Creo que sólo hice verdadera amistad con Cromer-Blake durante mi estancia de dos años en Oxford. Pero así como muchos dons me resultaron gente insufrible (el economista Halliwell es un pálido ejemplo, y recuerdo con particular sufrimiento al doctor Leigh-Peele, el experto en las Indias de nuestro departamento, un sujeto puntilloso y frailuno, de abdomen notablemente más ancho que el torso, siempre con pantalones que le estaban estrechos y cortos —las pantorrillas (asquerosas) al aire en cuanto se sentaba— y con el que tuve que dar las más metódicas y lamidas clases), llegué a ponerme a menudo en el lugar de Edward Bayes, como ya he explicado, y llegué a apreciar el buen humor y la despreocupación del hostigado y frivolizante Kavanagh (hostigado por ser irlandés y escribir novelas y ser desenvuelto), y llegué a responder al afecto —en igualdad de condiciones seguramente, aunque él no pudiera ni imaginarlo, pues yo era todavía más reservado y no demostraba— que, quizá a pesar suyo o sin darse cuenta, me profesaba Alec Dewar, el Inquisidor o Matarife o Destripador. Y sobre todo llegué a admirar a la autoridad literaria o ya casi emérito (durante mi primer curso) y luego emérito definitivamente (durante el segundo) profesor Toby Rylands, cuya amistad me había recomendado Cromer-Blake con algo de ligereza. Pues con Toby Rylands no se podía tener amistad exactamente, no porque no fuera acogedor y gentil o no gustara de recibir a quien quisiera verlo, sino porque era un hombre demasiado sagaz y demasiado verídico (quiero decir que lo que decía sonaba siempre como verdades), y hacia el que no era fácil sentir otra cosa que admiración abierta y quizá un poco de miedo (lo que en inglés es awe, y me entenderán algunos).
Yo iba a visitarlo a su casa, fuera del área universitaria, al este, en una zona de parques: una casa lujosa (era hombre de fortuna personal, no académica ni usufructuada) con un extenso jardín asomado a uno de los más selváticos y feéricos tramos del río Cherwell a su paso por Oxford o sus aledaños. Solía ir en domingo, el día de la semana en que también a él, sobre todo una vez jubilado, en el segundo año, debían costarle más el esfuerzo y las ganas de entretenerlo y pasar al siguiente (mataba el tiempo como los mendigos). Era un hombre muy grande, de tamaño en verdad enorme, con el pelo totalmente conservado, ondulado y blanco —una bavaroise— sobre su cabeza estatuaria, siempre bien vestido con más presunción que elegancia (corbatas de pajarita y jerseys amarillos, un poco a la americana, o como un estudiante antiguo), y en Oxford estaba considerado como una futura —ya casi presente— inolvidable gloria, pues allí, como en todos los sitios que se perpetúan por alguna suerte de endogénesis, las personas sólo se convierten en inolvidables cuando empiezan a cesar en sus cargos y a ser pasivas y a dar lugar a sus legatarios. Él y Ellmann, Wind y Gombrich, Berlin y Haskell, estaban o están destinados a acabar siendo de la misma estirpe: los anhelados retrospectivamente. Toby Rylands tenía todos los honores y vivía solitariamente. Recibía por correo a diario unos cuantos más, cada vez más insinceros; cuidaba el jardín; alimentaba a algunos cisnes que pasaban temporadas en aquel tramo suyo del río Cherwell; escribía un ensayo más sobre el Sentimental Journey. No le gustaba mucho contar de su vida pasada, de sus orígenes mal conocidos (se decía que no había sido inglés siempre, sino sudafricano, pero si era verdad no había rastro en su acento), de su juventud, y menos aún de sus supuestas actividades, ya remotas —eso se susurraba en Oxford—, con el MI5, el famoso servicio secreto británico. Debían ser ciertas, pero eso no resultaba muy interesante, tan vulgar y corriente es el vínculo entre ese servicio de las novelas y el cine y las dos principales universidades inglesas. Las historias más sabrosas que corrían entre sus acólitos, discípulos y ex subordinados eran, de hecho, las relativas a su actuación durante la guerra: al parecer, no había estado en el frente (en ninguno), sino llevando a cabo extrañas y confusas misiones (con mucho dinero siempre por medio) vagamente relacionadas con el espionaje o el seguimiento de personalidades neutrales en lugares tan alejados del corazón del conflicto como La Martinica, Haití, Brasil y las islas de Tristan da Cunha. Nunca supe mucho acerca de su pasado, debían de ser pocos los enterados. Lo que más impresionaba de él eran los ojos rasgados de colores distintos, color aceite el derecho y ceniza pálida el izquierdo, de tal manera que si se lo miraba desde el lado derecho se le veía una expresión aguda no falta de crueldad —un ojo de águila, o quizá de gato—, mientras que si se lo miraba desde la izquierda lo que se veía era una expresión meditativa y grave, recta, como sólo pueden ser rectas las gentes del norte —un ojo de perro, o quizá de caballo, que parecen los más rectos de los animales—; y si se lo miraba de frente, entonces uno se encontraba con dos miradas, o mejor dicho no, con los dos colores pero una sola mirada, que era cruel y recta, meditativa y aguda. A cierta distancia predominaba (y asimilaba al otro) el color del aceite, y cuando alguna mañana de domingo el sol le daba en los ojos y se los iluminaba, la densidad del iris se disolvía, y se aclaraba el tono, que era como el del jerez ya servido en la copa que sostenía a veces entre las manos. En cuanto a su risa, eso era lo más diabólico de Toby Rylands: la boca no se movía apenas, pero sí lo bastante —sólo horizontalmente— para que bajo su labio superior, morado y carnoso, aparecieran unos dientes pequeños y levemente puntiagudos, pero muy igualados, tal vez la buena imitación, debida a un dentista de pago, de los que la edad le habría perdido. Pero lo más demoniaco de aquella risa breve y seca no era verla, sino oírla, pues no se asemejaba a las onomatopeyas escritas más habituales, todas ellas fiadas a la aspiración de la consonante (sea ja, ja, ja o je, je, je o ji, ji, ji, o en otras lenguas ha, ha o incluso ah, ah), sino que en su caso ésta era indudablemente plosiva, una clarísima t alveolar, como lo es la inglesa. Ta, ta, ta, así era la risa escalofriante del profesor Toby Rylands. Ta, ta, ta. Ta, ta, ta.
El día que mejor recuerdo y que él pareció decir más verdades sólo rio al principio, mientras comentábamos sobre mis colegas que ya no lo eran suyos exactamente y me contaba con medias palabras alguna jocosa anécdota diplomática o universitaria, nunca de la guerra ni del espionaje. Por entonces (Hilary de mi segundo año, luego era entre enero y marzo: era fin de marzo, justo antes de que Clare Bayes decidiera darme la espalda durante cuatro semanas) todos ya sabíamos que Cromer-Blake estaba enfermo y le suponíamos con algo grave. Él seguía sin decirnos nada (o sólo vaguedades, si es que no evasivas), ni a mí, ni a Clare, ni a Ted, ni a su hermano Roger que vivía en Londres, ni siquiera a su venerado Rylands, quizá sí a Bruce, la persona más cercana a él desde hacía años, con quien mantenía lo que se llamaba antiguamente (en francés sobre todo) una amistad amorosa, sin ningún progreso ni retroceso ni exclusividad ni constancia. (Bruce era mecánico de la Vauxhall y no solía tratarnos: Bruce era su mundo aparte.) Pero sus visitas al hospital en Londres —sus internamientos esporádicos pero cada vez menos cortos— y su aspecto demasiado variable —tan pronto se lo veía en su peso y con la tez luminosa como demacrado y de color ceniciento— hacían que nos preocupáramos con esa preocupación callada, muy frecuente en Inglaterra o al menos más que en otras partes, que tiene como base un poco de estoicismo y también —sin embargo— la optimista creencia de que las cosas existen sólo cuando se habla de ellas, o, lo que es lo mismo, de que no prosperan y acaban por diluirse si la existencia verbal no se les da ni consiente. Ninguno de sus allegados hablábamos de Cromer-Blake (de su enfermedad ya visible) a sus espaldas, y con él nos limitábamos a olvidar en seguida el anterior aspecto cuando lo tenía bueno —como algo que condenamos alegremente a haber sido—, y a recordar éste en cambio cuando lo tenía malo —deseando vivamente, en silencio, la vuelta de lo que sólo ha sido.
Para Toby Rylands, Cromer-Blake era uno de sus más queridos e irrenunciables amigos —el vástago solidario, el discípulo que no se retira cuando ya ha cumplido su crecimiento—, y por eso mismo Rylands era la última persona de la que podía esperarse que mencionara la enfermedad sin nombre, cualquiera que fuese ésta. Por eso me sorprendió cuando aquel domingo, estando los dos de pie en el jardín a la orilla del río, mirando correr el agua sin la resistencia ilusoria de la vegetación que en otras estaciones parecía empujarla a su paso desde las riberas y que tanto contribuía a hacer de aquel tramo un paraje selvático, habló de Cromer-Blake y de su salud o su falta. Estaba arrojando pedazos de pan viejo al agua, para ver si salían los cisnes que pasaban temporadas en aquel recodo.
—No salen hoy —dijo—. Quién sabe si se habrán mudado, van río arriba y abajo a lo largo del año. A veces desaparecen durante semanas y están sólo a unas yardas. Aunque es raro, porque ayer los vi. Este es uno de sus lugares predilectos, aquí son bien tratados. Pero bueno, siempre tiene que haber un primer día en las desapariciones. Si no no serían tales, ¿verdad? —Y siguió tirando migas, ahora más troceadas, al agua de color canela—. Pero no importa, ya han llegado patos, mira, ahí sale uno a buscar la comida. Y otro, y otro. Qué ávidos son, no desprecian nada. —Y, casi sin transición, añadió—: ¿Has visto a Cromer-Blake últimamente?
—Sí —dije yo—, hace dos o tres días. Estuve tomando un café con él en sus habitaciones.
La autoridad literaria estaba a mi izquierda, por lo que veía su expresión aguda en su ojo de aceite, que de perfil parecía más rasgado que el de ceniza. Tardó unos segundos en hablar de nuevo.
—¿Qué aspecto tiene?
—Bueno. Lo tiene mucho mejor desde que volvió de Italia. Se tomó una semana de permiso, supongo que lo sabe. Yo le sustituí en algunas clases. Necesitaba un descanso y alejarse de aquí. Le vino bien, parece.
—Le vino bien, ¿eh? —Y el ojo se desplazó hacia su derecha con un movimiento fugaz (se desplazó hacia mí), para volver a fijarse en seguida en los patos.— Sé que se tomó un permiso y que estuvo en la Toscana, pero lo sé por otros. Desde que ha regresado, ¿dos semanas, tres?, no ha venido a verme. Tampoco ha llamado. —Calló, y luego se volvió para mirarme de frente, como si le fuera necesario mirar de frente para decir cosas sentidas o reconocer debilidades—. Eso me extraña y también me duele, no veo por qué no deba decirlo. Había pensado que sería tal vez por su aspecto, si lo tenía malo. Pero dices que lo tenía bueno, ¿verdad? Eso has dicho, ¿no?
—Sí, estuvo muy mal en febrero, y ahora, en comparación, lo he visto muy mejorado.
Toby Rylands, con su enorme peso no debido a gordura alguna sino a su tamaño y a su corpulencia, se agachó con dificultad para coger más pan de una cesta de mimbre que tenía en el suelo. Habían aparecido otros cuatro patos.
—Me pregunto qué día dejará de venir del todo. Cuál será, por tanto, el último día que vaya a verlo, si es que ese día no llegó ya, en febrero, y yo no lo supe entonces. Esa fue la última vez que vino, a mediados de febrero. Quizá no piensa venir más. Mira los patos.
Miré a los patos. Pero contesté en seguida:
—No sé por qué dice eso, Toby. Nadie aprecia tanto su compañía como Cromer-Blake, lo sabe usted perfectamente. No creo que deje de venir nunca a verlo, al menos por voluntad propia.
El profesor Rylands vació de golpe en el agua el resto del pan que tenía en su cesta, sin trocearlo más —mendrugos y rebanadas flotando un instante en las aguas terrosas del río Cherwell—, y, soltándola —quedó volcada sobre la hierba, como un sombrero campesino de mujer, el asa como la cinta—, retrocedió hasta la mesita donde la señora Berry, su ama de llaves, nos había servido jerez y unas aceitunas. Aunque era fin de marzo no hacía frío si fuera se estaba un poco abrigado. Era un domingo de sol alternado con nubes ralas, y el sol no había que desperdiciarlo, porque ayudaba a entretener el día y pasar al siguiente. Rylands llevaba una de sus pajaritas y uno de sus gruesos jerseys amarillos y encima una cazadora forrada de lana: el jersey era más largo y asomaba bajo el cuero castaño. Se sentó en una silla con almohadón y bebió de su copa. La terminó lentamente, pero de un solo trago, y volvió a servirse.
—Por voluntad propia —dijo—. Por voluntad propia —repitió—. ¿A quién pertenece la voluntad de un enfermo? ¿Al enfermo o a la enfermedad? Cuando uno está enfermo, como cuando uno es viejo o está perturbado, se hacen las cosas a partes iguales con voluntad propia y con voluntad ajena. Lo que no siempre se sabe es a quién pertenece la parte de la voluntad que ya no es nuestra. ¿A la enfermedad, a los médicos, a los medicamentos, a la perturbación, a los años, a los tiempos pasados? ¿Al que ya no somos… que se la llevó consigo? Cromer-Blake ya no es el que creemos que es o el que solía ser, no es el mismo. Y o mucho me equivoco o cada vez lo irá siendo menos hasta dejar de ser, simplemente. Hasta que no sea ni uno ni otro ni un tercero ni un cuarto, sino nadie. Hasta que no sea nadie.
—No le entiendo, Toby —dije yo, esperando que la frase fuera disuasoria en sí y él se interrumpiera. Esperando que contestara algo así como ‘Dejémoslo’ u ‘Olvídalo’ o ‘No me hagas caso’ o ‘No tiene importancia’. Pero no contestó nada de eso.
—No, ¿eh? —Y Toby Rylands se pasó una mano por el pelo cremoso, bien peinado y blanquísimo, como hacía Cromer-Blake (que quizá le había copiado a él el gesto), sólo que el de Rylands era mucho más blanco. ‘Toby Rylands debió ser muy rubio’, pensé justo antes de que dijera lo que yo (madrileño y supersticioso o ya anglificado y estoico) prefería que no dijera—: Escucha —dijo—, escúchame. Cromer-Blake va a morirse. No sé lo que tiene y él no va a decírnoslo, si es que lo sabe seguro o no ha logrado olvidarlo, al menos a ratos, a base de irresponsabilidad y con tremendo esfuerzo. No sé lo que tiene, pero no creo que dure mucho y estoy convencido de que es muy grave. Cuando vino por aquí la última vez, en febrero, estaba fatal y lo vi ya muerto. Tenía cara de muerto. Ahora dices que está mejor, no sabes cómo lo celebro, y ojalá le dure. Pero ya ha estado mejor otras veces y luego peor que nunca, y aquel último día lo vi sentenciado. Se me partió el corazón y se me partirá aún más cuando ocurra, pero es mejor que esté hecho a la idea. Pero también me duele que por eso no venga a verme, mientras aún es posible. No es por su aspecto, regular o malo, por lo que no viene; no es por no apenarme, o porque no desee que yo lo vea cuando lo tiene pésimo. Yo sé por qué no viene a verme. Antes yo era un anciano (mi aspecto es de anciano desde hace mucho; siempre parecí mayor, y tú me has conocido hace sólo un año), y era inofensivo, o beneficioso incluso, era instructivo con mis digresiones y era divertido con mi malicia y mis bromas, y aún podía enseñarle cosas, aunque no sepa mucho de vuestra materia, la literatura española, no sé por qué no se ocupó de la nuestra, que es más variada. Pero ahora ya no soy eso, sino el espejo en el que no quiere verse. Su fin está próximo y también el mío. Yo le recuerdo a la muerte, porque soy seguramente, de sus amigos, el que la tiene más próxima. Yo soy la enfermedad que él padece, yo soy la vejez, yo soy el decaimiento, mi voluntad anda errante, como la suya, sólo que yo he tenido tiempo de irme acostumbrando a perderla, y acostumbrarse a perderla quiere decir aprender a retenerla al máximo, demorar su marcha, y no hacer daño. Él no ha tenido ese tiempo, y no puede culpársele. No debo culparle porque me rehúya. Pobre muchacho. Aunque no se le note, estará desconcertado. Estará aterrado. Y no podrá creer lo que le está pasando.
Toby Rylands bebió un poco más de jerez y entrecerró sus ojos distintos pero asemejados ahora porque miraba hacia el sol que le daba de cara. Cogió una aceituna.
—No sé —dije yo—. No sé si tiene razón, Toby. Yo no le veo a usted en absoluto cercano a la muerte, como dice, o reminiscente de ella, o un adelantado. Ni siquiera es usted muy mayor, y está bien de salud, ¿no es cierto? Se le ve magnífico. El año pasado tenía usted sus clases abarrotadas, y podría seguir teniéndolas si no le hubiera tocado jubilarse este curso. Nadie llena aulas en Oxford si está acabado. Puede que Cromer-Blake no haya tenido tiempo de venir a verle.
—Ta, ta, ta —Toby Rylands rio por fin explosivamente, pero con amargura. Luego dijo—: Sé lo que piensas, que digo estas cosas justamente por eso, porque he tenido que jubilarme. Que de pronto me veo cercano a la muerte y demás bobadas porque estoy inactivo y pienso demasiado, aquí en este jardín junto al río, que en todos los tiempos es la imagen del transcurso. O en la casa… la señora Berry tan silenciosa. Eso es una vulgaridad, y no estoy inactivo. Estoy escribiendo el mejor libro que jamás se haya escrito sobre Laurence Sterne y su Sentimental Journey. Me dirás que eso no importa mucho, o a poca gente, y que no sirve en exceso para sentirse… esperado. Pero me importa a mí. Yo adoro ese libro, y me importa que se lo comprenda bien, y comprenderlo yo, según lo voy estudiando otra vez y os lo voy explicando: yo me espero a mí mismo. No, no es la jubilación, en modo alguno. Desde hace años veo pasar los días con la sensación de descenso que todos los hombres sienten más pronto o más tarde. No depende de los años exactamente, hay quien la tiene desde que es niño, hay niños que ya la sienten. Yo la tuve pronto, hace unos cuarenta años, y llevo todos esos años permitiendo a la muerte acercarse, y me da pánico. Lo grave de que la muerte se acerque no es la propia muerte con lo que traiga o no traiga, sino que ya no se podrá fantasear con lo que ha de venir. Yo he tenido lo que se llama comúnmente una vida plena, o así la considero yo. No he tenido mujer ni hijos, pero creo haber tenido una vida de conocimiento, que era lo que me importaba. Nunca he dejado de saber más de lo que sabía antes, y es indiferente dónde quieras poner ese antes, aunque sea hoy, aunque sea mañana. Pero también he tenido una vida plena porque esta vida ha tenido acción, e imprevistos. Yo he sido espía, como seguramente has oído y como lo han sido tantos de nosotros porque eso puede ser parte de nuestra tarea; pero no de oficina, como lo son ese Dewar de tu departamento y la mayoría, sino de campo. Yo he estado en la India y en el Caribe y en Rusia, y he hecho cosas que ya no puedo contar a nadie porque resultarían ridículas y no se creerían, yo sé bien lo que se puede contar y lo que no se puede según los tiempos, porque he dedicado mi vida a saberlo en la literatura, y lo distingo. Nada de esto debe ya ser contado, pero yo he corrido riesgos mortales y he delatado a hombres contra los que no tenía nada personalmente. Yo he salvado vidas y a otra gente la he enviado al paredón o a la horca. Yo he vivido en África, en lugares inverosímiles y en otras épocas, y he visto matarse a la persona que amaba —Toby Rylands se paró en seco, como si sólo su memoria, y no la voluntad (su voluntad retenida al máximo, pero ya no sólo suya), le hubiera llevado a decir lo último que había dicho; se rehízo en seguida, sin duda porque continuar era la mejor manera de disiparlo—; y asistí a combates. Mi cabeza está llena de recuerdos nítidos y fulgurantes, espantosos y exaltadores, y quien pudiera verlos en su conjunto como yo los veo pensaría que eran suficiente para no querer más, para que la sola rememoración de tantos hechos y tantas personas emocionantes llenara los días de la vejez más intensamente que el presente de tantos otros. Pero no es así, e incluso ahora, cuando no parece que vaya a ocurrirme ya nada imprevisto, es decir, nada; cuando la vida que llevo aquí en mi jardín o en la casa con la demasiado previsible señora Berry parece hecha a propósito para que no ocurra nada, y todo lo sorprendente y lo estimulante parece tan concluido y tan descartado, te aseguro que incluso ahora sigo queriendo más: lo quiero todo; y lo que me hace levantarme por las mañanas sigue siendo la espera de lo que está por llegar y no se anuncia, es la espera de lo inesperado, y no ceso de fantasear con lo que ha de venir, exactamente igual que cuando tenía dieciséis años y salí de África por primera vez, y todo cabía, porque todo cabe en el desconocimiento. Yo he ido minando poco a poco ese desconocimiento, y, como te he dicho, siempre he ido sabiendo más de lo que sabía. Pero aun así el desconocimiento sigue siendo tan grande como para que aún hoy, con mis setenta años cumplidos y esta vida tan mansa, siga esperando abarcarlo todo y experimentarlo todo, lo insólito y lo ya probado, otra vez, lo ya probado. Existe el afán por lo desconocido y también el afán por lo conocido, uno no puede aceptar que ciertas cosas no vayan ya a repetirse. Por eso a veces envidio a Will, el viejo portero de la Tayloriana, que me llevará veinte años y sin embargo, gracias a que ya ha dejado marchar su voluntad del todo, vive en constante alegría o zozobra a lo largo del tiempo entero de su vida entera, llevándose grandes sorpresas y también repitiendo lo que ha conocido. Es una manera de no renunciar a nada, aunque él no lo sepa y aunque su vida de garita haya sido todo menos plena desde mi punto de vista. Pero mi punto de vista no importa en esto, ninguno importa. Saber que en un momento dado habrá que renunciar a todo es lo insoportable, para todo el mundo, sea lo que sea lo que constituya ese todo, lo único que conocemos, lo único a lo que estamos acostumbrados. Yo comprendo bien a quien lamenta morirse sólo porque no podrá leer el próximo libro de su autor favorito, o ver la próxima película de la actriz que admira, o volver a tomar cerveza, o hacer el crucigrama del nuevo día, o seguir la serie de televisión que sigue, o porque no sabrá qué equipo ha ganado el campeonato de fútbol del año en curso. Lo comprendo perfectamente. No es sólo que todo pueda aún darse, la noticia inimaginable, el giro de todos los acontecimientos, los sucesos más extraordinarios, los descubrimientos, el vuelco del mundo. El revés del tiempo, su negra espalda… Es también que son tantas las cosas que nos retienen. Son tantas las cosas que retendrán a Cromer-Blake. Tantas como a ti. O como a mí. O como a la señora Berry. —Y Toby Rylands señaló hacia la casa—. Imagínate, pobre muchacho. Supongo que a la hora de irse despidiendo yo ya no soy una de ellas.
El profesor Rylands calló. Se subió un poco más la cremallera de la cazadora, tapando ahora enteramente el jersey por arriba —pero nunca por abajo, la franja amarilla visible siempre—, y se tomó dos aceitunas de golpe.
—No querrá usted que hable con él, ¿verdad?
—Ni se te ocurra. —Y los dos ojos, el de aceite y el de ceniza pálida, el de águila y el de caballo, me miraron con autoridad. La autoridad literaria se acabó la segunda copa de jerez y, dándose una palmada en el pecho, enorme y convexo, se levantó y dio unos pasos en dirección al río. Recogió la cesta de mimbre tirada en la hierba y, con ella colgada del brazo, como un antiguo vendedor ambulante al que se le hubiera terminado la mercancía, se volvió hacia la casa y gritó—: ¡Mrs Berry! ¡Mrs Berry! —Y cuando la señora Berry se asomó a la ventana de la cocina, donde estaría preparándole ya un poco de almuerzo al que yo no me quedaría, le dijo elevando la voz como la elevaría yo luego en la discoteca para hablar con Muriel de Wychwood Forest—: ¡Mrs Berry, hágame usted el favor de traer unas galletas, las que estén más viejas! —Después volvió a mirarme (ya sin autoridad) y agitó la cesta en el aire. Rio—: Ta, ta, ta. A ver si de una vez salen esos cisnes perezosos.