Los campos se habían agrietado bajo el empuje de las rocas, las carreteras se habían torcido de forma brusca, el horizonte se había rasgado en una gran mandíbula afilada, de un negro que casi daba miedo en la noche furiosa. Luego el alba había crecido, tirando de su pesado sol por el este. En ese polvo de aurora, el vapor blanco de los escapes subía todo rosa de la ciudad. Grenoble, entonces, se hinchaba de vida, estremeciéndose en la gran cuna de las montañas.
La niña, detrás. Ahí, en el sitio que solía ocupar Éloïse. En la oscuridad, sólo tuve que imaginar. Mi hija, tumbada en los asientos, dormida. La habría despertado despacito, con un beso en la mejilla. Hubiese querido su gran vaso de leche, con unas galletas troceadas dentro.
Todo eso había acabado… La imaginación. Tan sólo la imaginación.
El centro hospitalario en las alturas, a los pies del cerro Bastille y al lado de las aguas palpitantes del Isère. Era una gran nave espacial, cuyo blanco deslumbrante de los edificios ultramodernos brillaba por encima del azul grisáceo del granito alpino.
En la entrada, un vigilante me indicó la dirección de la unidad de cuidados pediátricos. Su voz sacó de sus sueños a mi pequeña pasajera, que se frotó mucho los ojos antes de pegar la frente contra el cristal.
—¡Las montañas!
—¡Exactamente! Has dormido bien, parece.
—¿Estamos de vacaciones?
—¿Y qué más?
Aparqué frente a una inmensa barra de ventanas oblongas. Tenía la nuca en plena tensión, los músculos como piedras. Me serví una taza de café templado y agité un paquete de galletas por encima de mi hombro.
—¿Quieres galletas?
Sacudió la cabeza.
—¿Y un vaso de agua? ¿Un plátano?
La misma respuesta muda.
—Como quieras, pero lo dejo todo aquí; si te apetece… Bueno… Vas a esperarme en el coche, ¿de acuerdo? Debería llevarme una hora como mucho.
—¡Quiero ir contigo! —replicó con su voz aguda de pajarillo.
—¡Chss! Recuerda lo que me has prometido. ¡Te he llevado conmigo, pero, a cambio, no me molestas!
Se resignó y se arrellanó tranquilamente en el fondo del asiento, con el libro de Fantomette abierto entre las piernas.
Escogí una camisa limpia de la bolsa, me pasé un poco de agua sobre el rostro y alisé los pliegues de la chaqueta.
Casi renovado, el viejo Sharko. Y no muerto del todo.
Encontrar rápidamente al interlocutor adecuado en un hospital puede, para la persona x, ser una misión imposible. Así que había que actuar con ímpetu. Con la primera bata que me crucé, en este caso una enfermera, exigí hablar al jefe de servicio lo antes posible. Había utilizado mi voz más grave, la del poli severo. Cuando, además, leyó DIRECCIÓN DE LA POLICÍA JUDICIAL DE PARÍS sobre mi placa y entrevió el arma en su funda, casi se deshojó.
Entonces tuve derecho al desfile de grados, a quienes había que repetir una y otra vez la misma historia. Enfermera jefe, médico, jefe de médicos y, finalmente, jefe de servicio adjunto.
Este último mostraba una falsa apariencia del doctor Magoo. Cráneo moteado de un puñado de pelo, ojos brillantes y un bonito par de bambas en los pies. Su chapa indicaba DOCTOR CROSS.
—Debo confesarle que su visita… me sorprende un poco —dijo quitándose las gafas—. Estamos más acostumbrados a las brigadas de la zona. Pero ahora, ¿la policía de París? ¿A… las siete de la mañana?
Una nube de enfermeras se había agrupado al final del pasillo. Susurraban sin ambages, pero el corral se volatilizó en cuanto Cross echó unas cuantas miradas furibundas. Me reajusté la chaqueta sobre los hombros y expliqué:
—Tenemos razones para pensar que una persona que buscamos fue hospitalizada en su establecimiento. Estoy aquí para comprobarlo.
—En ese caso, vamos a resolverlo enseguida. Tengo muchísimo trabajo y muy poco tiempo para llevarlo a cabo.
El médico me rogó que lo siguiese y se dirigió con paso de granadero tras el mostrador de la recepción para instalarse frente a una pantalla.
—¡Bien! ¡Vamos allá! ¿Su nombre?
—Desgraciadamente, no todo es tan fácil. Tan sólo conozco su nombre… Y… esa hospitalización se remonta a hace veinticinco años…
El médico se perdió en un largo silbido.
—¡Ah, vale! Y… ¿qué quiere que haga?
—Que consulte los archivos. Ese niño permaneció varias semanas en coma. Es…
—Espere —zanjó Cross apagando la pantalla—. Ya no tenemos esos historiales.
Una bofetada en pleno rostro. El doctor Magoo se metió las manos en los bolsillos de la bata.
—Hay centenares y centenares de metros cuadrados de historiales muertos bajo el suelo de este hospital. Historiales de entradas, de salidas, de consultas, los protocolos quirúrgicos, establecidos mucho antes de que la informática se convirtiese en algo habitual. La mayoría de esos historiales están en curso de informatización, pero el Código Civil nos autoriza a destruir los que tienen más de veinte años. Y debo decirle que no nos privamos de ello.
Seis horas de carretera en las piernas para oír decir eso. Las venas se me hincharon todas azules en los antebrazos.
—¿Y los médicos, las enfermeras que se ocuparon de él? Dispondrá de los medios para encontrarlos, ¿no? ¡Año mil novecientos ochenta! ¡Deme los nombres, sólo los nombres!
Apareció una mujer con un bebé en brazos. Chillaba más que el niño.
—¡Por favor! ¡Que venga alguien! ¡Doctor! ¡Doctor!
—¡Urgencias! —espetó casi sin mirarla—. ¡Hay que pasar por urgencias de pediatría antes de venir aquí! ¡La otra ala del edificio, a la izquierda!
—¡Pero qué hace! ¡Ha tenido más de cuarenta de fiebre! ¡Toda la noche! ¡Doctor!
Una enfermera alejó a la madre alarmada, bajo la mirada censora de Cross.
—¡Fiebres, fiebres y más fiebres! ¡Estos golpes de calor saturan las urgencias! ¡No para desde hace unos días! Jóvenes, viejos, niños. Todo el mundo pasa por el aro. ¡Maldita canícula!
Recobró la calma tras unos pequeños movimientos de pecho, y luego me comió con los ojos.
—A ver, ¿por dónde íbamos? ¡Ah, sí! Un coma, hace veinticinco años… Y le gustaría dar con los facultativos de la época… ¿Sabe a cuántos pacientes tratamos al año, comisario? Más de mil… ¡Esperar desterrar recuerdos viejos de hace un cuarto de siglo es una pura utopía!
—Eso es problema mío. ¿Existe un medio de conseguirlo, sí o no?
El médico levantó los hombros e hizo un gesto de irritación.
—¡Pruebe con los servicios de administración! Un edificio con los cristales tintados, enfrente de la geoda de cardiología, justo detrás. Se encargan de todo eso. ¡Bueno! Discúlpeme, comisario, pero tengo cosas que hacer. Y salude a la torre Eiffel de mi parte…
Lo cogí por los pelos por un faldón trasero. No lo apreció mucho.
—¡Una última pregunta, doctor! ¿Estos nombres le evocan algo?
Me arrancó la Lista del Diluvio de las manos, con expresión furibunda.
—¡Menudo es usted, con sus nombres!
—Es muy importante… Tómese su tiempo…
Tras un silencio de reflexión, dijo:
—Nada que coincida. Sí que conozco a unos cuantos Olivier, Pascal, Jean. Pero… La primera letra del apellido no corresponde… Lo siento…
Me abandonó ahí, boquiabierto. ¡Venga, ánimos! Dirección los servicios de administración…
Al salir del edificio de pediatría, le eché un ojo de lejos a mi coche. La niña leía tranquilamente en la parte trasera. Quinientos kilómetros para tragarse Fantomette. ¿Y si a su madre le había entrado el pánico? ¿Y si había llamado a la policía, inquieta de no ver regresar a su niña? ¿En qué follón me había metido?
Servicios de administración. El mismo discurso. Placa de policía, el responsable del responsable del responsable. Una espera interminable, llamadas. Tuve derecho finalmente a una gorda simpática, con cara de saxofonista y dedos amorcillados.
—¡La Criminalística de París! —dijo pulsando sin prisas un teclado—. Me gusta mucho el comisario Moulin. [6] ¿Lo conoce?
—Trabaja en el despacho justo al lado del mío.
No me ahorró su más bonita sonrisita.
—Bueno, mil novecientos ochenta… Unidad de cuidados pediátricos… El jefe de servicio era el doctor Reynalds, lo dirigió desde el setenta y uno hasta el ochenta y tres. Y… —después de clicar varias veces con el ratón, imprimió una hoja—. Aquí tiene el listado de todos los médicos que trabajaron en la unidad ese año. Catorce en total… Sin contar las enfermeras, cuarenta y siete… También le saco su lista… Tenga en cuenta que las direcciones que aparecen son las de esa época…
—Me espabilaré, muchas gracias. ¿Puedo utilizar su fax?
—¡Por supuesto!
Se puso a susurrar.
—Dígame, ¿sobre qué investiga? ¿Un asesino sádico, como en las novelas policíacas? Me encantan las novelas policíacas.
—Aún más sádico. Mete gusanos blancos en las heridas de sus víctimas y las cose. Las pobres son entonces devoradas desde el interior…
Las mejillas se le hincharon como dos pequeños globos aerostáticos. Se alejó sin decir nada más, con una mano delante de la boca.
Le envié por fax las hojas impresas a Leclerc y le expliqué que había que interrogar por teléfono a esa cincuentena de personas, pedirles que recordasen a un chaval, con un situs inversus y potencialmente hospitalizado en su servicio hacía un cuarto de siglo. Ya lo veía partirse de risa… En fin, de risa… Si se puede decir así…
Le di las gracias a la fan de las series policíacas y regresé al coche. La chiquilla de botines rojos sonrió de oreja a oreja.
—¡Franck!
—Ves, no he tardado mucho —repliqué con una voz que me hubiese gustado que fuese más dura—. ¿Quieres estirar las piernas? Hay una máquina que hace unos buenos chocolates calientes en la entrada.
—No me gustan los hospitales —refunfuñó arrebujándose en la bata—. Están llenos de microbios…
—¡Es verdad, lo había olvidado! ¡La señorita es una pava! Por lo menos vas a comer algo, ¿no? O beber un poco.
—¡No, no y no! ¡Deja de darme la lata con eso!
Levanté los hombros y apoyé las manos totalmente planas sobre el capó, con la enumeración del Diluvio bajo los ojos. Un montón de desconocidos que sin duda alguna habían vivido cerca de Vincent, cuando el chico no había cumplido aún los quince. El hospital de Grenoble… Es probable que hubiese pasado su infancia en la región. Y, fatalmente, esa gente también. Debía olvidar París y buscar aquí, alrededor, en el círculo de las montañas… La solución estaba cerca, la sentía vibrar sobre la trama de la hoja. Cincuenta y dos nombres… Un pasado común hace veinticinco años… Un niño en un hospital… La memoria fracturada… Grenoble…
La chapa se tornaba parda de calor. Levanté una ceja hacia ese sol ya agresivo que, más allá del granito, atenuaba su quemadura sibilina.
Detrás, la madre con su bebé salía de urgencias con un móvil pegado al oído. Histérica. En el aparcamiento, los coches ya se amontonaban, llenos de enfermos con rostros marchitados.
«Golpes de calor», había dicho Cross. Los golpes de calor… Los primeros síntomas del paludismo se parecían a golpes de calor… ¿Y si el asesino había aprovechado el pico de temperaturas para dar el golpe? ¿Para que la enfermedad se anegue en la saturación de fiebres relacionadas con la canícula? ¿Para que pueda desarrollarse al máximo y… matar?
Es cierto que la vigilancia sanitaria había sido reforzada en la región parisina, a todos los niveles. Se plantearían las preguntas correctas a los pacientes, se realizarían las pruebas pertinentes. Pero ¿y en el resto del territorio? Como aquí, en Grenoble. Un buen vaso de agua, buenos consejos y, hala, fuera.
Las urgencias… El gran letrero rojo y blanco me llamaba, así que me metí en el bolsillo la famosa lista de nombres. Había que comprobarlo… Tan sólo comprobarlo… Me incliné por la ventana.
—Espérame un ratito más…
—Date prisa, Franck —dijo sin levantar la barbilla—. Ya casi he terminado el Fantomette.
—Si es lo único que hago, darme prisa… —mascullé entre dientes.
El ala del servicio desplegaba sus grandes pasillos atestados, bañados en olores de antisépticos y murmullantes gemidos lejanos. Los médicos estaban agrupados en una sala de paredes de plexiglás, a la que se accedía tras la etapa de la recepción, donde una fila de espera ya iba creciendo. Me la salté sin miramientos, provocando gruñidos y protestas en voz baja, y luego esgrimí mi placa de policía a la secretaria.
—¡Un médico, y rápido!
Una mujer con bata, muy ojerosa, apareció al instante. Le volví a soltar mi discurso todo terreno y le conté que necesitaba absolutamente la lista de sus clientes recientes. Me llevó a un despacho cerrado y dio un gran respiro.
—Un poco de tranquilidad…, qué bien sienta… —Puso en marcha un programa—. Esto no se acaba nunca. Hemos tenido más de cien pacientes de media estos últimos días…
—¿Puede imprimir?
—Prefiero no hacerlo, por razones de confidencialidad, pero puedo contestar a sus preguntas. ¿Qué desea, concretamente?
Desplegué la hoja de papel.
—Tengo en mi haber una serie de nombres con, cada vez, la primera letra del apellido. Necesito saber si esas personas han pasado por aquí.
—De acuerdo… Deme simplemente una fecha de partida…
—Apunte… dos semanas hacia atrás…
—Vale… Vamos a empezar la búsqueda en el cinco de julio… Le escucho…
—Odette F…
—… No…
—Gérard G… Monique L…
—No… No…
—Frédéric T… Jeanne P… David O…
Tuvo un gesto cansado, mientras le soltaba las identidades.
—No… No… Y no. ¿Tiene muchos más como éstos?
Perdí las últimas fuerzas que me animaban. Estaba más que harto. Quinientos kilómetros de asfalto, para remover un pasado del que nadie quería acordarse. Aplasté la hoja entre los dedos y, en un último sobresalto de rabia, espeté:
—¡Hay que… seguir probando! Alexis U… Nathalie R… Roland D…
La doctora suspiró de hastío.
—No… No… y… N… ¡Espere! ¡Tengo a un Roland Dumortier! ¡Anteayer a media tarde!
El corazón me empezó a latir a toda prisa.
—¿Cuál… cuál fue el motivo?
—Fiebre y sudores fuertes. Un simple golpe de calor…
El giro de una investigación criminal, surgida de los labios de una doctora que no sospechaba nada.
—Pu… puede que sólo sea una coincidencia, una pura coincidencia… ¡Sigamos! Thierry H…, Arnaud P…, Valérie U…
Dejó de teclear.
—¿Pero qué es lo que busca exactamente?
—¡Continúe, por favor! Repito, Thierry H…, Arnaud P…, Valérie U…
—Despacio, comisario No… No… Y no…
—René G… Yvonne G…
Otra expresión de sorpresa le hizo abrir los ojos de par en par.
—¡Esto es de locos! Ambos vinieron ayer por… ¡un golpe de calor!
Deslizó el dedo por la pantalla, frunciendo el ceño.
—Pero… es bastante curioso… ¡Un momento!
—¿Cómo? ¡Qué!
Le marcaban la frente unas arrugas.
—¿Tiene a un… Christian Valentín en su lista, a una… Laurette Boidin y a un… Michel Vortreux?
Christian V…, Laurette B…, Michel V. Sacudí la cabeza con fuerza, al borde de la asfixia. La doctora me invitó a pasar detrás de la mesa, con pequeños gestos rápidos de la mano.
—¿Cómo lo ha adivinado? —Jadeé.
—¡Mire! Todas esas personas viven en una aldea, situada en las alturas, a unos quince kilómetros de aquí…
—¡Madre de Dios! ¡Es imposible! ¡Dígame que son alucinaciones mías!
—Discúlpeme, comisario, pero… ¿cuál es el problema? Yo…
—La Trompette Blanche… ¡Toda esa gente vive en la Trompette Blanche!
—¿Y?
Me llevé las palmas a las mejillas. Tenía la impresión de que el cuerpo se me vaciaba de sangre. «Entonces, al son de la trompeta, la plaga se extenderá». La Trompette Blanche, «la Trompeta blanca»…
—¿Comisario? ¿Comisario?
Un dolor me quemó las entrañas, un profundo desgarro de las carnes. Los nombres, esa tinta invisible sobre papel cobraba de pronto vida. Hombres, mujeres… quizás estaban muriendo. Aún veía el cadáver de Viviane Tisserand, desnudo, fulminado por esa enfermedad innoble. Miles de parásitos en su organismo destruyendo uno por uno los glóbulos rojos, escalando las vísceras hasta ocultarse en su cerebro. Me llevé una mano al vientre, instintivamente, porque esa porquería quizás había crecido en su interior y una gran ola nauseabunda me subió hasta la garganta. Me doblé. La frente se me empapaba de sudor, los ojos me hervían en las órbitas. La doctora me asió por el hombro.
—¿Qué ocurre? ¡Comisario!
—Hay que… ir a comprobarlo, de inmediato… De inmediato…
—¿Comprobar el qué?
—¡El paludismo!
—Pero de qué…
—¡Un método! ¿Existe algún método rápido para saber si alguien está contagiado?
De repente se exasperó.
—¡Pero suélteme, por el amor de Dios! ¿Qué mosca le ha picado?
Levanté los brazos al aire.
—Per… ¡Perdóneme! ¡Pero hay personas en peligro! ¡Dígame si existe un medio de saber si uno está infectado por esa jodida enfermedad!
Imposible dominar mis manos, presas de violentos sobresaltos. Mi interlocutora retrocedió, un paso detrás de otro, dividida entre el terror y la incomprensión.
—Ha… habría que consultar al servicio de enfermedades infecciosas. Yo…
—¡Hágalo! ¡Que me traigan lo necesario! ¡Rápido! ¡Rápido!
Se mordió los labios.
—No sé a qué está jugando, pero… ¡Espere aquí!
Ya no podía estarme quieto. Mi cuerpo se desmoronaba en pingajos, el flujo sanguíneo golpeaba las paredes de las venas. Cincuenta y dos nombres, esparcidos sobre el papel como tantas piedras sepulcrales. Una matanza desmedida.
Reapareció con un tío cachas, tipo vigilante de faro, que llevaba una maleta de aluminio. Doctor Flament.
—¡Pero qué es este follón! —fueron sus primeras palabras.
—Comisario Sharko, de París. ¿Tiene con qué hacer pruebas, ahí dentro?
Asintió con la cabeza.
—Tengo kits de Parachecks, que utilizan los equipos móviles que viajan a…
—Perfecto. ¡Vamos allá! —solté lanzándome hacia la entrada.
Pero Flament no se movió ni un milímetro. Su gran bigote negro ocultaba unos labios prietos.
—¡Antes me va a explicar qué está pasando! —replicó con una voz muy grave—. Se planta aquí, exige un montón de informaciones, casi agrede a mi compañera, me pide que le siga para… ¿comprobar si unos pacientes están afectados de paludismo? ¡No tiene ningún sentido! ¿Dónde están sus colegas?
Lo así por la manga.
—¡Le juro que lo entenderá! ¡Pero, por favor, sígame! ¡Hay vidas en juego!
El coloso titubeó, pero acabó dirigiéndose a la doctora.
—¡Podéis localizarme en el móvil!
Asintió, boquiabierta.
Corrimos por el asfalto, remontamos el largo edificio de pediatría hasta mi vehículo. Una vez sentado, Flament se colocó el maletín sobre las rodillas.
—Aquí tiene… las direcciones que… su colega me ha dado… —jadeé tendiéndole una hoja impresa—. Tenemos que ir… a la Trompette Blanche y… ver si esa gente… reacciona a su test de paludismo.
En la parte trasera, la pequeña apretó las rodillas contra el pecho.
—¡Es un doctor! ¿Por qué traes a un doctor aquí? ¡Estás intentado jugarme una mala pasada!
Me giré bruscamente.
—Oye, ahora no es el momento, ¿de acuerdo? ¡No está aquí por ti! ¡Tan sólo quiere ayudarme!
Metí la marcha atrás e hice chirriar los neumáticos.
—No preste atención a… mi sobrina —justifiqué mirando el retrovisor—. Me ha tocado hacer de canguro; en principio no teníamos que movernos, pero surgió un imprevisto. No pensé que el día fuese tan… agitado…
El médico apretó con tanta fuerza el maletín que los nudillos de los puños se le volvieron blancos.
—Parece… encantadora…
Se había vuelto blanco como la muerte.
—¿Hay algún problema? —dije observándole de reojo—. Las manos… Le… tiemblan mucho…
—¿Po… Podría… detenerse en la entrada? Tengo que… informar de mi salida…
Fruncí el ceño. Su voz revelaba un miedo cerval.
—¿Informar de su salida? Pero… ¡No tiene ningún sentido!
Hablaba sin mirarme, con una mueca desagradable en los labios.
—Es… el procedimiento…
—¿Por qué me miente?
—No… No le estoy mintiendo…
Mientras disminuía la marcha hasta ponerme a la altura de la caseta del vigilante, me lanzó el maletín a la cara y se tiró encima de mí, con los dos brazos delante. Tuve tiempo de pisar por reflejo el pedal del freno.
—¡Pero qué hace! ¡Pare!
Me dominó con todo su peso y me comprimió la mejilla contra el cristal. Una mano me agarraba el pelo, otra se apoyaba sobre la nuez. Conseguí asestar un puñetazo hacia el lado, entonces se oyó un ruido de hueso roto. En un largo grito ronco, siguió apretando, cada vez más fuerte, mientras subían clamores del exterior. Me arqueé con violencia, su cabeza golpeó el techo y acabó en su asiento, medio tocado.
Delante, la barrera se bajaba, dos hombres corrían en mi dirección.
Arranqué a toda prisa, me salté un semáforo y aceleré por la avenida, dejando el gran navío blanco en el retrovisor.
Sacudí al médico por la bata.
—¿Pero qué mosca le ha picado?
Flament desplegó un pañuelo sobre su nariz, un brazo alzado para protegerse.
—Es… Está enfermo… Tienen… que curarlo…
—¡Es usted el que necesita un tratamiento! ¡Me ha agredido sin ningún motivo! ¡Joder, que soy comisario de policía! ¡Comisario de policía!
Se encogió contra la ventana del acompañante.
—Déjeme marcharme… Se lo ruego… Qué… ¿Qué me va a hacer?
—¡Pero si no voy a hacerle nada! ¡¡Esto es de locos!! ¿Por quién me ha tomado?
—Se… se ha creado un universo demente… Esa gente no tiene… el paludismo… Usted no es… comisario de policía…
—¡Ah, vale! Quizá debería haberle informado antes, es verdad que la situación…
—Tampoco hay nadie en la parte trasera de este coche… Ninguna niña… Todo esto… sale de su imaginación.
Frené bruscamente y lo cogí del cuello. Varios coches frenaron y pitaron.
—Está empezando a calentarme las orejas, ¿vale?
En la parte trasera, la niña hacía muecas, tirándose de la nariz y levantándose los párpados.
El médico se estaba poniendo histérico. Abarcó la parte trasera del habitáculo con grandes gestos circulares.
—¡Nada! ¡No hay absolutamente nada! —vociferaba—. ¡Está en su cabeza!
La niña deslizó su cara entre nosotros.
—Es porque no puede verme —susurró—. No tiene esa sensibilidad que tienen algunos, predispuestos… Tú eres… diferente… Nunca lo podrá entender. No pierdas el tiempo con él, ¿vale? Nunca deberías haberlo traído aquí… Es un científico, los científicos son peligrosos…
Me llevé las manos a la cabeza.
—¿Pero qué estás diciendo? No puede ser… ¡Doctor! ¡Dígame que la ve! ¡Está justo aquí! ¡Detrás de usted! ¡Bata azul! ¡Zapatos rojos! ¡Willy, mi vecino, también la conoce!
Flament sacudió la cabeza.
—¡No hay nada, señor…! ¡Absolutamente nada…!
Los brazos me huían, las piernas me fallaban. Una increíble impresión de evaporarme.
—Ya… Ya no puedo conducir… Hágalo usted, doctor, por favor… Vamos a ese lugar…
—De acuerdo, pero… prométame que me dejará marchar en cuanto… haya… examinado a esas personas…
Salí del coche, titubeando, mientras él ocupaba mi sitio al volante.
La niña me seguía con la mirada, esa mirada de un negro profundo, brillante como una piedra de vida. Mientras me sentaba, se deslizó entre los asientos y me puso el dedo sobre los labios. Ese dedo, cuyo calor no percibí.
—¡Sshh! Franck… ¡Sshh! Te lo explicaré todo, cuando llegue el problema… Pero a partir de ahora no le hables a nadie de mí. Para nuestra seguridad, la de los dos…
Un fantasma… Por muy increíble que pudiese parecer, el fantasma de una niña flotaba en mi vehículo.
Menos mal que Willy la había visto, él también. El único vínculo que demostraba que no me había vuelto loco.