Capítulo 10

Charles Diamond me esperaba sobre sus piernas igual de cortas, en su blusa igual de larga. Era un hombre interesante, muy instruido, que hablaba de esas minúsculas entidades con una pasión casi indecente. Tuve derecho a una pequeña exposición sobre la mosca tse-tsé, el bichito responsable de la enfermedad del sueño, antes de que me acompañara a las puertas de un ascensor ubicado tras dos compuertas protegidas por identificación retiniana. Unas cámaras se clavaron sobre nosotros.

—Calypso Bras lo espera en el sótano…

Me presionó el pecho:

—Conserve siempre esta identificación sobre usted, pase lo que pase y, sobre todo, siga las instrucciones. Va a penetrar en zona P3, donde se manipulan microorganismos patógenos peligrosos. Verá, en la parte más subterránea del laboratorio, insectos infectados evolucionar en condiciones cercanas a su medio natural. Paludismo, fiebre amarilla, dengue, encefalitis japonesa, ¡gente guapa! Infórmese, hágase una idea y vuelva a subir. Le esperaré. Dispone de una hora…

Bajada del ascensor… Embarque para otro planeta, un mundo hostil donde el ser humano, el mayor depredador de la historia, se veía relegado a la más inofensiva de las presas. Con el Glock y la placa de policía, tenía la impresión de parecerme a un inmenso chiste. Calypso Bras, ingeniera responsable del sector informático del P3, era una senegalesa tan grande como Diamond era pequeño. Bajo la luz pálida de los techos, su rostro liso jugaba con los reflejos, recordando, en parte, a las maderas preciosas de África. Desde lo alto de sus largas piernas, navegaba entre dos mundos, el de la mujer autoritaria, fuerte tras el gorro, las zapatillas y la bata, y el de esas tierras salvajes, tejidas de relieves imprevisibles.

Me explicó el procedimiento mientras me tendía un uniforme de marciano.

—Va a sufrir una molestia auditiva bastante importante, porque vamos a pasar por dos cámaras despresurizadas. En caso de comunicación accidental con el exterior, esas depresiones provocan entradas de aire que hacen retroceder a los agentes infecciosos hacia el fondo del laboratorio. Le aconsejo que se tape la nariz y…

—Sople por las ventanas de la nariz. Lo sé. He hecho bastante submarinismo…

Asintió. Mientras me disfrazaba, marcó un código y giró dos manetas de forma simultánea. Un silbido de aire…

Y a pesar de la nariz tapada, un buen dolor en los oídos.

—Ya está —dijo tras unos instantes—, ya puede respirar con normalidad. ¿Ha sido muy doloroso?

—Lo he pasado peor.

—Sígame, vamos a dirigirnos hacia el insectario. Tan sólo toque con la mirada. Si le carcomen preguntas, no dude en planteármelas. Ahora, levante los brazos y cierre los párpados. Estas duchas le rociarán varios repulsivos. Es inodoro…

Acaté las órdenes, acogotado por el miedo empalagoso del niño que se aventura en su primer túnel del terror.

Bajo los chorros de aire, avanzamos por largos pasillos de cristal irrompible, cortados por pesadas puertas metálicas.

Al otro lado, hombres con escafandras naranjas evolucionaban en salas selladas del suelo al techo. Tras las pantallas de control, otros tipos los observaban, a los que a su vez seguían cámaras murales. El vigilante que vigila al vigilante que vigila al vigilante, todo vigilado por un vigilante. —Menos visible que sus balas de revólver y mucho más mortíferos— sonrió Bras mostrándome tubos de ensayo llenos de cultivos. Entorné los ojos.

—Llevamos a cabo el mismo tipo de lucha, pero nuestros asesinos son más… expresivos… Saber que esos organismos pueden estar en manos de chalados… es para estar asustado.

Avanzaba con paso seguro; yo no.

—No es realmente el bioterrorismo lo que más nos alarma. El gobierno Jospin puso en funcionamiento planes de envergadura, como Biotox para la viruela, o simulaciones del tipo Piratox en el metro de París. Las aguas están protegidas mediante el cloro, que aniquila las toxinas botulínicas; hay reservas de vacunas contra las grandes enfermedades contagiosas como la fiebre tifoidea, que están a punto para distribuirlas a todos los hospitales ante la menor alerta. No, nuestro temor real proviene del «psicoterrorismo». Envíe a unas cuantas personas bien escogidas sobres que contengan ántrax y ya está. Sin embargo, la enfermedad del carbón no es contagiosa, se cura con antibióticos y sus vectores son muy difíciles de cultivar. Aun así, la psicosis permanece.

—Como la que podrían provocar nuestros estimados anófeles. La angustia injustificada de un paludismo francés. Por eso es tan importante guardar el secreto. Bras se puso a susurrar.

—Si supiese todo lo que ocurre, sin que les informen… ¿Se acuerda de Menad, uno de los hijos del imán Chellali Benchellali, que había fabricado ricina? La parte visible de un gigantesco iceberg terrorista, la red chechena. Lo hacen público cuando lo desmantelan; es decir, en menos del cinco por ciento de los casos. Si no, lo acallan…

Asentí, convencido.

—Hábleme de esa variedad de mosquitos. Si no existen en nuestro país, ¿cómo puede ser que hayamos encontrado varios centenares en casa de los Tisserand?

—A decir verdad, ocurre a veces que un puñado de anófeles se introduzcan en nuestro territorio, por falta de controles sanitarios. Viajan en las bodegas de los aviones antes de dispersarse por los alrededores de los aeropuertos. Se censa una docena de «paludismo de los aeropuertos» cada año. En el mes de mayo pasado, una mujer que vivía a quince kilómetros de Roissy contrajo el Plasmodium malariae sin haber salido nunca de suelo francés. Aparecen otros casos, inexplicados pero muy raros. Hace dos años, un hombre murió de paludismo, a seiscientos metros de altura; nunca se había movido de su pradera… Se emite la hipótesis de cepas multirresistentes, vehiculadas por los vientos o los medios de transporte. Pero los servicios de salud están de acuerdo en pensar que todo es muy vago.

Al final del pasillo interminable, marcó otro código.

—En cuanto a la cantidad recogida en casa de esa pareja… Esos mosquitos no pueden haberse importado en el equipaje. Aunque, por insensato que pueda parecer, estoy convencida de que provienen… de cría.

—Una cría… Como para las esfinges de la calavera…

Bras puso sus grandes ojos negros como platos.

—¿También ha descubierto mariposas?

—Siete mariposas cada vez, cerca de las víctimas… ¿Es posible robar agentes infecciosos en sus locales?

Levantó los brazos.

—¡Mire a su alrededor! ¡Todas esas cámaras! Sin olvidar las duchas de descontaminación, obligatorias, la despresurización y los diferentes controles antes de volver a subir a la superficie. ¡Es imposible!

—Nada es imposible… ¿Cuántos laboratorios de este tipo existen en Francia?

—Un solo P4, en Lyon, sobreprotegido e inaccesible, y un pequeño centenar de P3. Si sólo se toman en consideración los que se dedican a la parasitología, el número desciende a una decena, de los que sólo hay uno en París, el nuestro.

Anoté toda la información que pude. Llegamos al insectario, una jungla tropical bajo el asfalto parisino.

Tras las paredes de plexiglás retozaban tejidos de clorofila, lazos de lianas murmurantes. Nubes negruzcas de insectos libaban sobre charcas de agua, verde de tanto estancarse, mientras en el hueco de las ramas, unos capuchinos realizaban amplias mímicas curiosas.

—¿Por qué los monos?

—Es complicado. Digamos, para simplificar, que intentamos comprender cómo intervienen en el modo de propagación. Mire, esos primates son todos portadores del Plasmodium y, sin embargo, están perfectamente saludables. Un ser humano estaría muerto desde hace tiempo.

Apoyó la mano sobre un cristal. Un macho se precipitó para poner en el espejo sus cinco minúsculos dedos. Un intercambio inexplicable se operó entre el ser de pelo y el ser de ébano.

—Además —añadió—, suministran la sangre a los insectos.

Efectivamente, algunos insectos se bamboleaban, con el abdomen repleto de hemoglobina. Señalé un charco plagado de larvas y pregunté, rascándome el pelo:

—Si se excluye el robo en laboratorio, ¿es posible criar a sus propias colonias de anófeles?

Bras dio un vistazo a un ordenador en el que destelleaban miles de cifras antes de apagar la pantalla.

—Humedad, calor, sangre, el trío diabólico. Se necesitan aguas estancadas para la proliferación de las larvas que viven en medio acuático. Para el calor, no hace falta buscar muy lejos. La canícula… En cuanto a la sangre… Ratón, gato, perro, mono. Cualquier animal es válido. El resto se hace solo. Una hembra pondrá sistemáticamente doscientos huevos cada tres días en lo que dure su vida; es decir, un mes.

Estuve a punto de tragarme la lengua.

—Qui… Quiere decir que… ¿En pocas semanas, a partir de un macho y una hembra, uno puede fabricar un ejército de miles de insectos asesinos?

Desveló una sonrisa mitigada.

—¡Uy, uy, uy! ¡Qué va! ¡La trasmisión del parásito no es vertical, las larvas siempre nacen sanas! ¡Gracias a Dios! ¡Si no, la raza humana habría sido aniquilida hace tiempo!

Fruncí el ceño.

—Sin embargo, el profesor Diamond hablaba de un cuarenta por ciento de anófeles infectados…

—Es turbio, en efecto. La única posibilidad para un espécimen de convertirse en portador es extraer sangre de un ser humano que sea él mismo portador del paludismo.

Me costó tragar. Dije, con voz temblorosa:

—¿Sabe que hemos descubierto a una mujer muerta de esa enfermedad?

—Por supuesto. En una iglesia, ¿verdad?

Mi mente se nubló. Mi cuerpo respondió a esos pensamientos con un intenso escalofrío.

—¿Se encuentra bien, señor Sharko?

Me apoyé contra una pared.

—Discúlpeme… No he dormido mucho. Y… no todos los días se entera uno de que quizá morirá de paludismo.

Se quitó el gorro, desplegó su increíble cabellera de jade antes de volver a ocultarla bajo la protección de algodón.

—Por el momento no corre ningún riesgo. Si en efecto está contaminado, el parásito está en fase de incubación. El tratamiento que sigue es muy eficaz, debería acabar con él muy rápidamente.

—Sí, debería. Con la condición de que los anófeles no sean resistentes y que no forme parte del porcentaje de incurables. ¿Es así?

—Es una manera de pintarlo todo negro, sí.

Con dificultad, conseguí meterme de nuevo en el caso.

—Según el forense, la víctima había ingerido grandes cantidades de miel. Atrae a las esfinges, ¿ocurre lo mismo con los mosquitos?

Asintió.

—La miel de flores, en estado natural, contiene ácido láctico, un compuesto orgánico que excita a los mosquitos y los atrae. Sin embargo, la miel absorbida, por su importante contenido en azúcares, la asimila muy rápidamente el organismo. El ácido láctico que transporta atraviesa los poros de la piel, al igual que las sales minerales, la vitamina C o el amoníaco, y va a parar al sudor. Es la picada asegurada.

A pesar del color de su piel, vi a Bras palidecer.

—Entiendo adónde quiere llegar… En su opinión, ¿esa mujer habría servido de… reservorio de Plasmodium?

—Cultive anófeles sanos, secuestre a una persona que sabe que está infectada de malaria y suelte una tropa de insectos sobre ella… Para aumentar las probabilidades de picaduras, atiborra a la pobre desgraciada de miel y… la afeita de pies a cabeza. Cráneo, cejas, pelo púbico. Y, cuatro o cinco días antes de la muerte presentida de la presa, y porque dispone de una reserva innombrable de vectores, la aísla. Las picaduras de mosquitos desaparecen, sin dejar rastro sobre el cuerpo, pero un gran trastorno en mis investigadores… Todo cuadra a la perfección…

No me atrevía a imaginarme el calvario de la muerta. Durante días, salvas monstruosas le habían torpedeado el rostro, la cabeza, el sexo, chupándola por todas partes, escalando las cuerdas de sus miembros atados. ¿Cuántos días había sufrido? ¿Cuánto?

Bras ya no sonreía, sus labios prietos delataban un malestar evidente. Su mirada se perdió en dos capuchinos que despiojaban a un tercero. Finalmente, anunció:

—¡Si el paludismo de su víctima se declaró, debe figurar obligatoriamente en su historial médico! ¡Busque a las personas que tuvieron acceso a ese historial, médicos, epidemiólogos, personal hospitalario, informáticos! ¡Encontrará a su hombre! ¡Tienen que interrogarlo a toda costa!

Hice crujir mi perilla.

—No creo que sea tan fácil…

—¿Y por qué no?

Pensaba en el mensaje grabado hacía tres meses en lo alto de la columna.

«El tímpano de la Cortesana», en referencia a la asesinada… «El abismo y sus aguas negras», camino literario hacia su marido… Desde hacía un trimestre, «el hombre mosquitos» iba tras la pareja Tisserand, sabía que la esposa es a través de quien «la plaga se extenderá». Desde hacía un trimestre, cuando el paludismo no tratado podía matar en diez días.

—Cuando secuestró a Viviane Tisserand, estaba totalmente sana…

—Pero…

—Se lo inoculó…

Señalé el insectario de anófeles.

—… Imagínese. Uno o dos especímenes infectados, traídos de forma intencionada de un viaje, la pican y la contaminan… Mientras el parásito se incuba en el hígado de Viviane, nuestro hombre cultiva sus colonias. Las hembras ponen, los huevos eclosionan, las larvas crecen y se convierten en mosquitos. Diez días después, Tisserand está «lista», tiene la sangre infectada. Le quedan unos quince días de vida. Durante unos días, miles de insectos van a desfilar por su cuerpo… Y convertirse así en portadores…

Me llevé las manos a la frente.

—Es espantoso —dijo Bras—. Su razonamiento, aunque simplificado, se sostiene perfectamente.

—¿Por qué simplificado?

—Hay sincronismos perfectos que respetar para que un anófeles se infecte y se convierta en infectante. Intervienen numerosos parámetros. La edad de las hembras, los tiempos de incubación, los ciclos de reproducción a la vez en el insecto y el humano, todo regulado por condiciones exteriores. Con un cuarenta por ciento de contaminantes, obtiene un muy buen «resultado», si me permite decirlo así. Su asesino no es cualquiera…

—¿Podría tratarse de alguien del sector?

—Cualquiera en contacto con los insectos. Ayudante de laboratorio, investigador o también apasionado…

Echó un vistazo inconsciente a la cámara y desbloqueó la puerta de salida.

—Pero esté seguro de algo: uno no puede frecuentarlos sin que se impongan en su vida. Son misterio, extrañeza, sueño, presentan combinaciones de formas al infinito, con juegos de colores de lo más extravagante. No existe ninguno, entre todos los científicos que encontrará aquí, que no posea un insectario en su casa o colecciones completas de obras sobre la materia. Para Diamond, son los fásmidos. Drocourt, su asistente, posee un vivero en el que cría a más de treinta especies de mariquitas. Para su hombre… Quizá son las mariposas… Pero… Las esfinges son bastante raras, sobre todo en esta región.

—¿Cómo ha conseguido las orugas de origen, en tal caso?

—Con tiempo y paciencia. Recorriendo los campos, los bosques, en las estaciones adecuadas… También existen lugares donde los aficionados se encuentran, para comprar o vender especímenes. Todo un mercadillo de bichitos…

—¿Y las tiendas especializadas, como en las que se pueden conseguir arañas?

—No son insectos, sino arácnidos, con ocho patas. No, los comercios de los que habla se dedican a la terrariofilia. Reptiles, anfibios, saurios, invertebrados… Nada que tenga relación con los insectos, que sólo interesan a los verdaderos entusiastas, los entomólogos.

Llegamos frente al ascensor.

—Una última pregunta. Hablaba de miel no tratada, antes. Quiere decir… ¿miel de apicultura?

—¡Ah, ya veo! ¡Una vía de investigación seria, debería haberlo pensado y hablarle antes de eso! Con lo que no habría sido un poli de maravilla…

Pulsó el botón de llamada, la mirada turbia.

—Las transformaciones químicas debidas a la acción del aire sobre la miel segregada hacen que pierda rápidamente el contenido en ácido láctico, diría que en unas doce horas. Pasado ese lapso, la miel, como ya no tiene ácido, seduce tanto a los mosquitos como un diente de ajo. Así que si su tipo efectivamente ha utilizado la miel para atraer a los anófeles, entonces puede estar seguro de que la ha recogido directamente de la colmena, día a día…

En efecto, se abría una pista. Pero reforzaba el horror de lo que era realmente el asesino. Un monstruo. Porque no se conformaba con matar. Llevaba la perfección de sus crímenes al detalle más ínfimo, los trabajaba, los perfilaba, como verdaderas obras de arte.

Y componía, con la muerte…, un lienzo magistral…