No me concedí el tiempo de respirar, de replegarme en ese túnel de tinieblas. Una vez dada la alerta, en cuanto los equipos penetraron en los conductos de ventilación e invadieron el Ubus, salí volando a ese lugar de cita secreta. Quemado por la rabia, por esa violencia gratuita, esa locura creciente, ya no me dirigía la inteligencia, la reflexión. En absoluto. Ahora, cazaba, acosaba, de manera brutal, con las tripas. Nada ni nadie podría haberme impedido llegar hasta el final.
Ni siquiera Del Piero, que, cuando olió mi cólera, la furia sorda que surgía de mis pupilas, prefirió acompañarme y ponerse al volante. Vestida para la ocasión. Tejanos negros, sudadera beige y botas militares. Lejos del tótem en traje sastre.
Puerta de Charenton. Maisons-Alfort. Créteil. Luego la estación de Villeneuve-Saint-Georges, larga nave gris que roncaba en sus flancos. Del Piero se tragaba el asfalto, acelerador a fondo, la mirada centrada en el horizonte, donde se desvanecían las últimas estrellas.
En esas visiones de renacimientos, bajo el ascenso del astro que ahuyentaba la noche, ya no sentía el alivio del día naciente. Las pesadillas sangrientas y los gritos seguían atormentándome. En lo más profundo de mi ser, el ciclo de la vida ya no existía. Giré unos ojos vacíos hacia Del Piero, acariciando mi alianza con la punta de los dedos.
—¿Tiene familia, hijos?
No contestó enseguida, como embarazada por esa brusca interrupción en el silencio.
—Divorciada… Pero tengo dos hijos preciosos, Jason y Amandine…
Hice una larga inspiración, la nuca apoyada en el reposacabezas.
—En tal caso, no debería estar aquí…
Conservó en el punto de mira la rectitud del asfalto, imperturbable, salvo ese pequeño movimiento de mandíbula y esa contracción ínfima que delataban la profundidad de sus tormentos.
—Hay una niña que me visita, por las noches —seguí susurrando—. Es increíble… Ahora que le estoy hablando, me doy cuenta de que ignoro incluso su nombre.
Me llevé las manos a la frente.
—Es tan… extraño… Los trenes… Cómo supo lo de los trenes… No sabía nada de eso…
—¿Y…?
Sacudí la cabeza.
—Es… esa niña me recuerda todo lo que he perdido, hace mella en mi interior y, sin embargo, no puede imaginarse hasta qué punto deseo contar con su presencia cada noche. Hasta me dejo la puerta de entrada abierta. Sólo en la ausencia uno se da cuenta del valor de las cosas y de la importancia de los seres…
La comisaria me calibró con una expresión sombría.
—¿Por qué me cuenta eso?
—No espere a sentir una ausencia de ese tipo. Este oficio no tiene salida, es un ogro que le arrebatará a sus allegados. He seguido la pista de asesinos toda mi vida. El último destrozó la mente de mi esposa y nos destrozó la existencia. El excesivo…
—¿El Ángel Rojo, verdad?
Miré la luz cenital. —Cada día, albergué la esperanza de que Suzanne se encontraría mejor, que se repondría de los malos tratos, de las torturas físicas y morales que padeció durante tan largos meses. Me convencía a mí mismo de que los traumas acaban por curarse, forzosamente, que de ver a nuestra pequeña Éloïse encontraría la fuerza de luchar contra su mal invisible. Creí en ello, creí realmente en ello… Y he aquí el resultado hoy…—. La miré fijamente.
—Créame… Este oficio le robará a su familia.
Desvió la mirada, la boca ligeramente abierta, envuelta en ese silencio tan elocuente. La observé una última vez, a la espera de una réplica, de un sobresalto, de un «lo sé, comisario, pero soy como usted». Sólo hubo el dolor mudo. Apoyé la frente en la ventana del copiloto, la mirada sobre los campos muertos, tan siniestros…
—Pronto llegaremos… —dijo finalmente, señalando el dorsal negro de un bosque gigantesco.
—No está convencida, ¿verdad? ¿Piensa que esta pista no nos llevará a ninguna parte?
—Esas coordenadas GPS nos plantan en pleno bosque. Qué podríamos descubrir… que no sean bosques…
—Los mapas topográficos no pueden revelar lo que nuestros ojos percibirán.
—Quizá… Pero reconozca que hay motivos para ser escéptico.
—¿Entonces, por qué ha venido? ¿Por qué haber reclamado a Sibersky y Sánchez para que nos acompañasen, cuando había curro para todo el mundo en el Ubus y en esos túneles?
Se le crisparon los labios.
—Pues…, no sé bien por qué… Desde el principio, sólo ha tenido buenas… intuiciones…
—Mis intuiciones… Por supuesto…
Debajo, el Sena palpitaba, ebrio de tranquilidad, mientras enfrente el bosque de Sénart esgrimía sus mandíbulas de color verde sombrío. Bajo las primeras frondosidades, la oscuridad aumentó, luchando contra el alba lejana ya roja de calor. Tras una bifurcación, la carretera nos plantó en las profundidades inciertas de lo lúgubre. Sánchez y Sibersky aparcaron a nuestro lado.
—¿Y ahora qué? —le pregunté a Del Piero mirando el GPS portátil.
Salió y anunció, bajo la luz pálida de los faros:
—El aparato indica dos kilómetros, norte-noreste. Es decir… Esa dirección…
No había sendero. Un muro de cortezas en un delirio de hojas.
—¿Qué jodido sentido tiene esto? —vociferó Sibersky—. ¡Aquí no hay nada!
—¿Y qué esperabas? —repliqué con irritación—. ¿Una pista balizada con antorchas?
Sánchez se apoyó en el capó de su coche.
—¿Y es necesario ser cuatro para ir a coger setas? —añadió con una expresión provocativa—. ¡Empiezo a estar hasta las narices de esta jornada!
—Son las cinco de la madrugada. ¡Tu jornada tan sólo acaba de empezar! Vamos allá… ¡Y cierra el pico!
Bajo la protección de mi Maglite, abría la marcha, y Sánchez, con razón, la cerraba.
En esas murallas vegetales, los robles se retorcían en espirales atormentadas, los animales se escondían levantando bramidos lejanos o crujidos bien cercanos. El lugar llamaba a otro estilo de miedo, ese terror infantil que surge de monstruos ensangrentados y de lobos míticos. En la respiración lenta del bosque, nuestros corazones latían al unísono.
Rodeamos charcas de bruma espesa donde restallaban gritos de pájaros, nos tragamos repechos, encabalgamos escarpaduras de humus… El bosque crecía, tendido en arcos murmullantes, al hilo del GPS que nos guiaba por esa boca de ogro.
Apenas trescientos metros antes del objetivo. Nuestros pasos se ralentizaron, nuestras espaldas se encorvaron a pesar de la duda, en esas tinieblas angustiantes, una vez se apagaron las linternas. Entonces avanzamos al tuntún, las palmas sobre las armas, guiados por esa única lamparilla verdosa que brillaba del aparato electrónico.
En los diez últimos metros, tan sólo se alzaban ya nuestros alientos sibilantes de angustia y esa muerte, dispuesta a surgir de nuestros revólveres… Cinco… Tres… Uno… «49° 20' 29" Norte, 03° 34' 20" Este». No había error. Habíamos llegado. Las haces luminosas brotaron. Troncos, frondosidades, montones de ramajes.
—¡El emplazamiento de un puto árbol! ¡Joder! ¡Joder, qué puta mierda!
Fuego artificial de insultos, surgidos de cuatro bocas irritadas.
—¡La pista se detiene aquí! —se enrabió Del Piero sin ocultar su desengaño—. ¡Tan sólo era el estúpido lugar de una cita! ¡Nada más! ¡Me lo temía!
La miré con desdén, con una expresión antipática.
—¡Yo nunca le pedí que viniera!
Sánchez se perdió en gestos osados, Sibersky daba vueltas sobre sí mismo, las manos al cielo.
—¡Todas estas albuferas, estas aguas estancadas! —observé sin ceder a la decepción—. El lugar aislado, la proximidad con Issy-les-Moulineaux. ¡Todo encaja! ¡Podría haber escogido algo muchísimo más sencillo! ¡Un aparcamiento, un parque, una zona industrial! ¿Por qué un lugar de tan difícil acceso? ¡La prudencia no lo puede explicar todo!
Miré fijamente a Del Piero.
—¡Este bosque tiene que ocultar necesariamente viviendas no clasificadas!
—¡Es imposible! —replicó un pelín irritada—. Está bajo el control de la Oficina Forestal, los mapas topográficos se ponen regularmente al día. Créame, no hay ni casas, ni subterráneos, ni galerías secretas. Vegetación… Únicamente vegetación…
—¡Mierda, no puede ser!
La comisaría levantó los hombros.
—Estos bosques están rodeados de aglomeraciones. Draveil, Etiolles, Epinay, Montgeron, y no sé cuántas más. Tiene razón, el asesino debe de vivir en la zona, lo que representa un indicio que no hay que desdeñar. No hay que desdeñarlo, pero, por ahora, difícilmente lo podremos explotar. Es como buscar una aguja en un pajar.
Di un puñetazo en la corteza, observé esos troncos que susurraban entre ellos. Me imaginaba al Hombre del Sombrero Blanco frente al monstruo invisible ahí, en ese lugar alfombrado de hojas. Sus miradas viciadas, el intercambio de bichejos asesinos. El bosque… Imperio de los insectos… Hormigas, arañas, mariposas… Una vez más y siempre ahí. ¿Podría tratarse de una simple coincidencia? De repente mis labios se pusieron a temblar.
—Tengo… ¡Mierda, deberíamos haberlo pensado antes! ¡Llam… llamad al entomólogo!
Del Piero, que se alejaba al amparo de su linterna boli, me examinó dos veces.
—¿Cómo dice?
—¡Houcine Courbevoix! ¡Llámele! ¡Quizás he dado con el modo de remontar a la fuente! ¡De alcanzar al asesino!
—¿Y se puede saber cómo va a hacerlo? —refunfuñó, como de costumbre, Sánchez.
—¿Os apetece una cacería de mariposas a las cinco de la madrugada?
***
El teniente Sibersky lanzaba ramitas, repanchingado sobre un tronco muerto, el inspector Sánchez sobaba a grandes ronquidos, mientras Del Piero contemplaba las hojas temblorosas en el levante, con ojos diminutos. En cuanto a mí, luchaba contra el cansancio, fumando cerca de una charca sobrevolada por un vapor siniestro. Encima, arriba en el cielo, las frondosidades saludaban la llegada del día.
El entomólogo llegó por fin, el reloj GPS en una mano, una gran bolsa de deporte en la otra. Con las bermudas azules y el polo naranja, parecía una atracción de feria.
Acudí hacia él.
—¿Cuántos tienes?
—Trece —replicó observando a Sánchez, que se tragaba un último gruñido—. Los demás murieron.
—¿Ha traído los cruasanes? —tuvo el ánimo de bromear Sibersky.
Desgraciadamente para él, su pulla no le hizo gracia a nadie. Nos reunimos alrededor de la bolsa abierta.
En sus pequeñas cajas transparentes, los lepidópteros crepitaban de impaciencia.
—Parecen nerviosos —observó Del Piero, frotándose los párpados.
—Quizás huelen la feromona. Si el asesino cría hembras en un radio de diez kilómetros, estos machos nos conducirán directamente a buen puerto. ¡Ha tenido una idea realmente genial, comisario!
—Y sin embargo, no está en su mejor forma… —confió la pelirroja.
Houcine Courbevoix cogió una caja y explicó:
—Sin embargo, hay un problema, y no es un problema menor. Las esfinges de la calavera pueden volar hasta a cuarenta kilómetros por hora. ¿Cómo vamos a seguirles la pista?
—¿No tiene un emisor o algo así? —gritó Sánchez, con el pelo lleno de ramitas.
—No para animales tan pequeños.
Me coloqué en el centro del club de los cinco.
—Tengo otra idea, pero tened por seguro que será la última…
Señalé la bolsa de deporte:
—Soltamos una primera mariposa; uno de nosotros la sigue lo más lejos posible, hasta el límite del campo visual. Entonces los otros se reúnen con él; repetimos la operación con otra esfinge y otro corredor. Sé que estamos todos hechos polvo, pero quizá valga la pena intentarlo…
Mi propuesta fue acogida como se recibe a un tío con traje blanco en un entierro. Las cejas se levantaban, las manos discurrían por las barbillas crujientes.
Finalmente, Del Piero anunció:
—¡Me parece una idea estupenda!
—No está del todo mal, finalmente —admitió Sánchez—. Si después de esto puedo volver a casa y acostarme…
Sacudí la cabeza.
—Vale. Vamos a turnarnos. Prioridad a la juventud y… ojo con los tobillos…
Sibersky se colocó en posición.
—¿Preparado? —preguntó el entomólogo tendiéndole el reloj GPS.
El teniente asintió. De entrada, la mariposa tomó altura antes de salir pitando. El poli se lanzó tras ella, acortando lo más posible entre arbustos y raíces peligrosas. Lo vi caer una vez, levantarse enseguida, el rostro fijo hacia arriba. Courbevoix recogió la bolsa, cerró la cremallera y anunció:
—Buena señal. La esfinge raras veces vuela de día…
Al cabo de un minuto, a través de los móviles, Sibersky nos indicó sus coordenadas. La comisaria las introdujo en el GPS, que reenvió en el campo una distancia de trescientos metros. ¿No era genial…?
El teniente apareció, arrodillado entre los lazos de verde. Le brotaba sangre del antebrazo derecho.
—Jodidas zarzas —gruñó apretando los dientes.
—Herido de gravedad —bromeó Sánchez sin sonreír—. ¿Puedo pasar turno?
Sibersky, haciendo caso omiso del comentario, señaló con el dedo lucia el norte:
—Ha seguido por ahí, puedes ir adelantándote.
Mientras se alejaba, Del Piero desplegó el mapa y levantó una ceja.
—Nos dirigimos al Sena, al extremo norte de Draveil. Y… sólo quedan tres kilómetros de bosque antes del río…
—¿Y después del río?
—Más bosque…
—Jodido Vietnam —susurré con una voz que me hubiese gustado que sonase menos derrotista—. Venga, Houcine, suelta el bicho.
En pleno cielo, la mariposa estalló como un abanico de luto.
—Dios santo… Parece que funciona… —admitió Del Piero, siguiéndome los pasos—. Vuela hacia el norte. De lleno al Sena…
Y consumamos buena esfinge de la calavera. Había en esa situación algo cómico y trágico, una sombría tristeza de ver a cuatro elementos de la policía judicial, extenuados, sacar el hígado por la boca persiguiendo pobres bichejos ebrios de sexo. Cada vez más los bosques se encabritaban, creando valles severos, charcas infranqueables, repechos dolorosos…
Pronto nos quedamos sin gasolina. Me hervían las piernas, el rostro de Sibersky se descomponía de cansancio, Sánchez tenía estertores acongojantes. Del Piero también cascaba, aunque intentaba seguir el ritmo recta y con la cabeza alta. Pero el silbido en la garganta no engañaba a nadie: los estragos del tabaco…
—Quedan dos —alertó Houcine—. Nos acercamos al fin.
—Hay que… ahorrarlas… —Jadeé, las manos sobre las rodillas, cuando venía de realizar una hazaña mediocre—. ¿A cuánto… está… el río?
Del Piero volvió a desplegar el mapa, las mangas de la sudadera subidas hasta los codos. Sudaba a gotas gordas.
—Doscientos metros más antes de dar con una albufera muy grande, que desemboca en el Sena por un canal corto No hay ningún puente indicado… ¿Cómo vamos a cruzar?
—¡Nadaremos! —vociferó Sánchez—. ¡Ya puestos! Sólo tenéis que…
—¡Cállate! —replicaron cuatro voces exasperadas.
El ardor de la acción nos incitó a perseverar. Nuestros cuerpos, a pesar de estar quemados por el cansancio, encontraban recursos inesperados. De repente aumentó la claridad, el gran azul del cielo ahuyentó el verde sombrío del follaje. La tierra se hundió para dejar paso, más abajo, a un gigantesco claro de agua. Más allá del gris negruzco de la bruma, entre unos árboles, se despertaban masas fantasmagóricas, entremezcladas, que crujían en un balanceo inquietante. El entomólogo soltó la bolsa, boquiabierto.
—Madre mía… Parece…
—Un cementerio… Un cementerio de chalanas…
Rodeada por una rejilla alta y alambres de púas, la extensión líquida sostenía decenas de carcasas fracturadas. Naves opacas, veteadas de óxido, golpeadas por la violencia del abandono. Un paisaje apocalíptico, de destrucción mórbida, un lugar maldito sobre el que la muerte parecía cernirse. La niebla se desplazaba a ras del agua, en un silencio dramático que únicamente los gemidos de chapa herida venían a perturbar.
—Ya he visto esto, en Quesnoy-sur-Deûle, en el norte —susurró Sibersky—. Esperan ahí, a veces durante años, antes de que vengan a recortarlas…
Del Piero se puso de cuclillas, con las pupilas dilatadas.
—¿Piensa… que se esconde ahí dentro?
Cogí una caja de esfinge.
—Lo sabremos a ciencia cierta…
El insecto voló a pleno campo e hizo algunas piruetas por encima del recinto de hierro antes de dirigirse hacia el montón de agonías. La niebla se lo tragó al instante. Entrecerré los ojos.
—Está ahí… En uno de esos barcos enfermos…
—Joder… —susurró Sánchez en un tono de repente menos jocoso.
—Acerquémonos muy despacito…
Bajamos con prudencia la escarpadura de rocas, codo con codo, como en las grandes aventuras de adolescentes; bordeamos la cerca, en la que estaba claramente indicado PELIGRO, ZONA NO AUTORIZADA. Alrededor sólo surgía esa violencia verde, mientras que en el horizonte brumoso, al final del canal, el río roncaba.
—Parece que la verja corre hasta el Sena —dijo con una mueca Sibersky—. Y hay alambres de púas por todas partes. No podremos alcanzar el cementerio sin barca…
Lancé una mirada furtiva a ese círculo irreal.
—Subamos la charca en sentido inverso… Tiene que existir una brecha en algún lugar…
Media vuelta. La masa de agua desenrollaba sus curvas irregulares, reforzada con pasajes delicados y senderos rebeldes. Cada vez más, el vapor fino soplaba sus espectros efímeros.
—¡Aquí!
Un agujero de la altura de un hombre había devorado la malla de hierro. Entonces, con la espalda encorvada, pudimos alcanzar la orilla. A algunas brazadas, cubierta con un velo de tinieblas grises, La Derivante apuntaba su largo pico de acero hacia Viento del sur, del que sólo quedaba de la cabina un montón de madera quemada. En la sombra de esa flora lúgubre, bien disimulada, se bamboleaba una barca raquítica.
—La cosa se precisa… —susurré tirando de un amarre que puso la embarcación al alcance de las manos.
Los rostros se tornaron más serios, al hilo del creciente olor a descomposición.
—Si esta barca le pertenece, entonces no está aquí… —observó Del Piero.
—No es seguro… Hay que permanecer alerta…
Cogí la última esfinge y me situé en la proa. La embarcación se bamboleó con fuerza.
—Los cuatro aquí dentro… Del Piero me tendió el brazo.
—Le acompaño…
Venecia, en la versión bajo presupuesto… Un laberinto para difuntos. Las bestias de hierro gruñían mordidas hasta sangrar por la propia sustancia que las sostenía. La bruma rodaba entre los Titanes como una mano curiosa. Del Piero se acurrucó en la parte trasera, con los ojos al acecho escudriñando esos caminos enlutados.
—Existe un río, en el infierno, que los difuntos deben cruzar —le susurré mientras remaba—. No creo que sea sólo mitología…
—Si cree que va a asustarme con eso, va aviado…
—Pues le tiembla un poco la voz…
—Y usted habla sólo para tranquilizarse… Cállese…
La noche cayó una segunda vez; tanto cubría la niebla con sus espesas telas grises. Las carcasas se ennegrecían, el aire arrastraba un olor de madera tibia, mientras el agua se tornaba verde, contaminada con centenares de desechos.
—Deberíamos soltar la última mariposa —sugirió mi compañera.
—No hace falta… —repliqué señalando la proa de una chalana—. La Cortesana nos espera…
La Cortesana, negra azabache, desplegaba su peso de acero enfermo. Un viejo mercante de treinta y ocho metros, equipado con una bodega capaz de tragarse a una manada de elefantes, con un aplomo que daba vértigo. Lo rodeamos sin decir una palabra, apretujados entre esos cascos amenazadores, inmovilizados por sus anclas gigantescas.
En ese silencio de ultratumba, se percibían, sin embargo, roces de alas, golpes minúsculos pero ensañados. Ahí arriba, las esfinges de la calavera se golpeaban contra el metal, como tantas crepitaciones inoportunas. No faltaba ninguna a la llamada. Doce esfinges de la calavera…
—Intentan penetrar… Hemos llegado… El corazón de la maquinaria asesina…
Del Piero se mordió los labios, mientras desenfundaba su Glock. Subí los cuatro peldaños de una escala, que me condujo hasta la cubierta trasera.
Las ventanas de la timonera habían estallado, nidos de óxido devoraban los pretiles, unos cabos enrollados se pudrían de moho. Parecía que la nave derivaba entre dos mundos, en ese campo de vestigios, abandonada por su tripulación.
Del Piero subió a bordo, se coló a lo largo de un enrollador en ruinas antes de meterse en la cabina. Maderas impregnadas de humedad, timón quebradizo, chapa arrugada. Bajo sus pies, una trampilla cerrada.
Con el arma en la mano, señaló un candado y susurró:
—Demasiado nuevo para ser de origen…
Me hizo la seña de echarme hacia atrás, apuntó con el cañón hacia el asa y, con el rostro protegido y los ojos cerrados, disparó.
Un clamor de pájaros restalló a lo lejos. El corazón me dio un vuelco en el pecho cuando sonó mi móvil.
—Me va a dar un maldito ataque al corazón si seguimos así… —rabié al descolgar.
Mientras tranquilizaba mis dedos, le dije a Sibersky, por teléfono, que todo iba bien…
Los peldaños, que se hundían al estilo faro bretón, aullaban bajo nuestros pasos. La chalana nos saludaba a su manera.
Nuestras sombras se alargaron en finos cuchillos cuando nuestras linternas —bueno, la mía, pues Del Piero sólo tenía su linterna boli— rasgaron la oscuridad. En el pozo sombrío, dos puertas metálicas. Sala de máquinas a la derecha, bodega a la izquierda. Arma en ristre, desaparecí en la bodega, mientras mi colega se disponía a abrir la otra puerta.
Una bombilla roja derramaba su luz en una minúscula cámara, hermética, saturada por el ronquido de un grupo electrógeno de encendido electrónico. Cinco cables eléctricos sacaban su energía antes de desaparecer bajo el suelo. Frente a mí, una puerta corredera. Extendía la mano hacia ella, cuando sonó un bip en la parte trasera. El zumbido se detuvo, la oscuridad invadió el confinamiento. A mi espalda, un crujido. Un soplo. Una luz deslumbrante en los ojos. Levanté las manos.
—¿Comisario? —dijo Del Piero.
—Si dejara de deslumbrarme…
Su boli apuntó a las sombras.
—En la sala de máquinas… Había una especie de… detector. Creo que… he puesto en marcha algo…
Me incliné por encima del grupo electrógeno e intenté volver a encenderlo, sin éxito. Bloqueado por un código.
—Ha cortado el suministro eléctrico…
Me puse de pie mientras me hacía preguntas en voz alta.
—¿Por qué instaló un sistema de este tipo? ¿Por qué ha cortado la corriente? O más bien dicho…, ¿por qué la hizo funcionar mientras estaba ausente?
Nos observamos un instante, sin encontrar respuestas. ¿Por qué la electricidad?
Di un último vistazo a la cámara. Chapa, polvo, tuercas.
—Sigamos.
—¡Espere! —dijo Del Piero—. ¿Y si hubiese una trampa? ¿Y si… nos esperasen insectos asesinos ahí detrás? ¿O… una bomba o… algo por el estilo?
—No tardaremos en saberlo…
—¡No! ¡Cre… creo que no deberíamos! Tengo… un mal presentimiento.
—Usted y sus presentimientos… Regrese a la barca si lo desea. Yo voy a entrar, con o sin usted.
Se me adelantó.
—Vamos allá…
Tuvimos que empujar con mucha fuerza para que corriese la abertura de hierro.
Entonces surgió, rodeándonos el rostro con su enorme mandíbula afilada. El frío.
—Hace un frío que pela aquí… —susurró Del Piero acurrucándose—. ¿Qué es esto?
Dirigí el haz hacia la izquierda, y luego al fondo, tiritando ligeramente. Ese bloque más amplio presentaba paredes acolchadas, cubiertas con capas y capas de aislante sonoro. Apunté la linterna al techo y la luz me volvió en pleno rostro.
—¡Hay un espejo gigantesco atornillado al techo! ¿Qué sentido tiene todo esto?
Hacia el lado, una gran sábana colgada de cable de acero dividía la sala en dos. Mientras nuestras linternas se tragaban el espacio cerrado, Del Piero se inmovilizó en un grito ahogado.
—Virgen santísima…
Seguí la dirección de sus ojos. En el sol artificial, un rostro. Párpados bajados, boca cerrada, labios cortados, de color azul morado.
Un ser desnudo, escarificado, marcado con una hoja, con los puños prietos entre esposas oxidadas. Los largos cabellos rubios morían sobre los hombros destrozados, petrificados en ese cuerpo inmóvil, sesgado en plena juventud. En los rincones opuestos, al otro lado de la sábana, dos juegos de esposas más, mancillados con sangre en los cierres. Ni colchón, ni mantas. Sólo tazones de agua, cubos donde fermentaba una mezcla de deyecciones. En un último ángulo, dos climatizadores. Al mínimo: Diez grados.
Me acerqué con aprensión, un nudo en la garganta, la frente llena de arrugas, mientras Del Piero recuperaba el aplomo de poli. El olor a muerte crecía, en aquella hediondez acre, impregnada del hielo de las tinieblas. Sobre las paredes, marcas de arañazos, mezcladas con sangre. Trozos de uñas e incluso, clavada en un panel de espuma, la uña entera de un pulgar.
Me agaché, con una mano en la boca, observando desde más cerca la cuadrícula de heridas. Brazo, antebrazo, pecho, flancos, muslos, pantorrillas. No había escatimado nada. Iluminé desde más cerca. Algo fallaba. Las magulladuras no habían sangrado. Habían…
De repente, los músculos se sobresaltaron, los párpados se apartaron para abrirse sobre pupilas de un negro furibundo. Unas manos me agarraron el pelo, tirándolo con rabia en chillidos atroces. Se me crisparon las facciones de dolor, mientras Del Piero me levantaba hacia atrás, gritando a su vez:
—¡Está viva! ¡Dios mío! ¡Está viva!
Maria Tisserand se agachó, la cabeza le cayó entre los muslos desgarrados. El horror estalló en mi cara. Esa cera, en el interior de las heridas…
El propóleos… El propóleos líquido, al endurecerse con el frío, había impedido la hemorragia. Una tortura sin igual, que provocaba la agonía y la alejaba sin cesar, como una marea de sal ardiente. Veía esas cadenas, del otro lado de la sábana. Me imaginaba a los padres, los ojos clavados en el espejo del techo, perdidos en esa visión indirecta, rogando a Dios que cesase ese calvario, esas ignominias que tuvieron que soportar hasta su muerte, sin saber, sin saber cuántos días más iba el monstruo a someter a tal suplicio a su hija.
Del Piero se levantó lentamente, mostrando ese gran desamparo de las madres.
—Hay que… llamar… La ambulancia… Hágalo…, comisario… Por favor…
No había cobertura, con todo ese metal. Subí corriendo, avisé al servicio de urgencias. El sol crecía, la bruma se disipaba, el calor aumentaba, reptando sobre las malditas chapas…
Me precipité otra vez hacia abajo, vociferando:
—¡La puerta! ¡Hay que cerrar la puerta!
¡El termómetro! ¡Tres grados más, ya! Nos encerré en el interior, mirando fijamente a Del Piero con una mirada perdida.
—¡La temperatura! ¡Si la temperatura sube, el propóleos se derretirá! ¡Joder! ¡Necesitamos… corriente!
Otra apertura de puerta. Nuevo telefonazo. Repunte del mercurio.
Del Piero acariciaba el rostro perdido, con toda su ternura. La chica vibraba en un terror demente, le sangraban las muñecas, tanto había luchado contra las esposas, una y otra vez.
No había palabra para consolarla, ya no gemía y sin embargo su boca permanecía abierta, saturada por esa violencia palpable.
Y, en esos territorios de carne destrozada, de yemas ensangrentadas, las heridas se alargaban con cada gesto, la onda roja corría bajo el propóleos que, ahora, viraba más al amarillo claro, dispuesto a liberar un magma de muerte a la mínima subida del termómetro.
—¡No se mueva más! ¡No se mueva más! ¡Se lo ruego!
Catorce grados. El astro brillaba sobre la chapa con un furor sordo; pronto la sauna escupiría su peligroso calor. En el negro del confinamiento, entre los muslos de Maria, vertía ese hilillo de vida de un púrpura demasiado oscuro. ¿Cuántas veces había sido violada, humillada, maltratada bajo la mirada de una madre enfermiza, de un padre, torturada en las entrañas? Apreté los puños hasta clavarme las uñas en las palmas. Pensaba en mi fresno escarificado, en los pósteres acuchillados, en la habitación de esa mártir, en toda esa abyección que brotaba como un géiser de sangre. ¿Qué clase de monstruo era? ¿Por qué? ¿Por qué? ¿Por qué?
Los ojos rodaban locos en mis órbitas, la cólera atravesaba los poros de mi piel bajo ese sudor grasiento, repugnante, ese lastre de secreciones que arrastraba a todas partes. Me levanté bruscamente y, a pesar de estar abatido por la impotencia, puse la mano sobre un segundo panel.
—Debemos averiguar qué hay ahí detrás… Ocúpese de ella…
Del Piero asintió, dándole un beso a la chica en la frente.
Abrí y volví a cerrar de inmediato. Mi haz reveló los abismos de lo desconocido. Un colchón en el suelo. Un pequeño banco, cubierto de repelentes contra mosquitos para la piel, pastillas de quinina y vitamina B6. Al fondo, una silla debilitada, una mesa coja que soportaba decenas de libros, estriados de moho.
Dibujos por todas partes, al carboncillo, pegados con celo a las paredes, sobre el techo de acero. A decenas y a centenares. Frescos de terror, patchworks de furia. Dos hombres con las caras deformadas, que blandían las manos sobre un cuerpo de un niño acurrucado. Grandes mandíbulas grises, colgadas encima de una cama forrada de arañas. Trompas gigantes de mosquitos, que cavaban el mármol de una tumba. Y, siempre, cielos de tormentas hinchados de relámpagos, saturados de nubes repugnantes. La cabeza me daba vueltas. Ya no quedaba ni un centímetro cuadrado de chapa visible. El Mal. El Mal desplegaba sus largos tentáculos negros.
Volví a girar sobre mí mismo. La Maglite desvelaba cada vez atrocidades crecientes. Ahí, un póster, sobre una mesa, que representaba la copia en color de un cuadro del Louvre. Mi corazón dejó de latir momentáneamente. El Diluvio.
Cuerpos enredados, desnudos, de gestos dramáticos, golpeados por el tumulto de las aguas. Niños rotos por las olas, mujeres destrozadas, implorando al Señor, hombres que intentaban escapar de la furia celestial. Las frágiles embarcaciones se rompían, en ese caos de horizonte torturado, de mar furiosa, mientras al fondo, el Arca se alejaba sobre crestas de espuma.
Cuatro pesos impedían que el póster se enrollase. Enfocadas hacia la obra, dos lámparas. El asesino estudiaba ese cuadro. Con la mayor atención. Adivinaba sus dedos, recorriendo esos seres camino de la perdición; veía su lengua girar sobre sus labios, mientras las falanges acariciaban cada silueta abatida. ¿Qué buscaba en esa hecatombe? «Entonces, al son de la trompeta, la plaga se extenderá y, bajo el diluvio, volverás aquí, porque todo está en la luz».
El Diluvio. El último eslabón del enigma estaba cayendo…
Me levanté, los ojos clavados en otra pared. Originalmente, esos compartimentos debían de servir para separar las diferentes mercancías, pero él les había asignado una función más personal. ¿Cuántas cámaras macabras recelaba aquella bodega gigantesca?
Hice bascular la abertura de chatarra con todas mis fuerzas, con un estruendo dramático. Efluvios de marismas, hongos me arrugaron repentinamente el rostro… Así como un calor de horno.
Temblores de alas, zumbidos dementes. En el suelo, en inmensas cubas cubiertas con mallas, centenares de mosquitos vibraban, aglutinados sobre las paredes translúcidas. El agua verdeaba de microbios, larvas, huevos, bichejos reventados. Bien encerrados, en un sitio seco, unos ratones chillaban, aplastados por el peso de los insectos, que les chupaban la sangre. Detrás, entre dos cristales, tierra, excavada con túneles. Vestigios de un hormiguero… vacío… Esas trincheras de tinieblas desvelaban lo inimaginable, las fronteras de una fortaleza negra, oculta en los limbos de un espíritu enfermo.
Desde lo más profundo de mi terror, me di cuenta de que tres de las cinco cubas habían sido vaciadas de sus hordas sanguinarias. Faltaban miles de mosquitos. La plaga… Quizá llegábamos demasiado tarde…
Me llevé los dedos a las sienes, cerré los ojos en busca de una calma interior, apelando a recursos que me ayudarían a entender, a entenderlo a ÉL. El Diluvio, el Apocalipsis, los carboncillos, los Tisserand…
«—¡Franck! ¡Hijo de puta! ¿Qué estás haciendo? ¿Aún no te has reunido con nosotras?
»—¡No! ¡Dejadme! Yo…
»—¡Ven! ¡Ven! ¡Métete ese jodido cañón en la boca y dispara! Vam…».
Gritos. Gritos, largos y dolorosos, de una mujer. ¡Muy reales! Estaba en el suelo, la cabeza contra la chapa, febril de sudor. El cañón en la boca…
¿Qué me estaba ocurriendo?
Me levanté, perdido, desubicado, me precipité hacia atrás, atravesé las salas de horror, salté por encima del colchón, me golpeé con la silla y caí con fuerza sobre montones de dibujos. Con toda mi agresividad, abrí el compartimento. Del Piero estaba arrodillada, las manos cubiertas de sangre.
—¡El propóleos! ¡El propóleos se está fundiendo!
Rezumaban gotitas de las heridas, mientras la cera se reblandecía lentamente. Brazos, muslos, pecho, hombros. Maria estaba inmóvil, la mirada fija sobre la bóveda, una plegaria en la punta de los labios. Me quité la camisa, la rasgué en jirones, mientras me chorreaba el cuerpo.
—¡Tenga!
Enjugamos los derrames nacientes, muy rápidamente el azul de mi prenda se tornó rojo vivo. Otro foco se desplegó en el tobillo. Y luego ahí, bajo el pecho derecho. El cuerpo mutilado crujía como un viejo navío. La desgraciada nos suplicaba con sus grandes ojos almendrados, la boca abierta, esa boca que seguía preguntando «¿por qué?».
Del Piero, a toda velocidad, se arrancó la sudadera con movimientos locos, casi vanos. Y susurraba, con ensañamiento, sin cesar ni un solo segundo, «todo irá bien, todo irá bien, todo irá bien…».
Las lágrimas crecían sobre las mejillas de Maria, nuestras miradas oblicuas se cruzaban, vacías de esperanza, paralizadas de impotencia.
Del Piero sólo encontró caricias que dirigirle, expresiones tiernas, plegarias mudas. Ninguno hubiese tenido la indecencia de interrogarla, tan cerca de la tumba.
Maria esbozó como una sonrisa, mientras se le cerraban los ojos; la muerte llegaba, extrañamente dulce. La mujer, a mi derecha, se enroscó a su lado, la estrechó entre su brazos, le pasó una mano por el cabello, a punto de estallar en llanto.
Me precipité hacia el exterior, vociferando hasta hartarme, golpeando las barandillas hasta hacerme sangrar los puños. ¡No! ¡No! ¡No!
Ahí, en la canícula, ya únicamente se despertaba el chirrido de los cascos fantasmas, innombrables, mientras alrededor el bosque se cernía esa gran mano posesiva. Luego subió Del Piero, los brazos cruzados sobre el pecho lechoso, temblorosa, diciéndome sin palabras que todo había terminado…