Capítulo 29

Leclerc había recibido un buen golpe al otro extremo de la línea. Le había explicado que la malaria había afectado a una aldea en los altos de Grenoble y que, por ahora, ignorábamos la extensión de los daños.

Sin embargo, algo era seguro. El plazo de incubación había expirado. Si las personas afectadas no morían, arrastrarían fiebres y malestares hasta el fin de su existencia.

El comisario de división me había pedido que mantuviese la mayor discreción, a la espera de directrices precisas de las altas instancias. No se trataba de dejar que se propagase el pánico. Para introducir un plan de emergencia, se había puesto en contacto con la delegación de Grenoble del Servicio Regional de la Policía Judicial de Lyon. Los equipos no tardarían en personarse, con ambulancias y personal médico.

En el piso de arriba, Dumortier temblaba acurrucado, ardiente de fiebre. Casi deliraba; sus ojos daban vueltas en las órbitas amarillo ceroso.

El médico, a su lado, parecía desamparado.

—¡Tenemos que llevarlo al hospital! ¡Ahora mismo! ¡A él y… a los demás de la lista!

—La asistencia médica llegará muy pronto, acompañada de policías.

Flament me lanzó una mirada colérica.

—¿Supongo que no me va a decir qué está pasando? ¡Tengo derecho a saberlo, maldita sea! ¿A qué… experimento diabólico han sido expuestas estas personas? ¿Es usted… de los servicios secretos? ¿Acaso son víctimas de un atentado terrorista?

Lo tiré del brazo hacia el otro extremo de la habitación.

—¡Nada de terrorismo! Son las locuras de un enfermo que se pasea por nuestras calles. Se venga de… esas cincuenta y dos personas… Por cierto, usted conoce la zona. ¿Existe riesgo de que los mosquitos se hayan propagado a otros pueblos?

—El más cercano está a más de tres kilómetros de aquí. No ha habido ni una brizna de aire los últimos quince días y los anófeles son más bien endófagos. Así que el riesgo es casi nulo… Pero… ¿Por qué quiere vengarse de esos individuos?

—Lo ignoro, es muy probable que tenga que ver con su pasado, hace veinticinco años. La respuesta deben tenerla estos aldeanos. Así que va a permanecer con él, a la espera de que lleguen refuerzos. Voy a interrogar a alguien más válido.

—¡Comisario! ¡Me debe aún explicaciones!

—¡No le debo nada de nada! ¡Haga su trabajo, yo hago el mío! ¿De acuerdo?

Antes de salir de la habitación, me di la vuelta:

—¿Aún cree que estoy loco?

El médico, con una expresión todavía muy seria, permaneció en silencio. Tendí un dedo amenazador en su dirección.

—¡No le hable a nadie de lo que ha ocurrido en el coche! Sobre todo a los policías que lleguen, ¿me ha oído? Todo esto… se le escapa…

—Intentaré actuar en consecuencia…

Asentí y desaparecí a grandes zancadas.

Mi vehículo brillaba bajo el sol, el asfalto se resquebrajaba bajo el calor. Me incliné por la ventana trasera, con una mano a modo de visera. Se me hizo un nudo en la garganta. Ni libro de Fantomette, ni chiquilla.

Dirigí una mirada de pánico a los alrededores. Las llanuras, la calle desierta. ¿Qué nombre gritar? ¡Ni siquiera conocía su nombre! Me lancé a través de la vía de asfalto corriendo. No había un alma.

—¡Chiquilla! ¡Chiquilla! ¡Maldita sea!

Flament no la había visto… Un fantasma… No bebía, no comía, no sudaba. ¿Iba y venía a su antojo? Como en mi apartamento, a pesar de… ¿las puertas cerradas?

No era momento de divagar, había asuntos más urgentes. Odette Fanien. Dos manzanas más lejos. Una casa minúscula.

Gracias a Dios, contestó. Era una mujer mayor de tez fresca, erguida sobre dos buenas piernas, con manos parecidas a piedras erosionadas. Su nombre figuraba en la lista, y sin embargo no había consultado urgencias y parecía que no se tambaleaba tanto como Dumortier. Placa ante sus ojos.

—¿La policía?

—¿Podríamos hablar dentro?

Un aroma de lavanda y menta fresca subía, potente, de unas macetas de barro cocido.

En la parte trasera, un gran ventanal tenía vistas a las grandes mandíbulas blancas de los Alpes.

—Le va a parecer extraño que le haga esta pregunta —empecé mientras la ayudaba a sentarse en su mecedora—, pero ¿qué tal se encuentra? ¿No tiene fiebre, dolores de cabeza, tos?

—Extraña pregunta, sí, pero me encuentro bien, gracias. ¿Qué ocurre?

Vistosos ramos de flores explosionaban en mariposas multicolores, subrayando con una crueldad pasiva lo agradable que debía de ser vivir en esas tierras elevadas. Por invitación de la señora, me instalé en una banqueta de mimbre.

—Estoy llevando a cabo una investigación —articulé lentamente— y las circunstancias me han traído hasta aquí, a la Trompette Blanche. Dígame, ¿se producen mudanzas con frecuencia?

—¿Está de broma? La Trompette Blanche envejece al ritmo de sus habitantes. Hoy en día los jóvenes se marchan, pero los viejos se quedan. Hemos crecido todos juntos y moriremos todos juntos…

La Trompette Blanche, como una foto antigua, cuyos colores amarilleaban con el tiempo pero sin perder su identidad profunda. A ciencia cierta, los aldeanos de hace veinticinco años no se habían movido.

—Uno de sus vecinos, el señor Dumortier, está bastante enfermo. Creemos que varias personas de la aldea, usted incluida, podrían estar afectadas por… una enfermedad.

—Una… ¿una enfermedad? ¿De qué tipo?

—La transmiten determinados mosquitos, aparece con la fiebre y…

—¡Vaya! ¡Por Dios! ¡Es eso! ¡Hay tres o cuatro que han pillado fiebre! ¡Todos pensaron que era un golpe de calor; el sol es tan malo este año! Y… ¿es peligroso?

—Se hace difícil darle más detalles por ahora. Un médico vendrá a auscultarla.

Dio un empujón con sus pies cansados, la mirada bruscamente evasiva.

—Qué rara esta historia… Mosquitos no hay nunca por aquí, pero el otro día vi un montón en la entrada. Otros también tenían en sus casas. Parecía una invasión.

Ese desgraciado no se había andado con chiquitas. Cuanto más siembro, más cosecho.

—¿No la han picado?

Señaló un jarrón rebosante de hojas de menta.

—¡Llevo treinta años frotándome los brazos y las piernas con menta fresca, cada noche! Una receta de mi madre, para la circulación sanguínea. Seguro que los ahuyentó.

Hablaba con simplicidad, como si esos «detalles» no la incumbiesen.

Adopté una expresión más grave.

—Escúcheme con gran atención, señora Fanien. ¿El nombre de Vincent le sugiere algo?

—¿Vincent? No, no… Para nada…

Había contestado muy deprisa, sin reflexionar realmente.

—¿Y Tisserand? ¿Viviane, Olivier Tisserand? Busque lejos, en el pasado. Se remonta a hace veinticinco años.

Volvió a mover la mecedora con un balanceo tranquilo.

—¿Veinticinco años? ¡Oh! Hace demasiado de eso… No, no, lo siento. Todo eso no me suena de nada.

—¡Haga un esfuerzo, por el amor de Dios! ¡Hace veinticinco años! Tuvo que ocurrir algo serio aquí, en la Trompette Blanche!

—¿Grave? Pero…

—¡Recuerde a dos médicos, los Tisserand! ¡Un chaval de quince años, Vincent! ¡Una mujer de cabellera larga rizada, joven y muy guapa, quizá su madre! ¡Con cicatrices, por todo el pecho! ¡Tiene que sonarle de algo, por Dios!

De repente se estremeció. Las mejillas que vibran, las manos sobre las sienes. El torbellino de un malestar.

—¡Vin… Vincent! ¡Qué estúpida soy! ¡Es de ese Vincent del que me habla!

—¡Sí! ¡Sí! ¡Ese Vincent!

—¡Oh! ¡Dios mío!

El recuerdo estaba ahí, en la punta de sus labios. Tan frágil, tan lejos, pero sin embargo muy cerca. Un pétalo a punto de eclosionar. Leí en sus ojos el desamparo de un marinero perdido. La mecedora se inmovilizó en un último crujido.

—¡Oh! Vincent… Vincent… Vincent…

Adopté una postura más emprendedora, la espalda hacia delante, la frente bien recta.

—Hábleme de él.

Sacudía la cabeza con desesperación.

—No me extraña que no se me haya encendido la bombilla… Después del drama, ningún habitante de la Trompette volvió a hablar de ello. Queríamos olvidar… Olvidarlo todo… ¡Oh! ¿Por qué vuelve a removerlo todo, después de tantos años? Es una cicatriz… tan dolorosa…

Su mirada triste se centró en la foto de su marido. La acompañaba en el silencio cuando señaló con un índice febril.

—Vincent vivía en la otra vertiente de esa colina…

—¿Con sus padres?

—Solamente su madre… Su padre los abandonó cuando su madre empezó a… oír las voces… No estaban casados… Eran tan sólo una pareja de hecho… Se marchó así, de la noche a la mañana. Nunca lo hemos vuelto a ver…

—¿Su madre oía voces?

Odette asintió, con los ojos clavados en los valles verdes.

—No tenía ni veinticinco años… Una mujer… preciosa… Pero era… una belleza envenenada… ¡Una representación oculta del Diablo!

Reaccionaba a sus propias palabras. Las arrugas se plegaban, el rostro se convertía en cólera.

—Juana de Arco, lo recuerdo… Todo el mundo, en la Trompette, la llamaba Juana de Arco… Estaba convencida de que… —La señora mayor se santiguó—. …el Señor la había escogido, junto a seis mensajeros más, para poner a prueba los hombres frente a los pecados. Los siete pecados capitales… —Contó con los dedos, muy despacio—. …Avaricia… Cólera… Envidia… Gula… Lujuria… Orgullo… Y pereza…

Esta vez, su mano señaló una Biblia, apoyada en una estantería. La yugular le latía con fuerza, toda azul sobre el cuello, muy pálido.

—Todo esto no tiene ningún sentido —prosiguió con una voz apagada—. Los pecados capitales no existen en la Biblia, ninguno de los Padres de la Iglesia los menciona. ¡No aparecieron hasta el siglo seis, no tienen nada que ver con Dios! ¡Era una absoluta… locura, surgida de un burdo error! ¿Y esa… loca pretendía hablar en nombre del Señor? ¡Y se atrevía a acudir a la iglesia, el domingo, arrastrando tras de sí a su pobre hijo! ¡La odié por eso! —Se llevó una mano temblorosa a los labios—. Recordar todo eso me pone la carne de gallina…

Cruzó los brazos sobre el pecho, con la mirada perdida.

—¿No la trataba nadie? ¿Un médico, un especialista?

—Duró años así. Cómo decirlo… Sólo estaba loca de forma intermitente. Podía trabajar, criar a su hijo, mantener su casa. Pero cuando las crisis la azotaban… se convertía en una persona totalmente distinta. Era… espeluznante… Mucho más tarde, vino gente con bata, le pusieron un nombre a su enfermedad… Esquizofrenia…

—¿Gente con bata? ¿Quiénes?

Estiró los brazos, el rostro arrugado, y se sirvió un gran vaso de agua. El cuello chocó contra el cristal, incluso derramó un poco de líquido sobre la mesa.

—¿Qu… quiere?

—Sí, por favor… ¿Quién eran esas personas con bata?

Emitió un largo suspiro.

—Quiere… Quiere despertar esa historia infeliz, así que se la voy a contar… Pero, se lo ruego… No quememos etapas…

—De acuerdo, de acuerdo… Tan sólo un pequeño detalle, antes. Su apellido… El apellido de Vincent…

Me lanzó una mirada ensombrecida.

—Sí, por supuesto. ¡Es policía, tan sólo esas cosas le interesan! ¡Nombres! ¡El resto, le importa un comino!

—Se equivoca. No puede saber hasta qué punto tengo ganas de conocerlo, saber quién era, por qué sufrió tanto. ¿Porque sufrió, señora, verdad?

Apartó una cortina de una de las ventanas de la fachada.

—Muchísimo… Se llamaba… Vincent Crooke. Sí, Vincent Crooke…

Por fin lo tenía.

—Vaya —anunció con el ojo pegado al cristal—, hay hombres con uniforme militar entrando en las casas. ¿Sería pedir demasiado que me dijese qué está ocurriendo?

—¡No… no preste atención! ¡Continúe, se lo ruego! ¡La historia!

—¡No antes de que me dé explicaciones! ¡Parece que también pretenden venir a mi casa!

—¡Maldita sea!

Me lancé al exterior, furioso. Dos tipos de paso duro se precipitaron hacia mí.

—Comisario principal Lallain, delegación de Grenoble —comenzó el más alto, con traje azul y corbata de rayas—. Y éste es el médico suboficial mayor Bracks.

—¡Joder! ¿Qué pinta el ejército aquí? —espeté sin tender la mano.

—¡Preferimos conservar el máximo control de la información! —contestó Bracks en un tono sin ambigüedades—. ¡Órdenes del Ministerio! ¡Vamos a llevar a esta población al servicio de parasitología del Hospital Militar de Grenoble, bajo nuestra escolta!

Lejos, muy lejos en el cielo, hubo un crujido de tormenta.

El aire se saturaba de una humedad eléctrica.

—¡Veo de qué va el tema! —repliqué en un tono seco—. ¡Discúlpenme, pero regreso al interior para acabar mi interrogatorio!

—¡Un momento! —intervino el poli—. Va a tener que detallarme todo el caso, Sharko, ¡y muy deprisa!

Mis nervios empezaban a tensarse. Llevé al dúo un poco aparte.

—No es momento de incordiarme con lo administrativo, ¿entendido? ¡Hagan su trabajo de recogida, yo acabaré el mío! ¡Esta gente la está diñando, tenemos cosas más urgentes que hacer que hablar!

Odette Fanien nos observaba a través de la ventana con los puños sobre el pecho.

Rodeados de batas y uniformes militares, los aldeanos se adentraban en las ambulancias alineadas en una larga procesión blanca. Hombres, mujeres, incluso niños. Sollozos ahogados rodaban por la llanura, mezclados a las lamentaciones siniestras de los más enfermos. El lugar no era más que una losa de gemidos, un campo mórbido desde donde estallaban sin medida plegarias violentas y gritos de incomprensión.

—¡Un jodido follón! —espetó Lallain soltándose la corbata y quitándose la chaqueta.

Un médico quiso cruzar el umbral de Odette Fanien. Me precipité sobre él.

—¡No entre ahí, maldita sea! ¡Me ocupo yo!

Emitió un gruñido antes de pasar a la casa colindante.

—Escuche, Lallain. Déjeme acabar ese interrogatorio en paz antes de llevarse a Fanien, ¿de acuerdo? ¡Después le contaré todo lo que quiera!

—Está bien, Sharko. ¡Pero espabile! No tenemos todo el día.

Me aislé, llamé a Leclerc y le comuniqué un apellido, Crooke, antes de regresar a esa casa minúscula, acurrucada en las profundidades de los Alpes. Ahí donde me esperaba el final de la historia…

Y el nacimiento de un monstruo…