Todo lo que nos sucede, todo lo que hablamos o nos es relatado, cuanto vemos con nuestros propios ojos o sale de nuestra lengua o entra por nuestros oídos, todo aquello a lo que asistimos (y de lo cual, por tanto, somos algo responsables), ha de tener un destinatario fuera de nosotros mismos, y a ese destinatario lo vamos seleccionando en función de lo que acontece o nos dicen o bien decimos nosotros. Cada cosa deberá contarse a alguien —no siempre el mismo, no necesariamente—, y cada cosa va poniéndose aparte como quien ojea y aparta y va adjudicando futuros regalos una tarde de compras. Todo debe ser contado una vez al menos, aunque, como había dictaminado Rylands con su autoridad literaria, deba ser contado según los tiempos. O, lo que es lo mismo, en el momento justo y a veces ya nunca más si ese momento justo no se supo reconocer o se dejó pasar deliberadamente. Ese momento se presenta a veces (las más) de manera inmediata, inequívoca y apremiante, pero muchas otras veces se presenta sólo confusamente y al cabo de lustros o de decenios, como sucede con los mayores secretos. Pero ningún secreto puede ni debe ser guardado siempre para todo el mundo, sino que está obligado a encontrar al menos un destinatario una vez en la vida, una vez en la vida de ese secreto.

Por eso algunas personas reaparecen.

Por eso nos condenamos siempre por lo que decimos. O por lo que nos dicen.

Yo sabía que si el tiempo contado de Cromer-Blake me daba tiempo a ello, acabaría contándole lo que Toby Rylands me había prohibido que le dijera con su mirada imperiosa, aunque en sentido estricto aquello tampoco pudiera considerarse tanto como un secreto. Pero como entonces (inmediatamente) sí era seguro que debía callarlo y que aquellas palabras tardarían en llegar a su destinatario ya seleccionado y más indispensable, olvidé en seguida, aunque pasajeramente (quiero decir que no seguí preguntándome ni dándole vueltas), cuanto le había escuchado a Rylands sobre Cromer-Blake y su prolongado alejamiento de la casa junto al río Cherwell. No pude olvidar, en cambio, las insinuaciones —o afirmaciones: las más explícitas que le había oído— acerca de su propio pasado. Pero en lo que se refería a éstas lo más que podía hacer era sólo comunicarlas, a Cromer-Blake, a Clare Bayes, a mis dos principales figuras de la ciudad de Oxford (paterna y materna, fraterna y pensada, respectivamente) aparte del propio Rylands (que era la tercera, la del maestro, y la más conforme). Ese sólo de antes significa que así como ellos podían compartirlas y ser sus destinatarios fuera de mí mismo, ni ellos ni nadie, seguramente (cuántos muertos no habría en la rememoración fulgurante y nítida de Toby Rylands), podrían esclarecerlas ni completar la historia de aquellas actividades de delación y espionaje, de aquellos oscuros orígenes y aquellos combates, de aquellos hombres que Rylands había condenado o salvado ni —por supuesto, aún menos— de aquella persona que había amado y que, mientras él la amaba —aunque en seguida empecé a dudar de que lo hubiera dicho, y empecé a dudar de mi capacidad de comprensión del inglés, y de haber oído y entendido bien—, se había matado ante sus propios ojos.

Se lo comenté a Cromer-Blake a la primera oportunidad que tuve, pero pareció darle la razón a Rylands en lo referente a la preterición y olvido a que lo sometía, pues apenas prestó atención. No se mostró interesado. (Quizá ya no era, en efecto, el que creíamos que era o el que solía haber sido, porque Cromer-Blake podía reaccionar ante cualquier cosa, como ya he dicho o decía él mismo, con ironía o con ira, pero nunca sin curiosidad, jamás con indiferencia.)

‘¿Estás seguro de que dijo eso?’, se limitó a preguntar distraída y escépticamente (y no hay interés menor que el del escepticismo). ‘Creo que sí’, dije yo, ‘aunque ya no me fío. Pero tampoco podría habérmelo inventado, no se me habría ocurrido semejante historia.’ Y él contestó: ‘Quién sabe, sería en la guerra, a lo mejor a un soldado amigo suyo le entró tanto miedo antes de un combate que prefirió acabar de una vez con la incertidumbre y pegarse un tiro. Pasaba bastante, no digamos en las trincheras de la primera guerra, repletas de adolescentes, de niños.’ ‘Pero, ¿Rylands es homosexual?’, pregunté yo. ‘Ah, yo no lo sé en realidad, desde que lo conozco siempre ha estado solo, y él no habla de estas cuestiones poco caballerosas. Bien mirado, parece asexuado’, y aquello me pareció una contradicción con lo que me había expuesto una noche de abundante oporto, después de una cena alzada. ‘Por lo demás ya sabes que cuando se me habla de personas amadas o deseadas yo sólo alcanzo a ver hombres mientras no se me diga que no debo verlos. Quizá lo dijo para impresionarte. Cuenta poco de su pasado, pero le gusta dar a entender que fue muy intenso. Yo no daría importancia a ese comentario, si es que lo hizo.’ Y pasó a preguntarme por mi relación con Clare Bayes, a la que por entonces —al final de Hilary de mi segundo y último año— quedaba en principio un trimestre de vida y a la que él se había acostumbrado ya tanto que ahora hacía —cuando estaba de humor— de confidente de ambos. En aquellos días —como una matrona— parecía querer saber sólo de las relaciones sexuales o sentimentales de otros, como si él hubiera renunciado a las suyas, y del presente, de los problemas más cotidianos, como si para él, en efecto, no contara el futuro (pero tampoco el pasado). ‘¿Qué importa, en todo caso, lo que ocurriera hace cuarenta años?’ Y abriendo las manos elocuentemente, cruzó sus largas piernas y adoptó la postura (la toga como catarata nocturna) que mejor contribuía al disfraz estético de su entera estampa. Eso fue lo único que dijo sobre aquellas palabras oídas de las que yo le había hecho destinatario.

En cuanto a Clare Bayes, le hice asimismo una relación (a ella sí completa) de mi charla con Rylands. Pero ella pareció interesarse principal o únicamente por el pesar de éste ante la dilatada deserción de Cromer-Blake, y no fue sino con verdaderos ruegos como logré disuadirla de tomar cartas en aquel asunto, como pretendía, y convencerla de guardar silencio ante el discípulo esquivo, sobre las quejas de su maestro. El hijo Eric estaba aún sano en Bristol, y por lo tanto Clare Bayes estaba atenta aún a todo, expansiva como era, perseverante en su tiempo. Sin embargo, cuando mis comentarios insistieron en el pasado de Rylands y en aquel episodio tan melodramático relacionado con una muerte concreta que había tenido un testigo, Clare Bayes cambió de expresión (torció el gesto) y se impacientó, como si no estuviera dispuesta no ya a hablar, sino ni siquiera a oír hablar de ello. Aunque lo más inesperado fue quizá que tampoco ella pareció impresionarse ni sorprenderse en exceso por la revelación que Rylands me había hecho sólo a medias voluntariamente. Pareció más bien resentirse.

‘Quién sabe’, dijo como había dicho Cromer-Blake aquella misma mañana, ‘puede ser cierto.’ Estábamos en mi casa, en el piso de arriba, es decir, en mi cama, cuando aún había sido sólo mi lugar y el lugar de ella. Pero estábamos vestidos, como estábamos allí tantas veces por la mala calefacción y las prisas, hablando rápidamente antes de que se fuera y volviera a su casa andando —bajo la luna pulposa y móvil y de cara al viento— con el rostro todavía demasiado encendido para nuestra seguridad y mi gusto. Hablábamos rápidamente porque así nos daba la impresión de que se demoraba el tiempo, de que había cabido más en el tiempo escaso de que disponíamos siempre: más que las efusiones, que desde hacía ya mucho no nos bastaban, quiero decir, no eran ya lo único que nos interesaba del otro. Así que dijo: ‘Quién sabe, puede ser cierto’, e intentó pasar a otro tema. Pero yo continué: ‘¿Y quién podría saber al respecto? Me gustaría conocer esa historia de Toby, pero a él no me atrevo a preguntarle.’ ‘Qué más te da’, dijo ella, ‘quizá estuvo enamorado de una mujer enferma que padecía tantos dolores que se quitó la vida. Esas cosas pasan también fuera del cine.’ ‘Toby Rylands es heterosexual, ¿verdad?’, pregunté yo. ‘Ah, no lo sé, supongo que sí’, dijo ella, ‘yo doy por descontado que todos los hombres lo son a menos que me digan abiertamente lo contrario, como Cromer-Blake. ¿Por qué no habría de serlo? ¿Porque no se ha casado nunca? Nunca he oído decir que no lo fuese.’ ‘Tampoco yo, desde luego’, respondí, y añadí: ‘Pero si la historia es verdadera, ¿no te parece atroz y digna de saberse, cualquiera que sea?’ Fue entonces cuando Clare Bayes se impacientó y torció el gesto y pareció resentirse: encendió un cigarrillo con irritación y descuido, le cayó una pavesa encima de una media —siempre las medias al descubierto, siempre en mi cama la falda subida cuando no quitada, dejando ver sus piernas esbeltas y recias y sus pies descalzos—, y al quemarse maldijo, se levantó de la cama, se frotó la media, dio tres pasos por la habitación hasta la ventana, miró por ella mecánicamente —miró quizá la iglesia de St Aloysius y el viento—, luego dio otros cinco hasta el muro opuesto y apoyó en él la mano haciendo sonar sus varias pulseras, dio un golpecito al cigarrillo que aún no soltó ceniza —habría caído sobre la moqueta— y dijo: ‘Sí, claro que me parece atroz, y justamente por eso no quiero saberla, ni hablar de ella, todavía menos ponerme a imaginar qué espanto pudo pasarle a Toby en un país extranjero hace treinta años. ¿A quién le importa lo que pasara tan lejos, y hace tanto tiempo?’ ‘Cuarenta’, dije yo, ‘me dio la sensación de que se refería a algo ocurrido hace cuarenta años. Y no dijo que fuera en un país extranjero, aunque es bien posible que sí lo fuera.’ ‘También sucedieron muchas cosas hace treinta’, dijo Clare Bayes, y aspiró y exhaló el primer humo, pues hasta entonces había tenido el cigarrillo encendido en la mano, gesticulando con él pero sin fumarlo, ‘y hace veinte, y hace diez, y ayer mismo, aquí y en tantos otros países, siempre han ocurrido demasiadas cosas atroces, no veo por qué hay que volver a hablar de ellas, ni por qué hay que intentar enterarse de las que teníamos la suerte de no saber, de las que han sucedido sin que las presenciáramos ni nos afectaran. Ya tenemos bastante con lo que nos ha tocado ver con nuestros propios ojos, ¿no te parece?’ Y empezó a recoger sus carpetas y bolsas y a ponerse la chaqueta para marcharse, aunque las campanas de Oxford habían hecho su última intervención poco antes avisando que aún nos quedaba un cuarto de hora, y el despertador no había sonado en la mesilla de noche. Esta vez no se entretuvo en la despedida (no sintió la pena del tiempo que acaba), a pesar de que en seguida empezaban las vacaciones de Semana Santa y ya no podríamos vernos hasta que llegara Trinity y volviera el curso. Fue aquel día cuando se dejó olvidado su par de pendientes que yo aún conservo.

Pero en aquella conversación con la autoridad literaria había surgido un tercer elemento —también de pasada— que me había llamado la atención o intrigado y sobre el cual, en cambio, sí había posibilidades de averiguar más, aunque difícilmente de averiguarlo todo. En aquel elemento yo vi el antiRylands, y aún es más, vi el antiGawsworth, lo contrario de lo que yo temía llegar a ser, y ese contrario me dio también miedo, porque en él vi al perfecto usufructuario, a aquel que en verdad no tendría beneficio personal de su vida ni dejaría ninguna huella, a aquel de quien nunca dependería nada ni nadie (la suerte de nadie), más que él mismo sin prolongación ni sombra, y sus actividades. O mejor, sus rutinas y su vida solamente imaginada (como las de los que escriben). Vi el alma muerta de la ciudad de Oxford, aquella que ni siquiera Will se acordaría de resucitar —un instante, desde su garita, al alzar la mano— cuando hubiera desaparecido. Y aunque yo no iba a seguir en Oxford y no llegaría a ser nunca una de sus verdaderas almas, se me ocurrió que aquel antiRylands, aquel antiGawsworth, podía correr peor suerte que Rylands y Gawsworth, pues no tendría nunca destinatario ni depositario de sus secretos (el único secreto auténtico el del vivo muerto, no el del muerto).

No pensé en ese elemento durante el lunes ni el martes ni el miércoles siguientes al domingo de mi visita a Rylands (y ese martes fue el día en que hice mis destinatarios a Cromer-Blake y a Clare Bayes, con escaso eco); pero el jueves, que era la penúltima fecha lectiva antes de aquellas vacaciones de Semana Santa, hice una rápida escapada a la librería Blackwell’s entre dos de mis clases, separadas por una hora en blanco, y, a diferencia de las más de las veces, en que subía inmediatamente hasta el tercer piso para indagar y hurgar en la inmensa sección de viejo o de segunda mano, subí sólo hasta el segundo piso para echar un vistazo a la sección de extranjero o continental, en la que convivían las traducciones con textos importados en las diferentes lenguas originales. Y allí vi a lo lejos, ante la subdivisión de ruso, a Alec Dewar el Destripador. Estaba consultando —leyendo más bien, por lo mucho que se entretenía— un grueso volumen en cuya cubierta vi en seguida el retrato de Pushkin que le hiciera el pintor Kiprenski y que se ha reproducido tanto. En el primer momento no le concedí importancia, especializado como estaba Dewar en el siglo XIX portugués y español (era un exagerado devoto de Zorrilla y de Castelo Branco, y siempre me recomendaba con ardor infinito un largo poema de mi compatriota, titulado El reloj o Los relojes, no recuerdo bien porque nunca seguí su consejo), y supuse que le animaría alguna suerte de maniobra o cábala comparativa. Él no me vio, tan absorto se hallaba en la lectura de Oneguin o de El convidado de piedra (debía de ser esta obra, pensé, para cotejarla con el Tenorio), y no me apeteció saludarlo fuera de la Tayloriana y en una hora que para mí era de asueto. Pero al dar la vuelta buscando la subdivisión de italiano, aún a cierta distancia, y pasar por detrás de él sin que se diera cuenta, durante unos segundos vi el texto que tenía ante sus ojos, y el texto estaba en caracteres cirílicos. Me alejé un poco más y ahora ya sí me dediqué a observarlo. Siguió durante un buen rato leyendo de aquel tomo en ruso, pasando las páginas a su debido tiempo, y es más: cuando al cabo de bastantes minutos y vencido por la curiosidad me acerqué sigilosamente hasta casi rozar su espalda y —siempre sin que él emergiera de los abismos de uno u otro libertino, tan cautivado estaba— miré a mis anchas por encima de su hombro y vi que ni siquiera se trataba de una edición en ruso hecha en Inglaterra, en la que pudiera haber notas a pie de página o una introducción en inglés que explicaran su interminable consulta, sino de una edición genuina y propiamente soviética de las que no andaba escasa aquella sección continental de Blackwell’s, oí —un susurro muy tenue, sólo perceptible desde muy cerca y si no estaba en funcionamiento la vecina caja registradora— cómo el Matarife recitaba lo que leía entre dientes, con una desmayada sonrisa suspendida de su enorme boca, y marcaba con delicadeza y ritmo (embelesado, en suma) la cadencia perfecta de las estancias yámbicas. No cabía duda: el Inquisidor, además de leer, estaba deleitándose en ruso.

Si hubiera sido Rook a quien hubiera descubierto en esta actitud extasiada (Rook, el viejo y proclamado amigo de Vladimir Vladimirovich en las colonias, eximio y siempre futuro traductor de Karenin como Vladimir era ya para siempre pasado y eximio del propio Oneguin), nada habría tenido de extraño. Pero el Destripador dominaba ya las dos lenguas a las que se dedicaba profesionalmente, y parecía un exceso que además de éstas conociese también el ruso, y con virtuosismo tal que hasta pudiese permitirse canturrear de corrido en un lugar público sus mejores versos. Y fue entonces cuando recordé que Rylands, en lo que más tarde él habría visto como sus indiscreciones de aquel domingo, había hablado de Dewar como de un espía. ‘De oficina’, había dicho, y por tanto despreciable a sus ojos; pero no había tenido la menor vacilación a la hora de atribuirle aquella faceta y mezclarlo con aquel trabajo, por otra parte tan oxoniense. Acerca de esto sí podía preguntarle a él, al propio Rylands, pero ya no fue sino hasta después de Pascua, cuando había llegado Trinity y el niño Eric estaba enfermo y Clare Bayes no quería verme, cuando yo caminaba más horas por la ciudad de Oxford cruzándome y obsesionándome con mis mendigos y estaba a punto de empezar a frecuentar la discoteca arábiga vecina al Apollo Theatre, fue sólo entonces cuando volví a visitar la casa junto al río Cherwell y me atreví a preguntarle. Y aunque al principio trató de disimular un poco (‘Oh, sí, Dewar, de tu departamento, ¿estás completamente seguro de que dije eso?’), dándome una muestra de lo que me habría aguardado de haber triunfado sobre mis propias discreción y respeto y haberle preguntado más sobre su pasado intenso, tras algo de insistencia accedió a contarme, con sus acostumbradas divagaciones y detalles malévolos: ‘Oh, sí, Dewar’, volvió a decir; ‘de Brasenose College, ¿no? ¿O es de Magdalen? Bueno, en realidad debe estar ya retirado, si no me equivoco, ¿cuántos años tendrá ahora, cincuenta y tantos? Es un hombre de edad imposible, desde que lo conozco siempre ha sido de lo que se llama mediana; pero en todo caso el servicio retira pronto a sus hombres a menos que sean insustituibles, hasta a los oficinistas. A Dewar supongo que estarán a punto de retirarlo si no lo han hecho ya: es muy nervioso, un insomne crónico, y eso lo habrá desgastado. ¿Sabías que sólo puede dormir con el ruido blanco? El ruido blanco, así lo llaman. Es un aparato, un ingenio acústico que emite un extraño sonido uniforme que en realidad no lo es, algo casi inaudible pero existente, tan existente que de hecho suprime todos los demás sonidos y conmina al sueño, dicen que no falla. Lo utilizan mucho en el servicio, allí hay mucha gente que no concilia el sueño. Dewar debió de hacerse con uno a cambio de unos cuantos trabajos extra. Me lo mostró una vez, en su college… no consigo recordar si era Magdalen o Brasenose… parecía una pequeña radio, pero yo no logré oír nada. Dewar. Sí. Nunca hizo gran cosa, y, que yo sepa, nunca salió de Inglaterra en misión alguna. Tareas de oficina, eso es todo, debido a su excelente dominio del ruso, su único mérito. Es un hombre dotado para las lenguas, el ruso lo aprendió de estudiante, como aprendió el español y aprendió el portugués más tarde para completar la especialización que había elegido… Creo que habla otras varias… También podía haber elegido eslavas, aunque en tal caso el servicio nunca habría recurrido a él. Todo el que está en un departamento de eslavas es ya un hombre inútil para cualquier trabajo relacionado con los soviéticos. Ta, ta, ta, nunca haría nada. Dewar ha sido llamado a veces a Londres para realizar escuchas, para traducir grabaciones e interpretar tonos, o para matizar algunos textos particularmente complicados o densos, pero nada más. Ah, sí, y su última función, pero tan esporádica… quizá siga haciéndola todavía… Cuando ocurre que algún bailarín de ballet, o algún atleta, o un ajedrecista, o un cantante de ópera (el tipo de ciudadanos que solían salir fuera del territorio soviético) escapa y se pasa al oeste aprovechando una tournée o un torneo en este país… pero cada vez se da menos, y no sólo por los cambios de ahora, sino porque todos preferían pisar América antes de decidirse… entonces, y antes de que al atleta o al cantante en cuestión (toda gente poco interesante, gente mecánica) se le prestara ningún tipo de ayuda o se le concediera asilo, se llamaba a Dewar para que lo interrogara en ruso, o, mejor dicho, para que tradujera las preguntas del inspector encargado y diera su opinión acerca de la sinceridad, buenas intenciones y desapego hacia la Unión Soviética del fugado. Ninguno de estos fugados… nunca hubo muchos, me parece recordar que el último que pasó por sus manos, hará ya un par de años, fue un bailarín que luego ha hecho gran carrera en América, como la hacen todos… Ninguno de estos fugados, digo, daba un paso en libertad por nuestras calles sin que antes Dewar hubiera dado su visto bueno. Esto no quiere decir que su consentimiento fuera el definitivo o el único, nunca ha sido tan importante: se trataba más bien de que expusiera su parecer personal a partir del tono, las inflexiones de la voz, la manera en que los interrogados respondían en su propia lengua, algo que en modo alguno podía apreciar el inspector que dictara el interrogatorio. Se decía que Dewar disfrutaba o disfruta tanto como interrogador vicario o interpuesto que más de una vez se le han sospechado licencias, es decir, se le ha visto extenderse tan inverosímilmente en la traducción de las preguntas al ruso que se ha llegado a tener la impresión de que se apartaba de ellas o añadía otras de su propia cosecha, absteniéndose de traducir al inglés, claro está, las respuestas correspondientes a estas últimas. Aunque los inspectores nunca han podido tener la certeza de la existencia de estos diálogos privados y paralelos entre Dewar y los prófugos, y (de haberlos realmente) menos todavía han podido saber de qué diablos departiría Dewar con los súbditos ex-soviéticos. Para ello habrían precisado el concurso de un segundo intérprete que supervisara las traducciones de Dewar en ambos sentidos, controlando y retraduciendo cuanto éste oyera y dijera en ruso. Demasiado complicado, y con el riesgo de iniciar así una cadena interminable de traductores, ta, ta, ta… Lo que sí es seguro es que Dewar se tomaba muy en serio su tarea, y que su participación en un interrogatorio suponía siempre mantener a los fugitivos sentados en una silla durante horas, acribillados a preguntas quizá personales o incluso íntimas y quién sabe si inconvenientes. Supongo que aprovechaba al máximo las pocas ocasiones que se le presentaban de ejercer este segundo oficio. Teniendo en cuenta la vida que lleva, él debía considerarlo una gran aventura.’

Creo que mi afecto por el Matarife se intensificó a partir de entonces. No es que su trabajo en calidad de espía fuera muy brillante ni muy admirable, pero cada vez que lo vi con posterioridad a que Rylands me descubriera sus facultades políglotas e inquisidoras (ahora comprendía mejor uno de sus apelativos), no podía sino imaginármelo en el cuartucho de una comisaría londinense, encerrado durante horas con un bailarín medroso y recién fugado y que durante aquellas horas —la cara meliflua y feroz de Dewar su primera y poco halagüeña visión del mundo llamado libre— tendría muy serias dudas acerca de si el verdadero yugo lo había dejado atrás o lo tenía delante. Quizá el Inquisidor flexionara e hiciera balancearse la pierna como solía hacer en clase ante los alumnos, sus zapatones voraces —a falta de pupitres en los que apoyarse— alternándose sobre los brazos de la silla que el bailarín ocupara; o tal vez, más alzados, sobre el respaldo; o aún es más, sobre el mismísimo asiento, metiendo la puntera (tan ancha y cuadrada) a modo de cuña entre los muslos del prófugo, de forma amenazadora para sus ajustadísimos pantalones o calzas (pues no podía evitar pensar que los bailarines habrían huido tras la función londinense y las ovaciones y los ramos de flores, no antes, aún vestidos por tanto con las ropas de baile —ese aire de Robin Hood que tienen todos— y si acaso una capa fin de siècle y morada para protegerse del frío). ‘Así que has decidido largarte, ¿eh?’, le diría tal vez el Destripador en ruso, con desprecio e incredulidad iniciales, tuteándolo para rebajarlo; y con un movimiento rápido haría amago de ir a pegarle, aunque probablemente nunca llegaría a tocarlo (excepto con la puntera de los zapatones —con cordones—, un levísimo roce). ‘¿Y cómo sabemos que no nos estás engañando y que no planeas atentar contra la Corona?’ (el Matarife es pomposo) ‘Oh, sí’, añadiría de su propia cosecha, ‘me conozco muy bien el cuento: allí carecéis de horizontes, allí os aburrís, allí os sentís prisioneros, aherrojados’ (esta palabra introducida para impresionar con su vocabulario), ‘y queréis mejorar, los artistas siempre queréis más brillo y más oropel y más adulación y más dinero, ¿no es cierto?’ ‘No es sólo eso’, se atrevería a contestar quizá el bailarín con el impulso o élan de la danza aún no perdido del todo. Pero el Inquisidor no estaría dispuesto a dejarse engañar por un sujeto disfrazado de Peter Pan (está en sus manos la seguridad del estado, al menos en uno de sus múltiples frentes, durante varias horas él es el responsable y todo depende de su sagacidad y astucia para desenmascarar a un posible bailarín-agente). Dewar levanta por vez primera el pie aparatosamente calzado, con un ademán que puede anunciar tanto una duda como una patada; pero en esta primera ocasión lo deja caer de nuevo al suelo, limitándose a un golpe de resonancias marciales. Alguien depende de él, aunque no dependa más que durante ese día. ‘Bien, bien, bien’, dice con su sonrisa ampulosa que yo conozco perfectamente por habérsela visto prodigar, durante nuestras compartidas clases, a los alumnos que más detesta. Y el Destripador flexiona la pierna y va pisando por todas partes la silla del interrogado (pellizcándole en un descuido un poco de carne) mientras va traduciendo las preguntas del inspector e intercalando las suyas: ‘¿Por qué decidiste pedir asilo en el Reino Unido? (Y dime, camarada, ¿te gustaba ya bailar desde pequeño?)’ O bien: ‘¿Planeaste la deserción totalmente a solas o algún otro miembro de tu ballet estaba al tanto? (Y dime, camarada, en la Unión Soviética, ¿es difícil entrar a formar parte de una compañía estable? ¿Hay que someterse a prestaciones sexuales?)’ O acaso: ‘¿Conoces en persona a algún dirigente del Partido Comunista o a algún miembro del gobierno de tu país? (Y dime, camarada, ¿qué te ha parecido el público de Inglaterra? Entendido, ¿no es cierto? Hay mucha tradición aquí. ¿Qué tal ha acogido la función de hoy? ¿Y cuántas horas al día ensayas? ¿Tienes que seguir algún tipo de régimen? ¿Qué resulta más esforzado, el ballet clásico o el moderno? ¿Nijinsky o Nureyev? Muy bonita tu capa morada. ¿Y qué tal te llevabas con tu pareja de baile? ¿Celos?)’ Al Inquisidor no le faltan nunca preguntas, todo le interesa desde su vida monótona de la ciudad de Oxford, lo que ahora oiga de labios del ruso le dará para conversar durante varias high tables, podrá mostrarse tremendamente familiarizado con la vida y hábitos de los bailarines en la Unión Soviética, dejando asombrados a sus compañeros de mesa. Y así, el Matarife acaba dando siempre su visto bueno al prófugo, aunque sólo sea porque después de tantas preguntas y tantas respuestas lo ve casi como a un amigo, al menos como a un conocido, ya tan conocido suyo como tantos dons altaneros o adustos a los que lleva decenios viendo en la ciudad donde enseña sin sacar nada en limpio. Y el Destripador, al cabo de las largas horas, se vuelve hacia el inspector y le hace un gesto afirmativo con la cabeza. ‘Traedme vodka’, ordena al policía que los ha acompañado en la sombra, pegado a la pared y en silencio durante todo el interrogatorio. ‘A este hombre le gustará brindar por su nueva vida. Za zdorovie!

Es posible que el pobre Dewar, como sugería Rylands, se sintiera importante e intrépido en estas ocasiones; también es posible, a juzgar por su pushkiniano trance, que echara en falta las oportunidades de poner en práctica sus extraordinarios conocimientos de ruso; y finalmente es posible que aprovechara la circunstancia para tener unas agradables horas de charla con alguien que no podía rehuirlo ni hacer otra cosa que contestarle, alguien a quien podía preguntar abiertamente sobre las costumbres y el paisaje de su región natal, sobre su familia y amigos, sobre su infancia, sobre sus opiniones políticas y sus creencias religiosas, sobre sus amores y sus preferencias sexuales, sobre su carrera y las servidumbres a que ésta le hubiera obligado, o sobre el metro de Moscú, y la cocina rusa, y los precios del mercado, y el actual estado de las letras soviéticas (las más de las veces sin respuesta a esto para su irritación y ofensa —ajedrecistas, bailarines, gimnastas: estaban todos tan poco al tanto—: ‘¡Todas mis preguntas deben ser contestadas! ¿Me oyes? ¡Ninguna debe quedar sin respuesta!’).

Aquel hombre oscuro y huesudo y protocolario, de boca enorme y cráneo picudo y pómulos altos como si saliera de un cuadro del pintor Otto Dix (y de ferocidad infantil, es decir, que sólo podía asustar a los casi niños, sus alumnos que iban transmitiéndose los tres sanguinarios apodos de curso en curso), tenía seguramente tanto gusto por la lengua rusa como lo tenía por las palabras españolas de cuatro o más sílabas (‘En-a-je-na-mien-to, tra-ga-sa-bles, sin-gla-du-ra, va-sa-lla-je’). No se le conocía más vida que la universitaria. Era otro soltero más de la ciudad de Oxford, otro continuador de la vieja tradición clerical de aquel sitio inmutable e inhóspito y conservado en almíbar, como ya he dicho que dijo uno de mis predecesores. (Como yo, otro perturbado.) Era un alma muerta. Tenía, sin embargo, otra vida mínima y desusada, y el día —los pocos días— que fuera llamado a Londres con gran urgencia porque un nadador o un saltador de pértiga o un violonchelista o un bailarín (a buen seguro estos últimos sus favoritos) había pedido asilo político abandonando a su troupe o a su orquesta o equipo, al salir corriendo de sus habitaciones de Brasenose College dominadas por el ruido blanco (al salir con un vuelco de su alma muerta), y al pasar en tren por Didcot y Reading y Slough y Southall, y al llegar a la estación de Paddington, y al empalmar en un abarrotado metro hasta el centro, debía sentirse el hombre más importante e inescrutable y sabio de aquella universidad: más importante que el vicerrector y más que el rector, y más que el vicecanciller y también más inescrutable y sabio que el mismísimo canciller. Por eso, cada vez que me lo encontraba con sus gruesas gafas leyendo un periódico en la Senior Common Room o sala de profesores, o en la biblioteca de la Tayloriana, o en el salón de té del hotel Randolph que se erigía enfrente, imaginaba que estaría escudriñando con avidez y acelerado pulso las páginas de espectáculos y de deportes para ver si alguna compañía de ballet u orquesta estatal o equipo de atletas o de ajedrecistas soviéticos venía a actuar o a competir en algún punto de la Gran Bretaña, y, cuando los viera anunciados o su intervención reseñada, debía de rezar a Hermes, el dios de los viajeros y de la palestra, de los ladrones y de la elocuencia, de la inquietud y los sueños, para que armara de valor a alguno de sus miembros durante la noche y lo convenciera de eludir toda vigilancia y emprender la huida.

Ahora Dewar lo tendrá cada vez más difícil, y pasarán los días rutinariamente sin que nada ocurra ni se produzca nunca la llamada de Londres. Y por eso —desentendido cada vez más del teléfono— no tendrá ya apenas reparo en ahuyentar y neutralizar todos los demás sonidos permanentemente con su ruido blanco. Yo ya no soy un solitario como él, ni un vivo muerto, pero creí ser eso, durante un tiempo.