La lenta respiración de las lamparillas en la central, destellos de vivos posados sobre informes criminales. En los pasillos, rostros descompuestos, ojos hinchados, bosques de bostezos.
Las cinco de la madrugada. Tras el episodio del cuchillo, no había conseguido conciliar de nuevo el sueño. Las voces habían vuelto a surgir de lo más profundo de mi ser, querían ser tranquilizadoras, reconfortantes. Suzanne me hablaba cada vez con mayor frecuencia, pero en cuanto dibujaba su rostro en mi cabeza, sólo surgía esa expresión de terror, impresa en las facciones de ambas antes de que el vehículo las arrollara… La presencia de esas voces se convertía en acoso.
Frente a mí, informes de autopsias, de entomología, de toxicología; horribles disecciones de existencias. A un lado, un tocho sobre la malaria, otro sobre los vectores de transmisión. Menos hojas sobre la vida de los Tisserand que sobre su muerte, un pequeño montículo de fotos. Instantáneas de la iglesia, del mensaje, primer plano de las heridas torturadas, larvas atareadas. Tan sólo el desayuno de un poli…
Y las horas que pasan volando…
—¿Es que ahora habla solo?
Me sobresalté, con las pupilas destrozadas, y lancé miradas perdidas a mi alrededor. Sibersky. Mi reloj. Las ocho y media. El teniente acababa de llegar, bien afeitado, aunque tenía profundas ojeras que delataban una noche bien corta.
—Esto…, estaba reflexionando en voz alta.
Señaló mi antebrazo izquierdo.
—Si hubiese sabido que el oficio era tan peligroso, habría dudado antes de firmar.
—Una lata —repliqué acariciando la costra.
—Del Piero me llamó, ayer por la noche… Me…
—Lo sé, estaba con ella. Los anófeles no son resistentes, menos mal. Pero no tenemos nada ganado. Recuerda lo que decía Diamond… Bueno, ¿y las colmenas?
Perdió el buen humor.
—Unos veinte apicultores en los alrededores. Hice las llamadas ayer por la tarde. Nada muy concreto. El gran problema es que muchas personas compran miel de colmena, impura y sin decantar. Conserva todo el contenido de vitaminas y sales minerales, así como las virtudes antisépticas. Según los profesionales, no hay nada mejor que un vaso de orina y tres cucharadas de miel bruta cada mañana. Me contentaré con creerlos. —Desplegó un mapa de la región parisina, moteado de puntos rojos—. Desgraciadamente, es la semana de las grandes mieladas —añadió—. La mayoría de los apicultores tienen jornadas sobrecargadas y no he podido contactar con ellos. Volveré a intentarlo durante la mañana.
Localicé Issy-les-Moulineaux y observé dos puntos en un radio de quince kilómetros.
—Verrières-le-Buisson… Sceaux… ¿Has podido contactar con estos dos?
—No, me salta un contestador.
Me despegué de la silla.
—Déjalo ya, voy a ocuparme yo mismo del asunto y acudir al lugar. Tú échale un vistazo a Internet, descúbreme si uno puede hacerse con bichitos un poco especiales, del tipo arañas peligrosas, mantis religiosas, insectos venenosos, investiga los mercadillos de intercambio y escudriña todo París para saber dónde y cómo se dan cita los apasionados de esos horrores con patas. Coge a Sánchez y Madison para que te echen un cable.
—También podemos hacernos cargo de las colmenas, si quiere. Seguramente tiene otras cosas que hacer.
Señalé con el índice el mapa.
—Existe una iglesia por ciudad. Nuestro asesino escogió la de Issy porque sabía que la estaban restaurando y que podía pasar por una puerta anexa para poner en escena su representación. Issy forma parte de su proximidad. Casualmente, encontramos dos tiendas de miel a… menos de veinte kilómetros del lugar del crimen.
Apilé los diferentes informes.
—La última vez que estuve en Verrières, fue con Suzanne, mucho antes del nacimiento de Éloïse… Me encanta ese pueblo y me hace mucha falta tomar el aire…
Cerré el programa de correo electrónico, apagué el ordenador y cogí las llaves del coche, mientras añadía:
—Ya has leído informes o estudios de casos de criminología. Ya sabes que los asesinos organizados, y más concretamente los de carácter perverso, evitan los paseos inútiles. Mucho, pero que mucho antes de actuar, acumulan la comida, añaden cerrojos a sus puertas, aíslan las habitaciones. Una salida supone un riesgo, ponerse al descubierto. Un vecino que viene a llamar a la puerta, las víctimas que sospechan de la ausencia y se ponen a gritar o a golpear las paredes, el miedo, también, de haber olvidado algo. ¿Me equivoco?
—No. Así es.
—De acuerdo… Calypso Bras, una de las ingenieras responsables del P3, me dijo que la miel perdía muy rápidamente las propiedades para atraer a los mosquitos, que había que recogerla diariamente. Eso implica que nuestro hombre insecto se ha visto obligado a salir de su guarida por lo menos una vez al día. Por tanto…
—Ha ido a lo más cercano… Y si vive cerca de Issy, se habrá desplazado a una de esas dos tiendas de miel…
***
Asentada al pie de las colinas, envuelta en los brazos de un valle, Verrières-le-Buisson desplegaba sus viejas murallas y sus alamedas verdes hasta las aguas límpidas del río Bièvre. Era la pequeña Provenza parisina, con aspecto de pueblo medieval donde, bajo la sombrilla de una mañana, uno podía olvidarse del negro de la goma y el barullo de los pitos. Tras más de veinte años, las calles seguían desprendiendo los mismos perfumes.
¿Y ahí? Oh… Suzanne… La tiendecita de cerámica donde habías comprado ese jarrón, con una protuberancia justo debajo del asa. ¿Su marca de originalidad, decías, su defecto encantador? Ese jarrón… ¿Qué habrá sido de él? Destellos anodinos de vida que, de repente, crecen y se convierten en fuegos artificiales desgarradores. Cuanto más nos aleja el tiempo, más me quema vuestra ausencia, queridas mías…
La granja apícola Roy Von Bart dominaba el campanario tras las colinas y las planicies. Un bonito remanso de paz, donde las abejas tenían como único límite el azul sombrío del cielo recostado sobre el azul verdoso de las cimas forestales. Una campanita despertó dos grandes ojos cuando entré en el antro de miel.
Una mujer delgada de larga cabellera gris levantó la cabeza de los cartones en los que amontonaba tarros de cristal vacíos.
—¿Señora Von Bart?
Sacó las manos de un cubo, se mojó el rostro alisado de finas arrugas antes de enjugarse.
—Sí. Perdóneme. ¿Puedo ayudarle?
Le expuse la situación. Buscaba a un hombre que hubiese comprado miel de colmena, cada día y sin tratar. Se echó el pelo ligeramente mojado hacia atrás, estimulando perfumes de flores cortadas.
—Tenemos muchísimos clientes que…
—… les encargan miel natural, lo sé. Pero intentará hacer un esfuerzo por recordarlo, porque seguramente ese individuo está casi implicado en un caso de homicidio.
Se llevó las manos esqueléticas a los labios.
—¡No puede ser!
—El hombre del que le hablo debe de tener entre veinticinco y cuarenta años, vino regularmente durante dos semanas pero desde ayer o anteayer ya no lo ve. Debe de ser fuerte, presenta quizás una peculiaridad física, un defecto en la cara… ¿No le dice esto nada?
A través de la cristalera, escudriñó la extensión de la finca, los ojos sumidos en la lejanía.
—¿Una peculiaridad física, dice? Mm… Me viene alguien a la memoria, un tipo muy original… Bueno, original no es el término adecuado, más bien diría… aparte. Mi marido y yo lo llamábamos el hombre sol.
Lo consideré con una mirada que pedía más explicaciones.
—¿El hombre sol? Empujó un embalaje bien lleno hacia un rincón antes de seguir hablando.
—Perdóneme… Sí, el hombre sol. Hace aproximadamente tres semanas, un hombre se plantó aquí con traje de apicultor. Guantes, buzo, pantalones, botas e incluso la máscara. Dijo que quería miel sin decantar y propóleos, que pagaría a buen precio si los extraía él mismo.
—¿Cómo? ¿Con traje de apicultor? ¿¡Pero!? ¿No le extrañó?
—¡Pues claro que sí! ¡Ya se lo puede imaginar! Pero me contó que era alérgico al sol, que no podía salir de día sin ir tapado de los pies a la cabeza. Una enfermedad rara, de la que me dio el nombre, el… «xeroderma pigmento» o no sé qué. ¿Tenía motivos para no creerle?
Sentí la impotencia de una planta verde en el fondo de un sótano. Había venido aquí, expuesto a la luz del día y sin embargo de incógnito.
—¿Así que nunca le ha visto las facciones?
—No, ni el menor centímetro cuadrado de piel. Ni siquiera podría decirle si era blanco o negro.
Bajo su larga frente redondeada, me calibró con una mirada viva.
—Físicamente, tenía exactamente su corpulencia. Alrededor de un metro ochenta y cinco calzado, bien ancho de espalda. Un tipo fuerte, con una voz grave, muy grave, como la de Ray Charles.
Apunté lo esencial en mi libreta. La punta del boli casi atravesaba el papel. ¡Con traje de apicultor! Maldito desgraciado…
—Deme la fecha exacta de su primera aparición.
—Mmhh… Debo de tener aún los tiques de pago… Un minuto…
Efectuó algunas operaciones informáticas tras el mostrador.
—Aquí tiene los tiques. Unos quinientos gramos de miel y trescientos gramos de propóleos, todos los días hacia las once desde el… dos de julio.
Rodeé la fecha de rojo en mi libreta.
—¿Supongo que le pagó en efectivo?
—Sí.
—¿Ninguna dirección, nombre, muestras de su caligrafía?
—En absoluto.
—El propóleos… ¿Qué es?
Señaló cremas, cápsulas, alineadas sobre los estantes.
—Un compuesto resinoso que las abejas recogen sobre las yemas y las cortezas de determinados árboles, al que aportan sus propias secreciones. Lo utilizan para reforzar la colmena, reparar fisuras, esterilizar los alveolos antes de que la reina aove. En los humanos, su absorción sirve para reforzar el sistema inmunitario. Mezclado con una preparación a base de plantas, también sirve para aliviar el reumatismo. Puro, aplicado en pomada sobre la piel, ayuda a cicatrizar más rápidamente las pequeñas heridas.
—Como las picadas de mosquitos, ¿por ejemplo?
—Exacto. Donde una picada tarda cinco días en desaparecer, sólo se necesitan dos con el propóleos. Me acerqué a los puestos y apunté los diferentes porcentajes y las propiedades farmacéuticas.
—Trescientos gramos al día, incluso para aplicarlo sobre todo el cuerpo, sigue siendo mucho, ¿verdad?
—¡Una barbaridad! Porque, por lo general, bastan unos pocos gramos. Pero el propóleos se conserva. Quizás está acumulando reservas para el invierno… O puede que tenga una tienda… Qué sé yo.
—¿Y en caso contrario? ¿Si lo consumiese a diario? ¿Si tuviese que «gastar» esos trescientos gramos?
Continuó con sus quehaceres, manteniéndose de cara a mí. Tarros en las cajas de cartón.
—No se me ocurre. Antiguamente, se usaba para otros propósitos, pero son tiempos pasados. No vale la pena que…
—Me interesa…
Se levantó y se llevó las manos a las caderas, como si tuviese una punzada en el costado. Una mueca le tensó los elevados pómulos.
—Perdóneme… Un asqueroso dolor lumbar…
—No se disculpe… Tómese el tiempo necesario.
Se postró sobre una silla de mimbre.
—El…, el propóleos es famoso por sus propiedades antisépticas y anestésicas, muy potentes, mayores que la novocaína. En la época de los faraones, se empleaba para evitar la putrefacción y embalsamar a las momias. Más adelante, especialmente durante las guerras invernales, se calentaba para hacerlo fluir al interior de las heridas. Al enfriarse, actuaba como pantalla aséptica que, además de evitar la infección, detenía la hemorragia. Una solución difícil de aplicar en verano, porque al menor rayo de sol, el propóleos se funde y la sangre se escapa del cuerpo.
El corazón me latía con fuerza en el pecho. El propóleo… El hombre sol, el hombre insecto, es decir, el asesino; seguro que no lo había adquirido para protegerse el organismo de las bacterias, ni el de sus víctimas tampoco. Entonces, ¿con qué propósito? ¿Acelerar el proceso de desaparición de las picadas de mosquito? Seguramente, pero sólo en parte. Trescientos gramos diarios es una cantidad demasiado grande.
«Embalsamar…». «Detener las hemorragias…». Viviane Tisserand no presentaba ninguna herida, su marido sólo una, en el pectoral, limpia y suturada con hilo de seda.
Todo el propóleos no les estaba destinado. Su hija… ¿Con qué propósito?
Mientras tomaba un montón de notas, proseguí con las preguntas:
—Descríbame su coche, con la mayor precisión posible. Color, modelo, características. Y le pago una caja de champán si me da el número de matrícula.
Señaló unas frondosidades imponentes, más allá de las cristaleras.
—Se lo va a ahorrar, el champán. Ningún vehículo.
»Llegaba a pie, pasando por un pequeño sendero que transcurre por el bosque y desemboca en una carretera nacional. Hay un aparcamiento, a unos quinientos metros del otro lado. Seguramente aparcaba ahí.
Me chirriaron los dientes. Ese desgraciado había sabido tomar precauciones. ¿Acaso se esperaba nuestra visita, tarde o temprano? La apicultora, de repente, midió el alcance de sus palabras: un criminal, quizá, entre sus colmenas. Se puso pálida, se quedó un instante sin reacción, los dedos temblorosos. Carraspeé y sus ojos volvieron a fijarse en mí.
—Cuénteme todo lo que se le pase por la cabeza, lo que recuerde. Su comportamiento, su manera de hablar, de moverse. ¿Era parlanchín o más bien discreto? ¿Parecía tranquilo o nervioso?
Sacudió la cabeza, confundida.
—Lo…, lo siento, pero estamos en pleno período turístico. He tenido muchísimo trabajo con la tienda, las grandes mieladas… Tendrá que preguntar todo eso a mi marido. Durante la recolección, bien tuvieron que hablar de algún tema, y otros…
Le dejé una tarjeta de visita sobre el mostrador.
—Muy bien, pero en cualquier caso, que le quede claro que la policía va a ponerse en contacto con usted muy pronto.
Respiró profundamente.
—Sólo me faltaba eso…
Me hizo cruzar la trastienda, descorrió el cerrojo de una puerta que daba a un arco iris de flores, varias hectáreas cercadas por paredes de verja.
—Va a ponerse este traje y un sombrero trenzado —dijo aludiendo a un conjunto de color blanco crema doblado sobre una mesa—. Siga ese sendero, encontrará las colmenas a doscientos metros, y sin duda alguna a mi esposo. Las pecoreadoras están en pleno trabajo, no las estorbe con grandes gestos o se pondrán agresivas.
Llenó un jarrón de tierra con agua del grifo.
—Beba un buen trago antes de salir. Una vez comprimido en las protecciones, se morirá de calor. Y, una vez ahí, le desaconsejo vivamente que se las quite…
Tras haberme puesto el traje de hombre del espacio, empezó a hablar, con un puño sobre los labios:
—Sus espaldas… ¡Tenía exactamente las mismas espaldas que usted! Así vestido, nada le diferencia del hombre que busca…
Me adentré en torrecillas de arbustos, lazos de helechos y flores de tallo alto. En todos los frentes las abejas estaban en plena faena, con el tórax repleto de polen.
Al final de esas vegetaciones exacerbadas, el espacio se resquebró y desveló una alineación de colmenas negras de vida. Una ciudad voladora palpitaba bajo el sol, poblada de minitorpedos pardos y amarillos que salían de edificios con ventanas de alvéolos. Un cosmonauta, inclinado sobre una de las colmenas, propulsaba un denso humo en el corazón de la ciudad presa del pánico. Se quedó paralizado al verme, miró el reloj antes de hacerme suaves señas con la mano.
—¡Llega pronto! ¡Ayer le estuve esperando! Tengo una bonita colmena para usted. ¡Con miel reciente!
Unas gotas saladas me hinchaban las cejas, la boca ya se me secaba. Me acerqué ligeramente, sin soltar palabra. El rostro de verja me encajó la mano y designó una cabañuela.
—Escuche —susurró—, voy a devolverle sus cositas. Es muy amable por su parte, pero… no las necesito, es demasiado arriesgado y… deshonesto.
Baile de máscaras. Me tomaba por el otro. Entré en el juego, me encogí de hombros y separé las manos enguantadas, como si dijese «¿Por qué?». Unos insectos de dardo poderoso se me posaron en la rejilla, a pocos centímetros de la nariz. Tuve que morderme la lengua para no gritar.
—Si hago eso, se…, acabarán por sospechar y entender que viene de mí —confió el hombre en el tono del secreto—. No, no, no puedo… Lo siento, no quiero esos horrores aquí, así que lléveselos o voy a deshacerme de ellos…
El tipo estaba tan nervioso como sus abejas. Rascó con una banda de caucho los aguijones que tenía hundidos en la mano y me invitó a seguirlo a la cabaña, donde gruñía un calor de horno. Una púa de hierro ardiente me quemaba en la garganta.
El hombre se quitó la máscara y desveló un rostro de cráteres. El fuego lo había consumido en el cuello y hasta la punta de la barbilla, imprimiendo su surco cruel.
Hundió las manos en un cubo de agua, se las llevó al rostro atormentado e indicó una lona de plástico opaco.
—Están ahí debajo. Lléveselos —repitió.
Se mantenía apartado, con esa expresión devastada de los animales acorralados. ¿De qué tenía miedo? Me sostuve con una viga de madera, a la altura de una persona. Se me emborronaba la vista, el cuerpo entero se me rasgaba en jirones de agua. Tras dos o tres inspiraciones, avancé con prudencia y, con la punta, pero realmente con la punta de los dedos, levanté la tela plastificada.
Me esperaba a Goliat, y me encontraba a David. Dos pésimos escarabajos intentaban escalar las paredes de cristal de un tarro cerrado. Imposible disimular durante más tiempo, iba a reventar, ahogado, descompuesto. Me quité las protecciones, volví un segundo en mí y esgrimí mi placa de policía.
—¡Ah…, ahora me va a explicar… a qué… viene todo este follón!
Von Bart soltó la máscara de golpe al suelo. Se le abrió la boca, inmenso pozo de incomprensión.
—Es… ¿Era policía? ¿Desde el principio? Pero… ¿Qué significa eso? ¡No he hecho nada!
Estaba perdido, desconcertado y abatido. Le temblaban las mejillas. Señalé los coleópteros.
—¿Quién se los ha dado?
Cuando entendió que no trataba con la misma persona, se le relajó el pecho. Me volvió a servir el mismo discurso que su mujer. El tipo con traje de apicultor, afectado por una alergia al sol, que nunca se había quitado el traje. La recogida diaria de miel y propóleos.
—Tengo la impresión de poseer una bomba —dijo Von Bart—. Es increíble que existan esas porquerías.
Hablaba con asco.
—¡Explíquemelo!
—Son «pequeños escarabajos de las colmenas», unos parásitos temibles cuya existencia yo mismo ignoraba. Se reproducen a una velocidad espeluznante, las larvas matan la cresa de abejas, se alimentan de polen, miel y de los huevos de la reina. Los adultos son capaces de detectar los enjambres a varios kilómetros de distancia, colonizan las colmenas y las destruyen en menos de un mes. Toda una matanza.
Me incliné hacia el tarro y me incorporé enseguida.
—¿En… en qué región… viven? —balbuceé, una mano sobre la frente ardiente.
—¡Qué país, querrá decir! ¡Sólo se encuentran en lo más profundo de África y en Australia! No sé cómo las consiguió ese tipejo, pero la realidad es ésa.
Estaba empapado de mi propio sudor. Me zumbaban moscas en los oídos y se me oscurecían las retinas. El calor me aplatanaba tanto que tuve que quitarme la chaqueta rápidamente y sentarme sobre una esquina de la mesa.
—Perd… óneme un… instante…
Me apoyé sobre los muslos, inspiraba, expiraba. Inspira, expira. Una bofetada líquida me golpeó el rostro.
—No tiene buena cara —dijo Von Bart, tras haberme echado un torrente de agua sobre la cabeza.
—Es… estaré… bien…
Me levanté, tambaleándome. Los escarabajos… Los parásitos… África…
—¿Qué podría haber hecho con esos… bichejos?
El apicultor se acercó a una ventana y describió un arabesco con el brazo.
—Matar a la competencia, comisario. La granja de miel de Sceaux posee dos veces más colmenas que nosotros, lo que le permite proponer tarifas más atractivas en todos sus productos. Cera, miel, propóleos, jalea real. Una explotación apícola es una empresa muy frágil. Las condiciones meteorológicas, los parásitos, como el varroa, no nos facilitan el trabajo. Es difícil sobrevivir.
—¿Qué… sabe de ese individuo?
—Entablé… cierta amistad con él. Sabía más que nadie, me ha contado cosas que no había oído en mi vida. Me habló mucho de las abejas asesinas de África, de su capacidad para diezmar cualquier manada en menos de una hora. Era… espantosa y apasionante, esa manera de enfocarlo todo hacia la muerte, la destrucción. Estaba totalmente convencido de que un día u otro los insectos barrerían la humanidad. Son mil millones de veces más numerosos que la totalidad de los seres humanos, me decía, tan sólo la masa de hormigas es superior a la de todas las personas reunidas, ¿se lo imagina? Me hablaba de la multiplicación de las arañas, de la violencia de los venenos, de esas plagas que causaban pérdidas inmensas.
—¿Qué plagas?
—El paludismo, las invasiones de langostas, los pulgones.
—¿Los… pulgones?
—Todas esas especies disponen de un arma difícil de vencer, su increíble fecundidad. Los pulgones, además de ser los mayores ponedores, son partenogenéticos, sus hembras no necesitan fecundación. Así que aovan sin cesar. Los jóvenes, a los pocos días tan sólo, aovan a su vez y así progresivamente. Entramos en el mundo terrorífico de las progresiones geométricas; sólo sus depredadores naturales, las hormigas, consiguen vencerlos. Sin ellas, la humanidad habría sido aniquilada desde hace tiempo… Ahora bien, los hombres buscan erradicar a las hormigas y los pulgones resisten cada vez más a los insecticidas. Se está rompiendo el equilibrio, ese tipo era perfectamente consciente de ello.
Me ofreció una botella de agua. Le di las gracias con un movimiento de barbilla antes de tragar varios sorbos.
—Siga, por favor…
—De ahí vino a hablarme de esos escarabajos, de su increíble poder destructor. Me confió que podía conseguirlos cuando quisiese, bastaba que se los encargase. ¿Por qué me habló del tema? Es un misterio… El caso es que el último día en que le vi, me los trajo anunciando, con esa misma voz grave, ahogada: «Regalo. Póngalos cerca de una colmena y harán el resto…».
Le rechinaron los dientes, círculo blanco en el corazón de un rostro de llamas. Se apoderó del tarro, lo abrió, lo forró con un trapo, dispuesto a aplastar a sus inquilinos.
—¡No…, no… toque nada más aquí! —ordené tendiendo la palma—. Van… a venir policías… para… tomar huellas… Repetirá… todo eso delante… de un oficial…
Me llevé las manos a la cabeza, mientras añadía:
—Aún no me lo puedo creer… Dos bichitos capaces de diezmar miles de abejas y el trabajo de toda una vida… Su tipo…, de oírlo hablar, puedo asegurarle que creía realmente en su teoría…, un verdadero fanático…