La lenta respiración de los órganos. El bramido cálido de la sangre, en alguna parte, en sus túneles prietos. Bum, bum… Bum, bum… El rugido del aire, en la garganta. Una pulsación de párpados… El gran destello blanco del día. Y los espacios cerrados de una habitación de hospital.
Tras mi despertar, fue Leclerc quien primero se acercó, seguido por dos hombres, uno de los cuales iba en bata y el otro en traje oscuro.
—¡Estoy contento de volverte a ver entre nosotros, Shark!
Me llevé una mano al cráneo. Un vendaje me lo comprimía.
—Qué… ¿qué ha pasado?
El médico me apretó el pecho, cuando yo intenté incorporarme un poco.
—Su vehículo chocó contra un parapeto y se empotró contra una roca, a pocos centímetros de un barranco. Se golpeó con violencia la cabeza contra la ventana del acompañante. Ha tenido una suerte increíble. Tan sólo tiene un traumatismo craneal mínimo.
Por la ventana, las cumbres nevadas resplandecían bajo el sol.
—¿Cu… cuánto tiempo he estado inconsciente?
—Unas veinte horas… Se despertó en la ambulancia y, como estaba muy inquieto, le administramos un sedante. Está en el Centro Hospitalario Regional de Grenoble…
Me dejé ir un instante, abrumado por un gran cansancio. Todo me volvía a la memoria… La tormenta, la niña sobre el volante, el parapeto…
Tras haberme masajeado las sienes, me interesé por el hombre de la corbata:
—¿Y este señor?
El interesado se acercó con las manos en la espalda.
—Doctor Reeve. Soy psiquiatra…
Fruncí el ceño.
—¿Otro psicólogo? No lo entiendo.
Reeve se aclaró la voz.
—El doctor Flament, que le acompañó a La Trompette Blanche, nos informó de sus… alucinaciones. Esa… niña de zapatos rojos y bata azul. Estoy aquí para que hablemos de ello.
Un fuego de cólera me enrojeció las mejillas.
—¿Cómo? ¡Es… es una locura!
No perdió el aplomo.
—Intente conservar la calma, comisario. No he venido aquí para agredirlo, sino sólo para hablar un poco.
Quise encerrarme en el silencio, pero no pude evitar estallar.
—Pero… ¿Qué quiere que le explique? ¡Es inexplicable! ¡Sí, hay una niña que aparece cuando le apetece! ¡Se instala en mi casa, observa mi red de trenes, en el salón! ¡Lee libros que mi hija leía! ¡Dice que se comunica con ella! Pero… ¿Qué más le puedo decir? ¡Parece ser que nadie la ve, y eso es lo peor! ¡Tan sólo yo y Willy!
—Su vecino, ¿no?
—Sí. ¡Pregúnteselo! ¡Y verá que no tengo alucinaciones! ¡Por Dios! ¡Le aseguro que soy el último que creería en fantasmas!
Leclerc se acercó a la cama, con el rostro impenetrable.
—He… He hecho comprobar algunas cosas…
—Comisario… No me diga que… Usted tampoco…
Bajó la vista y la volvió a alzar enseguida.
—Nadie volvió a vivir en el apartamento de tu vecina guayanesa tras su muerte. No tienes ningún vecino llamado Willy. Estás solo en el rellano.
Esta vez me incorporé con ímpetu.
—¡No puede ser! ¡Pero! ¿Cómo pueden decir ese tipo de gilipolleces?
—No estoy diciendo gilipolleces… Ese Willy, ¿te ha invitado a entrar en su casa? ¿Puedes describirme el interior de su vivienda? ¿Y de qué trabaja? ¿Es estudiante, obrero? ¡Dime, te escucho…!
—¡Comisario! Pero…
—La…, la puerta de tu domicilio estaba entreabierta. ¿Te ocurre a menudo?
Me llevé las manos a la cabeza.
—Así que Polo pensó que sería bueno comprobar que no habían entrado a robarte y entró a echar un vistazo en tu casa… En… encontró dos cuchillos, bajo la mesa de la cocina. Uno con savia de árbol en el mango, pero el otro… con sangre seca… La herida, en tu brazo… No era una lata de conservas… Creo que te cortaste solo.
Lo miré fijamente.
—¡Pero cómo se atreve! ¿Está de guasa, no?
—Y eso no es todo… El Frank Sharko que conocía nunca le habría dado una somanta de palos a alguien, como hiciste con Patrick Chartreux. Ese Franck Sharko tenía principios.
—Yo…
—¡Hablabas a menudo a los colegas de tu red de trenes en el salón de tu casa, de todos esos personajes, de las locomotoras eléctricas, de los vapores vivos! ¡Pero no hay nada, en tu casa! ¡Tan sólo embalajes de raíles amontonados, docenas de cajas, ni siquiera abiertas!
Tendió las palmas al cielo.
—Recuerda también que te había hablado de ausencias, cuando te entrevistaste con el inspector de la IGS. Todas esas señales… Esos montones de cajas vacías de medicamentos, en tu casa. Antidepresivos, estimulantes, somníferos…
Se giró de forma brusca, con la cabeza metida en los hombros.
—Joder, Franck! Lo siento… No puedes saber hasta qué punto… Y decir que no nos habíamos dado cuenta de nada…
Me temblaban los labios. Las palabras ya no acudían a ellos. Niebla. Mareo. Escalofríos. De repente, dos dedos aparecieron, detrás de la cabeza del loquero, imitando las orejas de un conejo.
—Yo, tío. ¿Parece ser que das unos sustos de muerte?
Emití un largo suspiro.
—¡Willy! ¡Oh! ¡Willy! ¡Ayúdame a deshacer este entuerto! Me toman por… ¡No sé qué! ¡Un chalado! ¡Explícales lo de la niña! ¡Tú también la has visto! ¡Diles que no estoy loco!
Aspiró bien su cigarrillo y dispersó una gran nube de humo.
—No escuches lo que cuentan, tío. Tan sólo quieren liarte. Pero yo estoy aquí para ayudarte. Me llamas y vengo.
Me puse las manos sobre el rostro.
—¡Oh, no! Tampoco te ven… Dios mío…
Y mientras Willy hacía el payaso, mientras la niña llegaba, detrás de él, con los ojos llenos de lágrimas, como para hacerse perdonar, dos voces continuaban entrando en mi interior, lejanas, muy lejanas.
Dos voces que ya no escuchaba. La de Leclerc y el hombre trajeado…
***
—Doctor… ¿Qué le ocurre?
—Sólo un análisis a fondo nos lo dirá… Prefiero no ir demasiado deprisa.
—Por favor…
—De acuerdo… A primera vista, lo que usted mismo y el doctor Flament me han contado hace suponer una esquizofrenia paranoica, caracterizada por una riqueza de producciones delirantes y alucinatorias.
—¿Uno de nuestros mejores polis, esquizofrénico? ¡Pero eso es impensable! ¡Acaba de llevar a cabo una de las investigaciones más agotadoras de su carrera! ¡Nadie lo hubiera conseguido tan bien!
—Existen varias formas de esquizofrenia, más o menos violentas. Algunos enfermos, especialmente los esquizoides paranoicos, pueden continuar perfectamente su actividad socioprofesional y están lejos de ser enfermos mentales. Esa patología no afecta en nada a la inteligencia. A veces se instaura tan lentamente que la familia, e incluso el sujeto afectado, pueden tardar tiempo en darse cuenta de que algo no acaba de funcionar como debiera. A esta forma de degradación lenta se la denomina «esquizofrenia insidiosa».
—Pero… ¡Si tiene más de cuarenta y cinco años! ¿Porqué esas alucinaciones han aparecido tan tarde? ¿Están relacionadas con la desaparición de su esposa y su hija?
—Entre otras cosas. Sin olvidar los factores del día a día. Estrés, tensiones, presiones, encierro en uno mismo y soledad. Además, esta investigación lo ha afectado profundamente, supongo…
—Sí…
—Además de todos estos factores, también se sospecha el factor genético. Pero todo eso es aún muy incipiente y vago. Sea como sea, su mente se ha ido fracturando de forma progresiva, incapacitándoles para disociar lo ficticio de lo real. Empezó de forma muy anodina, con las locomotoras, donde se recreó un universo que le era familiar, una especie de capullo protector, de vivero de recuerdos. Esos trenecitos debían de recordarle a su hija, los momentos agradables que pasó con ella. Inconscientemente, quería traerla de vuelta con él.
—Es evidente, sí…
—Entonces aparecieron los personajes ficticios y, poco a poco, se inmiscuyeron en su vida. Es probable que al principio sólo se manifestasen de forma puntual. Al girar un pasillo, por la calle, en la cocina, el dormitorio. Sólo la impresión de una presencia. Luego su influencia creció. Lo distraen, le hablan, empiezan a acompañarlo en sus salidas antes de desaparecer cuando menos lo espera. Al poco tiempo, ya no lo dejarán, lo trastornarán, acapararán toda su atención.
—Y… ¿ese cuchillazo, en el brazo? ¿Y el accidente de coche? ¿Es también fruto de la enfermedad?
—Aparentemente, uno de los personajes, la niña, es peligroso, y eso es lo que más me preocupa. Puede desembocar en mutilaciones o tendencias suicidas. La niña es la proyección de lo que tiene en el fondo de él, en su inconsciente. Esa voluntad, quizá, de reunirse con su familia. Mediante el suicidio.
—Madre de Dios… ¿Vamos a recuperar al Franck Sharko de antaño?
—Para superarlo, deberá entender que esos seres son ficticios, que son fruto de su imaginación. Lo conseguirá dándose cuenta de sus errores, de las situaciones imposibles en las que se encontrará. Por ejemplo, los ficticios que acompañan a los esquizofrénicos nunca envejecen, raramente se cambian de ropa, fuman cigarrillos que no se consumen nunca. Si va a la piscina, ¿serán capaces de nadar? Les planteará esas preguntas, deberán contestarle y quizá caerán en su trampa… Es una dura lucha contra él mismo, lo que le espera.
—¿Cuánto tiempo? ¿Cuánto tiempo durará este infierno?
—Desgraciadamente, la mente no puede curarse sola. Deberá seguir un tratamiento psicosocial, con apoyo psicoterapéutico y medicación adecuada, a base de antipsicóticos que atenuarán y quizás acabarán con las alucinaciones. De media, necesitará de cuatro a seis semanas para que mejore su estado. Luego necesitará además un período de tres meses como mínimo para ajustar la posología y eventualmente modificarla, con los mínimos efectos secundarios. Según los casos, el tratamiento puede extenderse a varios años. A veces, incluso toda la vida…
—Mierda… No puede ser… No puede ser…
De repente sentí el calor de una mano, sobre el hombro. Leclerc se sentó en el borde de la cama, mientras Willy seguía haciendo el payaso, agitando su cabello de espaguetis como si fuese un rockero duro desfasado.
—Aún no te lo he dicho, pero has hecho un trabajo de primera con Jérémy Crooke —me confió el comisario de división con una voz un poco febril—. No conozco a nadie que hubiese dado la talla como tú.
Asentí, lentamente, sin separar la nuca de la almohada.
—Y su padre, Vincent, ¿quién era realmente?
—Tuvo a Jérémy siendo muy joven —dijo Leclerc—, a los dieciséis, con una mujer de la que no se separaría nunca más. Era una persona muy sencilla, que se ganaba el sustento en una fábrica textil… Pero con grandes problemas afectivos. Depresiones reiteradas, tristeza permanente. Según cuenta su esposa, llevaba muy a menudo máscaras alegres, para darse una ilusión de bienestar… En el fondo de sí mismo, sin ni siquiera saberlo, seguramente no quería imponer a sus allegados lo que había padecido en su infancia.
Tuve una mirada vaga.
—Me hubiese gustado tanto conocer a ese Vincent… Es una historia muy triste… Tan triste como la mía…
Miré a Leclerc intensamente, con los labios prietos, llenos de mi dolor. Finalmente espeté:
—Supongo que si me levantara ahora, y regresara a la central para ejercer mi oficio, no me sería posible, ¿eh?
Leclerc apretó las mandíbulas.
—Se van a hacer cargo de ti personas competentes, Franck. Y además, podrás ayudarnos, incluso lejos del terreno. ¡No faltan las escenas del crimen por analizar! ¡Necesitamos tanto buenos cerebros!
—¿Como un viejo amigo a quien de vez en cuando pedirán un favor? —Le cogí la mano y sonreí—. Encantado de haber trabajado con usted, comisario… Ha sido un muy gran honor…
Me envolvió la mano con las suyas, las llevó a su corazón y se alejó lentamente, concediéndome esa última mirada de los que sienten compasión.
Y retuve las lágrimas, con ese orgullo de los reyes destronados. Porque no quería que la niña, que acababa de aparecer, me viera llorar. Esa niña de quien ni siquiera conocía aún el nombre…