Cuando uno está solo, cuando uno vive solo y además en el extranjero, se fija enormemente en el cubo de la basura, porque puede llegar a ser lo único con lo que se mantiene una relación constante, o, aún es más, una relación de continuidad. Cada bolsa negra de plástico, nueva, brillante, lisa, por estrenar, produce el efecto de la absoluta limpieza y la infinita posibilidad. Cuando se la coloca, a la noche, es ya la inauguración o promesa del nuevo día: está todo por suceder. Esa bolsa, ese cubo, son a veces los únicos testigos de lo que ocurre durante la jornada de un hombre solo, y es allí donde se van depositando los restos, los rastros de ese hombre a lo largo del día, su mitad descartada, lo que ha decidido no ser ni tomar para sí, el negativo de lo que ha comido, de lo que ha bebido, de lo que ha fumado, de lo que ha utilizado, de lo que ha comprado, de lo que ha producido y de lo que le ha llegado. Al término de ese día la bolsa, el cubo, están llenos y son confusos, pero se los ha visto crecer, transformarse, formarse en una mezcla indiscriminada de la cual, sin embargo, ese hombre no sólo conoce la explicación y el orden, sino que la propia e indiscriminada mezcla es el orden y la explicación del hombre. La bolsa y el cubo son la prueba de que ese día ha existido y se ha acumulado y ha sido levemente distinto del anterior y del que seguirá, aunque es asimismo uniforme y el nexo visible con ambos. Es el único registro, la única constancia o fe del transcurrir de ese hombre, la única obra que ese hombre ha llevado a cabo verdaderamente. Son el hilo de la vida, también su reloj. Cada vez que uno se acerca al cubo y echa en él algo, vuelve a ver y a tener contacto con las cosas que tiró en las horas previas, y eso es lo que le da un sentido de la continuidad: su día está jalonado por sus visitas al cubo de la basura, y allí ve el envase del yogurt de fruta que desayunó, y aquel paquete de tabaco del que al comenzar la mañana quedaban sólo dos cigarrillos, y los sobres ahora vacíos y rotos que le trajo el correo, los botes de coca-cola y la viruta de un lápiz al que sacó punta antes de empezar el trabajo (aunque fuera a escribir con pluma), las hojas arrugadas que juzgó imperfectas o equivocadas, el envoltorio de celofán que contuvo tres sandwiches, las colillas vertidas numerosas veces desde los ceniceros, los algodones empapados en colonia con los que se refrescó la frente, la grasa de los fiambres que comió distraído para no interrumpirse, los informes inútiles recogidos en la facultad, una hoja de perejil, una de albahaca, papel de plata, las briznas, las uñas que se cortó, la oscurecida piel de una pera, el cartón de la leche, el frasco de la medicina acabada, las bolsas inglesas de papel crudo y áspero en las que envuelven sus libros los libreros de viejo. Todo se va apretando y se va concentrando, se va tapando y se va fundiendo, y así se convierte en el trazo perceptible —material y sólido— del dibujo de los días de la vida de un hombre. Cerrar y anudar la bolsa y sacarla fuera significa comprimir y clausurar la jornada, que tal vez habrá estado punteada tan sólo por esos actos, por el acto de arrojar desechos y mondaduras, el acto de prescindir, el acto de seleccionar, el acto de discernir lo inútil. El resultado del discernimiento es esa obra que impone su propio término: cuando el cubo rebosa está concluida, y entonces, pero sólo entonces, su contenido son desperdicios.

Yo empecé a fijarme diariamente en el cubo de la basura y en el proceso de sus metamorfosis alrededor de un año después de la noche que acabo de rememorar, cuando, por diversas causas de las que hablaré en otro momento, veía a Clare Bayes menos de lo que deseaba (y no la había sustituido), y mi trabajo en la ciudad de Oxford había adelgazado aún más si cabe (o quizá era que cada vez lo hacía más maquinalmente). Estaba más solo y más desocupado, y la fase de descubrimiento había terminado hacía tiempo. Pero ya antes, desde el principio, me fijaba mucho en el cubo durante los fines de semana, porque, efectivamente, los domingos en Inglaterra no son simples y mortecinos domingos que, como en todas partes, hay que atravesar de puntillas sin llamar su atención ni hacerles el menor caso, sino domingos desterrados del infinito, como me parece que fue Baudelaire quien dijo. Durante el resto de la semana, y pese a mis pocas obligaciones, tenía más distracciones, y una que en esa ciudad nunca falta (puede convertirse en la principal para quien se haga adicto) es la búsqueda de libros agotados, antiguos, raros, de coleccionista enfermizo o estrafalario. Las librerías de viejo, para el que tenga gusto por ellas, son el paraíso polvoriento y recóndito de Inglaterra, frecuentado además por los caballeros más distinguidos del reino. Su variedad y abundancia, la ilimitada riqueza de sus fondos, la rapidez con que se renuevan sus existencias, la imposibilidad de explorarlas nunca a conciencia, el mercado reducido pero pujante y vivo que representan, las convierte en un territorio siempre sorprendente y remunerador. Durante mis dos años de ojeo y caza con mis enguantadas manos encontré maravillas inencontrables a precios ridículos, como los diecisiete tomos de la primera y única edición completa de la traducción de Las mil y una noches de Sir Richard Francis Burton (más conocido por los libreros como Captain Burton), que se fue publicando hace ya más de un siglo en limitada tirada de mil ejemplares numerados de cada volumen, sólo para suscriptores del Burton Club y con el compromiso (cumplido) de nunca ampliarla ni repetirla: nunca más, en efecto, la totalidad de ese exuberante texto victoriano ha vuelto a imprimirse, sino sólo selecciones o ediciones espúreas que, pretendiéndose completas, en realidad habían sido expurgadas de cuanto en su tiempo se consideró (o consideró la mujer de Burton) que eran obscenidades. El cazador de libros está condenado a especializarse en lo que se refiere a sus principales presas, a las que rastrea con mayor ahínco, y al mismo tiempo acaba haciéndose, irremediablemente, cada vez más generoso y acomodaticio en sus intereses, según se le va inoculando el virus irrefrenable del coleccionismo. Así fue en mi caso, y a la vez que mi curiosidad se dilataba y se dispersaba, hubo cinco o seis autores a los que decidí convertir en el objetivo sistemático y primordial de mis búsquedas, sin que en su elección interviniera más el deseo de leer y poseer sus libros que la propia dificultad de hallarlos. Autores secundarios, extraños, malogrados, olvidados o nunca apreciados, que pocos conocen y que ni siquiera se reeditan habitualmente en su país de origen, de entre los cuales el más famoso y menos secundario (pero mucho más famoso en mi país que en el suyo) era el galés Arthur Machen, aquel raro escritor de estilo refinado y sutiles horrores que, en una encuesta hecha a cincuenta literatos británicos durante nuestra Guerra Civil, fue el único que —quizá para no desdecirse de sus afinidades con el terror más puro— hizo públicas sus preferencias por el bando de Franco. Sus libros, pese a su fama, no son fáciles de encontrar en sus versiones inglesas originales, y aún menos en ediciones antiguas, muy valoradas por los coleccionistas, de modo que a partir de un momento dado, y en vista de que me costaba dar con muchos de los títulos que me faltaban, advertí a algunos libreros para que me los reservaran si se los cruzaban en su camino y aun me los procuraran.

Los libreros ingleses de viejo viajan todavía por el país, visitando librerías vetustas de ciudades relegadas y de pueblos perdidos, acudiendo a las casas de campo donde ha habido un muerto instruido con descendencia iletrada, pujando ventajosamente en míseras subastas locales, no perdiéndose una improvisada o espontánea feria provincial de libros (celebradas frecuentemente en lugares tales como el parque de bomberos, el vestíbulo de un hotel sin clientes o el claustro de una iglesia). Viajan e investigan y husmean incesantemente, y por eso tiene sentido hablarles de lo que se quiere obtener, porque es muy probable que lo consigan. Entre estos libreros con los que tuve tanto trato había un matrimonio que se apellidaba Alabaster y que contribuyó de manera notable a las extravagancias de mi biblioteca. Su tienda era pequeña, confortable y sombría, ingenua y malsana, una mezcla de lugar acogedor y lugar del espanto, con hermosas estanterías de madera noble completamente combadas y apenas visibles por el peso y el desorden inconcebible de los millares de libros que, más que ocuparlas, las oprimían y sepultaban. Debían de ganar bastante dinero, porque dentro de aquel local rancio, polvoriento y oscuro, iluminado por un par de lámparas con pantalla de vidrio hasta en las horas más claras de la mañana, brillaba con su propia luz un aparato de televisión que, en cerradísimo circuito, les permitía ver el sótano de la tienda y lo que en él sucedía bajo su única bombilla parpadeante sin tener que bajar y subir escaleras cada vez que un comprador posible se atrevía a explorarlo. Aquel matrimonio parecía —como si quisiera participar de la modernidad con la que tan reñida estaba su mercancía— pasarse la jornada mirando por televisión (en blanco y negro) lo que tenía a unos pocos metros, bajo sus pies (en color). La señora Alabaster era sonriente y autoritaria, con una de esas sonrisas inglesas que uno ha visto derrochar en el cine a los afamados estranguladores de esa nacionalidad en el momento de elegir nueva víctima. De mediana edad, con el pelo canoso, la mirada vehemente y los dientes encapsulados, llevaba siempre puesto un chal de lana rosa, y, sentada ante una mesa, escribía permanentemente en un libro de contabilidad de tamaño enorme. A juzgar por su actividad constante, sólo interrumpida (a menudo) para contemplar con atención e interés a través de su monitor el piso de abajo de la librería (casi siempre vacío, siempre sin acontecimientos), las partidas de dinero que manejaba el matrimonio Alabaster debían de ser inmensas y su anotación complicada. El señor Alabaster, el marido y titular original del nombre, era igualmente sonriente, pero su sonrisa se correspondía más bien con la de la anónima víctima del estrangulador justo antes de saber que va a serlo. Era un hombre bien vestido (de sport) y apuesto, con sus cabellos grises intactos y peinados cuidadosamente y un cierto aire de viejo conquistador teórico (de esos a los que la extracción social o un matrimonio temprano y férreo no ha dejado probar sus encantos) al que no han abandonado la coquetería ni el olor a colonia de sus años menos hipotéticos. Pero a pesar de que él estaba también allí invariablemente, no recuerdo que contestara una sola vez a mis preguntas ni a mis consultas. Sonreía y daba los buenos días como un hombre enérgico y espiritoso (toda su actitud era intrépida), pero delegaba cualquier asunto o respuesta, por nimios que fueran, en el mayor saber y autoridad de su esposa. Se volvía hacia ella y repetía con vivacidad —apropiándosela, como si él fuera el interesado en saber— la pregunta que se le acababa de hacer, exacta (‘¿Nos ha llegado algo de Vernon Lee, querida?’), limitándose a añadir al final la palabra darling. Así como ella se beneficiaba de la mesa y de una cómoda butaca, él debía contentarse con estar sentado en uno de los peldaños de la escalera de mano de la que yo mismo, sintiéndome un poco culpable, lo desalojaba frecuentemente para curiosear en los estantes más olvidados e inalcanzables. Se quedaba de pie hasta que yo había terminado por las alturas, y entonces, tras pasar un paño sólo por el escalón que era su asiento, volvía a ocuparlo sin impaciencia. Cada vez que entraba me los encontraba así, en las mismas posición y disposición inmutables, ella haciendo números en su gran cuaderno o vigilando la televisión con sus ojos vehementes, él mal apoyado en la escalera de mano, cruzado de brazos (nunca le vi leyendo uno de sus libros ni hojeando un periódico, menos aún conversando con la señora Alabaster) y en actitud de espera, mirando asimismo el piso de abajo (indirectamente) en el caso de mayor actividad posible. La alegría y mundanidad con que el señor Alabaster saludaba a cualquier cliente que entrase indicaba que, en su pasividad subalterna, la mera aparición de alguien por la puerta de la tienda debía de ser el acontecimiento del día, y su efusivo saludo a ese alguien el momento más glorioso y sociable de su jornada. Porque lo cierto es que luego, como ya he dicho, era incapaz de contestar a una sencilla pregunta o de señalar con el dedo (‘¿Tenemos una sección de viajes, querida?’) el estante adecuado para lo que el comprador buscara. Absorto en la televisiva observación de su sótano, llegué a preguntarme si el matrimonio Alabaster estaría facultado para ver algo que a los demás humanos resultase invisible. Más de un vez, inspeccionando el sótano, escudriñé los rincones y el suelo más que los libros, en la esperanza de descubrir algún animal minúsculo que allí guardaran o de oír la delgada respiración de un fantasma. Nunca vi ni oí nada, de modo que cuando descendía a aquel piso telarañoso para rebuscar entre la penumbra, suponía al matrimonio Alabaster excitado y conteniendo el aliento ante la aparición de mi propia figura —que acababan de ver arriba— en su aburrida pantalla, y en más de una ocasión estuve tentado de hacer disparates o robar algún tomo para ofrecerles un poco de diversión o alarma. No llegué a ello, pero sí procuraba entretenerme allí y hacer amenos mis movimientos, desplazarme por el sótano veloz e ilógicamente, quitarme y ponerme los guantes repetidas veces, abrirme y cerrarme el abrigo, atusarme el pelo, hacer mucho ruido al sacudir el polvo de los volúmenes, hojearlos aparatosa o detenidamente, tomar notas en mi agenda, taconear fingiendo impaciencia o duda, toser, suspirar, mascullar, lanzar exclamaciones en español y brindarles la mayor variedad posible en el exiguo espectáculo en que sin duda me convertía para aquellos cuatro ojos (dos ingenuos y dos malsanos) que me escrutaban mientras cazaba libros.

Poco después de haberles informado de mi interés por cualquier título de Machen con que se encontraran (aunque la verdad es que ellos no parecían alejarse una milla de la ciudad de Oxford), observé, durante varios días de correrías librescas, a un individuo que parecía hacer, con leve retraso, mis mismísimos recorridos. Lo vi rebuscando en la gigantesca librería del anticuario Waterfield, en el misterioso piso de arriba de la tienda de grabados Sanders, en Swift y en Titles, vecinos de Turl Street, en la sección de segunda mano de la monumental y completísima Blackwell’s, en los tres pisos de Thornton’s, en la alejada Artemis e incluso en la diminuta Classic Bookshop, especializada en textos griegos y latinos. No me tengo por mal observador, pero reconocer a aquel hombre carecía de todo mérito: él mismo era bastante singular, pero lo que más llamaba la atención era el perro que siempre lo acompañaba y que se quedaba fuera esperando a la puerta de las librerías. Era un bonito terrier de color caoba y cara despierta al que faltaba una pata —la pata trasera izquierda—, limpiamente amputada. Por ese motivo aguardaba siempre echado, pero se ponía inmediatamente en pie en cuanto sentía salir a alguien del establecimiento a cuya puerta había quedado atado, confiando, supongo, en que se tratase de su bibliómano dueño. Como yo solía llegar antes que él a las librerías, solía salir también antes de ellas, y cada vez que lo hacía allí estaba el terrier alzándose y dejando ver su pequeño muñón pulido, como una aleta atrofiada. Yo le acariciaba la cabeza y el perro volvía a sentarse. Nunca le oí ladrar ni gruñir aunque estuviera lloviendo o batiese el viento, nunca le vi un mal gesto. Al hombre que lo llevaba, más o menos de mi misma edad, no le faltaba a su vez una pierna, pero cumplía con el precepto de que los dueños deben presentar cierto parecido con sus animales por medio de una notable cojera, también de la pierna izquierda. Aunque durante aquellos dos o tres días no llegué a verlos juntos (el hombre siempre dentro y el perro fuera), la asociación era fácil, y la reiteración de sus dos presencias la hacía inequívoca. El hombre vestía ropa buena aunque algo depauperada, llevaba con naturalidad sombrero y los colores de su piel y pelo tendían a ser irlandeses. En él me había fijado —no mucho, pero inevitablemente— en el interior de las librerías, pues incluso en las más extensas y en las más laberínticas había coincidido con él en algún momento revisando los mismos estantes. Sólo nos habíamos cruzado fugaces miradas neutras, esto es, veladas. En ningún instante se me ocurrió pensar que aquel individuo tuviera que ver con mis imprevisibles pasos, menos aún que los fuera siguiendo, aunque resultaba extraño que, siendo tan reconocible, no lo hubiera visto nunca con anterioridad a aquellos precisos días, ni siquiera por la ciudad paseando, y en cambio me lo encontrara ahora lo suficiente para que las menoscabadas figuras de él y su perro, si bien poco notadas, me inquietaran ligera y momentáneamente. Tal vez fueran forasteros de paso, un librero de Londres haciendo una batida en Oxford.

Uno de aquellos domingos desterrados del infinito estaba yo trabajando por la mañana en mi casa piramidal y poco acogedora, y de vez en cuando levantaba la vista de mis papeles para mirar por la ventana, como era mi costumbre en ese día de la semana, a una joven y agradable florista gitana que, vestida con botas altas, jeans y cazadora de cuero, solía colocarse en la acera de enfrente los días festivos —aunque diluviara o nevara— y a la que a veces compraba un ramo para cruzar unas pocas palabras en medio de mi destierro. Al alzar la mirada por enésima vez en una breve pausa, vi avanzar desde la calle que llaman St Giles’ al hombre y al perro de la cojera, mostrando claramente su defecto el primero, conspicuamente su ausencia el segundo. Iban por la otra acera, y pude ver durante un buen rato cómo se acercaban renqueando hasta el puesto de la florista, junto al que se detuvieron. ‘El hombre sale en domingo’, pensé, ‘cuando están todas las librerías cerradas.’ Le vi quitarse el sombrero para comprarle o bien charlar con la chica y volví a fijar los ojos en mi aburrida tarea universitaria. Unos segundos después sonó el timbre de mi casa, y pensé que tal vez sería la florista a pedirme un vaso de agua, como me pedía a veces para recibir en su lugar una coca-cola o una cerveza, pero al levantar la vista antes de bajar comprobé que seguía en su lado de la calle. Bajé y abrí, y el hombre del perro sin pata trasera izquierda me sonrió tímidamente al pie de los escalones de entrada con el sombrero marrón en la mano apoyado contra su pecho.

—Buenos días —dijo—. Me llamo Alan Marriott. Debería haber telefoneado. Pero no tengo su número. Sólo sus señas. Tampoco tengo teléfono. Me gustaría hablar un momento con usted. Si no está muy ocupado. He esperado al domingo. Es el día en que la gente está menos ocupada. Generalmente. ¿Podemos pasar? —Hablaba puntuando cada frase y con escasa utilización de las conjunciones, como si también su habla padeciera cojera. No llevaba corbata pero parecía llevarla, quizá por influencia del sombrero, quizá porque su camisa era azul oscura y abotonada hasta el cuello. No parecía en absoluto universitario, tampoco un pobre ni un parado. Lucía dos sortijas —tenía mal gusto— en la mano que sujetaba el sombrero. Había en él algo miserable e inacabado, puede que fuera sólo efecto de la cojera.

—¿Le importaría decirme de qué se trata? Si es algo religioso no tengo tiempo.

—Oh, no. No es en absoluto religioso. A menos que se considere así a la literatura. No lo creo. Es literario.

—¿Qué le sucedió al perro?

—Fue una pelea.

—Está bien. Suba y me lo cuenta.

Los hice pasar y los conduje hacia la escalera de caracol, pero antes de empezar a subir, como si conociera o imaginara la casa, el hombre cojo dio un paso hacia la cocina y me preguntó con cortesía:

—¿Dejo al perro en la cocina?

Miré al pobre trípode, tan obediente y pacífico.

—No, súbalo, merece consideración. Estará mejor con nosotros.

En el piso de arriba, el segundo, donde tenía la habitación que me hacía las veces de salón y despacho, el hombre no pudo evitar que se le fueran de inmediato los ojos hacia los pocos libros que solía tener en Oxford (cada cierto tiempo me hacía enviar a Madrid voluminosos paquetes con lo ya cobrado) y que apenas ocupaban un par de estantes. Le pregunté, con hospitalidad latina de la que nunca logré deshacerme, si deseaba tomar algo, a lo que respondió que no, más por la sorpresa del ofrecimiento que porque no lo quisiera. Era claro que se sentía intruso. Yo me senté en la silla en la que trabajaba y le dejé el sofá. No se quitó la gabardina para tomar asiento, la tenía ya arrugada. El perro se echó a sus pies.

—¿Qué le pasó?

—Unos gamberros en la estación de Didcot. Se metieron conmigo. El perro salió en mi defensa. Mordió a uno de ellos. Malamente, le hizo daño. Entre todos lo cogieron y lo pusieron sobre la vía del tren que esperábamos. Más allá de los andenes. A mí también me sujetaban. Me tapaban la boca. Era de noche tarde. Querían que el tren lo cortase en dos mitades. Longitudinales. Pero cuando el tren llegó no tuvieron valor para aguantar hasta el final con las manos tan cerca de la vía. Aquel tren no parecía que fuera a aminorar la marcha. No paró. No era el nuestro. Él se volteó y perdió sólo la pata. No sabe cómo sangraba. Salieron corriendo espantados, a través del campo. Yo me llevé sólo unos bastonazos. Lo de mi pierna es poliomielitis. La tuve de niño.

—No sabía que la estación de Didcot fuera tan peligrosa.

—Sólo los días de partido. Bueno, fue cuando el Oxford United subió a primera. No pasará muchas veces.

No pude evitar darle unas palmaditas en el lomo al perro, que las recibió con total indiferencia.

—¿Era cazador?

—Sí. Ya no caza.

—Libros, quizá —dije sin saber si debía decirlo.

El hombre sonrió levemente. Tenía una cara afable, con ojos azules muy pálidos, grandes y un poco estrábicos. Era difícil mirárselos y saber hacia dónde miraban, más por la translucidez de su iris que por su estrabismo.

—Sí. Perdone. Fue la señora Alabaster quien me habló de usted. Ella me dio sus señas.

—¿La señora Alabaster? Ah, sí, se las dejé para que me mandara aviso si encontraba unos libros. No sé si debería habérselas dado a usted.

—Sí. Lo sé. No se enfade. Debe disculparla. Ella me conoce bien. Me habló de usted y yo tuve interés por conocerle. Le insistí mucho. Estos días he estado siguiéndolo por las librerías. No quería abordarlo en la calle. Se habrá dado cuenta.

—Siguiéndome. ¿Para qué?

—Para ver qué compraba y cómo compraba. Cuánto tiempo dedicaba a inspeccionar las estanterías y cuánto gastaba. En qué lo gastaba. Usted es español, ¿verdad?

—Sí, de Madrid.

—¿Es Arthur Machen conocido allí?

—Se han traducido algunas cosas. Borges ha escrito sobre él y lo ha elogiado mucho.

—No sé quién es Borges. Deberá darme la referencia. Es por Machen. Por lo que he venido a verle. La señora Alabaster me dijo que usted andaba buscando libros suyos.

—Es verdad. ¿Puede proporcionarme alguno? No he hallado mucho hasta ahora. Usted es librero.

—No. Pero lo fui unos años. No es fácil dar con las cosas de Machen hoy en día. Yo lo tengo casi todo. No todo. Pero si encuentra algún título que no le interese o que ya tenga, cómprelo para mí de todos modos. Si no es caro. Siempre les encuentro destinatario. Tampoco he visto nunca Bridles and Spurs. Son ensayos. Se publicó en América. —Alan Marriott calló, y como yo no dije nada, pareció desconcertarse repentinamente. Empezó a darle vueltas al sombrero marrón con ambas manos. Miraba al suelo, luego hacia la ventana. Me pregunté si vería a la florista desde donde estaba. Pero no podía verla. Se ahuecó la gabardina. Bostezó el perro. Por fin dijo Marriott—: ¿Ha oído usted hablar de la Machen Company?

—No, ¿qué es?

—No puedo decírselo todavía. Quería saber si había oído hablar de ella. Para hablarle de ella tendría que saber antes si le podría interesar formar parte. No tenemos a nadie en España. Ni en Sudamérica. Usted regresará a España, ¿verdad?

—Sí, dentro de un año y pico, al final de este curso no, del próximo.

—No hay prisas.

—También voy ahora de vez en cuando, en vacaciones. Enseño en la universidad aquí. Escuche, es un poco difícil saber si quiero formar parte de algo que no sé en qué consiste.

—Sí, lo comprendo. Pero es así. Lo que cuenta es el nombre. La reacción ante el nombre. Uno reacciona siempre ante los nombres. Dicen mucho.

—¿Puede decirme al menos qué tendría que hacer?

—Oh, en principio sólo pagar una modesta cuota, diez libras por trimestre. Entonces estaría usted ya en la lista. Somos casi quinientos en Inglaterra. Más en Gales. Hay personas eminentes.

—¿Quinientos machenianos? ¿Y qué beneficio obtienen?

—Depende. Según los años. De momento iría usted recibiendo informes. Publicaciones también. No periódicas. Algunas se pagan aparte. Pero cuestan poco, se hace descuento y se pueden adquirir o no. Yo tengo ya doce años de antigüedad.

—Enhorabuena. Y no le ha pasado nada desde entonces, aparte de lo del perro en Didcot. Sólo unos bastonazos, ¿eh?

—¿Qué quiere decir?

—Nada malo, quiero decir.

—Oh, no, en absoluto. No correría usted ningún peligro, si eso es lo que quiere dar a entender. Esto no influye en la vida. Hay personas eminentes.

—¿Ningún horror? ¿Ningún terror? ¿La Machen Company?

Marriott se echó a reír.

—Tomaría una cerveza ahora, si no es demasiado pedir. —Tenía los dientes muy separados; su boca, retrospectivamente, pedía a gritos unos hierros infantiles. Sacó del bolsillo de su chaqueta un kleenex y se enjugó unas lágrimas que, extrañamente, habían saltado de sus ojos pálidos con una simple carcajada. Le subí la cerveza, que se bebió casi de un trago, toda espuma. Luego habló más fluidamente—: Los horrores de Machen son muy sutiles. Dependen en buena medida de la asociación de ideas. De la conjunción de ideas. De la capacidad para unirlas. Usted puede no asociar nunca dos ideas de modo que le muestren su horror, el horror de cada una de ellas, y así no conocerlo en toda su vida. Pero también puede vivir instalado en él si tiene la mala suerte de asociar continuamente las ideas justas. Por ejemplo, esa chica que vende flores enfrente de su casa. No hay nada terrible en ella, por sí sola no puede infundir horror. Al contrario. Resulta muy atractiva. Es simpática y amable. Acarició al perro. Le he comprado estos claveles. —Y al decir esto sacó dos claveles del bolsillo de la gabardina, doblados y ya medio espachurrados, como si los hubiera comprado sólo como pretexto para hablar con la florista—. Pero esa chica puede infundir horror. La idea de esa chica asociada a otra idea puede infundir horror. ¿No lo cree? Aún no sabemos cuál es la idea que falta, la idea adecuada para infundírnoslo. Su pareja espantosa. Pero es seguro que existe. La habrá. Es cuestión de que aparezca. También puede no aparecer jamás. Podría ser, quién sabe, mi perro. La chica y mi perro. La chica con su larga melena castaña y sus botas altas y sus largas piernas compactas y mi perro sin su pata izquierda. —Alan Marriott miró a su perro, que se había adormilado; miró hacia el muñón del perro. Lo tocó un instante—. Que el perro venga conmigo es normal. Es necesario. Es raro si se quiere. Quiero decir los dos juntos. Pero no hay horror en ello. Que el perro fuera con ella sería más contencioso. Sería quizá horroroso. El perro es sin pata. De haber sido de ella, no la habría perdido seguramente en una riña estúpida después de un partido. Eso es un accidente. Gajes del oficio de perro de un hombre cojo. Pero con ella tal vez la habría perdido por otra causa. El perro es sin pata. Con más motivo. Con más gravedad. No por un accidente. Es difícil imaginar a esa chica en una pelea. Quizá la habría perdido por su causa. Quizá, para que este perro hubiera perdido la pata perteneciendo a esa chica, tendría que habérsela amputado ella. ¿Cómo si no puede perder la pata un perro bien protegido, cuidado y querido por una chica tan atractiva y simpática que vende flores? Esa idea es horrible. Es horrible la imagen de esa chica cortándole la pata a mi perro con sus propias manos; viéndolo con sus propios ojos; asistiendo a ello —Las últimas frases de Alan Marriott sonaron levemente indignadas; indignadas con la florista. Se interrumpió. Parecía haberse asustado a sí mismo—. Dejémoslo.

—No, continúe, está usted a punto de inventar una historia.

—No. Dejémoslo. No es buen ejemplo.

—Como usted quiera.

Alan Marriott se metió las manos en los bolsillos de la gabardina, como anunciando que se apoyaría en ellos para levantarse.

—¿Entonces?

—¿Entonces qué?

—¿Le podría interesar formar parte?

Yo me acaricié con un dedo entre la nariz y el labio, como hago cuando tengo dudas. Dije:

—Podría interesarme. Mire, hagamos lo siguiente si le parece. Le doy ya las diez libras del primer trimestre y estoy en la lista, con las personas eminentes. Más adelante le diré si me interesa.

—¿Cuándo? No crea que sólo hay personas eminentes.

—En un plazo breve. A lo largo, digamos, de los tres meses que cubro con mi cuota de ahora.

Alan Marriott miró con fijeza los dos billetes de cinco libras que yo había sacado de un cajón y había puesto sobre la mesita baja al decir esto. Creo que los miró con fijeza, sus ojos hialinos engañaban mucho.

—No es la norma. Pero usted es extranjero. No tenemos a nadie en España. Ni en Sudamérica. Le voy a dar mis señas. Por si encuentra algo de Machen repetido. O Bridles and Spurs. O también su introducción a Above the River, de John Gawsworth. Muy difícil de encontrar todo Gawsworth. Se lo apunto todo. Yo se los pagaré. Si no son muy caros. Hasta veinticinco libras. Primeras ediciones. No vivo lejos —Escribió rápidamente sobre un papel arrugado, me lo dio, cogió los billetes y se los guardó en la gabardina. Aprovechó que volvía a tener las manos en los bolsillos para apoyarse del todo en ellos y levantarse—. ¿Quiere un recibo por la afiliación?

—No, no creo que haga falta. Estoy en la lista, ¿no?

—Está en la lista. Gracias. Espero que continúe en ella. No le entretengo más. Y perdone que no le telefoneara. No tengo su número. Ni teléfono en casa. Me parece que voy a pedirlo. Pronto. Vámonos —le dijo al perro, que volvió a alzarse sobre sus tres patas y se sacudió el sueño. Marriott cogió el sombrero.

No le di mi número. Los dos bajaron y los acompañé hasta la puerta. Yo, que nunca había sido miembro de nada en Madrid, me había hecho en pocos meses miembro de la congregación oxoniense en virtud de mi cargo, miembro de St Antony’s College, al que se me había adscrito desde la Tayloriana por mi condición de extranjero, miembro de Wadham College, al que me había adscrito por capricho Aidan Kavanagh, el jefe de mi departamento, y miembro de la Machen Company, a la que me había adscrito yo mismo sin saber con qué fin e ignorándolo todo acerca de ella. Los vi alejarse por mi acera, camino de St Giles’ de nuevo, andando trompicadamente como borrachos por aquella monumental y amplia calle también desterrada del infinito. Se acercaba la hora de comer. Antes de cerrar la puerta saludé con la mano a la florista gitana, que ya estaba devorando un sandwich. No era tan atractiva como había dicho Marriott. Tenía los dientes grandes, su sonrisa era enorme, se veía a distancia mezclada con la lechuga. Yo sí la imaginaba en una reyerta en la estación de Didcot o en cualquier otro sitio, con su cazadora negra de cuero y su melena encrespada, dando patadas con sus botas altas, mordiendo —como el perro— con sus dientes grandes. Se llamaba Jane, era bruta y encantadora y yo sabía que estaba casada, a sus diecinueve años, con el hombre —para mí invisible: nunca bajaba a ayudarla— que todos los domingos y fiestas la depositaba y recogía enfrente de mi casa, con su mercancía, desde una furgoneta limpia y moderna. El marido podría haberle cortado la pata al perro.

De vuelta en el piso de arriba, recogí del sofá que había ocupado Marriott el bote de su cerveza, su kleenex enlacrimado y los dos claveles tronchados, aún prendidos por su papel de plata, que había sacado para olvidárselos. Me fijé en las tres cosas mientras caían al cubo de la basura aquel domingo de marzo de mi primer curso en Oxford.