«—Éloïse te sigue llamando, Franck. Cada vez es más difícil soportar sus llantos. Constantemente me repite que es culpa mía.
»—No, es culpa mía, cariño. Debería haber velado por vosotras. Todo es tan… doloroso para mí… Me gustaría tanto estar a vuestro lado. Ya nada tiene sentido aquí…
»—Hace frío y está oscuro a nuestro alrededor. ¿Por qué es así? ¿Qué ocurre, Franck? ¿Acaso hemos hecho el mal? Tengo frío… Tengo frío… Hay…, hay como presencias, a nuestro alrededor. Son… ¡Dios santo!
»—¡Suzanne! ¿Qué os está ocurriendo? ¡Suzanne!». Un grito. Oscuridad. Agua, por todas partes. Mi sudor. Jadeos. Los trenes. Bólidos en fusión que se arrancan las entrañas. En el agujero de la oscuridad, todos los miembros me temblaban, enlutados de frío. Una pesadilla…
La voz surgió.
—¡Mi querido Franck! ¿Qué te ocurre?
Un balazo en el pecho. Esa voz… ¡No! ¡No puede ser! Palpé el interruptor. Se erguía delante de mi cama, en bata, las manos pegadas al cuerpo. La pequeña del libro de Fantomette. Los ojos le brillaban con una luz plateada, el pelo, impecablemente peinado, le caía sobre los hombros. Se acercó más.
—¿Vas a morir?
Me protegí las pupilas de la luz cegadora. Mi reloj. Las tres de la madrugada… Ese sueño espantoso, con sabor a realidad. Suzanne en peligro. Presencias, a su alrededor y de Éloïse… Sacudí la cabeza.
—¿Co… cómo?
—La enfermedad, en tu estómago. ¿Te matará?
La corrosión de la sal sobre las retinas. Las perlas que gotean de la frente.
—¿Cómo has…?
… Entrado…
Había dejado la puerta sin cerrar, con la voluntad secreta de verla aparecer para que, cosa imposible, me acompañase hasta dormirme. Y de repente, surgía de las tinieblas, en el corazón de los raíles, tan erguida como la figurita de un pesebre. Corté la corriente de la red y me senté sobre la cama, atontado por un despertar demasiado brutal. El pecho me vibraba bajo la cabalgada del corazón.
—No… ¡No puedes venir de noche a mi casa, así!
—Mamá está en el trabajo. No me gusta quedarme sola.
—Yo… Tu madre… Mañana, tengo que pillar a tu madre. Esto no puede seguir así… ¿Qué…? ¿Qué pensará la gente? ¡Piénsalo! ¡Piensa un poco si alguien te ve venir aquí! ¡Podría tener serios problemas!
Apuntó con un dedo acusador.
—¡Es culpa tuya! ¡Eres tú el que ha dejado abierto! ¿Me invitas y ahora me pides que me vaya?
Uní las manos a lo largo de mis calzoncillos, cabizbajo.
—No es eso, pero… Tienes una mamá. Es ella quien debe ocuparse de ti… ¡Y los niños no deben pasearse de noche! ¡Es peligroso!
Cerró la boca, inmóvil, frente a mí. Llevaba unos bonitos botines encerados. Botines rojos con una bata, una idea curiosa.
Quise ponerle la mano sobre el hombro, pero se apartó, el rostro impenetrable.
—Escucha —susurré—. Voy a acompañarte hasta tu apartamento, ¿vale?
No hubo respuesta. ¿Pero qué quería esa maldita niña? Su madre me oiría, ¡vaya si me oiría! Tras un bostezo diabólico, me dirigí hacia la cocina arrastrando los pies. Notaba sus pasos de ratoncito, detrás de mí. Mientras servía leche para ambos, una palabra me volvió de repente a la mente.
Me agaché y le tendí un vaso:
—Me has dicho que estoy enfermo, antes. ¿Por qué?
Giró la cabeza, rechazando la leche.
—No has parado de tener pesadillas —me confió—. Has contado muchas cosas… ¿Qué es esa historia de roble y fresno?
—Me… ¿has mirado dormir? ¿He hablado del roble y el fresno?
—¡Sí! ¿Qué es?
—Un secreto, entre mi mujer y yo, que no quiero compartir…
—Sé más de lo que crees.
El niño que vela por el adulto, el mundo al revés. ¿Qué tenía que ver en esto? ¿Todo el simbolismo sobre el desorden de mi vida? ¿O, en definitiva, se reflejaban, en esos ojos húmedos, las debilidades de un padre venido a menos?
—Nadie tiene que saber que estoy enfermo, ¿de acuerdo? ¿Podrás guardar silencio? Sólo me ha picado un mosquito malo y me voy a curar, porque estoy tomando un medicamento.
Se escupió en las manos.
—¡Prometido!
—Estupendo. Ahora… Vamos a bajar a tu casa…
Sacudió con fuerza la cabeza.
—¡No y no! ¡Ahora no! Yo… —lo observaba todo a su alrededor—. ¡Tengo que curarte! ¡Si no, te morirás! ¡Lo sé!
Me encogí de hombros, aunque leí en su rostro un pánico increíble.
—Que no, no voy a morir. Ya te lo he dicho. Tengo medicamentos, todo irá bien.
Se giró con esa impaciencia dura de los felinos enjaulados.
—¡Lo sé! ¡Sé como curarte! La sangre… Es tu sangre la que está enferma. Todo saldrá de aquí. ¡Hay que pararlo todo! ¡Rápido, muy rápido! Si no hacemos nada, se propagará por todo tu interior. ¡Te matará, te matará y me dejarás sola!
Hablaba sola, iba, venía, volvía a ir, en el movimiento perpetuo de esos sabios locos que buscan sin encontrar.
—¡Para de moverte así, vas a volverme loco!
—Te morirás… ¡Es Éloïse quien me lo ha contado! Te llama, Franck, te llama a su lado, ¡pero me niego a que me abandones! No tienes que marcharte, ¿lo entiendes? Una solución… Una solución… ¡Rápido! ¡Rápido! La sangre… Todo vendrá de la sangre…
El tornado moreno empezó a abrir los armarios, la puerta de la nevera, los cajones.
—¡Pero para ya! ¡Y para de pronunciar el nombre de mi hija! ¡Para, te lo ruego!
—¡La sangre! ¡La sangre enferma!
Se tiró sobre la luz y la apagó. La oscuridad total. Ruidos de chatarra. Un silbido. Un soplo. La mordedura del acero sobre mi brazo. El dolor que me dobla.
Ruido, sobre el suelo. Flop, flop. Un líquido pegajoso que me corre por el codo. Me levanté, lancé los dedos hacia la pared. El interruptor.
Rojo. Rojo por todas partes. Un corte, sobre la muñeca. Vertical, entre dos venas. El ojo de poli concluyó que era una herida superficial. No necesitaría sutura. Menuda suerte.
La niña había desaparecido, el cuchillo de hoja grande yacía en el suelo, sangriento de vida. Me enrollé un pañuelo alrededor de la muñeca y apreté con toda mi fuerza con la otra mano.
Y lloré, lloré sin contenerme, abatido por esas preguntas sin respuesta.
Me había agredido. ¿Por qué? Violencia instantánea. Comportamiento imprevisible. Miedo a la soledad. Abandonada a su suerte, noche y día. Sin padre, madre ausente. ¿Cómo no iba a perder el control? Tras haberme puesto un apósito, bajé a la planta baja, enfurecido contra esa progenitora irresponsable. Puerta siete. Cerrada.
—¡Abre, pequeña! ¡Abre la puerta!
No me abrieron. Subí refunfuñando, con los puños apretados. La niña estaba enferma y nadie se ocupaba de ella. Mañana, la madre se enfrentaría a mi furia.