Capítulo 25

Leclerc no había regresado a su casa en todo el domingo. Cuando me planté en la central, tecleaba en el ordenador portátil, rodeado de vasos vacíos y de chicles hechos una bola. Su corbata pendía de un colgador, en ese despacho con el suelo de color roble oscuro, que crujía como en un viejo desván.

—Tres Vivian Maleborne en toda Francia —explicó removiendo montones de hojas—. Un chaval de doce años, en la región de La Creuse… Un tipo de cincuenta y cinco años en el sur… y otro que vive… ¡en el distrito dos!

Me incliné por encima de la mesa, un poco anhelante.

—Vamos acercándonos. ¿Y?

—Ya no es muy joven, que digamos. Setenta y cinco años… Era médico, psicoanalista e hipnotizador…

—Eso es… El asesino quiere llevarnos hacia atrás. Hacia el pasado… Su pasado…

El comisario de división se hundió en su profundo sillón, con una nueva goma de mascar envuelta entre los dedos.

—¡Este caso empieza a tocarme las narices! No hacemos más que recibir, desde el principio. ¡No somos capaces de establecer un jodido retrato robot! ¿Sabes la última? Ninguna persona del Ubus ha podido identificar a nuestro fantasma. A priori, el tipo se personaba con una máscara africana sobre el careto. ¿Te imaginas qué locura? ¡Una máscara africana!

—Oculta su rostro… ¿Pero por qué?

—Tan sólo ese Opium debe de saber qué pinta tiene, pero por ahora… Pff, ¡desaparecido, el pedazo de negro!

Apretó los puños sobre los brazos del sillón.

—Los de arriba no aprecian mucho esta investigación, un poco demasiado «mapa del tesoro». Le quieren a él y no los cadáveres que va sembrando por el camino.

Hice un gesto de cólera, levantando los brazos por encima de la cabeza.

—¡Qué fácil es decir eso! ¡Ya hemos privado a los chicos de vacaciones, los obligamos a venir los fines de semana! ¡Apenas si les dejamos dormir!

—Lo sé, lo sé… Soy el primer afectado… Domingo, las ocho de la tarde, pleno mes de julio y estoy aquí, encerrado entre estas cuatro paredes removiendo la muerte, pero… empieza a urgir que lo atrapemos…

—Siempre ha sido una urgencia para mí.

—Vas a ir a ver a ese hipnotizador, enseguida. Aprovechemos la ventaja que hemos tomado en su «juego» para contraatacar. ¡Si ese desgraciado utiliza al viejo para hablarnos, pues que así sea! ¡Escuchemos lo que tenga que decirnos! Espero aquí… Mantenme al corriente…

Me llamó una última vez, cuando iba a cruzar la puerta de su despacho.

—¡Shark! ¿Te encuentras bien? Pareces un poco… paliducho.

—De tanto codearse con los fiambres, uno acaba por adoptar su color.

***

Vivian Maleborne vivía a dos pasos del Louvre, en un gran edificio hausmaniano cuya entrada estaba protegida por un portero en uniforme rojo. Bajo el impulso de mi placa, el autómata me acompañó por los largos pasillos de techo muy alto y con cortinas de terciopelo magníficas.

El doctor me recibió en silla de ruedas, empujada por un esbirro tan sonriente como una estatua de la isla de Pascua. El viejo iba vestido con un terno blanco, con el cuello de la camisa tan prieto que su delgado cuello desbordaba en pliegues de piel poco agraciados. Llevaba una pajarita negra, en perfecta armonía con su corona de cabello de una tonalidad gris muy oscuro.

—Es un comisario de policía —anunció el empujador de carretilla en un tono sin matices—. El comisario Sharko.

El médico me miraba con intensidad, sin parpadear. Sus ojos estaban cubiertos de un fino tul trasparente, pero se adivinaba, más allá del velo, el azul misterioso de las piedras preciosas.

—¿En qué puedo ayudarle, comisario?

Su voz iba retrasada con respecto a su edad, extrañamente fluida y tranquila.

—Me gustaría hablar a solas con usted, si le parece bien.

Con un lento movimiento de la mano, despidió al mayordomo, que desapareció en una de las habitaciones cuyo gigantismo sólo era igual a la inmensa impresión de vacío que insuflaban. Pocos muebles, aún menos figurillas, ningún cuadro, tan sólo la luz cansada de un día macilento, agonizando sobre el mármol del suelo. Maleborne se dirigió marcha atrás hacia el salón, al otro extremo del recibidor, sin ni siquiera girarse.

—Siéntese, comisario —dijo designando con un gesto aproximativo unas butacas orejeras beige.

Un bar, esculpido en una pared. Decenas de marcas de grandes whiskies y tantos coñacs. El anciano apreciaba las cosas buenas. Al sentarme dejé los carboncillos sobre una mesa de ébano. Maleborne no reaccionó.

—¿De qué vamos a hablar, comisario?

—De un hombre…, un hombre que ha debido de ser paciente suyo. Le he traído algunos de sus dibujos…

Un último rayo de sol jugó sobre sus dientes impecables.

—¿Ha visto un solo libro aquí, el menor cuadro? Mis ojos han sido toda mi vida, pero hoy casi me han abandonado. Una catarata imposible de operar, tengo el fondo del ojo malo, parece ser. El colmo para un hipnotizador, ¿no le parece? ¡El fondo del ojo malo!

Su risa terminó en un susurro cansado. Empezábamos mal.

—A mí sólo me gustaría…

Me volvió a interrumpir.

—Pacientes, he tratado a centenares, por no decir miles. Mis últimas terapias deben de remontarse a cinco años y mi memoria… ¡Ay! Mi memoria… Se desvanece tan rápido como mi vista… Mi vida ya no es más que una gran planicie siberiana…

Su mirada de cuarzo no me soltaba, inmóvil en el eterno invierno de sus pupilas blancas. ¿Qué distinguía? ¿Tan sólo formas? ¿Un aura? ¿Masas sin matices? Me incliné hacia él, las manos entre los muslos.

—El individuo del que le hablo es muy versado en religión. Se sirve de soportes como el Apocalipsis o el Diluvio para componer los mensajes que nos dirige… Pi… piensa firmemente que el fin de los tiempos llegará con los insectos, los utiliza como vectores para extender su furia… El término de… «plaga» es recurrente. Las ilustraciones que hemos encontrado son muy oscuras… Cielos de tormenta, cavidades, esqueletos y siempre insectos… En varias ocasiones, se ve una mujer… joven… atada sobre una cama… Cabello largo rubio, piel de marfil, cruces sombrías sobre el cuerpo, quizá mutilaciones… Y un tatuaje en el pubis, un tatuaje, en forma de nudo… En cada…

Los labios gastados de Maleborne se abrieron ligeramente, mientras el reflejo de acero de sus iris asilvestraba sus facciones.

—… En cada ocasión, una presencia la observa —proseguí articulando con claridad—. Una presencia infantil entrevista en…

—… un espejo. El rostro está… muy difuminado, apenas… lo distingue. La cama es de madera… no, de metal, sí, de metal, creo, el techo es muy bajo… Se desprende como… una poderosa impresión… de aplastamiento, de encerramiento… ¿Me equivoco, comisario?

Maleborne había hablado muy lentamente, con vacilación, como si las palabras surgiesen de un pozo muy profundo.

—Es… totalmente… exacto —repliqué sin ocultar la turbación que se apoderaba de mí.

Los surcos de su frente aún se hicieron más profundos, sus largos dedos huesudos se arrimaban con firmeza a las ruedas de la silla.

—¿Qué ha hecho para que la policía se presente en mi casa?

—Ha ejecutado a una familia entera. El marido, la mujer, la hija. Y… su nombre estaba oculto en uno de los textos a nuestra atención.

Una exhalación ardiente le silbó en la garganta, mientras pegaba las manos a sus pómulos de anoréxico.

Saqué un dictáfono.

—¿Me da permiso para que grabe nuestra conversación? Y, se lo ruego, no me hable de secreto profesional. Su antiguo paciente ha cometido actos… abominables.

Mientras las sombras crecían alrededor, Maleborne acabó por asentir. Puse en marcha el aparato a sus primeras palabras.

—Todo esto me parece… tan lejano… ¿Cómo… ha podido hacer algo así?

—Usted dirá.

Se quedó un instante sin reaccionar, la cabeza un poco inclinada.

—Vincent… vino a verme cuando ya llevaba… cuatro años largos sin ejercer…

Tenía la impresión de encontrarme al borde de un abismo, con las increíbles ganas de saltar para acercarme más deprisa al final fatídico. Todas las claves se ocultaban en este cerebro hecho añicos…

—¿A qué época se remonta eso?

—Hace cinco años, a finales del 2000… Su caso me interesaba, un caso… increíble… Realmente increíble… Recuerdo a un ser fracturado, muy angustiado…, incapaz de recordar sus primeros dieciséis… No, quince años de existencia… Sí, eso es… Sus primeros quince años…

La partida no estaba ganada. El viejo farfullaba, vacilaba, buscaba las palabras.

—Un hombre… víctima de una pesadilla recurrente desde su adolescencia… Veía… esa mujer de la que ha hablado… atada a una cama de hierro… Un armario con un agujero, al fondo… El tatuaje de un nudo, sobre su sexo… Esas cruces sobre su cuerpo…

Una gravedad pesada le oscurecía ahora la voz. Detrás de él, a través de una ventana oval, troncos sañudos se estiraban como un ejército negro. Un jardín privado, quizá.

—Y había esos alaridos… Eso era lo que menos soportaba, Vincent… Los alaridos incesantes en su cabeza que… noche tras noche lo dejaban abatido.

Tendió una uña manicurada hacia un botellero.

—¿Podría servirnos un poco de vino, señor Sharko? El burdeos del 85, por favor.

Me sentía helado. Las voces, en su cabeza… Las pesadillas, los alaridos. Suzanne, Éloïse. Un ser fracturado, decía. Roto del interio…

—¿Comisario? —dijo inclinando su delgada cabeza de pájaro—. De repente…, le noto distante…

—Perdóneme…, tan sólo… estaba pensando… en algo… —Le tendí su vaso, bebí un sorbo de ese brebaje que debía de costar un dineral y susurré con un timbre que me hubiese gustado menos vacilante—: Continúe, doctor, le escucho…

Olió su gran caldo, y luego se humedeció con un gesto fino los labios antes de proseguir:

—¿Ha visto ya la mente influir sobre el físico, el subconsciente luchar hasta el punto de herir y torturar el cuerpo? Vincent pertenecía a esos «estigmatizados», esos seres tocados por una potencia psíquica fenomenal…

—¿Qué entiende por eso?

—Cada vez que llevaba el análisis demasiado lejos, que descorría el cerrojo de puertas, Vincent se ponía a sangrar por la nariz… de forma muy intensa… Es… la única imagen física que conservo de él… Esos ríos rojos sobre su rostro borroso…

—¿Su rostro borroso? ¿Quiere decir que… no puede describirlo?

El viejo se llevó las manos nudosas a los párpados arrugados.

—Desgraciadamente, no, mi vista ya estaba afectada… Tan sólo conservo de él una impresión general, una visión confusa… Tan lejana…

—¡No puede ser! ¿Qué impresión?

—Ya… no lo recuerdo… La misma impresión que tengo de usted, esta noche, sin distinguirle realmente… Alto… Pelo oscuro… Castaño, quizá negro… Y una voz… muy grave… —Se llevó las manos a la frente—. Nada más… Nada más, lo siento…

Apreté las mandíbulas. El asesino se había sentado un día allí, quizás en esa misma butaca. ¿Había probado él también ese vino?

—¿Y su nombre? ¡Dígame cómo se llama!

—Siempre me dijo que se llamaba Vincent…, incluso durante nuestras sesiones. Sabe, la hipnosis no es más que un estado de semiconsciencia durante el cual el paciente abre determinadas barreras y cierra otras… Dígale a un hipnotizado que se desnude si no tiene ganas, no lo hará nunca… Vincent se había fijado determinadas reglas antes de venir aquí… Quizá demasiadas… Algo en su mente intentaba protegerlo… Algo lo suficientemente fuerte para provocar las hemorragias…

Me levanté y me puse en cuclillas frente a su butaca. Sus ojos brillaban con un frío intenso, mientras que en el exterior el sol caía entre los troncos, abalanzando una masa de sombra creciente a nuestro alrededor. El salón se transmutó en una bodega sombría, saturada de misterios.

—Cuénteme su historia, doctor.

Maleborne frunció las canosas cejas.

—No me pida milagros, tan sólo obtendrá lo que a mi memoria le plazca restituir, es decir… retazos… Después de los setenta, el cerebro ha perdido más del diez por ciento de la masa… En cuanto a las neuronas…

—¡Las grabaciones! ¡Seguro que tiene grabaciones de las sesiones!

Sacudió la cabeza.

—Vincent vino a recuperarlas el año pasado…

—No puede ser…

Casi triste, metió los labios febriles en el vaso, y luego acabó por decir:

—Nuestro trabajo se centró en torno a sus quince años… Voy a explicarle los episodios de delante hacia atrás, si le parece bien… Así es como habíamos procedido cuando estaba aquí, a unos pocos centímetros…

—Le escucho.

Frente a mí, dos rendijas horizontales, de un blanco viperino.

—Vincent tiene… dieciséis años. Viven con… su tío y su tía, a orillas del mar… Una casa grande…, muy luminosa…, con muchísimas ventanas. Desde arriba, se ven los barcos de un lado…, las casas del pueblo del otro… Vinc…

—¿Qué pueblo?

—No importaba… No lo sé y… no me interrumpa más, por favor… A Vincent le gustan los días soleados… porque, desde hace algún tiempo…, las noches le dan miedo. Una pesadilla espantosa se ha instalado en su cabeza… Una visión que lo arranca del sueño y lo deja en llanto… Remontamos entonces hasta esa famosa noche… en que apareció la pesadilla… La noche de una tormenta muy violenta… Entrevé grandes destellos, oye las paredes temblar. El viento… gime en los canalones y… las persianas golpean… A lo lejos, el mar está negro, furioso… Las olas mueven los barcos… Vincent grita, acurrucado en un rincón de su habitación… Tiembla, orina en el suelo… Está solo en la casa… Sus tíos han salido a cenar fuera… Piensa que se va a… morir. —Maleborne chasqueó bruscamente los dedos—. Por enésima vez, a Vincent le sangra la nariz. Interrumpimos la sesión… Nuestra progresión en su psique es… costosa y dolorosa, pero sentimos que… vamos por buen camino… Vincent acepta continuar la terapia. Demuestra tener mucha voluntad… —Recobró un poco el aliento, bebió pequeños sorbos de vino antes de continuar—: Así pues, la tormenta creó la pesadilla… ¿Por qué? Volvamos hacia atrás…, antes, mucho antes de esa tormenta. Vincent aún no tiene pesadillas, tiene quince años… Acaba de llegar a esa nueva casa con vistas al mar…, pero para él, a decir verdad, todo es nuevo… La playa, el colegio, los compañeros. Le espera una habitación… con juguetes, puzles, discos… Recibe mucho amor… Rostros que siguen a su alrededor… Sabe que aquí estará bien… Es feliz… Tiene la impresión de volver a nacer, o incluso de nacer… El análisis desvela que… es muy inteligente, entiende rápido, se adapta con gran facilidad. Es un chico bueno, cooperativo y emprendedor… Los que se relacionan con él están orgullosos…

Las palabras rodaban de sus labios como remolinos de un río apacible. Se desprendía de ellas una vibración suave, tan hechizante que le daban ganas a uno de dejarse mecer.

—Vamos, pues, más atrás, acerquémonos al punto de ruptura… Un mes antes… Mil novecientos ochenta, creo… Sí, eso es, mil novecientos ochenta, el año de la muerte de Sartre… Hace veinticinco años… Importante para usted, la fecha, ¿verdad, comisario?

—Así es. Vincent tendría ahora… cuarenta años…

Asintió.

—Así pues, mil novecientos ochenta… Un camino muy largo…, la noche…, la lluvia que golpea los cristales del vehículo… Vincent está tumbado en los asientos traseros… Llora, está aterrorizado… No tiene ningún recuerdo del hombre y la mujer que están sentados delante… Ella se gira de vez en cuando, sonríe, le acaricia el pelo… Con el conductor, susurra sin parar… No oye, la lluvia es demasiado fuerte… —Maleborne se sobresaltó—. Durante esa sesión, surge ante mí un ser que solloza, se agita, se alza bruscamente. Sé que el trabajo va a desembocar. Pero también adivino que… el inconsciente lucha, con uñas y dientes. El desafío se revela muy peligroso… Las hemorragias aumentan de intensidad y de violencia. Pero continuamos con los encuentros… Había que ir hasta el final, era primordial para… su salud mental…

El hipnotizador ya no contaba, vivía sus palabras. Alrededor, el espacio se desvanecía, saturado de sombras y espectros nacientes. Del anciano ya sólo quedaba esa transparencia ocular, esos ojos heridos, herméticos a las grandes luces del crepúsculo.

—Remontemos… por unas horas… al origen… Antes de ese largo camino… Su despertar en el hospital… Vincent recuerda… una habitación, dos personas al lado de su cama… Le dicen que… que se golpeó la cabeza con mucha violencia y… que permaneció en un coma profundo… varias semanas… No recuerda nada, esos rostros son los de… su tía y su tío…, pero no los reconoce… La memoria implícita no está afectada…, como suele pasar con las amnesias… Sabe el nombre de los árboles, distingue los colores, puede contar hasta miles y miles… Un test de CI desvelará que tiene una inteligencia incluso por encima de la media…, pero… la memoria explícita, la de los recuerdos, de lo que fue, está aniquilada… Ignora quién es… Ha olvidado todo lo que precedía al despertar… Reclama a un padre, a una madre… Le contestan que el padre se marchó antes de que naciese y… que la madre murió de un cáncer de pulmón, cuando era… muy pequeño… Sólo puede admitirlo… Aún pasa varias semanas en el hospital, le explican que… su tío y su tía son su única familia y… que siempre se han hecho cargo de él… Se marchará con ellos y… volverá a construir su identidad…, porque puede que no recupere nunca… la memoria… —Maleborne se agitó bruscamente en el sillón—. …Delante de mí, Vincent se desmaya… Una hemorragia demasiado fuerte… ¡Me precipito, me caigo de la silla! ¡Le pongo las manos sobre el pecho! ¡El corazón! ¡El corazón ha dejado de latir! ¡Hágalo volver en sí! ¡Hágalo volver en sí, se lo ruego!

Le estreché con fuerza la mano.

—¡Doctor!

Aspiró con mucha intensidad, como tras una apnea dolorosa, se soltó el nudo de la pajarita con una mano temblorosa y por poco se arranca el último botón de la camisa.

—Estuve a punto de llamar a los bomberos… Pero noté… una palpitación en su garganta… Le latía la yugular… Le latía, cuando el corazón… se le había parado… Pensé que era otro fenómeno extraño, una manifestación de su inconsciente… y pensé en otra cosa… En esas personas que nacen con los órganos invertidos… Entonces le puse la mano a la derecha… El corazón latía…

¡Era imposible! Como la chiquilla… Todo se embrollaba en mi cabeza. Lo real, lo imaginario, los recuerdos. Maleborne siguió hablando, el sudor en los labios:

—Entonces lo detuve todo… Era demasiado arriesgado… Casi… casi lo habíamos conseguido… Habíamos estado a punto de llegar al punto final… Atravesar el muro del coma… Todo se detuvo, de forma definitiva… No volví a verlo más, salvo cuando vino a buscar las grabaciones, el año pasado… Entonces lo entendí… Entendí que había hundido la barrera, que lo sabía y… que ocultaba un… secreto… terrible… Lo sentí… Era frío como la muerte… Como la muerte… Realmente parecía… otra persona… No lo reconocía…

Las sienes me latían. La pequeña, el corazón a la derecha… Dos seres de constitución anormal, surgidos en el mismo momento en mi vida… Pero… ¿Qué había que entender? ¡Era una historia de locos! Sacudí la cabeza. Había que concluir la entrevista.

—Comparto su dolor, doctor… —susurré—, pero…

—No es mi dolor… Es el suyo… Vincent no padeció una conmoción física, como pretendieron los médicos, sino psicológica…, de una violencia capaz de sumirlo en el coma y fracturarle la memoria. Toda esa gente… le mintió…

—Tiene que… darme detalles que podrían servirme de más ayuda. Esos médicos que lo curaron en el hospital, tendrían un nombre. ¿Y sus tutores? ¡Toda esa gente, los lugares! ¡Por favor!

El anciano abatió la mano delante de él, como para poner fin a esas evocaciones demasiado agotadoras.

—Nombres… ¡Por supuesto que mencionó unos cuantos! Incluso me describió uno por uno los juguetes que tenía en su habitación, el número de piezas de sus rompecabezas. Pero… ¿cómo quiere que lo recuerde? ¡Era tan… secundario! Creo que no lo acaba de entender, comisario…

Envolvió el vaso redondo con las palmas, como la llama de una vela que uno intenta proteger.

—¿Le habló alguna vez de una niña? ¿De unos diez u once años? ¿Pelo negro, muy guapa?

—Nunca.

—¿Y si le digo «Tisserand»?

Sacudió la cabeza, con expresión de irritación. Le enumeré los nombres inscritos en el cuadro del Diluvio.

—No, no, no…

El clic del dictáfono concluyó mis salvas de preguntas. Dejé una tarjeta de visita sobre la mesa.

—Tiene razón. Consiguió hundir él mismo esa barrera, conoce el origen de su pesadilla y la causa de su olvido. Ésa es la razón por la que ahora mata gente… Y matará a más mientras no lo hayamos detenido… Espero que le vuelvan retazos. De día o de noche, llámeme, aunque le parezca que carecen de importancia.

Maleborne me asió de repente el puño y ya no lo soltó.

—Esas personas… Debieron de herirlo cuando era niño… De ahí viene todo… Del traumatismo… No deben hurgar en su presente… Sino en su pasado… Esos nombres…, ¿a qué corresponden exactamente?

—Se trata de una lista. Una lista de cincuenta y dos víctimas que se disponía a entregarnos…

—¡Oh! Dios mío… Cincuenta y dos… Los demonios de su infancia…

Sus dedos, ya sin fuerza, acabaron por soltarse de mi chaqueta. Cuando ya me alejaba, me llamó una última vez:

—¡Espere! ¡Tan sólo un detalle, un pequeño detalle! Recordaba las montañas… Las montañas cubiertas de nieve, que veía desde la ventana de su cama de hospital…

Un nombre me estalló en la cabeza.

Grenoble. Ahí donde habían vivido los Tisserand, hacía más de veinticinco años.