Como he dicho, mis obligaciones en la ciudad de Oxford eran mínimas, lo cual me hacía sentirme a menudo como un personaje decorativo. Al ser consciente, sin embargo, de que mi sola presencia difícilmente podía decorar nada, tenía a bien ponerme de vez en cuando la negra toga (preceptiva ya sólo en muy contadas ocasiones) con el objetivo principal de contentar a los numerosos turistas con que solía cruzarme en el trayecto desde mi casa piramidal hasta la Tayloriana y el secundario de sentirme disfrazado y algo más justificado en mi calidad de adorno. Así, disfrazado, llegaba por tanto a veces al aula en la que daba mis escasas clases o conferencias a diversos grupos de estudiantes, todos ellos de una respetuosidad excesiva y aún mayor indiferencia. Por edad yo estaba más cerca de ellos que de la mayoría de los miembros de la congregación (como se llama al conjunto de los dons o profesores de la universidad, siguiendo la fuerte tradición clerical del lugar), pero bastaba que yo estuviera nerviosamente encaramado a una tarima durante las pocas horas en que establecía contacto visual con ellos para que el distanciamiento entre los alumnos y yo fuera casi monárquico. Yo estaba arriba y ellos abajo, yo tenía un bonito atril delante y ellos vulgares pupitres con incisiones, yo vestía mi larga toga negra (con las cintas de Cambridge y no de Oxford, por cierto, para mayor reserva) y ellos no la vestían, y eso era ya motivo suficiente para que no sólo no discutieran mis tendenciosas afirmaciones, sino ni siquiera me hicieran preguntas cuando peroraba sobre la sombría literatura española de la postguerra durante una hora que se me hacía tan interminable como la propia postguerra a sus literatos (a los antirrégimen, muy pocos).
Los estudiantes sí hacían preguntas, en cambio, en las clases de traducción que les daba en la compañía alternativa de mis colegas ingleses. Los textos que estos últimos elegían para dichas clases (de nombre tan extravagante que de momento prefiero callarlo para no crear un enigma gratuito y ciertamente menor) eran tan rebuscados o costumbristas que con frecuencia tenía que improvisar definiciones espúreas para palabras rancias o herméticas que en mi vida había visto ni oído y que por supuesto los estudiantes no volverían a ver ni a oír en las suyas. Palabras presuntuosas y memorables (concebidas sin duda por cabezas enfermas), de entre las que recuerdo con particular entusiasmo praseodimio, jarampero, guadameco y engibacaire (tampoco he logrado olvidar briaga, en un pasaje vinatero de lo más elegante). Aun a riesgo de quedar como un necio ahora que las he traducido al inglés y sé perfectamente lo que significan, confieso que entonces desconocía por completo su existencia. Aún hoy me admiro de su existencia. Mi papel en esas clases era más aventurado que en las conferencias, ya que consistía en hacer de gramática y diccionario parlantes, con el consiguiente desgaste para mis reflejos. Las consultas más arduas eran las etimológicas, pero al poco, y llevado de la impaciencia y los deseos de agradar, no tuve reparo en ir inventando etimologías delirantes sobre la marcha y para salir del paso, en la confianza de que ningún alumno ni el colega de turno que me acompañaba tendrían nunca la curiosidad suficiente para comprobar más tarde lo verídico de mis contestaciones. (Y en el caso de que la tuvieran, estaba convencido de que también tendrían la compasión suficiente para no echarme el disparate en cara al siguiente día.) Así, ante preguntas que se me antojaban tan malintencionadas y absurdas como cuál era el origen de la palabra papirotazo, no tenía inconveniente en ofrecer respuestas todavía más absurdas y peor intencionadas.
—Papirotazo, en efecto. A este tipo de golpe propinado con el dedo índice se lo llama así porque era de este modo como se golpeaban los papiros hallados en Egipto a comienzos del siglo XIX para probar su resistencia y empezar a determinar su antigüedad.
Y al ver que nadie reaccionaba violentamente ni a nadie se le ocurría argüir que un solo papirotazo habría convertido en confetti cualquier papiro dinástico, sino que los alumnos tomaban nota y el colega inglés —aturdido sin duda por la grosera sonoridad de la palabra y tal vez embriagado por la repentina visión de un Egipto napoleónico— aprobaba mi explicación (‘¿Lo oyen ustedes? Papirotazo viene de la palabra papiro: pa-pi-ro, pa-pi-ro-ta-zo’), aún encontraba valor para insistir y completar la falsedad con una nota erudita:
—Es por tanto una palabra bastante reciente, que se asimiló a la más antigua capirotazo, como también se llama a este golpe doloroso y vejatorio —y hacía una pausa para ilustrar el vocablo con un papirotazo al aire—, por ser el mismo que se acostumbraba propinar a los penitentes encapuchados durante las procesiones de Semana Santa, en la punta de sus capuchas o capirotes, para humillarlos.
Y mi colega siempre aprobaba (‘¿Lo oyen ustedes? Ca-pi-ro-te, ca-pi-ro-ta-zo’). La delectación con que algunos de los profesores británicos proferían palabras descabelladas en español no dejaba de conmoverme, y las que más les satisfacían eran las de cuatro o más sílabas. Recuerdo que el Matarife disfrutaba tanto que se olvidaba de la compostura, y, levantando una pierna —la blanquísima canilla al descubierto por culpa de unos calcetines demasiado cortos y unos zapatones voraces—, la apoyaba con desenfado y no sin gracia sobre un pupitre vacío y la hacía balancearse al compás de su silabeo eufórico (‘Ve-ri-cue-to, ve-ri-cue-to. Mo-fle-tu-do, mo-fle-tu-do’). En realidad hube de suponer, más tarde, que el aplauso de mis colegas a mis etimologías imaginarias era consecuencia de su excelente educación, su sentido de la solidaridad y su sentido de la diversión. En Oxford nadie dice nunca nada a las claras (la franqueza sería la más imperdonable falta, y también la más desconcertante), pero así lo comprendí cuando al despedirme de Dewar el Inquisidor tras mis dos años de estancia allí, me dijo entre otras pomposidades:
—Echaré de menos tus fantásticos conocimientos etimológicos. Siempre me sorprendían extraordinariamente. Aún recuerdo mi asombro cuando explicaste que la palabra papirotazo venía de papo, por designar un golpe que se daba en la papada del contrario: me quedé boquiabierto. —Se detuvo un instante para observar complacido mi confusión. Chasqueó la lengua contra el paladar y añadió—: La etimología es una ciencia apasionante, lástima que a los estudiantes, pobres muchachos sin discernimiento, se les olvide el noventa y cinco por ciento de las maravillas que nos escuchan, y que nuestros brillantes hallazgos sólo los deslumbren durante unos minutos, más o menos hasta el final de la clase. Pero yo lo recordaré: pa-pa-da, pa-pi-ro-ta-zo —y flexionó un poco una pierna—. Quién lo hubiera dicho. Fantástico.
Creo que me sonrojé considerablemente, y, en cuanto pude, corrí a la biblioteca para consultar el diccionario y descubrir que, en efecto, la famosa palabra papirotazo procedía del papo en que antaño se recibía el ignominioso golpe. Me sentí más impostor que nunca, pero también vi mi conciencia tranquilizada en parte, pues juzgué que mis etimologías dementes no eran mucho más disparatadas ni menos verosímiles que las verdaderas. Al menos esta me parecía casi tan estrafalaria como la improvisada. Y en todo caso, como había señalado el Destripador, este tipo de conocimientos ornamentales duraban pocos minutos, fuesen falsos, auténticos o semiverdades. A veces el saber verdadero resulta indiferente, y entonces puede inventarse.