Mi linterna se iluminaba progresivamente. El asesino había padecido un choque emocional de una violencia rara, un choque que le había extirpado la memoria. Sin embargo, los recuerdos habían persistido, en alguna parte, atrapados entre las telas complejas de su inconsciente. Entonces, a veces, afluían por fragmentos, en los meandros de la noche, a través de imágenes codificadas, de alaridos.
Esos alaridos que Suzanne también pegaba, en nuestras sábanas empapadas. «El choque emocional». Las fracturas cerebrales. Qué paralelismo turbador… El peor de los asesinos y mi esposa, fundidos en un mismo molde de olvido. Espantosa señal del destino.
Volviendo a Maleborne, lo había hecho explotar todo en ese Vincent veinticinco años después, mediante sus consultas acosadoras. Quince años de olvido, de alegrías, de penas, de mentiras vueltas a surgir en unas décimas de segundo. Una bomba de relojería. Hoy, Vincent se vengaba, desgarraba las cicatrices de su pasado con profusión de sangre y crueldad. El hipnotizador tenía razón. Esas personas, en la lista del Diluvio, establecían la relación con su infancia.
Para dar con el asesino, había que ir a la fuente. Veinticinco años atrás. Ahí donde todo había empezado… Grenoble… Leclerc me había dado carta blanca para desplazarme urgentemente a la capital alpina. Necesitaba sentir estremecerse la ciudad bajo mis pies, recorrer su centro hospitalario regional, y luego el hospital psiquiátrico de los Tisserand.
Quería ver la habitación de su coma con mis propios ojos, conversar con sus médicos de entonces. Poner un apellido tras ese Vincent…
… Y poner rostros a las cincuenta y dos identidades de esa lista. Vincent revivía su infancia. Ahí estaba la clave.
***
Una vez de vuelta en casa, recogí unas cuantas cosas para mi larga cabalgada nocturna. Camisas, ropa interior de recambio, un neceser…
La excitación me quemaba los labios, al mismo tiempo que un enorme odio hacia ese desconocido al que perseguía, ese hombre que, desde lo más hondo de su razón, compensaba por la vía del crimen los años robados de su vida.
—Eh, tío, ¿adónde te marchas, así? ¿De vacaciones?
Willy acababa de tirarse en mi sillón, su eterno pitillo entre los labios. Seguía sin cambiarse el pijama. Estúpidos topos azules sobre fondo negro.
—¡Llegas en buen momento! —repliqué llenando la bolsa con galletas, tres plátanos y los comprimidos de cloroquinina—. Voy a darte el número de teléfono de un colega, así como mi móvil. Si ves a la niña, nos llamas enseguida. Deberás… intentar retenerla, hasta que llegue mi compañero.
Willy dibujó un ocho con sus grandes labios.
—Ya… ¡Podría meterme en un marrón que te cagas! ¡Imagínate que se pone a chillar! ¡Que soy pacifista, yo, tío!
—Si es el caso, la sigues. Quiero saber dónde vive. ¿Puedo contar contigo? Es muy importante.
El rasta hizo mover sus trenzas con breves movimientos de cabeza.
—Pues claro, tío, estoy contigo. Mi abuela te apreciaba mucho. Yo también te aprecio mucho…
—Para, que vas a hacerme llorar…
Mostró sus dientes impecables.
—¿Cuándo vuelves?
—Seguramente mañana por la noche. Pasado mañana, como muy tarde…
Bajé una primera vez al sótano para meter la bolsa en el maletero, y luego subí al tercero para calentar una cafetera bien cargada, que transvasé a un termo.
Tras haber empujado a Willy al exterior —muy majo, Willy, pero un poco pesado a la larga— y cerrado la puerta de entrada, sentí como una gran victoria sobre mí mismo. Los dedos me temblaban menos y no sentía, por lo menos por ahora, esas ganas de atiborrarme de pastillas. ¿Había que ver en ello una señal de mejora?
***
La rectitud de la A6. Estrellas arriba, asfalto abajo. Una canción de los Red Hot, en la radio, acallando mis pensamientos incesantes, todas esas imágenes, esos dibujos, esos destellos de sangre. La investigación aún crecía en mi interior con el ímpetu de una hiedra salvaje. Ahuyentaba al hombre débil y llamaba al poli, sin parar. Ese poli que no necesitaba ninguna pastilla. Tan sólo esa sed de hemoglobina…
Pero, replegado en las tinieblas, el hombre aún pensaba en su fresno, lacerado a cuchillazos. El hombre veía los ojos blanco azulados de Maleborne, los labios agrietados susurrar frases enterradas, dolorosas.
Vincent… Vincent, que sangraba por la nariz gracias a la fuerza de su psique… Un estigmatizado… Y luego ese corazón a la derecha, como la niña… Una rareza tal…
«—No dejas de pensar en los demás. ¿Y piensas en nosotras? ¿En tu hija? ¿Sabes cuánto sufre en esa oscuridad perpetua, sin ti?».
Subí el volumen de la radio, abrí las dos ventanas traseras. El aire entró con un zumbido de locomotora. Las voces se mitigaron un poco antes de volver con más fuerza. El único medio, para soportarlas, era mantener una conversación con ellas.
Cuatro horas comiendo asfalto, viéndolo todo negro, padeciendo el peso de los reproches, oyendo reír y canturrear en mi cabeza. Había rodado varias veces sobre el arcén, un poco fuera de lugar, pero por suerte, las rugosidades me habían sacado de esa torpeza peligrosa. Un área de descanso, por fin llegó, unos cincuenta kilómetros antes de Lyon. Puse el intermitente…
Mi ropa estaba impregnada de sudor y humo de cigarrillos, un leve olor a café tibio. En el aparcamiento, autocaravanas, caravanas, algunos conductores cansados, sus mujeres y sus niños dormidos a su lado. De joven, me encantaba cuando mis padres aparcaban en esos espacios perdidos, bajo el arco fantástico de las estrellas. Guardo de ello en el corazón el sabor de las vacaciones y una gran parte de sueño. Un tiempo tan lejano…
Cuando salía a estirarme un poco, resonaron golpes sordos contra la chapa. Luego una vocecita, apenas audible:
—¡Socorro! ¡Socorro!
Venía de un maletero. El maletero de mi coche.
—¡Jopé, Franck! —refunfuñó la niña cuando abrí—. ¡Podrías haberte parado antes! ¡Me estaba ahogando ahí dentro!
Bata azul y zapatos rojos. La chiquilla saltó fuera de su escondite, se estiró, los dos brazos tendidos encima de la cabeza, mientras yo permanecía ahí, sin reaccionar, totalmente estupefacto. Luego la furia me afloró en las mejillas. Golpeé con rabia loca una papelera.
—¡Mierda! ¡Joder! ¡Joder! ¡Qué estás haciendo aquí!
La devoraba con una expresión de maldad, rechinando los dientes, mientras ella reunía las manos bajo la barbilla, como si quisiese protegerse.
—Me estás asustando, Franck… ¿No irás a golpearme, verdad?
Cabizbajo, iba y venía, con el ensañamiento de un depredador furioso.
—¡Eres tú la que me asusta! ¿Qué quieres de mí? ¡Dime por qué has entrado en mi vida! Y… ¡ahórrate esa expresión de perro maltratado!
Un tipo que salía de la cafetería se giró hacia mi dirección antes de fundirse en la noche.
—Pero… Fue… mi gato… ¡La otra vez, acuérdate! Estaba… encerrada fuera…
—¡Es mentira! ¡No vives en el siete! ¡Lo he comprobado! ¡Ese apartamento está vacío!
Sus dedos delgados subían y bajaban por su delgado pecho, al ritmo de la respiración. Metió la cabeza entre los hombros.
—¡Pero no te hablaba del siete de tu edificio! ¡El otro siete, en la residencia Los Hibiscos! ¡El edificio de al lado!
—¡Deja de mentir!
—¡Vine a tu casa porque me habían dicho que tenías trenes en miniatura por todo tu apartamento! ¡Y a mí me encantan los trenes en miniatura! Siempre he soñado con tener, pero mamá no quiere regalarme ninguno… Nunca me regala nada…
—¡Pobrecita! ¡Uno casi acabaría por compadecerse de ti!
Le mostré la cicatriz del antebrazo.
—Y esto, ¿me lo puedes explicar? ¡Mi vecino me ha contado que hablabas con la tele, que querías hacerme daño!
Se retorcía la ropa bajo las palmas menudas. Los ojos se le llenaron de lágrimas.
—¡Éloïse y yo queríamos protegerte! ¿Tu sangre enferma, lo recuerdas?
—¡Ya basta de hablar de mi hija! Mi hija está muerta, ya no está aquí, ¿lo entiendes?
—¡Oh! ¡Franck! ¡No quiero hacerte daño! Si supieras…
Se abalanzó contra mí y me agarró con fuerza, soltando torrentes de lágrimas. Luchaba por no ceder a su dulzura testaruda, pero no lo conseguí. Quedaba una llama, en mi interior, que aún ardía.
Me agaché a su altura y le acaricié el cabello.
—Todo irá bien… ¿Vale?
Asintió, ahogada por los sollozos.
—Oyes voces en la cabeza, ¿verdad?
—Todo el tiempo… —susurró ahogando una gran pena—. No me dejan nunca tranquila… A veces… Me ordenan hacer cosas malas… Siempre lo mismo… Éloïse juega conmigo. Es tan buena…
La cogí en brazos y la obligué a mirarme.
—¿Recuerdas la historia del roble y el fresno? ¿La pesadilla que tuve?
Asintió lentamente.
—¿A quién se lo has contado?
—Pero… ¡A nadie! ¡Te pedí que me lo contases! ¡Nunca quisiste! ¡Ni siquiera sé lo que significa!
—Bueno… Tienes que decirme cómo te llamas. Unos amigos míos van a avisar a tu madre, decirle que estás bien. Luego se ocuparán bien de ti…
—¡No! ¡No! ¡No quiero verla más! ¡Nunca está en casa, todo esto es culpa suya! ¡Quiero quedarme contigo!
—¡Pero es que, aunque quisiese, no puedo hacerlo!
—No te molestaré, ¡te lo prometo! —susurró poniéndose la palma abierta sobre el pecho—. ¡Voy a sentarme en el coche, sin decir nada! ¡Ni siquiera te darás cuenta de que estoy aquí!
La dejé en el suelo y la cogí de la mano.
—Ni hablar… Todo es mucho más complicado en la vida de los mayores… Vamos a ir a la cafetería y llamar a la policía. Si no quieres confiarme nada, ya no puedo hacer nada más por ti.
Se debatió con una rabia obstinada.
—¡No! ¡Quédate conmigo! ¡Por favor!
—Ni hablar. ¿Sabes que podría tener serios problemas?
—¡Pues por eso! ¡Suéltame o digo que te me has llevado a la fuerza!
Le estreché el puño con más fuerza.
—¿Qué?
—¡Para! ¡Para o me pongo a gritar! ¡Te juro que voy a gritar!
Levanté las manos al aire y retrocedí tres pasos.
—Vale, vale. Tranquilízate…
—Mírame las uñas —dijo con una mueca desagradable en los labios—. He rascado dentro de tu maletero. Estás en un área de autopista con una niña en bata y ni siquiera sabes su nombre. Las… voces… me dijeron que escondiese cosas, en tu casa. Bajo el colchón, en los armarios… Tienen muy buenas ideas, a veces, las voces…
Daba vueltas sobre mí mismo, con los dedos alzados hacia el cielo.
—¡No puede ser! ¿Qué has escondido? ¡Eres un demonio!
Estiró la boca con esa sonrisa peligrosa.
—Bra… braguitas de niña… ¿A quién piensas que creerán? ¡Y no es porque seas policía!
Tuve que emplear toda mi fuerza para contenerme y no darle una bofetada. ¡Estaba trastornado, desorientado por el chantaje de una mocosa! ¿Cantar para qué? ¡No tenía nada que reprocharme! ¡Absolutamente nada! Y sin embargo, me tenía bien pillado. Tenía a la IGS sobre las espaldas, Leclerc me observaba con una mirada curiosa estos últimos tiempos, al igual que, por otra parte, la mayoría de mis colegas. Las apariencias jugaban tremendamente en mi contra. Braguitas de niña… Era el mismísimo diablo.
¿Cómo iba a deshacerme de ella, tan lejos de París? Ni hablar de llevarla de vuelta. ¿Pero entonces qué? ¿Arrastrarla conmigo durante una investigación criminal? ¿Y si su madre la buscaba? Le eché un vistazo al reloj. Las tres de la mañana. En absoluto momento de molestar a quien fuese; me tomarían por un chalado.
«Perdone que le moleste, pero ¿sabe qué? ¡Hay una chiquilla emboscada en mi coche! ¡No quiere decirme su nombre, tan sólo quiere quedarse conmigo!».
Siete, apartamentos Los Hibiscos, decía… ¿Volvía a mentir, una vez más? Pronto lo sabría a ciencia cierta. ¡Muy pronto! ¡Hablaría, por supuesto que lo haría!
—¡Venga, al coche! Y no quiero oírte, ¿de acuerdo?
—¡Sííííí!
Hizo el trayecto de ida y vuelta al maletero.
—¡Mi libro de Fantomette! ¡Ves, no lo he olvidado! ¡A Éloïse le gustaban mucho, estos cuentos!
Inspiré profundamente, me despegué con un movimiento breve la camisa empapada del cuerpo y arranqué. La otra, detrás, canturreaba Stewball, la historia de ese caballo herido. Cada noche se la cantaba a Éloïse, mientras la arropaba… ¿Cómo podía saberlo esa chiquilla? El corazón a la derecha, ella y el asesino… Fresno lacerado… Sus apariciones nocturnas… Su violencia, su dulzura… Su madre, que nunca había visto… El apartamento vacío del siete… Siete, otra vez el siete… Algo irracional impregnaba esta historia. ¿Pero qué?
A pesar de la furia, de la incomprensión, no pude evitar, en el retrovisor, mirarla con esa ternura instintiva, verla dormir, mientras alrededor, las colinas crecían, los valles se hundían, ya atormentados por el gruñido lejano de los Alpes…