En la frontera de los distritos diecinueve y veinte, en el extremo de una red de tiendas, el Ubus se apretujaba entre la alta empalizada oeste del cementerio de Belleville y la vitrina minúscula de una tienda africana.
Letrero suelto, hormigón mugriento, tejas destrozadas. Para encontrar el lugar acogedor había que tener mucha, pero realmente mucha imaginación.
El portero, que ni siquiera era negro, me puso la manaza abierta en el pecho.
—No se entra. Está lleno.
—No parece que haya mucha gente.
—¿Y tú qué sabes? Te digo que está lleno.
Tozudo, además. Hurgué en el bolsillo, saqué un pañuelo manchado y le tiré la Latrodectus mactans chafada en medio de la camiseta. Dio un salto hacia atrás, con los ojos desorbitados.
—He venido a ver a Opium. Mi viuda negra se ha jubilado sin avisar y necesito una sustituta.
Había que abrir la puerta para que por fin se alargasen los espacios y surgiesen los colores. Ocres moderados, rojos furtivos, tonos de ébano, que se arremolinaban sobre las paredes como figuritas enigmáticas. De las profundidades surgían los redobles de djembé y los impulsos de los sonidos ragga, mientras al fondo, entre cortinas sombrías, una pantalla gigante hacía desfilar un concierto de Mory Kanté. Una vana ilusión, todo eso, ya que por el bar sólo deambulaban dos o tres siluetas, aletargadas con aguardiente agrícola. Un sábado noche con el ambiente de Día de Todos los Santos.
Me dirigí hacia la barra, detrás de la que se dormía un mestizo con rastas tan impresionantes como las ventanas de su nariz. Llevaba lentillas amarillas rodeadas de marrón, como los ojos de un lagarto.
—¿Te has perdido? —preguntó con una sonrisa de dientes manchados.
—Me gusta Mory Kanté —repliqué señalando la película—. Es uno de los más pequeños de una familia de treinta y ocho hijos, todos nacidos con un destino de artista. El suyo era viajar a través de la música.
—¿Y el tuyo es venir a tocarme los huevos?
Tras el corto, el tío directo. Moví la barbilla en dirección a los estantes coloreados.
—Sírveme el peor de tus venenos.
El Lagarto hizo rodar una botella entre sus manos.
—Ron blanco de Jamaica, cincuenta y cinco grados. ¿Te parece bien?
—Quiero hablar de Opium.
—No conozco a ningún Opium —replicó fulminándome con su aliento matamoscas.
—Si es así, ¿cómo sabes que hablo de una persona?
Me acerqué a sus cráteres nasales.
—No estoy aquí para perder el tiempo, ojos de lagarto, sino para el business. Me envía Valdez. Dile a Opium que me gustaría probar el «beso de la araña»… Y si me permites darte un consejo, evita tocarme los huevos. Esta noche no estoy de humor.
Me escudriñó con sus ojos de escamas, agitó las trenzas con un corto movimiento de cabeza y espetó:
—Un poco sinvergüenza, para ser nuevo. Me gusta…
Se alejó con el móvil y regresó casi enseguida.
—Baja. Cuando llegues al final de la escalera, gira a la izquierda… Di «Papayú» al tío de delante de la puerta.
—¿Patrocinados por Carlos? [5]
Extendió su bonita lengua bífida y se centró otra vez en sus asuntos de barman cochambroso. A medida que bajaba los escalones, los redobles de tam-tam aumentaban, una humedad de sabana se extendía bajo los techos abovedados.
Al final de la escalera se extendía una gran sala poco iluminada, habitada por figuras ebrias. Era un lugar de bailes lentos, respiraciones huecas, frentes relucientes. La música embriagaba, mareaba y empujaba esos cuerpos de ébano y marfil a agotarse siempre un poco más. Localicé la puerta en un refuerzo y anuncié a su Cancerbero la palabra mágica. «Papayú». Chirrido de goznes…
En el corazón de la sombra se sumía un estrechamiento de piedras viejas, acariciado por neones enfermos. Más lejos, voces, extranjeras, salpicadas de entonaciones bruscas. Al fondo de una cavidad minúscula, cálida de sudor y alcohol, cuatro negros jugaban al póquer, con billetes de verdad.
Uno de ellos me fulminó con la mirada, haciendo una bonita mueca de víbora. Al final del pasillo, dos gorilas me registraron según las normas antes de escoltarme hasta las puertas de la guarida de Opium. Una caseta en tinieblas, protegida por un hábil juego de iluminaciones que sólo dejaba entrever las manos, dos manos de gigante apoyadas sobre los brazos de un sillón de terciopelo granate.
Un cigarro esparcía sus volutas en una larga serpiente de seda.
—Así que te envía Valdez…
Su voz, muy grave, estaba impresa de esa misma languidez que habitaba el lugar. Entrecerré ligeramente los ojos, cegado por un proyector.
—Le hice unos cuantos servicios, en Fresnes —repliqué con una mano a modo de visera—. Ahora, necesito pasta. Tengo algunos aficionados dispuestos a pagar un alto precio por arañas un poco… especiales…
El barrote de la silla desapareció de repente en la sombra y luego ardió en un rojo de brasa.
—Valdez nunca me ha hablado de ti.
—¿Por qué tendría que hacerlo?
—¿Y te llamas?
—Tony Shark…
—Shark, Shark, Shark… El tiburón… ¿Así que lo conociste en Fresnes? ¿Qué coño hacías ahí?
—Transporte de heroína, desde Inglaterra. Me trincaron con un kilo.
Un largo silencio. Me chorreaban ríos frente a los ojos, la nuca, por todo el cuerpo.
—¿Para quién trabajabas?
—Ni idea, yo era un simple camionero… Me propusieron guita a cambio de esconder la mercancía en mi camión, entre los cerdos. Así que dije vale, adelante…
La mano izquierda hizo correr las falanges por el brazo del sillón.
—Sudas mucho… ¿Tienes algo que ocultar?
Me quité el zapato y el calcetín izquierdo y señalé con un dedo tembloroso las venas destrozadas del pie. Vestigios de Rangers demasiado apretados.
—Trombosis venosas… Intento desengancharme.
—Heroinómano…
Chasqueó los dedos. Le trajeron una bandeja de plata, cruzada de crestas blancas. Cocaína…
—Mmm… Valdez tiene el sentido del secreto… Me extraña que te hablara de nuestro business… Me decepciona mucho.
Cuando el minino describió amplios arcos, me agarraron con firmeza. Olía a chamusquina.
—¡Tengo tres mil euros en el bolsillo! —dije moviendo los codos—. ¡Hay mil para mi derecho de entrada!
—No necesito tu autorización para mangarte la pasta, ni siquiera la vida…
Tras el corto y el tío directo, el modesto. Una larga aspiración nasal lo interrumpió.
—Haré una llamada a nuestro amigo común —dijo con esa misma voz de piedra fría—. Espero que conteste… Más… vale…
Sus manos desaparecieron, arrastrando una masa desmedida hacia la parte trasera de la caseta.
Se oyó un ruido de puerta maltratada.
—¡Creo que ahora podéis soltarme! —me exasperé con movimientos bruscos.
—Todo lo contrario… —replicó con juicio Esbirro izquierdo—. No pinta nada bien para ti, tío…
Ahora mi suerte dependía de un hombre, Polo Sánchez. Un paso en falso, la menor duda, una mala entonación y el cementerio colindante tendría un huésped más. Mis dos guardianes me inmovilizaban con fuerza, sus pectorales contra mis hombros. Entreví, entre sus chaquetas, el gran beso helado de sus revólveres. Deslizamiento de madera, al fondo de la caseta. Martilleo de pasos. La luz disminuía lentamente, a medida que se acercaba el monstruo. De repente se me apareció.
Desde lo alto de su inmensidad, parecía una de esas imágenes de diablos modernos, con sus grandes ojos negros de fondo lechoso, el cráneo puntiagudo, el anillo de metal que le perforaba la pared nasal. De sus gestos florecían cordones de incienso, todo tipo de oro tintineó alrededor de su cuello cuando se inclinó hacia mi oído y susurró:
—Vamos a enseñarte cómo tratamos a los intrusos. Buen viaje…
Al instante, me amordazaron con una cinta de cuero, me metieron un pasamontañas sobre el cráneo, mis brazos se arquearon hacia atrás y unas esposas me inmovilizaron los puños. Me debatí con la energía del condenado, entre esos pechos cálidos de furor, opresivos hasta el punto de cortarme la respiración.
Me deshicieron del lastre de mis billetes y, bajo la autoridad de un chasquido seco, me propulsaron con violencia hacia un ángulo. Una puerta chirrió.
—¡Avanza!
Mordí la mordaza con rabia, tiré de lo que me mantenía maniatado, golpeé con la cabeza en el vacío. Un golpe de culata en los riñones me partió por la mitad.
—¡Avanza, te hemos dicho!
El pasamontañas me asfixiaba, el sudor me volvía loco. Ya no controlaba nada, mi destino se me escapaba.
Subimos una escalera. Derecha, izquierda. Otra puerta. Olor a arroz, a brasas salvajes.
Clamores, en el galimatías de los dialectos fricativos, risas bestiales. Chirridos de goznes. Temblores de rejillas, carraspeos de gravas. Ronquidos lejanos de coches. El cementerio, debíamos de avanzar entre los muertos, bajo la protección de una noche sin luna.
Y seguía andando, indefinidamente, violentado por las órdenes de seguir. Izquierda, derecha, pendiente… Tierra, hierba, piedras…
Otra vez una puerta, curvas… y otro tramo de escalones en pasillos de susurros. Chirridos de objetos moviéndose. ¿Muebles? ¿Una cama? ¿Una nevera? Una corriente ascendente se deslizó por mi piel. Aire fresco. La lengua me giraba sobre los labios, ahuyentaba esa sal de los sudores y esos minerales del miedo. La bajada se prolongó. Veinticuatro escalones exactamente, empinados como para romperse la crisma. Desde atrás, unas manos me obligaban a inclinarme todo lo posible, un techo bajo.
—¡Alto!
Me quitaron el pasamontañas, la mordaza y las esposas. Estaba doblado en dos, mi acompañante, detrás de mí, Señaló una trampilla con el haz de su linterna.
—Abre y coge la escalera… Abajo, gira a la derecha…
—Tenéis una curiosa manera de dar la bienvenida a los nuevos.
Alrededor, capas de tiza, arcilla, hormigón excavado, barras de hierro que perforaban las paredes y una placa de acero destrozada. Un zulo, destruido a mazazos, con un taladro, de manera brutal. Me agaché, tiré de una anilla metálica. Un viento helado, ese soplo frío que recorre los túneles apagados, me desgreñó el pelo. El frescor de los abismos bramaba bajo mis pies, tan cercanos al infierno…
Haxo, la parada de metro fantasma, que había agotado a tantos picadores, entibadores, obreros desgraciados. Fauces gigantescas de una serpiente de rocas… Viva…
Una atmósfera de película de matanza se envolvía, silenciosa, alrededor de las lámparas despertadas por grupos electrógenos. Un lugar de fin del mundo, rodeado de paredes irregulares, empapelado de raíles muertos por donde aún rodaban los espectros de los metros olvidados. Lo más aterrador era esa ausencia de vida, ese gran vacío sombrío con olor a metal caliente, de donde uno esperaba ver surgir, en la boca lejana, seres de ultratumba venidos a arrancarle a uno los miembros.
Encima, cavada en las alturas, la trampilla ya se había cerrado.
Bordeé el paso estrecho por la derecha, pegado a esa pared de ladrillos negros, evitando la vía, como si una motriz fuese a surgir y hacerme pedazos. Otros lugares se esbozaron en mi mente. Cloacas, catacumbas, estaciones cerradas. Molitor, Invalides, Maillot. Osarios, misas negras, sectas. El imperio de la muerte reinaba allí, bajo París, en casi dos mil quinientos kilómetros de subterráneos infames. Lejos, muy lejos de la luz resplandeciente de los Campos Elíseos.
La curva crecía, comía oscuridad sin fin. Kilómetros, había dicho Del Piero. Kilómetros en el vientre de la Tierra, aislado del mundo, sin arma, sin teléfono, sin escapatoria posible. Con, para coronarlo, los habitantes del cementerio de Belleville a flor de bóveda…
Otra curva. Dos formas aparecieron frente a mí. Se lanzaron a la pared opuesta, cabizbajas, antes de acelerar hacia la nada. Una pregunta me cruzó la mente. ¿Cómo se salía de ese agujero?
Delante, una luz verde botella vino a morder la noche que se disipó, como una mano que se retira. La curva terminaba, se ensanchaba, se tendía bruscamente en una larga línea negra bordeada por un andén.
Bajo la perspectiva de las pulsaciones verdosas, en centenares de metros, el pueblo silencioso de las tinieblas por fin se despertaba. Estaban ahí…
Una abundancia de siluetas sentadas, dobladas ante escaparates de muerte. Los rostros tan sólo eran sugerencias, juegos de sombras; las bombillas lúgubres no iluminaban, sólo desvelaban. Masas pardas se deslizaban de parada en parada, se inclinaban, observaban, tocaban. Se susurraba, se acordaba, se fijaban citas, mediante notas…
Me subí al andén, me moví despacio entre los primeros puestos, curioso, asqueado, alucinado. Delante de mí, un tío con el rostro lleno de cráteres ofrecía, en tarros agujereados, serpientes, no más largas que pajitas. Mambas verdes, tres semanas, decía un cartel. Mordedura devastadora. A su lado, un negro con el cabello amarillo orina, con el ojo izquierdo reventado, levantó una manta y desveló todo tipo de raíces.
—Drug… Poderosa… Visiones… —susurró—. Moler y respirar. Comprar. Tú comprar.
Giré la cabeza y proseguí mi lúgubre avance, uniéndome a un grupo de tres personas reunidas en torno a una cuarta. Esta última machacaba carcasas secas de Bufo marinus, un sapo venenoso, explicaba, cuyo residuo permitía producir una sustancia capaz de alcanzar el sistema nervioso mediante el simple contacto con la piel. En los ritos vudúes se utilizaba mezclado con la tetrodoxina para fabricar polvo de zombis. Pero el camello proponía un uso totalmente diferente. Bastaba depositar esa sustancia sobre un objeto que tocase la víctima —un vaso, la taza del váter, la manilla de una puerta— para paralizarla en los minutos siguientes. Luego deliraba durante varias horas, sin recordarlo una vez disipados los efectos. Ideal para la violación anónima, éxtasis líquido a la décima potencia… Uno de los tres cabrones se sacó billetes del bolsillo.
Apreté los puños y tuve que desplegar toda mi voluntad para no romperle la crisma a ese buhonero de mierda…
Me invadía la turbación, se me secaba la garganta… Ese ambiente… Esas cavernas mórbidas… Esos lugares del horror… Seis años atrás. El Ángel Rojo… El icono del mal… Su espectro volvía a mí, siempre tan neto. Una impresión terrible… La de verlo surgir otra vez, oculto bajo su capa de sangre.
¿Había acabado todo realmente?
Seguí avanzando, al acecho, unos latidos intensos se hinchaban en mi interior. ¿Dónde se escondía el vendedor de anófeles? ¿Y el asesino de los Tisserand? ¿Acaso se emboscaba en ese gran círculo de tinieblas?
En una boca de ventilación, un hombre muy viejo envuelto en una capa quemaba inciensos, frente a un ser en cuclillas. Entre ellos, una muñeca, con agujas insertadas.
Debajo, en el mismo suelo, un individuo ataviado con un sombrero blanco, un traje de lino impecable, sentado en un banco de baldosas, ponía boca abajo cartas de tarot. Levantó una mirada brillante hacia mí; bajo la sombra de su sombrero, sólo distinguía el destello extraño de su sonrisa. La carta que giró representaba el esqueleto de la muerte.
Más lejos, se hablaba de veneno. Cenchris controtrix, veneno de serpiente de cabeza cobriza, veneno de crótalo del bosque.
Luego, drogas. Luego, escorpiones, amarillos, grises. Al lado, una especie de profeta, no más alto que un enano de jardín, clamaba alto y fuerte que el reino de los insectos abortaría la evolución. Hablaba de catástrofes, de invasión de cigarras asesinas, del «gran festín» de las langostas, que propagan hambruna y destrucción.
La pulga había traído la peste negra; los mosquitos y las garrapatas, los arbovirus. Según él, los insectos diezmarían a la humanidad en los años venideros… No había dudas, el asesino había estado ahí. Y podía estar en cualquier lugar, espiándome. Delante, detrás, quizás a tan sólo unos pocos metros. No lejos, en cualquier caso. Realmente no muy lejos.
Y aún más allá, ante el ojo ciego de otro túnel, se extendían, bajo la justa de varios mercaderes, los especímenes más peligrosos de arañas: Loxosceles, Latrodectes, Atrax… Abdómenes rojos, pelos urticantes, venenos fulminantes. Alrededor, un gran número de aficionados. ¿De dónde brotaba toda esa gente? ¿Cuántas de esas reuniones secretas en las entrañas de la capital?
Al final de una escalera, en un recibidor amurallado, se escondía un último buhonero, rodeado de velas encendidas. Maquillaje negro, ropa negra, botas negras. Una cicatriz le reventaba el pómulo izquierdo y se extendía hacia su ojo de cristal. Me miró fijamente mientras bajaba y espetó:
—¡Lárgate!
El corazón me dio un vuelco, mis pasos se ralentizaron, mientras entendía lo imposible. Altura, ancho de espaldas, herida en el rostro. Y si… Necesité un gran esfuerzo para soltar, con una voz más o menos normal:
—¿Qué es?
Señalé un grueso libro titulado De la pediatría. Sólo había eso en su puesto, ese libro, colocado en pleno centro de una manta, negra también. Crucé la mirada con la del hombre. En su pupila no brillaba ningún calor, tan sólo una llama azul de diablo. Su boca caía como muerta, pintada de esa negrura de los góticos. La hoja de una navaja se asomó.
—¡Que te largues! ¡No hay nada para gilipollas como tú!
Había cortado mi fresno, quizá con esa misma navaja. Conocía mi rostro, sabía que había venido por él, impotente sin mi arma, en ese cementerio de decadencia.
Sus labios se retrajeron, desvelando unos caninos afilados, mientras dos sombras crecían en lo alto de los escalones, las manos en los bolsillos.
Lo tenía frente a mí, sentía su aliento ronco. Un poli frente al peor de los asesinos. «Impotente».
—¿Qué estás buscando? —le pregunté con los dientes apretados.
—Y tú, ¿qué estás buscando?
Hizo jugar el reflejo de las llamas sobre el cuchillo. Opium «sólo» me había retirado mil euros. Tiré doscientos al suelo.
—Para ver… —dije como en una mala partida.
Echó el ojo al dinero, hizo correr la hoja sobre la lengua, trazando un hilo de sangre.
—¿Crees que me impresionas con tus juegos de manos? —espeté recuperando mis billetes.
Me cogió la muñeca y me los arrancó de las manos.
—¿Así que quieres divertirte un poco? Puedes mirar…
Me hacía echar chispas, me hacía realmente echar chispas con esos ojos animados de un rojo diabólico.
—… Y para ir más allá, habrá que soltar la pasta… Pero… Antes escoge la mercancía…
Acerqué el libro hacia mí, en cuclillas.
Una rata del tamaño de un buen mango se subió al hombro del vampiro. Arriba, el dúo había desaparecido.
Solo con un monstruo, en las profundidades del infierno. De la pediatría. ¿Qué horribles secretos ocultaban esas capas de papel?
Cuando giré la primera página, no pude reprimir la ola de asco que me contrajo el rostro.
Fotos. Decenas, centenares de fotos de niños desnudos, en posiciones humillantes. Una palabra me estalló en la cabeza. Pedofilia.
Tiré el libro al suelo.
—¡Que te jodan! ¡Maldito degenerado!
Cerró la navaja, con una mueca desagradable en los labios.
—¿Por qué? ¿Qué te esperabas, eh? ¿Qué cojones has venido a hacer aquí, a mi sitio?
«Una voz como la de Ray Charles», había dicho la apicultora. Esta voz era mucho menos grave. Subí los peldaños corriendo, mientras seguía vociferando:
—¿Qué cojones has venido a hacer aquí? ¡Hijo de puta!
En el andén, caras furiosas se clavaron en mí. El hijo de perra de la cicatriz se aprovechaba del sistema para colocar sus visiones de tortura. A ése le esperaría personalmente a la salida. Si conseguía salir.
Concentración. Recuperar la concentración. Limpieza mental. Ahuyentar las imágenes de la cabeza. Esas pieles rosadas de inocencia, esos pechos de leche. Éloïse… Se me apareció su sonrisa, su fragilidad. Mi niña…
Ahuyenta todo eso. La investigación… Concentración… Izquierda, derecha, ahora ya había recorrido el conjunto de paradas. Ninguna pista de mosquitos, larvas, escarabajos asesinos. Un fracaso total y absoluto.
Rastreé una última vez entre esas figuritas demoníacas. El enano profeta, los venenos, las drogas, el viejo brujo…
Se me aceleró la respiración cuando descubrí las cartas de tarot, abandonadas sobre el banco embaldosado. El esqueleto de la muerte, girado. Pero ya no había ningún rastro de su propietario.
Salté a la vía, observando a un lado y otro. En una bruma verdosa, más allá de las paradas de arañas, la forma con el sombrero blanco se desvanecía en el túnel.
Mi cuerpo se clavó en su dirección, mis pasos se alargaron, primero discretamente, tanto me miraban, los ojos turbios, las muecas desafiantes.
Pero una vez fuera de la vista, en la gran curva subterránea, empecé a dar grandes zancadas. El aire fresco me oxigenó correctamente los músculos, mi respiración ganó fluidez, lejos del dolor sufrido en Montmartre. Enseguida cogí el ritmo de un buen corredor de fondo.
De repente, tres detonaciones sonaron y casi me hicieron estallar los tímpanos. Una bala rebotó encima de mi cabeza, otra deflagró por detrás, a ras de mi hombro.
Me pegué contra el hormigón, jadeando, cogí un puñado de piedras, que tiré contra las bombillas.
La oscuridad. Bramidos de multitud, desde el andén.
Me lancé en plena vía, mientras ahí, al final de la curva, el sombrero desaparecía por un conducto lateral. Tiré de las piernas, empujé los dedos de los pies, tan rápido como podía. Pisándome los talones, el clamor se alzaba, la huida encendía el acero, bajo los gritos la gente corría, azuzada por el pánico. Las ratas abandonaban el barco.
El conducto de ventilación, encima, ahí donde había desaparecido el otro. Me abalancé sobre una vieja escalera de metal, tiré de una rejilla y me hundí en la apertura infame.
Era un conducto amplio donde casi se tenía uno en pie. El aire circulaba en su interior pesado, ruidoso, quemado por esas paredes abrumadoras, huyendo bajo tierra. Los tramos se sucedían, en esa negrura de tinta, donde los pasos del Hombre del Sombrero llevaban un compás siniestro. Una bifurcación, justo delante. Izquierda… Había girado a la izquierda. Su soplo resonaba furioso, sibilante, amplificado por el eco.
De repente, ya no se oían pasos. Me agaché a tiempo, guiado por el instinto de poli, mientras el fuego de la pólvora iluminaba la boca de tinieblas, seguido por dos más, muy cercanos. Las balas deflagraron en la elipsis, rayando el hormigón con pequeñas llamas rojas y cizalladuras ensordecedoras. La batida se reemprendió de inmediato.
Seis balas. Había contado seis balas. En principio, el revólver estaba vacío.
En principio.
Un largo grito desgarró la oscuridad, seguido de gemidos incesantes. Aceleré el paso, describiendo grandes remolinos con los brazos delante de mí para guiarme.
Más adelante, mi pie golpeó escombros, el bíceps derecho se rasguñó con barras de hierro. Al resbalar, la oreja rozó con un pico de acero tendido como un arma mortal. Olí el olor a sangre fresca, ahí donde se debía de haber espoloneado el tío.
Berreé a mi vez, el dolor duplicó mi saña y me puse a correr, sin precauciones, sin saber si un agujero se me iba a tragar u otro obstáculo destrozarme la crisma. El conducto no se acababa, pero los pasos se tornaban más pesados, los jadeos se transformaban en gruñidos de animal.
De repente hubo viento, y luego el gran torbellino del vacío… La caída me aspiró. Mi manó se asió en un último reflejo a un panel de señalización verde, propulsando mi cuerpo suspendido contra los ladrillos. Bajo mis pies, una línea de metro. Semáforos, lámparas locas y… un temblor… Una onda devastadora subía de los raíles, el terrible rugido de un metro que se acercaba.
Me pegué a la pared, siempre colgado, tiré de los antebrazos, me agarré al borde del conducto de ventilación.
El Hombre del Sombrero se abalanzaba recto, en ese túnel estrecho de vía única, cojeando, sin aliento. Se desmoronó, se levantó, se volvió a desmoronar, arrastrando la pierna. Entreví, bajo un reguero de sangre, una barra metálica que le atravesaba el muslo. Se subió al lado, mientras el hierro vibraba y el frotamiento loco ensordecía.
El tren surgió con toda su masa, propulsado a toda velocidad. Grité, el hombre vociferó, las dos manos hacia delante como si quisiese frenar la bestia.
En un maremoto de chispas, la mordedura de los frenos me barrenó los tímpanos.
Bajo un vapor rojo, entrevi ese sombrero blanco que volaba como una paloma y ese cuerpo, a ras de la pared, casi intacto, las piernas volatilizadas…
El metro se detenía, al fondo, lleno de rostros pegados al cristal trasero.
Me dolía el corazón, la tráquea me quemaba, me daba vueltas la cabeza, hinchada de sufrimiento. Me dejé caer al suelo. Mi garganta soltó un estertor maldito, mientras las rodillas golpeaban una traviesa. Engendraba la muerte a cada paso que daba. Y los chirridos… Los chirridos de los frenos se pusieron a gemir otra vez en mi cabeza…
La mordedura del acero sobre el disco. Los gritos de mis amadas. Su boca abierta de par en par en el momento del choque.
Me arranqué el cabello a dos manos; un puñado se quedó entre mis dedos.
Tambaleándome, con las facciones desencajadas por la rabia, el horror, el llanto, me levanté, avancé, me incliné sobre el busto, desviando la mirada de ese rostro de ojos implorantes, de esa expresión paralizada, que aún clamaba.
Metí una mano temblorosa en la chaqueta, le registré el bolsillo, y saqué una pequeña libreta. Ni papeles, ni dinero, ninguna identidad. Tan sólo esa libreta. Un triste fragmento de vida…
Giré las páginas con el corazón en la punta de los labios, mientras el conductor venía a lo lejos, chillando unos «¡Dios mío! ¡Dios mío!» por encima de los clamores sordos de los pasajeros.
Entorné los ojos, bajo esa luz sintética.
Horas de citas, lugares. Aparcamiento Este Orly, pasillo 4B, 3 de junio, 22:45. 1 cobra.
O también Parque Brossolette, Melun. 7/3, 1:15. 2 tsétsé. Gran coleccionista, buen precio.
De repente se me comprimió el cuerpo.
19 de junio. Llamar a Ronan, ver posibilidad Cochliomyia hominivorax.
25 de junio. I/V Guinea para entrega del 27. Plasmodium falciparum. Escarabajos de las colmenas: 27 de junio. Entrega.
Coordenadas: 49° 20' 29" Norte, 03° 34' 20" Este.
Cita a las 24:00.
Cerré los ojos y me desplomé contra las paredes negras de mugre.
El Hombre del Sombrero y el asesino habían tenido un encuentro hacía veinte días para una entrega mortal. Un lugar de cita del que tenía bajo los ojos las coordenadas GPS. Por fin le teníamos… Quizá…
A mi alrededor parpadeaban lámparas de alerta. Rojo, una vez más y siempre rojo.
En esas incandescencias mórbidas, mi reloj marcaba la una y catorce.
Al Hombre del Sombrero le había arrancado las piernas el último metro.