Veyron. Un buen chocolate caliente, en ese único bareto, bajo esa misma lluvia inclemente, en el corazón de esa tormenta cuyo furor parecía crecer de las entrañas de la Tierra. En el hueco de las montañas, el negro del cielo se tragaba el menor rayo de esperanza. Todo había acabado.
Una ambulancia había evacuado el cuerpo de Jérémy Crooke hacia el depósito de cadáveres, pero su única tumba debería de haber sido, al fin y al cabo, permanecer en esa caverna lúgubre y glacial.
Los hermanos Ménard habían resistido al veneno de las hormigas, vivirían, pero ¿a qué precio? Sus noches temblarían de pesadillas y despertares furiosos, con el terror como único sabor sobre la lengua. En cuanto a los habitantes de la Trompette Blanche… Que Dios los bendiga…
La niña estaba ahí, frente a mí, con un nuevo libro de Fantomette entre las manos. De vez en cuando, levantaba sus bonitos ojos negros, me sonreía con una infinita ternura antes de volver a sumirse en la lectura. Me levantaba, se levantaba, yo bebía, ella me miraba, como alimentada por cada uno de mis gestos. Se convertía en mi sombra, mi sol, mi vida.
No le hacía preguntas, todavía no, por lo menos. Tan sólo aceptaba su presencia, de momento, su presencia cálida y helada, peligrosa y terriblemente embriagadora. Me daría explicaciones. Pronto.
Tomé la ruta de Grenoble, donde pensaba coger una habitación de hotel antes de volver a subir hacia la capital. Eso era mi vida. Recorrer la lluvia.
Un perpetuo volver a empezar, jalonado de persecución y tristeza. Uno detenía a uno, diez más lo relevaban, engendrados por la vena inagotable del mal. Sí, me sentía triste, pero ahora ella estaba aquí, a mi lado. Tan sólo para mí. Me escuchaba cavilar, veía a la gente mirarme de forma extraña… Me dije que, de alguna manera, me debía de estar volviendo loco. Una locura muy dulce…
De bajada hacia la ciudad, golpeaban el parabrisas gotas gordas, los faros apenas iluminaban. Centré la mirada en la depresión.
«—Ten cuidado con ese barranco, Franck. Sé que ya nada te retiene aquí abajo, ahora. Pero no hagas tonterías, ¿de acuerdo? Te esperaremos todo el tiempo que haga falta. Éloïse también se armará de paciencia. Así debe ser, aunque sea difícil». Sacudía la cabeza, arrugaba la frente. En el asiento del acompañante, la niña se agitaba. Con la punta del pulgar, giraba las páginas de su libro a toda velocidad.
«—¡La carretera! ¡Ten cuidado con la carretera!».
Un parapeto, delante. La violencia de una curva… Los frenos chirriaron, los neumáticos consiguieron por los pelos adherirse a la carretera… El alivio del último giro.
—Por poco, ¿eh? —espeté con una voz blanca.
—¿Poco para qué?
—¡Pues para que saltáramos al vacío!
—¿Sabes?, yo no hubiese sentido gran cosa…
Una sonrisa tímida ahuyentó mi angustia.
—¿Cu…, cuándo piensas marcharte? Quiero decir…, ahí de donde provienes.
—No soy yo la que «va» a marcharse. Eres tú el que va a acompañarme.
De repente, su rostro se oscureció, los ojos se le ensombrecieron más aún, enturbiados por tinieblas. Las páginas de Fantomette giraban solas, a un ritmo loco, mientras el cabello se le electrizaba con el aire.
—¡Tienes que acompañarme, Franck! ¡Al otro mundo! ¡Ha llegado la hora!
La pendiente crecía, el cambio de marchas gemía.
—No… no te muevas de tu sitio, ¿de acuerdo? —ordené tendiendo un brazo en su dirección—. ¡Sobre todo, no te muevas de aquí! ¡Este mundo me está muy bien!
Se enderezó en su asiento, como una cobra.
—¡Ya no puedes escoger! ¡Demasiado tarde!
—¿Pero por qué? ¿Qué esperas de mí, maldita sea?
Se abatió sobre el volante.
—¡No! ¡Para!
El coche cambió bruscamente de dirección. Un último destello que iluminó mi existencia explotó en un gran fuego de chispas…