Capítulo 24

Me desperté sin violencia, en medio de una cama arrugada y del calor opresivo. El radiodespertador marcaba las 17.21. Siete horas de un sueño muy profundo y empapado, todo sin somníferos, antidepresivos y trenes que zumban. Un milagro.

Tras haberme tragado el tratamiento antipalúdico, me arrastré bajo la ducha, donde el agua templada me azotó el espinazo. Una energía nueva conectó mis primeras neuronas y, en esa tibieza apaciguadora, sentí una forma de bienestar casi olvidada. Me entretuve bajo el chorro una buena media hora.

El sol glorificaba la Tierra, por la ventana del salón, halagando a mis bonitas locomotoras con un velo dorado. Vertí una gota de aceite en los ténderes de los vapores vivos, lustré sus bielas con un golpe de paño preciso antes de lanzarlas sobre los raíles. El fin de semana me gustaba ocuparme de ellas, con esos gestos de niño, hasta oírlas silbar de placer. Si Éloïse pudiese verlo…

Armado con un paquete de galletas, un tazón de café, papel y fotos del interior de La Cortesana, me instalé en el corazón de esa efervescencia metálica, rodeado por los túneles, las montañas, los prados animados por sus vacas tranquilas. Con minuciosidad, esparcí las pruebas importantes de la investigación. El mensaje grabado en la iglesia. Las fotos de los Tisserand, en su vida y en su muerte. Los primeros planos de las escarificaciones de Maria, en su rostro también, atrapado en el terror de los últimos segundos. El póster del Diluvio, con sus cuarenta y dos identidades, los carboncillos… Luego apunté, bien grande y en hojas separadas, todo lo que me venía a la mente… Diluvio, Apocalipsis, Biblia, castigo, importancia del «siete». Siete esfinges, siete trompetas, siete plagas… Trazaba flechas, marcaba líneas, rodeaba términos, planteaba preguntas…

Poco a poco, el espacio se cubrió con mis escritos, mis tachones, mis idas y venidas de pensamientos. El cerebro me carburaba con la droga pura del buen poli…

Me llevé la taza de café a los labios, pero detuve bruscamente el movimiento. «Deberás desconfiar de todo…», había advertido el negro de los pelos como espaguetis. Cogí otra hoja de papel y apunté: «¿La pequeña? ¿La habitación 7?», y luego me bebí el café de un solo sorbo.

Entonces mi atención se centró en las decenas de dibujos que me había enviado por correo electrónico el técnico. El trazo era grácil, a ese hijo de perra no le faltaba talento. Pero los asaltos de mina eran espantosamente macabros, enfocados hacia el sufrimiento y el repliegue. Se sentía sobre el trazo la presión de las falanges, la tensión de una mala mano. Incluso, en algunos lugares, se adivinaban las puntas de lápiz rotas por la insistencia. Después de todo, esas ilustraciones sólo eran la expresión de una mente enferma.

Rápidamente, surgieron temas recurrentes. La oscuridad del cielo, hinchado de nubes desgarradas. La presencia de los insectos, que se disputaban o bien el tema principal —moscas que libaban entre las costillas de un esqueleto, moscas en las entrañas de dos cadáveres en descomposición— o bien aparecían en segundo plano, sobre una ventana, una sábana, una bombilla.

Había también esos dos hombres pegados por la cabeza, con los dedos curvos, los dientes afilados, que martirizaban a un niño acurrucado al que sólo se veía de espalda.

Ese niño… ¿Podría tratarse del asesino?

Otros esbozos representaban a una mujer muy guapa, de carne pura y blanco pío, manos y pies atados por cuerdas, unidas en las extremidades a una vieja cama de hierro. Sobre el sexo rasurado, el tatuaje de un nudo, una especie de nudo marinero, y un gran número de heridas sobre el pecho, en forma de cruz, alineadas como marcas en un calendario. Un cuerpo estigmatizado.

Cada reproducción de esa cautiva presentaba similitudes —habitación siniestra, desprovista de ventanas, con el techo bajo, muy bajo—, tan sólo la expresión cambiaba, pasando de la cólera al terror, y del terror a la tristeza. Nunca una pizca de alegría. Negritud y tinieblas.

Me comí tres o cuatro galletas, hice movimientos circulares con la nuca. Me hacía viejo, las piernas aún me dolían de los días previos. La persecución del mexicano, y luego la que llevé a cabo en Haxo, sin olvidar los kilómetros en el bosque, como para torcerse los tobillos. Sí, me hacía viejo, y no me atrevía a imaginar la tristeza de mi vida en unos años, sin compañera, hijos, ni nietos. Un porvenir bien lúgubre…

Minutos… Minutos recordándolas… Suzanne, Éloïse… Imposible obtener imágenes claras, silenciosas. Cada vez, el chirrido de los frenos, sus bocas gritando… Dios mío… Una lágrima.

Regreso a los esbozos, que recorrí una y otra vez. Un detalle me desconcertó de repente, un detalle que no había advertido hasta ahora. Entorné un poco los ojos, descubriendo, en segundo plano, detrás de la cama de la mujer atada, un espejo que devolvía un rostro muy borroso, apenas sugerido. Un rostro infantil. Un niño agazapado en uno de los rincones de la habitación.

La sal de la excitación me invadió el paladar. Revisé los demás dibujos, contraje las pupilas, disociando el blanco del negro, lo visible de lo evocado. Como una ilusión óptica, el rostro volvió a aparecer. Muy, muy hábilmente disimulado. En el cristal de una ventana, fundido entre las nubes agitadas. Y luego ahí, reflejado en el mármol de una tumba. Y otra vez ahí, sobre la superficie de un lago en el que caía una cascada. Nunca una mirada directa, franca, perfectamente visible. Sólo reflejos ocultos.

Esos ojos de chaval le pertenecían, esos carboncillos traían a la superficie sus traumatismos pasados. Hoy igual que por aquel entones, el asesino no soportaba que lo mirasen a la cara. Los pósteres lacerados. Viviane, muerta con los párpados vendados. Su hija, violada de espaldas a su agresor. El espejo, colocado en el techo de la bodega.

Los dibujos… Techos bajos, tumbas, esqueletos, insectos. ¿Acaso lo encerraban, de niño, en algún lugar que lo aterrorizaba, un sótano amenazante con arañas, un armario en el que vibraban polillas y mosquitos? ¿Por qué esa presencia femenina atada? ¿Qué significaban esas heridas en forma de cruz, sobre el pecho? ¿La pegaban? ¿Maltratos?

¿Y qué decir de esas representaciones, las de los dos hombres con la cabeza pegada, que apuntaban sus dientes amenazantes a un chiquillo acurrucado?

¿Qué había padecido el niño para que el adulto sesgase esas vidas de forma tan cruel?

Un niño… Quizá no había que hurgar en el presente…, sino en el pasado… Volví a coger las notas relativas a los Tisserand. La clínica de evaluación de la peligrosidad, en París…

Veinte años frecuentando a miles de enfermos. Veinte años… Había que profundizar nuestras investigaciones mucho más arriba, remontar a la fuente. Cuando el asesino era muy jovencito o adolescente…

Volví a recorrer el informe de los dos médicos. Antes de París, Grenoble… Psicoterapeutas en un hospital psiquiátrico… Ninguna información sobre eso. Nada. Tracé un gran signo de interrogación rojo en el centro de la hoja.

Hice restallar los huesos carpianos, me tragué unas cuantas galletas. El asesino se acercaba cada vez más, su respiración se deslizaba, ahí, sobre cada vértebra de mi columna. A través de su vigilancia pictórica, el monstruo me observaba.

Un ruido, detrás. La cocina. Me precipité. Nada. Ventana abierta, chiquillos en el patio, perros que ladran. Y nadie debajo de la mesa…

Taza de café derramada, en medio de los raíles. Los pelos se me pusieron de punta.

«¡Que no, eres tú el que la ha tirado, al levantarte bruscamente! ¿Cómo habría entrado? ¡Has cerrado con llave!».

Fisgoneé en el apartamento, por precaución, y luego recuperé mi posición de elaborar ideas. El corazón me latía un poco más deprisa en el pecho, la frente liberaba el calor del cuerpo. En cuanto a los dedos… Los metí entre las piernas… Y luego puse en marcha los trenes eléctricos, mucho más ruidosos que los vapores vivos. Ese jaleo familiar me tranquilizó.

Volví a sumirme en el texto grabado en lo alto de la nave y aislé el último punto oscuro. «Entonces, al son de la trompeta, la plaga se extenderá y, bajo el diluvio, volverás aquí, porque todo está en la luz». Rodeé los labios con la lengua. Era sutil, muy sutil. Efectivamente, todo estaba en la luz. La que había permitido encontrar, bajo El Diluvio, las cincuenta y dos identidades.

¿Pero por qué «volverás aquí», a la iglesia? ¿Para encontrar una pista oculta? El entomólogo había sido escrupuloso, habían peinado el confesionario con rayos UVA. No había ninguna prosa con tinta invisible, salvo las manchas de feromona sobre Viviane Tisserand. Leclerc la había acertado, en la chalana: si no había texto en las escenas de los crímenes, ¿para qué las mariposas? ¿Dónde había que buscar, en tal caso? En la claridad de las vidrieras, tras el tímpano…, o si no…

«El Apocalipsis es un texto de códigos secretos, de mensajes ocultos. Todo está en profundidad, tras las palabras», había dicho Paul Legendre. Todo está tras las palabras…

El corazón me empezó a latir a toda prisa. Veinte segundos después, mis pies locos se lanzaron corriendo por las escaleras. Necesitaba una escalera, una escalera muy grande y una linterna de luz ultravioleta.

Porque todo estaba inscrito en la cima de la columna fisurada, en la Casa de Dios, desde el principio…

«Volverás aquí, porque todo está en la luz…».

***

Y a doce metros de altura, bajo los arcos potentes de la iglesia de Issy, apareció un nombre bajo la luz ultravioleta. Un nombre desconocido, que tachaba la advertencia inicial con una gran diagonal blanca. Vivian Maleborne.