Capítulo 30

La señora mayor ya no despegaba la frente de la ventana. Las personas con quienes había convivido toda su vida, sus vecinos, amigos, compañeros, desaparecían bruscamente, atrapados por la venganza de un solo ser.

—¿Qué está ocurriendo fuera? ¿Por qué hay ahí todas esas ambulancias? ¿Esos militares, esos doctores? ¡Ha hablado de una enfermedad! ¡Los mosquitos!

—Trasportan un parásito que podría provocar fiebres, pero los médicos les darán un tratamiento muy eficaz. Fuera, es impresionante, pero preferimos tomar precauciones y hacerles pasar exámenes en el hospital.

—¿El…, el hospital? Pero… ¿y usted? ¿Por qué la policía?

No soltaba el asunto. Esos cretinos de caqui habían aparecido realmente en el peor momento.

—Es… estoy buscando a Vincent. Pensamos que regresó a la Trompette Blanche a propagar esos insectos, para vengarse. Mire, señora Fanien, sé que es difícil para usted, pero tiene que contarme esa historia porque, si no, Vincent podría volver a hacerlo. ¿Lo entiende?

Odette se dejó invadir por las emociones, los surcos profundos de su rostro se comprimieron, se entrecruzaron, llamando a la pena, la cólera y el pesar. A punto de llorar, toda acurrucada en una silla, se presionó las mejillas de roca con un pañuelo.

—No nos lo merecíamos… No nos lo merecíamos…

Me coloqué a su lado y le cogí las manos.

—Ningún ser humano se merece algo así, sea lo que sea que haya podido hacer… Odette, se lo ruego… Ayúdenos a atraparlo.

Le cayó una lágrima y luego levantó la barbilla en señal de colaboración.

—Así pues —retomé muy bajito—, su madre oye voces, que le ordenan poner a prueba los hombres confrontándolos a uno de los siete pecados capitales. ¿Es así?

—Sí…

—¿Qué pecado se le confió?

Sus dedos nudosos se doblaron sobre los míos.

—La envidia… A través de la envidia, pondría a prueba la fidelidad. De la envidia nacería el adulterio, que la Biblia condena con severidad. La envidia iba a diseminarse por nuestras colinas apacibles como una gran serpiente hipócrita y destructora.

Sus palabras sangraban, su rostro volvía a oscurecerse, como las nubes que descendían furiosas sobre el valle. Un crujido más grave resonó en los valles. Se estaba acercando…

—Usará todos los subterfugios, los artificios para atrapar a nuestros maridos. Y lo conseguirá. ¡Vaya si lo conseguirá!

—¿Cómo?

—Con encanto. Con sobrentendidos. Con ropa provocativa. Con los baños que se daba al alba, desnuda, en la cascada, lejos en el bosque… ¡Oh! ¡Créame, los hombres conocían ese lugar! Luego… Más tarde descubrirán en su casa un montón de compuestos afrodisíacos o alucinógenos potentes… Especialmente hongos psilocibios, setas de la zona…

—¿Como filtros de amor?

—Algo así, sí…

—Le confieso que me cuesta entenderlo… ¿No deberían haber reaccionado? No sé yo, podrían…

Apoyó la palma sobre la mesa.

—¡Usted no ha vivido aquí, no sabe cuál era la mentalidad de la época! No lo puede entender…

Levanté la frente hacia las ondulaciones verdes. Imaginaba ahí al ser de carne de larga cabellera ondulada, ojos de jade, senos turgentes, surgida de uno de los dibujos de carboncillo para perfumar a los machos con sus pociones diabólicas.

—¿Y Vincent?

Inspiró profundamente, con los pulmones cansados.

—La policía nos contó más tarde que lo forzaba a espiar sus perversidades… En la habitación, había un espejo deformante en el techo que… hacía ondular los cuerpos… Un poco como los que hay en las ferias, ¿sabe?

Asentí.

—… También había un armario, en el que había practicado un agujero, donde encerraba al niño antes de llevarse a tipos a la cama… Un agujero demasiado alto para que el chaval tuviese los ojos enfrente… Así que supusimos que sólo veía a su madre…, de bies, por intermediación de ese curioso espejo… Nunca supimos… la razón de esa estratagema… Des… Des…

Su verbo se doblegaba, tanto la herían sus pensamientos. Volvía a apretarle con fuerza las manos entre las mías.

—Tómese su tiempo, Odette. Todo el tiempo que necesite…

—Después… del acto, se… mutilaba el pecho con… un cuchillo… Trazaba… una cruz… Como un trofeo más…

Ade… Además, parece ser que… que se había… hecho ligar las trompas… para… para no ser fecundada nunca más…

La ligadura de trompas. El tatuaje que representaba el nudo… Odette iba a venirse abajo, no llegaría hasta el final. Cogí las riendas de la conversación, inclinando un poco la cabeza.

—Creo que conozco el porqué de esa estratagema, el espejo deformante. ¿Quiere saber el motivo?

Levantó un rostro entristecido, asintiendo lentamente.

—La madre sólo quería mostrar a su hijo un reflejo de ella, una simple imagen. Quizá para hacerle sentir que no era ella quien actuaba, no su alma, sino solamente su envoltorio carnal. El cuerpo es únicamente un instrumento; el espejo lo desmaterializa aún más, lo aplana, lo deforma, lo desvincula de su propietario, separa la carne del alma… Creo que Vincent lo percibió así y nunca estuvo resentido con su madre… Incluso estoy convencido de ello…

Emitió un largo soplido ronco. También a mí la historia me revolvía el estómago, me levantaba del suelo, me trastornaba.

Nos serví otro vaso de agua. Lo bebió a grandes sorbos ruidosos.

—Así pues —retomé con una voz comparable a un susurro—, Vincent crece con una madre que tiene crisis de delirio y atrae a hombres a su casa. ¿Cómo es su juventud en la Trompette Blanche?

Conservó el vaso en el hueco de las palmas.

—Un muro de asco creció contra esos dos seres… Las mujeres odian a la madre, sus hijos odian a Vincent… Nadie los conoce realmente, de hecho… Él es muy solitario, habla poco, permanece siempre encerrado, al lado de… esa loca. Creo que incluso se…, se ocupaba de ella, cuando no podía hacerlo… A menudo se le veía traer leños del bosque… o ir a buscar la leche y el pan al pueblo de al lado…

—A Veyron, ¿es así?

—Sí, Veyron… Los cuatro o cinco años que vivió aquí, padeció agresiones verbales, humillaciones, apodos. «El ojo de Satán, Juan de Arco». En la escuela primaria de Veyron, o en el autobús que lo llevaba al instituto, a Grenoble, era, tanto para los hijos como para los padres, unas veces el hijo de la loca, otras veces el hijo de… la furcia… Cruzó esa carretera todas las tardes en llanto, antes de subir hasta su colina, bajo los insultos. ¿Qué quiere que le diga? No…, no fui diferente de los demás… Los odié, yo también… —Miró la foto de su marido, con los ojos llenos de lágrimas—, por lo que me habían robado…

Odette se levantó y se quedó petrificada delante del ventanal, con las pupilas clavadas en ese verde esmeralda.

—Estamos en mil novecientos ochenta —proseguí uniéndome a ella—. Vincent tiene entonces quince años. ¿Cómo acabó todo?

Cruzó los brazos, trastornada por el frío intenso de los recuerdos.

—Mal, muy mal… Habíamos… prometido no volver a hablar nunca más… a nadie… Había que olvidar… Todo ese mal…

—Uno nunca olvida… Todo se queda oculto ahí, en nuestro interior, hagamos lo que hagamos…

Se encontró con mi mirada en el reflejo del cristal.

—Un… un atardecer de verano, la loca bajó llorando, sollozando que su hijo había desaparecido, que…, que se había marchado de compras a Veyron y no había regresado. ¡Tendría que haberla visto llamar a nuestras puertas! Nadie le abrió, incluso… le… le…

—¿Se rieron en sus narices?

—Se podría decir así, sí… El aire era muy caliente, incluso quemaba, lo recuerdo… Sin lugar a dudas, uno de los veranos más sofocantes, hasta este año… Luego… se marchó a errar por las colinas y después… se metió en el bosque, cuando la noche caía y la tormenta bramaba con mucha fuerza a lo lejos… Los hombres quisieron impedirle que fuese ahí y partir ellos mismos en busca del chaval, pero…, las mujeres cerraron filas. ¡Ni hablar de acudir en su ayuda, sobre todo ellos no! En ese momento, nadie piensa en Vincent, la cólera, la rabia, el hartazgo son demasiado fuertes…

—¿Y?

—Regresó a la mañana siguiente…, los miembros ensangrentados, las palmas abiertas… La tormenta había sido de una violencia inusitada, el bosque es peligroso, muy empinado y lleno de sílex cortantes, raíces… Su hijo no estaba con ella… Esta vez, la inquietud creció… Sin avisar, la loca se abalanzó sobre Renée, la madre de los hermanos Ménard… Le arrancó cabellos, le laceró el rostro con las uñas, gritando que sus chavales siempre habían odiado a su pequeño y que querían hacerle daño… Los hombres se precipitan, alguien llama a la policía…

El drama crecía, se podía palpar, con sólo observar esas colinas, el ambiente mórbido de la época. Habitantes aislados, asustados, llenos de odio, unidos en masa contra una pobre mujer y su hijo.

—… Uno de los Ménard acabó por confesar, bajo la presión de la policía… Entonces lo contó… Con su hermano, habían querido asustar a Vincent arrastrándolo a un lugar que descubrieron, tras la cascada de la Goutte d’Or, ahí lejos, tras el bosque… El chaval habría resbalado al fondo de una galería, y entonces huyeron, presos del pánico… A Vincent lo subieron de la caverna una noche y un día después de su desaparición…

Ahora lloraba, con lágrimas silenciosas.

—Los hombres que fueron a… ver esa caverna profunda explicaron que estaba invadida… de insectos… Centenares de arañas, cucarachas, un montón de bichejos horribles…, peor que en una pesadilla… Parece ser que se debe… a la humedad y la luz, no lo sé muy bien… Imagínese por un instante el terror del chaval… Un chaval de quince años…

—Me lo imagino perfectamente, créame, me lo imagino perfectamente… ¿Entonces Vincent se reúne con su madre?

—Cuando regresó a su casa…, descubre a dos médicos…, un hombre y una mujer, que…, que le explican que su madre no está bien…, que…, que la van a meter en un lugar seguro, para curarla…

—¿En el hospital psiquiátrico?

—Sí…

—Los Tisserand…

—¿Cómo dice?

—Esos doctores se apellidaban Tisserand…

No levantó la cabeza, apretando en esa última línea recta.

—Un policía tenía a Vincent con él, pero…, en un momento de descuido, el chico se escapó y consiguió meterse en la habitación…, donde la madre estaba atada a la cama, mientras los médicos se disponían a llevársela… Abjuraba, gritaba que eran enviados de Satán, que perjudicaban su misión y que había que eliminarlos… Vincent se puso a gritar a su vez, le arrancaron de su madre, a la que se asía con firmeza… Luego… Se produjo el drama… Cuan…, cuando la liberaron… para… hacerla salir…, se apoderó… del cuchillo oculto bajo el colchón…, ese mismo cuchillo que utilizaba para mutilarse… Se infligió tres golpes en pleno pecho… —Había imitado el gesto—. Uno de los dos doctores, la mujer creo recordar…, informó entonces a Vincent de que… su madre iba a morir… Se desvanecería al instante, parece ser… Lo evacuaron en ambulancia… —Se giró bruscamente—. Lo que ocurrió luego, no lo sabemos… No quisimos saberlo… Todo había terminado…

Sus labios se cerraron como un viejo libro que nunca se volverá a abrir. Su mirada se perdió hacia el techo. ¿Acaso buscaba la respuesta en alguna plegaria?

Enderecé los hombros, lentamente, sacudido hasta los últimos huesos. Ante mí, se esbozaba el retrato de un chaval humillado, con una infancia herida en una sucesión de imágenes violentas y roces incesantes.

Entendía el silencio de sus tíos, esa puerta cerrada sobre su pasado ensangrentado, esas ganas de ofrecerle un segundo nacimiento. ¿Cuál había sido el último pensamiento de Vincent antes de caer en coma? ¿El de dos médicos, los Tisserand, despojándole de su madre para la eternidad? ¿O la de esos rostros malos, hombres sin escrúpulos, mujeres y niños, que lo habían acorralado en las trincheras de la maldad?

En el exterior, la última ambulancia tomaba la carretera.

Fue el turno de Odette, que ya sólo avanzaba cabizbaja como si, en alguna parte, llevase el peso muerto de sus arrepentimientos.

Las cenizas negras de las nubes se comían el sol, el paisaje se tornaba gris, la hierba se estremecía con un viento creciente. La tormenta llegaba, directa hacia nosotros. Con su armada de relámpagos y su frescura hiriente…

Un coche se detuvo, justo a mi lado.

—¡Síganos! —ordenó Lallain—. Vamos al hospital militar a proseguir los interrogatorios, y luego a las oficinas. ¡Me lo explicará todo ahí!

—¿Qué hay de los primeros resultados sobre paludismo?

—Veintinueve personas infectadas, sobre las cincuenta analizadas. Más tres fuera de la lista, pero de vacaciones en casa de los enfermos… Tres nietos…

—¡Joder, no puede ser! Me…, me ha hablado de cincuenta… Pero había cincuenta y dos nombres.

—Esos dos ya no viven aquí sino en Grenoble. Un equipo se ha desplazado ahí, no conseguimos dar con ellos…

Fruncí el ceño.

—¿De quiénes se trata?

—Los hermanos Damien y Fabien Ménard…

Me costó tragar. Los dos hombres martirizando al cuerpo juvenil acurrucado en los carboncillos. Sus manos corvas, sus dientes puntiagudas… Ellos… Los hermanos Ménard…

Me incliné por la ventana.

—Les…, les alcanzaré… Tengo una cosita más que comprobar…

—¡Espabílese entonces! —gruñó Lallain—. ¿Me equivoco o hace todo lo posible para ponerme trabas?