Fue aquella noche cuando me di cuenta de que mi estancia en la ciudad de Oxford sería seguramente, cuando terminara, la historia de una perturbación; y de que cuanto allí se iniciara o aconteciera estaría tocado o teñido por esa perturbación global y condenado, por tanto, a no ser nada en el conjunto de mi vida, que no está perturbada: a disiparse y quedar olvidado como lo que las novelas cuentan o como casi todos los sueños. Por eso estoy haciendo ahora este esfuerzo de memoria y este esfuerzo de escritura, porque de otro modo sé que acabaría borrándolo todo. También a los muertos, que son la mitad de nuestras vidas, aquello que compone la vida junto con los vivos, sin que en realidad sea fácil saber qué separa y distingue a unos de otros; quiero decir, a los vivos de los muertos que hemos conocido vivos. Y acabaría borrando a los muertos de Oxford. Mis muertos. Mi ejemplo.
Que mi estancia en esa ciudad fuera a ser una perturbación no tenía en cierto sentido nada de particular, en la medida en que todos los que viven allí están perturbados o son unos perturbados. Pues no están en el mundo, y eso ya es bastante para que, cuando salen a él (por ejemplo a Londres), les falte el aire, los oídos les zumben, pierdan el sentido del equilibrio, den traspiés y tengan que volver apresuradamente a la ciudad que los posibilita y guarda: allí ni siquiera están en el tiempo. Pero yo sí solía estar en el tiempo y también en el mundo (en Madrid, por ejemplo), y por consiguiente mi perturbación, según descubrí aquella noche, tenía que ser de otra índole, quizá contraria a la que era norma. Habiendo estado siempre en el mundo (habiendo pasado mi vida en el mundo), me veía de pronto fuera del mundo, como si se me hubiera trasladado a otro elemento, el agua. Tal vez la conciencia plena de mi condición perturbada me había venido de la inesperada aparición de mi infancia en la mirada de Clare Bayes, pues es durante la infancia cuando más instalado se está en el mundo, o, por decirlo de manera precisamente infantil, cuando el mundo es más mundo, y el tiempo tiene mayor sustancia, y los muertos aún no se han convertido en la mitad de la vida.
Después de la cena subí un rato a las habitaciones de Cromer-Blake en el college, a tomar una última copa antes de irme a dormir, y mientras él preparaba los vasos y abría una botella con movimientos metódicos y seguros, todavía con la toga puesta, yo pensé: ‘Aquí no sólo soy un extranjero del que nadie sabe nada y que a nadie importa, del que no se sabe nada biográficamente importante y sí que no se quedará para siempre, sino que lo más grave y determinante es que aquí no hay ninguna persona que me haya conocido en mi juventud ni en mi infancia. Eso es lo que me resulta perturbador, dejar de estar en el mundo y no haber estado antes en este mundo. Que no haya ningún testigo de mi continuidad, no haber estado siempre en el agua. Cromer-Blake sabe algo de mí, desde hace algún tiempo, a través de mis predecesores de Madrid y Barcelona. Pero eso es todo, datos recibidos cuando yo aún no tenía rostro, sólo nombre. Sin embargo esa es razón suficiente —la amistad delegada— para que él ya esté condenado a ser mi vínculo más fuerte con esta ciudad, la persona a la que haré las preguntas que deban hacerse y a quien recurriré siempre aquí si surge algún problema, alguna enfermedad, alguna infamia o algún desvarío serio. Es la persona a la que voy a preguntar ahora mismo por la mujer de la cena, Clare Bayes, y en cuanto haya servido las copas y esté sentado le preguntaré por ella y por su marido. Cromer-Blake, con ese pelo canoso y esa cara pálida, con ese bigote que en perpetua duda se deja crecer y se quita cada varias semanas, con su inimitable dicción inglesa que según los admirativos alumnos suena como la BBC «de antes», con su mordacidad y sus extraordinarias interpretaciones de Valle-Inclán, con su aspecto de hombre de iglesia expulsado del seno y su nulo sentido de lo familiar, está condenado a ser la figura paterna y también la figura materna en esta ciudad, aunque no me haya conocido —en modo alguno— durante mi niñez ni mi juventud (tengo más de treinta años, no me ha conocido en mi juventud). La mujer de la cena tampoco las ha conocido, pero, no sé cómo, ha visto mi niñez y me ha permitido a mí ver la suya, verla niña. Sin embargo sé que no podré contar con ella para encarnar en esta ciudad la figura paterna y ni siquiera materna que siempre debe haber para todos en todo tiempo y en todo lugar, cualesquiera que sean nuestra edad y nuestro grado de valimiento. Los hombres más viejos y más poderosos precisan también, hasta el fin de sus días, de esas figuras, y su dificultad o incapacidad para hacerlas encarnar en alguien no desmiente su necesidad de ellas ni evita sus fantasías en busca de ellas ni el sentimiento de su carencia: su exigencia y espera y figuración de ellas.’
Cromer-Blake, disculpándose, me sirvió una copa de oporto de inferior calidad al que habíamos tomado durante los postres alzados y se sentó en un sillón. Yo ya estaba sentado, enfrente, en su sofá, también todavía puesta la toga ceremonial. Ambos estábamos bastante bebidos, pero en él eso nunca fue obstáculo para sostener una conversación. A veces hablábamos en inglés y a veces en español; a veces hablaba cada uno en su lengua.
—Salud —dijo, y sorbió literalmente una gota de vino—. No fue tan duro, ¿verdad? Aparte del bautismo de sidra al que, consuélate, nadie en este college ha escapado en lo que va de año. No veas mala intención, eras casi el único de la mesa que no lo había recibido, por eso se te puso a su lado. Halliwell es nuevo aquí, y esa es su larguísima tarjeta de presentación. Lo malo es que no suele pasar de ella, al pobre nadie le da una segunda oportunidad.
—Con todo, no fue lo peor —empecé a decir; pero Cromer-Blake, para quien era claro que la gracia de aquellas cenas altas consistía en gran medida en los comentarios posteriores a la cena misma, no me dejó llegar a decir qué había sido lo peor a mi parecer.
—Lo peor fue Dayanand —afirmó.
Yo iba a referirme a la salaz y atolondrada conducta del warden y a aprovechar para interrogar a Cromer-Blake acerca de Clare y Edward Bayes, pero seguramente para él todo aquello carecía de novedad e interés. Lo miré mientras sorbía gotitas de oporto, las piernas cruzadas y largas, el faldón de la toga envolviéndoselas en cascada, su negra figura coronada de blanco enmarcada por las estanterías llenas de libros españoles e ingleses, como si su propia actitud, su aspecto, su postura y su entorno configuraran un disfraz estético. No era ridículo, y pensé: ‘Las mujeres y cuanto ellas suscitan carecen de importancia para Cromer-Blake, aun cuando seguramente pueden constituirse en figuras maternas e incluso paternas y también filiales para él. Pero así como esas figuras son imprescindibles a lo largo de la vida entera, están sin embargo incapacitadas para crear conflictos o desazones graves y por tanto no son dignas de comentarios después de las cenas. Clare Bayes puede ser una figura así para Cromer-Blake, mientras que para mí no podría serlo, en todo caso, más que muy ocasionalmente o en la medida en que algún día se viera definitivamente desposeída de la otra figura, cualquiera que fuese —conflictiva y desazonante—, que yo le habría atribuido. Que yo le atribuiré. En cambio los enemigos son dignos de todos los comentarios, exhaustivos y obsesivos, después de las cenas. No hay mayores enemigos que los que también son amigos. Dayanand, el médico indio, me ha sido presentado siempre por Cromer-Blake como un gran amigo, lo cual lo faculta —lo hace perfecto— para ser un enemigo acérrimo. En cuanto al warden, Cromer-Blake estará ya acostumbrado.’
—No he tenido oportunidad de hablar con él.
—Mejor para ti. ¿No has visto cómo nos miraba a lo largo de la cena?
—Sí, me he fijado. He recibido alguna de sus llamaradas, supongo que le parecía mal que admirase sin disimulo, yo también, a vuestra amiga Clare.
—No creo que fuera eso. De ese modo tan airado nos ha mirado al warden, a ti y a mí. Pero, ¿tú crees que a él le importa lo que haga Rymer durante las cenas? En otras ocasiones ha sido mucho peor: una vez, durante los postres, se empeñó en construir con gajos de mandarina un collar sobre el pecho de la mujer del deán de York. Ocurría a la vista de todos, no sabíamos dónde meternos, pero nadie hizo ni dijo nada que demostrara que los allí presentes nos dábamos por enterados de la repentina afición de nuestro imaginativo warden por la joyería frutal. Hay que decir que el deán hizo un alarde de sangre fría, fortaleza y posiblemente templanza, observando la escena desde la otra punta de la mesa con atención imparcial, casi como si sólo viera el lado positivo del asunto, como si le estuvieran facilitando una tarea inminente o dándole una buena idea. Dayanand se reía a carcajadas al día siguiente recordando la impavidez infinita del deán de York y la aún más meritoria de la deana, una mujer rebosante que se dejó enjoyar con una sonrisa ruborizada y protestas recatadas nada más. ¿Y crees que Clare no sabía lo que hacía poniéndose ese vestido? Alentar a Rymer es uno de nuestros entretenimientos más viejos. No, Dayanand te ha lanzado esas miradas de furia porque tú eras mi invitado de esta noche, y a lord Rymer porque sabe que en estos momentos le estoy haciendo algunos favores, o, mejor dicho, nos estamos haciendo favores mutuos. Últimamente vamos como mano en guante. Todas las miradas de Dayanand iban dirigidas a mí, estoy seguro. Primero por personas interpuestas, luego me ha crucificado con clavos al rojo vivo. ¿Cómo se atreve?
La pregunta final de Cromer-Blake se la había hecho a sí mismo.
—Creía que erais muy amigos.
—Oh, sí, lo somos. Y además es mi médico y un magnífico médico que no querría perder. En cuanto me duele un poco la garganta ya estoy en sus habitaciones para que me ponga la cuchara en la lengua y me dé unas píldoras. Estoy en deuda permanente con él, pero no tanto como para que deba pagársela aguantando miradas enloquecidas a través de la mesa, con veinte personas como testigos.
En otras circunstancias yo habría preguntado al instante la causa de aquellas miradas que tanto habían indignado y ofendido a Cromer-Blake y que no obstante él parecía comprender tan bien, pero tenía prisa por saber de Clare Bayes y sólo estaba a la espera de algún resquicio en la conversación que me permitiera volver a ella. Al no encontrarlo callé, y Cromer-Blake adoptó, como hacía a veces, un aire de seriedad que no parecía tener que ver con lo que le rodeaba ni con lo que estuviera diciendo su interlocutor: era una seriedad surgida de sí mismo, como una impostura, de la misma clase que la que en el teatro precede y envuelve a los soliloquios. Y a medida que hablaba, hablaba más para sus adentros y la barbilla se le iba inclinando:
—Yo no puedo adecuar mis gustos y mi deseo a los suyos, quiero decir evitar coincidir con ellos, si lo hiciera me pasaría la vida maniatado y frustrado, pidiéndole permiso para cualquier pasatiempo o para cualquier pasión antes de tomar ninguna iniciativa en esta ciudad; rechazando los más tentadores ofrecimientos, poniendo en suspenso los mejores procesos de seducción para acercarme a sus habitaciones y preguntarle, antes de culminarlos, si tiene algún inconveniente en que lleve a cabo mis inminentes propósitos, si tiene algo que objetar, si mis actos sexuales o mis meros afectos entran en colisión con su vida pasada o con sus planes futuros, si lo puedo herir retrospectivamente o por anticipación, si ya se ha fijado o piensa fijarse en tal o cual cara bonita o cuerpo atlético que en estos momentos está en mi alcoba a mi disposición. Sería ridículo: ¿te importa, Dayanand, que me acueste con una persona que tengo desnuda en mi habitación? Mírala bien y asegúrate, no vayas luego a cambiar de idea. Sería ridículo. Pero algo va a haber que hacer, se lo ha tomado muy a mal. ¿Quién se cree que es para comportarse así? ¿Quién se cree que es para hacerme preguntas directas sobre cuestiones íntimas mías? ¿Quién se cree para hablarme con ese tono desesperado? Yo no puedo ser el causante de su desesperación, no lo soy. ¿Quién se cree que es para pedirme cuentas? Al final de la cena, es increíble. Que hable con Jack. —Cromer-Blake hizo una pausa, como si el nombre que había pronunciado fuera la señal interna para el término del soliloquio y la mitigación de la seriedad; se pasó la mano por el pelo algodonoso, vació su copa de un tirón y, mientras se servía otra con mal pulso, añadió—: Está loco de celos, es un fanático.
La bebida me pone lacónico, aunque escucho bien. A Cromer-Blake no le impedía charlar sin el menor titubeo, pero sí le hacía olvidarse momentáneamente de con quién charlaba y mencionar asuntos de los que conmigo no hacía ningún secreto (seguramente porque yo no iba a quedarme allí para siempre) pero sobre los que quizá no se habría manifestado tan abiertamente estando sobrio. De haber sido yo una persona malévola (no lo soy), habría hecho los comentarios precisos para que él hubiera seguido con su mal humor y me hubiera contado hasta el último detalle de aquella desavenencia causada por una rivalidad sentimental o sexual. Pero lo cierto es que no me interesaban aquellos detalles aquella noche, aunque luego me haya preguntado muchas veces por ellos con más que curiosidad, esto es, con verdadero afán de saber. He querido saber quién era la persona (‘Jack’) que Dayanand y Cromer-Blake pretendían en aquellos días o que tal vez, mejor dicho, pretendían conservar; he querido saber quién fue el nexo tan grave que los unió, pues parece posible que fuera aquella persona por la que aquella noche de invierno no sentí apenas curiosidad quien los vinculara para la vida o la muerte eterna, aunque uno esté aún con los vivos y el otro ya con los muertos.
—¿Y qué hay de Edward Bayes? ¿Es un fanático también él? ¿O es más bien como el deán de York?
Cromer-Blake se rio con una risa plácida y breve y le volvió de golpe la jovialidad del inicio de la conversación.
—Todos podemos ser a veces como el deán de York. Estás pensando en serio en Clare.
—En realidad no. Creo que estoy todavía pensando en una chica joven que vi hace días en el tren de Londres y a la que ayer volví a ver en Broad Street. Pero como no sé quién es y puede que no la vea más, creo que podría empezar a pensar también en tu amiga Clare. —‘Qué idiota’, pensé, ‘¿por qué no puedo pensar en cosas más fructíferas e interesantes? Las relaciones no consanguíneas jamás lo son, la variedad posible de las conductas es mínima, las sorpresas son fingidas, los pasos son trámites, es todo infantil: los acercamientos, los cumplimientos, los alejamientos; la plenitud, el combate, las dudas; las certidumbres, los celos, el abandono, la risa; todo cansa antes de comenzar. Estoy perturbado por mi ausencia del mundo y ya no sé distinguir aquello a lo que se deben dedicar pensamientos y aquello a lo que dedicárselos en una pérdida deplorable de tiempo y concentración. Estoy descentrado, no debo pensar en esa chica joven ni tampoco en Clare Bayes. Debo hacer cualquier cosa respecto a ellas menos pensar en ellas. Estoy borracho y estoy perturbado, tengo todo el tiempo del mundo, estoy convirtiéndome en un idiota en esta ciudad inmóvil a la que he venido a parar.’ Le resumí en voz alta mis pensamientos a Cromer-Blake—: No debería pensar estas cosas, debería pensar en cosas más interesantes. Sobre todo hablar de cosas más interesantes. Perdona.
—¿Tú crees que las hay? —Cromer-Blake había vuelto a adoptar un aire grave, aunque menos que antes, sin perder la complacencia ni el buen humor. Aquellos eran los comentarios de después de la cena. Había sacado un cigarrillo del paquete que yo tenía sobre la mesa y lo había encendido mal con mi mechero. Nunca llevaba tabaco ni fuego. Sostenía el cigarrillo como si fuera un lápiz. No se tragaba el humo. No sabía fumar.
—Bueno —dije yo, y me acabé mi copa de vino buscando respuestas; Cromer-Blake me la llenó otra vez. Su pulso volvía a ser normal. Yo le encendí el cigarrillo bien.
—Gracias. Fíjate en mí, fíjate en Dayanand, fíjate en Rymer; fíjate en Kavanagh, fíjate incluso en Toby o en el Destripador, que por edad y carácter llevan seguramente una vida casta. Fíjate, por supuesto, en Ted. Bueno, no los conoces lo suficiente, pero yo sí. Los conozco. Nadie piensa en otra cosa que en mujeres y hombres, la totalidad del día es un trámite para detenerse en un momento dado y dedicarse a pensar en ellos, el objeto de la cesación del trabajo o del estudio no es otro que llegar a pensar en ellos, hasta estando con ellos pensamos en ellos, al menos yo. Los paréntesis no son ellos, sino las clases y las investigaciones, las lecturas y los escritos, las conferencias y las ceremonias, las cenas y las reuniones, las finanzas y el politiqueo, la totalidad de lo que aquí consideramos la actividad. La actividad productiva, la que reporta dinero y seguridad y estima y nos permite vivir, la que hace que una ciudad o un país marche y esté organizado. La que nos permite, luego, dedicarnos a pensar en ellos con toda la intensidad. Hasta en este país es así, en contra de nuestra pretensión y fama, en contra de lo que a nosotros mismos nos gusta creer. Eso es el paréntesis, y no al revés. Todo lo que se hace, todo lo que se piensa, todo lo demás que se piensa y maquina es un medio para pensar en ellos. Hasta las guerras se libran para poder volver a pensar, para renovar ese pensamiento fijo en nuestros hombres y en nuestras mujeres, en los que ya han sido nuestros o lo podrían ser, en los que ya conocemos y en los que nunca conoceremos, en los que fueron jóvenes y en los que lo serán, en los que han estado ya en nuestras camas y en los que nunca pasarán por ellas.
—Es una agradable exageración.
—Puede ser, pero eso es lo que veo en mí mismo y a mi alrededor. Lo veo incluso en esta ciudad en la que el estudio, se supone, no deja lugar ni tiempo para nada más. Y será siempre así. Sé que cuando sea viejo, cuando esté retirado y no pueda dedicarme más que a recibir insinceros honores y a cuidar mi jardín, seguiré pensando en ellos y deteniéndome por la calle a admirar a gente que hoy no ha nacido aún. Es lo único que no cambiará, estoy seguro. Por eso, también, pienso ahora tan intensamente. Fabrico y almaceno futuros recuerdos preparándome un poco de variedad en la vejez. Mi vejez será solitaria, como la de Toby. Deberías hacer amistad con él.
—¿Debo fijarme también en Clare Bayes? ¿En quién piensa ella?
—Oh, no lo sé, yo hablaba de los pensamientos de los hombres, de los varones, los únicos que conozco bien, los únicos de los que estoy seguro de saber cómo son, con escasas variaciones sin importancia. Supongo que Clare pensará en su marido, también en su hijo, sin duda en su padre, con quien tiene una relación intensa y ambigua por lo que yo sé: resentimiento e incondicionalidad, esperanza e indignación, algo así. Supongo que para ella sólo hay hombres, como para mí. Pasó su infancia rodeada de mujeres en Egipto y la India, aunque en cambio le faltó la madre, la principal. Nunca habla, nunca ha hablado de su madre al menos; imagino que murió siendo ella muy niña, me pregunto si tal vez en el parto, no lo sé, nunca la ha mencionado delante de mí. Al padre, diplomático, lo veía muy poco. Según cuenta, durante su infancia hay siempre a su lado un aya morena con vestido talar: la mirada se le suaviza cuando ve por la calle a alguna inmigrante que aún no ha perdido sus vistosas ropas de la tierra dejada atrás. Su vida ha sido extraña, como la de tantos ingleses para los que su país fue sólo un nombre hasta que volvieron ya mayores, o vinieron por primera vez. Ahora ya no hay de esos apenas, es una especie a punto de extinguirse. Ella vino a estudiar aquí y ha acabado enseñando aquí. No suele ocurrir. La mayoría de nuestros estudiantes logran colocarse donde hay dinero de verdad, en las finanzas o en la administración, aunque de lo que más sepan sea de Góngora o de Cervantes. Es el privilegio de estudiar aquí, se supone que después de sufrir nuestros métodos y nuestra persecución, cada vez menos intensa, están capacitados para cualquier tarea, aunque se hayan limitado a escandir sonetos y a balbucear incongruencias en los orales sobre Calderón o Montaigne. Sólo los más torpes para la vida del mundo, como yo, acabamos regresando con nuestra toga a cuestas. —Cromer-Blake se quitó por fin la suya al tiempo que decía esto, momento que yo aproveché para deshacerme también de la mía, a la que nunca me acostumbré en privado y a la que —sobre mí— veía a veces un sospechoso y desagradable parecido con la ridícula y por fortuna abolida capa típica de mi país. Cromer-Blake colgó con cuidado las telas negras detrás de la puerta y volvió a sentarse. Seguía bebiendo oporto y empalmó mi primer cigarrillo con un segundo, que estuvo a punto de encender por la mitad. Llenaba el aire de humo no filtrado por los pulmones, mucho más aparatoso y denso que el que yo exhalaba (filtrado) de vez en cuando. Cromer-Blake estaba borracho, probablemente mucho más que yo, pero seguía hablando con tanta decisión y soltura como cuando quería hundir a algún colega de otra universidad invitado a los seminarios que se celebraban semanalmente en la biblioteca de la Tayloriana (era muy cruel con los hagiógrafos de García Lorca, al que juzgaba un primavera, un fraude: le encantaba utilizar jerga antigua en mi lengua).— El caso de Clare es distinto, ella sabe manejarse bien en el mundo y podría haber hecho carrera diplomática perfectamente, como su padre, que la habría ayudado. No sé por qué ha terminado aquí, tal vez por Ted, por la enseñanza no le veo tanto como pasión. Pese a nuestra amistad de hace años, pese a lo magníficamente que nos llevamos y a lo mucho que compartimos, creo que no la conozco muy bien. Hay en ella algo raro, algo opaco o turbio, como si su pasado extranjero impidiera su visión cabal y la hiciera finalmente incomprensible. De la mayoría de las personas se sabe o se intuye, a partir de cierta edad, qué quieren o qué se proponen, qué les interesa de veras o por lo menos a qué les gusta dedicar su tiempo. De ella no lo sé bien, no a ciencia cierta. Yo reconozco que pienso sólo en mis jóvenes, pasados, presentes y venideros. En realidad sólo en eso, aunque por mis actividades y mi profesión parezca que también me interesa la literatura española (que no me interesa en absoluto, o no más que la de cualquier otro lugar, de hecho menos que la de algunos lugares) y la promoción académica (que sólo me interesa a medias, no por ambición, sino para evitarme riesgos y hacer mi trabajo más cómodamente) y las intrigas que se traman todo el tiempo en esta ciudad. Estas me interesan algo más, lo confieso, pero no me dedico a ellas en cuerpo y alma, como hacen tantos. Al fin y al cabo, el objeto último de todas esas intrigas es monetario, es sólo el dinero, pero las grandes sumas que los colleges mueven son siempre institucionales, nadie puede adueñarse de ellas ni sacarles provecho: yo mismo dispongo ya de mucho dinero, manejo mucho en forma de bolsas de estudio, investigación y viajes, pero soy sólo un usufructuario, como lo son también el tesorero y el warden. Ha habido tesoreros por cuyas manos y decisiones han pasado millones de libras que además ellos han tenido la gentileza de multiplicar durante su gestión; luego, para pagar sus entierros, ha habido que realizar colectas. En cuanto uno se jubila, o muere, el dinero que uno administra y reparte, y distribuye y destina, y ve y toca y hace crecer, desaparece sin dejar beneficio personal ni huella, pasa a un usufructuario nuevo. Aquí sólo cuentan las instituciones, y uno puede llegar a ser muy poderoso en tanto que miembro o representante de una institución, pero no se puede llegar a nada sin ellas o fuera de ellas. De ahí que convenga estar siempre en buenos términos con el warden, no digamos con el tesorero. Todo lo que tenemos, todo lo que disfrutamos, incluidas las influencias londinenses, políticas y financieras, dura lo que nuestro cargo, nuestra actividad o nuestra vida, no más. Una de las cosas que más echa de menos Toby es que ya no le consulten apenas de Londres. La destitución es posible, pero no la herencia. Esa es una de las razones, creo yo, por las que hay tanto soltero aquí. No anima a fundar una familia saber que, después de una vida de disciplina y entrega pero también de autoridad y riqueza, a esa familia no se le podrá dejar más que una mísera pensión de oscuro profesor universitario. Yo aspiro, con todo, a ser un día el tesorero de este college. Sé que no lamentaré demasiado renunciar al dinero cuando me toque hacerlo. Sobre todo sé que no habrá ningún hijo malcriado o mal acostumbrado que me lo reproche, quiero decir la extrema pobreza que nos aguardaría después de los años fastos. No hay peligro de que yo vaya a fundar una familia.
Bursar, esa era la palabra muy oxoniense que empleaba Cromer-Blake para denominar lo que quería llegar a ser. ‘Cromer-Blake no quiere hablarme ni contarme nada de Clare Bayes’, pensé. ‘Es capaz de perorar durante horas sobre cualquier tema haciendo que parezca que está hablándome de Clare Bayes, pero aún no me ha dicho nada de lo que me conviene saber; es capaz de revelarme sus deseos más íntimos y sus ambiciones más verdaderas, de hacerme toda clase de confesiones que no le pido con tal de no decirme nada decisivo sobre su amiga Clare Bayes. Si lo que quiere es distraerme, disuadirme y protegerla de cualquier tentativa de seducción por mi parte se está equivocando de método. Cuanto más eluda o demore decirme cosas que me interesen, mayor se hará ese interés, más urgente, más exclusivo, más abarcador. Hasta estoy olvidándome de la chica del tren, demasiado potencial, demasiado joven, demasiado autónoma, demasiado inconsciente de su propia presencia. Clare Bayes no es así. Clare Bayes sabe más de sí misma, que es el conocimiento que hace atractivas a las personas, lo que les da valor: que puedan dirigirse, que puedan preparar y conducir sus actos. Lo que conmueve es hacer sabiendo que lo que se hace o deja de hacer tiene peso y significación. El azar no conmueve, y lo inocente no encierra más promesa que la forma en que dejará de serlo. Clare Bayes debe de tener amantes, aunque Cromer-Blake no me lo quiere decir, seguramente por amistad y respeto hacia su marido, más que por discreción (Cromer-Blake, por lo que ha contado, necesita y aprecia, dependerá de la indiscreción). ¿Qué me importa a mí su marido, al que no conozco ni —si puedo evitarlo— pienso conocer jamás? ¿Qué me importan los lazos establecidos en esta ciudad a la que no pertenezco y en la que no me voy a quedar? ¿Qué influencia o qué peso tiene lo que haya acontecido antes de mi llegada, antes de mí? Aquí no padezco la responsabilidad de haber asistido, no he asistido a nada. Este lugar inmóvil se puso en marcha el día en que pisé su suelo por primera vez, sólo que yo no lo he sabido hasta esta noche de perturbación. Y una vez que me haya ido, ¿qué importancia tendrá lo que acontezca ahora? No dejaré ningún rastro. Para mí este territorio es territorio de paso, pero se trata de un paso lo bastante dilatado para que deba procurarme lo que se llama un amor mientras estoy aquí. No puedo permitirme disponer de todo mi tiempo y no tener en quién pensar, porque si lo hago, si no pienso en alguien sino sólo en las cosas, si no vivo mi estancia y mi vida en el conflicto con alguien o en su previsión o anticipación, acabaré no pensando en nada, desinteresado de cuanto me rodea y también de cuanto pueda provenir de mí. Quizá tenga razón Cromer-Blake, al menos en parte: quizá lo más pernicioso, y además imposible, es no pensar en mujeres o en su caso en hombres, en una mujer, como si hubiera una parte de nuestro cerebro que sólo pudiera ocuparse con esa clase de pensamientos que las demás partes rehúyen y tal vez desprecian pero sin los que tampoco ellas pueden funcionar fértilmente, debidamente. Como si no pensar en nadie (aunque ese alguien sean muchos) impidiera pensar en nada. Al menos sucede así con las personas que no son serias. Yo no soy serio, en realidad no se me puede tomar en serio, mi pensamiento es errático, mi carácter endeble, pero pocos lo saben, y, sobre todo, nadie lo sabe aquí, seguramente nadie se lo ha preguntado. Así que voy a preguntarle directamente a Cromer-Blake, aprovechando que estamos borrachos y que las preguntas de los borrachos siempre obtienen respuesta, voy a preguntarle inmediatamente si Clare Bayes tiene o ha tenido amantes, si está enamorada de su marido, si cree que yo tengo posibilidades de éxito si intento convertirla en la persona en la que pensaré durante los dos años (ya menos, ya menos) que voy a permanecer aquí. Estos dos años que serán una perturbación. Puesto que está destinado a ser la figura paterna y la figura materna le voy a pedir consejo a Cromer-Blake y voy a preguntarle si puedo ser el usufructuario de Clare Bayes durante este tiempo, sólo el usufructuario, sin beneficio personal ni huella. Voy a preguntárselo en el acto, sin volver a encauzar la conversación, a quemarropa, como jamás se pregunta nada en Inglaterra pero sí en Madrid, aunque Cromer-Blake acabe de decir varias veces la palabra bursar y parezca estar ajeno y desviado de lo que me interesa saber. Voy a preguntárselo a bocajarro y no tendrá más remedio que responder, sí o no. Él debe saberlo, aunque también puede responder no lo sé.’
—¿Clare Bayes tiene amantes? —dije, y lo cierto es que cuando lo dije aún no me había preparado lo suficiente para decirlo, se me escapó sin querer.
—¿Qué? —dijo Cromer-Blake—. Sí. No. No lo sé.