Había permanecido ahí, solo, apoyado sobre mi coche, la cabeza entre las manos temblorosas. La Trompette Blanche ya no respiraba, privada de sus almas, ahogada por la enfermedad. Todo había ocurrido tan deprisa… El asesino compensaba su juventud robada, como Zeus con Tántalo, había condenado a esa gente a un suplicio eterno; la prisión de su cuerpo. La fiebre se iría y volvería, haciendo mella en ellos, indemne a las nociones de tiempo y espacio. Peor que una ejecución. Una bomba en el hueco de sus entrañas. Recordarían, siempre, cada vez… Recordarían a una mujer a la que deberían haber curado, un niño al que deberían haber ayudado.
Las primeras gotas estallaron como grandes besos húmedos. Blandí las palmas al cielo, el agua se cayó sobre ellas sin recato, mientras las colinas se estremecían, los suelos liberando de repente los buenos olores de tierra fresca. Entonces me marché, las casas de paredes blancas y tejados rojos se desvanecieron lentamente, en esa bruma de agua, como si nada de todo eso hubiese existido. Sólo un sueño…
Conduje hasta Veyron, ese pueblo desde donde se desplegaba el inmenso bosque de pinos de pendiente agresiva, erigida de árbol en árbol hasta los flancos de las cimas. En pocas horas, buscarían a Vincent por toda Francia, recorrerían cada adoquín, interrogarían a allegados, vecinos, amigos. Buscarían, pero no lo encontrarían. Porque tenía una última misión por cumplir. Aquí, en esas tierras fracturadas.
Los hermanos Ménard.
Me metí en un bar, con la chaqueta por encima de la cabeza para protegerme de tanto como escupía el cielo, y pregunté el modo de llegar a la Goutte d’Or. La dueña, un poco sorprendida, me acompañó a la terraza y señaló una montaña en forma de diente de tiburón.
—No hay un sendero balizado que lleve a la cascada. Es un lugar salvaje y peligroso, al borde de un abismo de unos diez metros de profundidad… Le desaconsejaría ir hoy… Aún no estamos en el corazón de la tormenta y, créame, ¡va a ser muy violenta!
—Me arriesgaré…
—¿No será usted parisino?
Se tragó muy rápidamente la sonrisa.
—Bueno, si no tiene miedo de los relámpagos, ni de caer en el desfiladero, ¡allá usted! Hay un aparcamiento, un poco más arriba. Aparque ahí y entre en el bosque desde allí. Conserve siempre la Dent du Diable en el punto de mira. Dos kilómetros después, debería llegar al borde del cañón. Bordéelo por la derecha. Entonces encontrará la cascada… Pero, una vez más…
Ya me alejaba, bajo esas cortinas de lluvia, dándole las gracias con un movimiento rápido de barbilla.
Entre una ida y vuelta del limpiaparabrisas, di con la zona de estacionamiento, un simple espacio roturado apartado de cualquier forma de civilización. Comprobé el estado del Glock. Cargado, seguro del percutor en su sitio. La Maglite, en la guantera. El móvil, que envolví en la bolsa de un bocadillo. Estaba preparado. El único problema, esa lluvia torrencial, tan deseada… Y que se alzaba ante mí con un estruendo de ventana rota.
Al instante, la camisa y los pantalones se empaparon de agua, los zapatos de barro. Por delante, raíces peligrosas, sílex acerados, agujas crujientes. Y una brusca negrura de hollín. La tormenta. Fogosa y diabólica.
En el punto de mira, la Dent du Diable… Arrollada en la punta por el diluvio… Recortada por los troncos siniestros… Pero siempre ahí, poderosa, erguida.
Me imaginaba… Me imaginaba a Vincent, arrastrado por los hermanos, bajo la cólera del cielo, en esos mismos furores líquidos, insultado, quizá maltratado. Veía las sombras crecer, alrededor, como tantos demonios, mientras el bosque se cerraba, oscuro, igual que una gran mano asesina. Avancé sobre sus pasos de niño y me estremecí por igual. Su pasado me explotaba ante los ojos. Sus gritos, sus miedos, su calvario. Ahora les tocaba a los otros padecer. Se lo iba a devolver con intereses. A través de la brutalidad de sus asesinatos.
Lo odiaba por eso.
¿Cuánto? ¿Cuánto tiempo tenía que seguir andando? El suelo se empinaba, sin cesar. Me agarré a las ramas, me subí a los tocones, me arañé hasta sangrar, esa sangre que me chorreaba hasta los pies. Los torrentes llenos de fango crecían, la lluvia restallaba sobre mi cuerpo, fumando como una caldera vieja, y tuve, en varias ocasiones, que hacer una pausa, secarme los dedos entumecidos y volver a llamar ese aliento que ya no acudía.
Ese final, tenía la impresión de haberlo vivido ya. No era una impresión. La realidad. Hacía tantos años. Esos lugares convertidos en algo irreal por los elementos desencadenados. Esa búsqueda del Mal absoluto. El sufrimiento de los seres, más allá del entendimiento. ¿Acaso todo iba a terminar en el mismo baño de terror?
Los malos presentimientos de Del Piero. Quizá para este momento…
Debería haber avisado a un equipo. Helicópteros, escopetas, muerte. ¿Llamar a Leclerc, quizá? ¿Saber quién era Vincent? No… No… Lo quería, frente a mí, en la pureza de mi ignorancia. Lo quería tal y como lo concebía. Auténtico. Atractivo y violento. Sencillo y abominable. Un ser más allá de las fronteras entre el bien y el mal.
El último enfrentamiento. Un único vencedor… Lo mataría… Lo mataría con mis propias manos por lo que había hecho.
Una pendiente más abrupta, escalada con arrancada, en un desgarro de desfiladero. Luego el aliento de un barranco. Poco profundo. Quince metros, como mucho. En el fondo, el gran borbotón de un torrente. «Por la derecha», había dicho la mujer. Un rayo destrozó un árbol en la otra orilla. El paisaje ardió, antes de volver a sumirse en esa negrura de cataclismo. El trueno estuvo a punto de estremecer la tierra.
Me agarraba a todo lo que podía, con un dolor insoportable en las articulaciones y los muslos ardientes. El paso era realmente estrecho, de lo más resbaladizo. El abismo acechaba. El aguacero aprisionaba el paisaje. Troncos grises, paredes grises, montañas grises. La uniformidad de una necrópolis.
Ahí, aún más a la derecha, la roca se extirpaba del suelo en un coloso de granito. Un flanco de montaña, tosco y ofensivo. Tocado de su cascada, abrumadora de potencia. Me acerqué al diluvio de agua con las manos sobre las rodillas, jadeando. «Una cavidad, detrás de la cascada», había dicho la anciana. ¿Dónde? ¿Y cómo alcanzarla? Los torrentes descendían de una pared vertical, a flor de vacío, antes de estallar al fondo del cañón en un lago. No, imposible. No sin cuerdas. Niños…
¿Cómo habían podido descubrir una caverna, llevar ahí a Vincent?
¿Y su madre? ¿Era ése el lugar donde avivaba las miradas de los machos, en su desnudez original?
Había tomado el camino incorrecto, seguro. «Los dibujos al carboncillo. El reflejo de los ojos en el lago». ¡Sí!
El dibujo estaba ahí, bajo mis pies. No había que atacar la Goutte d’Or por arriba… Sino por abajo… Por el laguito…
Una vibración, en el bolsillo. El móvil. Un nombre, en la pantalla, martilleado por las lanzas de agua. Leclerc. Dudé, y saqué el aparato de su envoltorio. Voz lejana, apenas audible. Interferencias, de todo tipo, estruendo incesante del trueno.
—¡Shark! Escucha bi… lo que… te vo…
—¡Diga! ¡Comisario!
—Vincent Croo… ¡Lo… ontrado!
Me pegué el aparato a la oreja.
—¡No oigo nada! ¿Me ha dicho que lo han encontrado? ¿Han encontrado a Vincent Crooke?
—¡Sí! ¡Lo hemos enco… do!
De repente me sentí muy gilipollas, en el corazón del diluvio, en el agujero del culo del mundo. Lo habían pillado… Sin mí…
—¡Está lloviendo! ¡No puedo ponerme a cubierto! ¡Le llamo dentro de una hora! Lo que tardo en volver al coche, ¿de acuerdo?
—¡No! No… uelgues… ¡Te… mos un… oblema! ¡… ema enorme!
Me agaché, protegiendo como podía el teléfono de la lluvia.
—¿Un problema? ¿Qué problema? ¡Qué problema!
—¡Vin… Crooke… muerto! Está… erto…
—¿Cómo? ¿Qué me está contando? ¿Que está muerto?
—¡Hace cuat… años! Cuatro…
—¡Diga! ¡Diga! ¡Comisario!
Ya no había señal. Volví a marcar su número. Sin éxito.
—¡Joder! ¡Joder! ¡Joder!
Destrocé esa mierda de aparato contra una roca, colérico. ¿Lo había entendido bien? ¿Vincent Crooke, muerto hacía cuatro años? ¡No! ¡Era imposible! ¡No tenía ningún sentido! ¡No estaba persiguiendo a un fantasma, por Dios! ¡Esos cadáveres, esa gente enferma, el mal aire! ¡El mensaje, Maleborne, el hospital, la Trompette Blanche! ¡Todo me había llevado hasta Vincent Crooke! ¡Hasta su juventud! Pero entonces…
Otra persona mataba. Otra persona remontaba hasta la fuente, en la piel de Vincent Crooke. El usurpador de un anónimo… Animado por una crueldad desmedida. ¿Por qué?
La respuesta, ahí, tras la cascada. Llegar hasta el final. Bajo mis pies, el encajonamiento. ¿Cómo iba a bajar? ¿Desandando el camino? ¿Evitando el bosque? Me froté las mejillas, la frente, saturadas de agua, la lluvia me chorreaba sobre la nuca, entre los omoplatos. La tormenta desplegaba su saña, bien cerca. El bosque por todas partes, sus espolones tendidos hacia los cielos. Delante, detrás, encima. El vacío. ¿Dos horas más de camino o… tres segundos?
El todo por todo. Para saber, entender. Linterna en una mano. El Glock en la otra. Y luego la nada. La caída me aspiró. Un estrépito. Una bofetada. Burbujas.
Un gran sorbo de aire. Respiraba. Los edificios de agua bramaban, muy cerca, en una nube de espuma, de vapor frío, mientras las rocas se comprimían. Me icé a la orilla, me agarré a los flancos de granito, me acerqué al monstruo líquido…
Un corte, sobre una roca cortante. Palma ensangrentada. Lancé un gran chillido al atravesar la muralla acuosa. Cabeza metida entre los hombros, ojos cerrados. Toneladas de agua sobre el cráneo… Una pared, por fin. Entonces mis dedos palparon una entrada… Una gruta…
Veinticinco años atrás. Viaje en los tramos del tiempo.
La Maglite hecha una pena, pero funcionaba. En cuanto al Glock… Había visto peores.
Me hundí en las telas de sombra, los dedos pegados a la piedra. El suelo resbalaba, como cubierto de flemas. El rugido de la cascada se alejaba, relegado por extrañas crepitaciones. Batidos de alas, crujidos de patas.
Encendí la linterna. Justo a tiempo, porque el suelo se hundía en las tinieblas, justo delante, en una especie de tobogán gigante. Y ahí, en el lado, una cuerda anudada alrededor de una protuberancia. Una cuerda trenzada con grandes nudos. La cogí.
Al filo de la bajada, el pueblo de insectos cavernícolas crecía. Moscas enormes reunidas sobre hongos. Arañas monstruosas, equipadas con una especie de pinzas. Polillas negruzcas, sin ojos. Un mundo de repugnancia. La pesadilla de Vincent.
El suelo por fin, mandíbula de estalagmitas y estalactitas. Una boca húmeda. El frío penetrante. El flop lánguido de las gotas. Y gemidos lejanos… Inhumanos… Estaban ahí, en la garganta del vacío…
Una luz, a más profundidad. Sombras que se alargan, las siluetas petrificadas de las rocas desgarradas. Apague la linterna, me así al arma. Lejos del mundo, al fondo de la tierra, el miedo me envolvía.
El cuello giró bruscamente a la derecha, la luz creció de pronto. Un potente proyector, colgado arriba. Espacios que se apartan. Fustes de calcáreo de una tonalidad de pétalo. Concreciones torcidas, ropajes ondulantes, coliflores minerales. Y el verde esmeralda de un lago subterráneo. La belleza oculta del infierno.
Me arrodillé en un rincón, entre las estalactitas, la pistola ante mí. Ligeramente más abajo, a la orilla del lago, dos hombres, frente a frente, atados a columnas separadas por apenas un metro. Desnudos, el rostro ardiendo de terror. Puntos rojos, diminutos, en movimiento sobre sus cuerpos. No lo distinguía con claridad. ¿Insectos?
Panorámica visual. La bóveda, explosión de rosas, azules, amarillos, cubierta de picos mortales. Arcos resplandecientes, laberintos rocosos, cavidades estrechas.
Entonces lo descubrí, de espaldas, sentado como un indio en un nicho sobreelevado… Vincent. No, Vincent no. Sino su usurpador… Un amplio abrigo sobre los hombros, una capucha sobre la cabeza… Ocupado en dibujar.
Me levanté despacio, con paso ligero, avancé, encogido sobre mí mismo. Uno de los hermanos me vio, luego el otro, justo después. Hormigas…, hormigas rojas, que se escapaban en cuentagotas de una caja transparente y escalaban sus cuerpos rasurados. Órganos genitales, ombligo, pecho, orejas, estaban por todas partes, hambrientas de carne. Algunas se adentraban en sus bocas mantenidas abiertas mediante un anillo de metal. Sus puños y tobillos estaban raídos de sangre, de haber luchado contra las cadenas; el sufrimiento, el fuego de los picotazos debía de ser grande. Un calvario abominable.
Me llevé un dedo a los labios, pidiendo silencio. Exactamente en el mismo instante, se pusieron a chillar.
¡Ya no me quedaba otra! Me lancé, patiné sobre una capa de agua, me enderecé por los pelos gritando:
—¡No te muevas! ¡Arriba las manos! ¡Arriba las manos!
La silueta se estremeció, sin darse la vuelta. Los hermanos chillaban como descosidos. Mis falanges apretaban el gatillo, el cañón apuntaba la capucha zumbante. Tres metros, dos metros… Hojas de papel bajo mis pies. Blanco y negro. Mujeres, esqueletos, cielos tormentosos. Dibujos.
—¡Date la vuelta! ¡Despacio!
No obedecía. Su mano pesada comprimía un carboncillo entre el pulgar y el índice. Me acerqué más. Con el Glock, le empujé la parte trasera del cráneo.
—¡Date la vuelta, maldita sea!
Entonces el cuerpo se derrumbó hacia el lado. Racimos de gusanos blancos rezumaron por sus orificios como yemas blanquecinas. Ventanas de las narices, orejas, globos oculares… Un cadáver… ¡Estaba apuntando a un cadáver! Pero entonces…
Un clic, detrás de mí. El beso frío de un cañón en la sien.
—¿Divertido, verdad?, un poco de oscuridad, unos pocos gusanos y uno tiene la impresión de que la carne se mueve. Los sentidos del hombre son tan imperfectos…
La voz… nada que ver con la de Ray Charles… Muchísimo menos madura, casi infantil.
Levanté la cabeza, pero un golpe en la nuca me hizo tambalear. Mi arma rodó por la pendiente.
—¿Así que tú eres «el Meritorio»?
Con la punta de la pistola, me forzó a mirarlo. Frente a mí, una máscara de brujo africano, de colores vivos, por encima de un cuerpo desnudo hinchado de músculos prominentes. Altura, anchura de hombros, volumen de los muslos… Espaldas idénticas a las mías. Exactas.
—Debo reconocer que te has espabilado bien —prosiguió—. Sobre todo en lo relativo a la chalana… Efectivamente, quería llevarte ahí, a la escena del Diluvio, hacerte descubrir lo que fue, durante unas semanas, el lugar donde viví, pero… fuiste más rápido de lo previsto, no tuve tiempo de pulir los últimos detalles y limpiar un poco.
Se golpeó los pectorales.
—Sanctus Toxici… Supongo que es por donde llegaste hasta mí… ¿Cómo lo supiste?
Me enderecé sobre los antebrazos con el occipucio adolorido.
—Pero… ¿quién eres? ¿Qué relación tienes con Vincent Crooke? ¿Por qué nos has… engañado?
Apretó un botón, detrás de la máscara.
—¡No he engañado a nadie!
Ahora su voz se convertía, efectivamente, en la de Ray Charles, la de Vincent Crooke…
—Tan sólo he seguido el camino que nunca se atrevió a seguir. Actué como debería haber actuado, respetando cada punto, cada uno de sus defectos y sus cualidades. Hasta las máscaras. Las máscaras… Supongo que tú y tu montón de analistas dedujisteis de ello que Vincent padecía un problema en el rostro, ¿a que sí? ¡Qué estúpidos sois!
Estaba orgulloso de sí mismo, salía de sus poros.
—Te veo reflexionar, pareces pensativo —añadió—. ¿Te lo preguntas, eh? Crees que soy un pobre tío maltratado, violado por un padre alcohólico. ¿Crees que siendo adolescente torturaba animales o caía extasiado ante incendios, pelándomela bajo las mantas?
—En parte, sí. En cualquier caso, estás seriamente trastornado.
Rio con malicia.
—¡Tuve una juventud de lo más feliz; cada domingo asisto a misa; acabé entre los primeros de mi promoción y tenía incluso que terminar mi tesis de tercer ciclo sobre el Plasmodium con dos años de adelanto! Ahora lo conoces bien el Plasmodium, ¿verdad? ¡Ja! ¡Ja! ¡Ja! Pero esa tesis… No la terminaré… Ahora tengo aspiraciones diferentes… Mucho más… simples…
Describió una espiral con el arma sobre mi sien.
—Mi madre me mimó; a mi padre le hubiese gustado quererme, pero nunca pudo. Porquerías de su cabeza. Montones de pesadillas, crisis de angustia, el repliegue sobre él mismo. Recuerdo, más joven, que se ponía a menudo máscaras, en casa, máscaras de payaso con grandes sonrisas, pero…, pero lo hacía sólo para disimular su desamparo… Para no hacernos sentir su malestar, para esconder los ojos, cada día hinchados de lágrimas. No puedes saber hasta qué punto lo admiro por eso.
El hijo… Era el hijo de Vincent Crooke… ¿Qué edad podía tener? ¿Veintidós, veintitrés años? Apretó con más fuerza la culata.
—Te deja a cuadros todo esto, ¿eh? Mi padre se suicidó hace cuatro años. Aún lo recuerdo, al regresar de la consulta de Maleborne, el hipnotizador. Llevaba la máscara lívida de Pierrot, esa máscara de una tristeza espantosa, de la que ya no se separó hasta la muerte. Esa noche nos lo contó todo. Su infancia, a la que te he iniciado… La belleza de su madre, su locura, su hastío por los hombres. Las agresiones, las burlas. Nos comentó cada uno de sus dibujos, los que están aquí, bajo tus pies, y los que abandoné a propósito en la chalana… Quería que aprendieses a conocer a mi padre, de forma progresiva, que reconocieses su calvario. Que entendieses por qué esas personas han sido castigadas. ¡Se lo merecían todos! Conocerán el significado profundo de la palabra «sufrimiento».
—Pero… ¿Por qué la hija de los Tisserand? ¡Era inocente!
—Esos dos médicos privaron a mi padre del ser que más le importaba. Quería pagarles con la misma moneda, a mi manera… Y además… Era bastante buena…
Uno de los hermanos chilló. Desde el fondo de su máscara, el hombre profirió una risa espeluznante.
—¡Ja! ¡Ja! ¡Ja! ¡Escucha a esos dos! ¡Deberías haberles oído suplicar! «¡Se lo ruego, señor! ¡Piedad! ¡Piedad!». ¡Que si patatín, que si patatán! ¡Sin embargo, eran mucho más emprendedores cuando arrastraron a la fuerza a mi padre aquí, cuando le dijeron que lo dejarían reventar como un chucho! Nunca resbaló. ¡Querían matarlo! Matarlo, ¿me oyes? ¡Eh, tíos! ¿Es así? ¿Me equivoco?
—¿Qué… qué le has hecho?
Sacudió su larga cabeza de madera.
—Wasmannia auropunctata. Hormigas urticantes de América del Sur, extremadamente agresivas. Les encanta picar los ojos y los órganos genitales y penetran de buen grado en los lugares al abrigo de la luz. Una boca, por ejemplo. Su veneno acabará por matarlos, a fuego lento. Un suplicio largo…, muy largo… A la altura de su maldad.
Señalé el cadáver, cuyas órbitas se sumían en las mías.
—¿Y ése?
La máscara osciló, como una marioneta loca.
—¿Ese desgraciado? ¿No lo has adivinado?
—Tu abuelo… También asesinaste a tu abuelo…
—Los abandonó a su triste suerte como si fuesen calcetines viejos. ¿Quieres que te cuente lo que le reservé?
—¡No te saldrás con la tuya! Sabemos quién eres, toda la policía del país te está pisando los talones. Ya tan sólo es una cuestión de horas.
Acercó el rostro de madera a mi cara. Me cubrió con la tibieza de su aliento.
—Es extraño —dijo apretando el cañón contra mi frente—. Has venido solo aquí. Me esperaba más bien la armada.
—Quería a Vincent, aquí, frente a mí. Y descubro en su lugar a su hijo. No te oculto mi decepción… ¡Esos crímenes son tuyos, sólo tuyos! ¡No tienen nada que ver con tu padre!
La cara de brujo se inmovilizó de pronto.
—¡No, no imitas a tu padre! —proseguí intentando insuflar seguridad en mi voz—. ¡Llevaba máscaras para ocultar sus emociones y protegeros! ¡Tú, tú te ocultas porque te avergüenzas de lo que haces!, ¿no te atreves a enfrentarte a la mirada de tus víctimas? ¿Por qué violaste a Maria Tisserand por detrás? ¿Por qué pusiste esa venda sobre los ojos de su madre? ¡Con el espejo en el techo te veían sin verte, intentas desculpabilizarte de tus actos! Tienes miedo del juicio divino, ¿me equivoco?
—¡Para!
—Qué dilema, ¿verdad? Creer en Dios por un lado, y cargarse a gente por otro. ¿El infierno o el paraíso? ¡Para ti el infierno, sin lugar a dudas! No, no vengas a tu padre. ¡Mancillas su memoria! ¡Sacias una necesidad de desafiar, de torturar! No captas la razón, quizá disfrutas con ello y es lo que más te duele. No te diferencias en nada de un Ted Bundy o un Francis Heaulmes. Un canalla. ¡El peor de los canallas!
El cañón, sobre mi ojo izquierdo. La respiración de las ventanas de su nariz, corta, entrecortada. Iba a apretar el gatillo. Mi mujer, mi hija… Tan cercanas… Un último sobresalto.
—¡Espera! ¡Te lo ruego! Tengo…, ¡tengo una última pregunta! ¡Puedes por lo menos concederme esto! ¡Una última pregunta!
—¿Por qué?
—Soy… soy «el Meritorio», he comprendido la historia de tu padre, he sentido su sufrimiento… Me debes eso… Te lo ruego…
Jugaba cruelmente con el silencio.
—Te escucho…
Me alcé un poco más, sobre las rodillas.
—El parque de la Roseraie… ¿Cómo supiste lo del mensaje sobre el fresno? Nunca se lo conté a nadie.
Tras la máscara, pareció reflexionar.
—¿De qué estás hablando?
—Me gustaría saberlo, antes de reunirme con mi familia… Por favor… ¿Por qué laceraste lo que mi mujer y yo habíamos grabado sobre el viejo árbol?
—¡Yo nunca he destruido un tronco! ¡No te había visto nunca antes! ¡Puedes creerme, no te mentiría en tu último instante! ¿Has terminado? ¿Estás listo para pudrirte en el infierno?
—Muy…, muy pronto te reuni… rás con… migo…
Se produjo un ruido, detrás de él. Sonidos de pasos…
Mis pupilas temblaron, por encima de su hombro. ¡La chiquilla, ahí, a pocos centímetros!
—¡No! ¡Vete! ¡Vete! ¡No quiero que veas esto!
Sorprendido, el criminal dudó una décima de segundo. Con la fuerza de las pantorrillas, me propulsé hacia un lado, lejos de su campo de visión restringido.
Disparó una vez, demasiado alto, con dificultades para girar su pesada cabeza de madera. Le asesté el pie contra el flanco, gruñó, disparó, una y otra vez, a ciegas… Unas estalactitas se desprendieron, como puñales acerados. Los hermanos seguían berreando, de miedo, de dolor.
Me abalancé sobre el hombre, me asió por el cuello, con todos los músculos en tensión. La pendiente nos aspiró, nuestros cuerpos rodaron, rompiendo las estalagmitas más frágiles, golpeándose contra las demás. Golpeó, con toda su rabia. Costillas, pecho, nariz. Chorros de sangre… Luego se abalanzó sobre mí con todo su peso. Sus pectorales que sobresalían, y su jadeo, siempre… ¡Me había quedado sin aire!
Me debatía con toda mi saña, pero mi espalda permanecía pegada al suelo. Movimientos vanos, era demasiado pesado, el desnivel me impedía levantarme… Estaba agonizando…
De repente, dos pies, justo delante de mis narices. Dos zapatitos rojos, uno de los cuales propulsó una estalactita rota en mi mano. Cerré los dedos sin fuerza. Un último gesto…
Blandí el pico y, berreando con todas mis fuerzas, se lo planté entre los omoplatos, hasta sentir el calor de su carne y oí el sonido ronco de su último estertor.
Se desmoronó sobre mí, con la flojedad terrible de un animal abatido.
Me enderecé, lentamente, me puse las manos sobre la garganta, escupí, lloré casi, con esas lágrimas frías, sin vida.
La niña se me echó a los brazos, pude sentir el perfume de su cabello, percibir los latidos de su corazón. Vivía. Y acababa de salvarme la vida.
—Tengo que hacer una última cosa… —susurré dejándola suavemente en el suelo.
—Adelante, Franck… Adelante…
Me arrodillé cerca del cuerpo sin vida, ese cuerpo tan joven, en la plenitud, y le di la vuelta.
La máscara africana palidecía bajo el destello blanco del proyector, sus facciones petrificadas daban miedo, recordando la terrible ira de un viejo brujo vudú.
Con sumo cuidado, le retiré la cinta de cuero de la parte trasera del cráneo. El aderezo se deslizó entonces hacia el lado, casi a cámara lenta, desvelando un rostro muy bello, de facciones puras… El rostro de un niño que podría haber sido mi hijo.
Ese hijo que no tuve nunca; esa hija que no veré crecer nunca. Esa mujer amada que sólo envejecerá en mis recuerdos… A ambas, os quiero tanto…
Y estreché a la niña contra mi pecho. La niña con el corazón a la derecha…