aleje, que me marche, que desaparezca ya, sin más espera, de Oxford y de su vida, en la que no he estado tanto. Casi podría irme, casi no me quedan clases, quizá ya ha llegado el momento, antes de lo previsto, tengo que hablar con ella y no por teléfono ni rápidamente como hablamos siempre, siempre desde el primer instante ya a punto de separarnos, tengo que verla, tendríamos que tener tiempo, vernos sin prisas, sin campanadas, nada me retiene, una vez al menos.’

En el museo no había casi nadie más, algún visitante impaciente o extraviado que se asomaba a una sala y salía de nuevo sin mirar nada, y los vigilantes aletargados ocupando sus sillas como vecinos andaluces absortos en sus patios al terminar la siesta, solamente ellos y el grupo familiar de tres generaciones y un individuo solo, un extranjero que tal vez ya no lo parecía tras una estancia en Oxford de no demasiado tiempo —pero quién sabía si los andares de inglés y los ojos del Mediodía— y que detrás, a unos pasos, iba mirando mecánicamente lo que ellos ya habían visto y olvidado quizá al instante. Ese individuo extranjero con aspecto de don de Oxford (pero imperfecto) los siguió también fuera del museo, y caminó a espaldas suyas por las calles grises y rojizas, y entró en el mismo restaurante en el que entraron ellos —era temprano, pero a los niños les viene el hambre en cualquier momento, y almuerzan pronto—, y se sentó solitario a una mesa que quedaba enfrente, en línea recta con la del padre, la hija y el hijo de ésta, cruzando los dedos para que nadie ocupara la que había libre entre él y ellos y le tapara la visión de los rostros idénticos —ahora ya hecho a la idea de verlos, y de observarlos.

El niño Eric tomó asiento dándole aún la espalda, frente a su madre, y el abuelo a la izquierda de ésta, seguramente distribuidos así porque Clare Bayes pensaba seguir dirigiéndose a su hijo principalmente (del diplomático Newton hacía caso omiso, no lo estimaba, o lo maltrataba por no tratarlo). Ahora yo oía mejor su conversación, aunque en realidad no era tanto lo que sostenían, sino comentarios aislados y sin continuidad, mientras miraban el menú y luego, mientras comían. ‘Voy a tomar salchichas’, y oí por vez primera la voz del niño. ‘No creo que debas comer salchichas aquí, Eric’, le dijo Clare Bayes, ‘no serán mejores que las de casa, y otras cosas sí lo serán. ¿Por qué no pides espárragos de primero? Te gustaron una vez en casa de la tía. Casi nunca los comemos en casa, y tampoco creo que te los den mucho en Bristol.’ ‘No me apetece tomar espárragos. ¿Puedo comerlos con los dedos?’ Vi cómo Clare Bayes lo miraba con falsa reprobación y oí cómo le decía con falsa vacilación: ‘Sí, me parece que podrías.’ ‘Yo sí los voy a tomar, pero revueltos con huevo’, intervino el diplomático señor Newton, ‘¿no te apetecen más así, Eric? Llevan también salmón, ¿te gusta el salmón?’ ‘No lo sé’, dijo el niño Eric, y volvió a consultar la carta. El diplomático jubilado pidió vino blanco, y Clare Bayes agua. Y luego, cuando ya estaban comiendo el primer plato y yo aún esperaba a que me trajeran el mío (revuelto de salmón y espárragos), Clare Bayes le preguntó a su hijo: ‘¿Qué es lo que más te ha gustado del museo, Eric? ¿Qué te llevarías a casa si pudieras?’ ‘Las monedas’, dijo el niño Eric, ‘y las estatuas. Las estatuas chinas, que estaban pintadas. Hay un chico en el colegio que colecciona monedas, pero no se puede coleccionar estatuas, ¿verdad?’ ‘Sería algo caro’, dijo el diplomático Newton riendo senilmente con los mismos dientes que tenía Clare Bayes (pero más translúcidos y quizá encapsulados como los de la señora Alabaster o postizos como los de Toby Rylands), ‘y hay muchas menos.’ ‘Entonces yo también coleccionaré monedas, ¿por qué no me dais una para empezar mi colección ahora?’, dijo el niño Eric, y Clare Bayes y su padre sacaron cada uno una moneda, él del bolsillo de la chaqueta y ella tras buscar en el bolso que solía dejar tirado de cualquier manera (a veces volcándolo) en mi alcoba o en las habitaciones de los hoteles de Londres o Reading, y yo me acordé de la moneda que les había lanzado a unos niños que no eran Eric (entonces no estaba enfermo, y estaba ausente) el día de Guy Fawkes de aquel mismo curso, el 5 de noviembre del año anterior, desde el despacho que Clare Bayes tenía en All Souls, en Catte Street, frente a la Radcliffe Camera, nueve meses después de que nos conociéramos. De eso hacía siete meses ahora, y nada había cambiado en nada excepto en que todo era lo mismo tras esos siete meses: llevaba ya mucho tiempo conociendo a Clare Bayes y nada había cambiado nunca, aunque ahora no la veía y pronto tendría que despedirme. No me habría importado darle también una moneda al niño. ‘Pero no te las gastes’, le advirtió el abuelo; ‘si eres capaz de guardarlas y empiezas la colección de veras, te traeré de Londres algunas de Italia y Egipto y la India.’ Y volviéndose hacia su hija añadió: ‘Me parece que todavía quedan algunas en casa. Viajábamos mucho, ¿verdad? Ahora yo ya no viajo.’ Pero Clare Bayes no le contestó, y siguió comiendo su propio revuelto de salmón y espárragos. Y estaban ellos terminando el segundo plato y yo empezándolo cuando Clare Bayes dijo: ‘Y el domingo, otra vez a Bristol. ¿Qué, ha sido muy aburrido estar aquí tanto tiempo conmigo?’ ‘No’, respondió el niño (que seguramente no reconocía aún la coquetería); y como no respondió más que eso y siguió comiéndose sus salchichas, yo pensé que de nuevo esta vez la pregunta de Clare Bayes iba dirigida a mí, y contesté con mi pensamiento: ‘Sí, ha sido muy aburrido estar aquí tanto tiempo sin ella.’

Y durante todo este almuerzo en el restaurante que iba llenándose, y como el niño Eric era niño y más bajo, su altura me permitía ver el rostro de su madre entero por encima de su cabeza que para mí estaba vuelta —el rostro de Clare Bayes justo enfrente de mí y de frente, pero no me miraba nunca—, y también me resultaba perfectamente visible el del abuelo, sentado a su izquierda; y al estar sentados y estar yo sentado —pero ella no me miraba nunca—, los veía mejor de lo que los había visto de pie en el vestíbulo del museo o en ninguna de sus salas, parados o en movimiento. Y estaba ya acostumbrándome al parecido asombroso al final del almuerzo —al parecido espantoso entre padre e hija y a la nuca del nieto que encubría el suyo— cuando, sin terminar el postre y tras pedir permiso (el niño Eric era educado), el niño Eric se levantó y se dio la vuelta y pasó junto a mí camino de los lavabos. Fueron pocos —cuatro o cinco— los pasos que dio antes de rebasarme, pero durante el tiempo que duraron esos cuatro o cinco pasos dados —uno, dos, tres y cuatro; o cinco— pude ver con claridad y de cerca y al mismo tiempo las tres caras iguales, la del abuelo y la madre sentados y la del hijo que caminaba. El niño se fijó en mí durante esos pasos, como se había fijado al darse la vuelta en el vestíbulo del museo, y sin duda volvió a asociarme con quien debía asociarme (pero no diría nada, porque era educado y tibio); y al seguir su madre y su abuelo con sus respectivas miradas la trayectoria que estaría siguiendo la de su hijo y su nieto, ambos posaron en mí sus ojos sin velo (ella por primera vez desde que estábamos en el restaurante, él por vez primera en su vida), y durante unos instantes los tres me miraron sin velo y al mismo tiempo (lo supe pero no lo vi, yo creo, porque estaba mirando sólo al niño Eric que venía hacia mí de frente con sus cuatro o sus cinco pasos). Fueron muy pocos segundos (lo que duran esos pasos cuando los está dando un niño, los niños no saben andar lentamente), pero fueron suficiente para que entonces (y no en el vestíbulo del museo) viera algo en el niño que entonces (y no en el vestíbulo del museo) adquirió nombre: en los ojos oscuros y azules del niño Eric vi la sensación de descenso que todos los hombres sienten más pronto o más tarde. ‘No depende de los años exactamente’, había dicho Toby Rylands (y lo había dicho antes de que terminara Hilary y antes de Semana Santa, antes de que empezara Trinity y de que el niño Eric se pusiera enfermo y viniera a Oxford cuando no era su turno), ‘hay quien la tiene desde que es niño, hay niños que ya la sienten.’ Así había dicho, eso exactamente, y eso exactamente fue lo que vi yo entonces, durante aquellos pasos —un niño que ya la siente—; pero además lo vi no sólo en la cara del niño, sino —por asimilación, por la semejanza, por el parentesco, por el parecido asombroso que resultaba espantoso— en la cara del viejo y en la cara de la mujer que conocía perfectamente (y en la que nunca lo había reconocido o visto) y que había y me había besado tanto. Aquellas tres personas, como dije antes, se habían transmitido su expresión y sus rasgos sin ahorrarse un detalle, y también se habían transmitido la sensación de descenso, ‘la sensación de descenso que todos los hombres sienten más pronto o más tarde’, pensé y recordé y volví a pensar. ‘Besar al niño y besar al viejo’, pensé. ‘He besado y he sido besado también por el niño y también por el viejo, y esta es una de las ideas que según Alan Marriott pueden o no asociarse, pero si se asocian infunden horror o provocan espanto: la idea del niño y la idea del beso, la idea del beso y la idea del viejo, la idea del niño y la idea del viejo. La pareja espantosa del viejo es el niño, la pareja espantosa del niño es el viejo, la del beso es el niño y la del niño el beso, la del beso el viejo y la del viejo el beso, mi beso (son tres ideas, más la de Clare Bayes, que queda en medio), el beso dado por personas interpuestas pero no por un rostro interpuesto, pues el rostro es el mismo aunque las edades varíen y varíe el sexo, encarnaciones o representaciones o figuraciones o manifestaciones. El beso de los tres es el beso dado por quien ya ha hecho suya la sensación de descenso que conocen Rylands demoniaco —awesome— y Cromer-Blake enfermo y que yo no conozco (que Rylands conoce desde hace cuarenta años y Cromer-Blake desde no sé cuándo, y también los mendigos, y Saskia bajo su manta, y yo en cambio no conozco). Es el beso de quien lleva años permitiendo a la muerte acercarse, como dijo Rylands, o de quien sabe que un día ya no podrá fantasear con lo que ha de venir, como también dijo Rylands. Es normal que el viejo señor diplomático Newton lo sepa, e incluso puede comprenderse que lo sepa Clare Bayes que fue antes Clare Newton, pero es que el niño Eric también lo sabe, con sus nueve o sus ocho o sus siete años, Eric Bayes su nombre. En esos ojos oscuros y azules que los tres tienen yo vi, la primera vez que los vi, las aguas azules de ese río brillante y claro en la noche, el río Yamuna o Jumna, y el largo puente de hierros diagonales entrecruzados, y el tren correo que viene de Moradabad con sus carruajes inestables de mil colores, y al padre diplomático y silencioso (y melancólico, y no viejo entonces) que mira mirar a su niña vestido de etiqueta para la cena y con un vaso en la mano, y a un aya que susurra al oído de la niña Clare (Clare Newton su nombre) o canta algún canto insignificante; y quizá es el reflejo de esas aguas azules (o negras, porque era noche) lo que trae consigo la sensación de descenso, la sensación de carga, la sensación de vértigo, de caída y gravidez y peso, de falsa gordura y abatimiento. Esa sensación estaba ya en la mirada vista, en la mirada mirada durante un minuto a través de otra mesa en una cena alzada de hace nueve más siete meses, y en cambio no estaba en la mía, también vista y también mirada durante el mismo minuto de hace dieciséis meses y que reflejaba la imagen de cuatro niños caminando con una criada vieja por la calle de Génova, o de Covarrubias, o de Miguel Ángel. Estoy muy perturbado aunque mi perturbación no haya dejado nunca de tener articulación ni lógica, mi perturbación es leve y es lógica y articulada, y es pasajera, pero ahora es mayor que nunca porque estoy pensando todo esto, en el niño y el viejo y el beso y el río, el ancho río Yamuna o Jumna que atraviesa Delhi y el río Cherwell junto al que vive Rylands y en el que ve el transcurso, y el río Evenlode y el río Windrush entre los que está Wychwood Forest o lo que fue un bosque, y el río Avon a cuyas orillas estudia Eric, y el río Guadalquivir que desemboca en Sanlúcar, y el río Isis, el más cercano, sobre el que quizá vomite. Cómo cansa estar perturbado, cómo cansa y hastía pensar perturbadamente y por ello pensar tanto, el desvarío es siempre del pensamiento que hace rimas y oscila y puntúa arbitrariamente, tengo que dejar de pensar y hablar en cambio para descansar de mi pensamiento que unifica y asocia y establece demasiados vínculos, hablar con Rylands o con Cromer-Blake o con Kavanagh o con el Matarife, o con Muriel (pero no le pedí el teléfono). Hablar con Clare Bayes, y proponerle algo, no despedirnos, no separarnos, que me permita hacer mía la sensación de descenso de la que participan todos y que yo aún no conozco, o quizá es más simple, a la que no he asistido.’

Cuando el niño Eric regresó del lavabo sólo oí sus pasos rápidos y noté el roce del aire a mi lado, pues ya no miraba a nadie y estaba pagando la cuenta sin que hubieran retirado el plato de mis salchichas no del todo vacío: había renunciado al postre y sabía que no estaba lejos el río Isis, si no me daba tiempo a llegar a casa y al cubo de la basura.