A las tres en punto, Leclerc nos reunió en una sala de consulta del laboratorio parasitario. Del Piero, Sibersky, tres técnicos de la policía científica, dos inspectores y yo mismo.
Una bruma de inquietud corría por las miradas, porque a un grosor de pared, tipos de blanco echaban el ojo en microscopios electrónicos o inyectaban malos besos químicos a ratones. Allí, en pleno corazón de la capital, se estudiaban los ciclos epidemiológicos de las enfermedades parasitarias de transmisión vectorial. Se investigaba para entender, por ejemplo, por qué determinados animales infectados, los vectores, escapaban de las enfermedades mortales para los seres humanos.
En esos territorios de baldosas blancas, puertas blindadas y rostros enmascarados, olía a esterilizado, a demasiado limpio. Apestaba al peligro invisible.
El comisario de división carraspeó para aclararse la voz. La frente le sudaba a gotas gordas.
—Voy a retomar las explicaciones desde el principio, porque no disponéis todos del mismo nivel de información. Los análisis de sangre de Viviane Tisserand, la víctima del confesionario, así como las últimas conclusiones de la autopsia, han desvelado que había fallecido de una de las formas más violentas de la malaria, lo que llaman la malaria maligna o cerebral. El parásito se escondió en su hígado durante diez días, en fase de incubación, antes de liquidarla en menos de quince días. Como dijo Van de Veld, se trataba de una verdadera bomba de relojería.
Una ola de espanto recorrió la sala. Cada uno, de forma inconsciente, se rascó un brazo, una pierna, la nuca. Vi a Sibersky descomponerse.
Leclerc continuó.
—La malaria, «el mal aire», se propaga mediante unos mosquitos particulares, los anófeles. Es esa especie que nuestros ayudantes de laboratorio han encontrado en Chaume-en-Brie, en la casa de los Tisserand. Esos insectos inoculan la enfermedad al tomar su almuerzo de sangre.
El comisario de división estaba acostumbrado a los golpes duros, pero, esta vez, sus labios delataban un desamparo total. Del Piero se mordía los dedos; otros, y yo formaba parte de ellos, el puño entero. Los mosquitos no habían respetado a ninguno de nosotros.
Preguntas, tonterías.
—¿Qué nos va a ocurrir?
—¡Necesitamos medicamentos, antibióticos!
—¡No puede ser! ¿Vamos a tener que permanecer en cuarentena?
Leclerc atemperó la asamblea con la mano.
—Va a venir un especialista para detallarnos con precisión los medios de responder de la mejor manera a los riesgos que corremos.
—¡La malaria! ¡La malaria! ¿Pero cómo es posible? —dijo Del Piero, presa del pánico—. ¡Eso no existe en Francia! ¿De dónde salen esas porquerías? ¡Joder!
—Todo eso está por aclarar. Los servicios de salud pública, la OMS e investigadores de todo tipo están en el ajo. Nos mantendrán al corriente de los avatares.
—¡¿Los avatares?! ¡Que yo sepa, uno puede reventar! ¡Y si no revienta, se padecen fiebres hasta el final de la vida! No ando muy equivocado, ¿verdad, comisario…? ¿No me equivoco?
El comisario de división no contestó, se sentó solo en un banco, frente a nosotros, las manos entre las rodillas.
—¿Se teme que se propague? —pregunté rascándome la oreja.
—Por lo que me han dicho —replicó Leclerc—, esos insectos son endófagos, se quedan en el interior de la primera casa que infestan, lo que debería limitar los riesgos de infección a la zona de Chaume-en-Brie… En cualquier caso, ¡secreto absoluto en un primer momento! Nadie debe estar al corriente. Ni siquiera vuestra familia. Ordenes del Ministerio.
—¡Es una locura! —exclamó Sibersky—. ¿Cómo quiere que oculte eso a mi mujer?
—Ya te espabilarás. Una fuga y, de forma inmediata, nace el pánico. Saturación de los servicios de urgencias, seguida de la psicosis, relevada por una mediatización inevitable.
Apareció un tipo de expresión grave. Bata demasiado larga sobre piernas demasiado cortas.
—Buenos días a todos, soy el profesor Diamond, experto en parasitología.
Unas gafas pequeñas redondas, de montura de escama de serpiente, se balanceaban inestables sobre su nariz aguileña.
—Discúlpenos si no le aplaudimos —espetó un inspector virulento—, pero vaya directo al grano, ¡la espera me está matando! En pocas palabras, ¿vamos a morir?
—Haremos todo lo que está en nuestras manos para evitarlo. Curado a tiempo, el paludismo no es mortal.
—¡Sea preciso, doctor! ¿Qué va a ocurrir? ¿Va a darnos antibióticos?
—¡Los antibióticos no son la respuesta a todos los tipos de enfermedad y de ninguna manera al paludismo!
Se sentó sobre una mesa, la espalda bien recta.
—Sabed, en primer lugar, que un anófeles infectado no transmite necesariamente el parásito. Todo depende de un montón de factores complejos, entre los cuales, principalmente, la edad de los mosquitos.
»El cuarenta por ciento de las hembras que hemos analizado son portadoras del Plasmodium falciparum, el peor de los cuatro parásitos que inoculan el paludismo; el más extendido, también. Ironía de la suerte, el Plasmodium falciparum tiene la forma de un anillo de compromiso, lo que le permite, por su minúscula talla, meterse en los vasos sanguíneos más finos, y por lo tanto alcanzar los órganos cerebrales. Saben cuál es el desenlace.
Todos aguantábamos la respiración. Calvario mental, la impresión de hallarse en una sala de ejecución sin saber quién morirá.
—Vuestras probabilidades de contaminación son, diría, del veinte por ciento.
—¡El veinte por ciento! ¡Mierda! —exclamó Sibersky—. ¡Somos nueve en la sala! ¡Dos de nosotros pueden estar contaminados! ¡Una maldita ruleta rusa!
Del Piero se postró sobre una silla. Le daba un patatús.
—Perdonadme, pero… este… calor…
—Lo siento, pero estas salas no están climatizadas —anunció el científico—. Seguidme hasta el laboratorio, donde se está más fresco. Voy a explicaros en pocas palabras el funcionamiento de la enfermedad. Es primordial que lo entendáis bien antes de visitar a un médico que establecerá con vosotros un tratamiento apropiado.
Nos agrupamos unos detrás de otros, tipo animales destinados al matadero, y luego avanzamos en las arterias de tecnología, sin decir una palabra, los rostros cabizbajos, serios. Es de locos, cómo pueden cambiar las vidas. En el lugar inapropiado, en el momento inapropiado. Es en esos casos en que nos vienen ganas de matar a tiros. Matar a tiros a ese ladrón de existencias. Sin piedad…
Delante de nosotros, la celda dedicada a los Plasmodium falciparum, vivax, ovale y malariae. Alrededor, paredes blancas, suelos blancos, neones crudos y personal enmascarado. Sobre las paredes, amplios pósteres mostraban los períodos de desarrollo del mosquito. Huevo, linfa, larva, adulto… La lenta maduración de un asesino de seres humanos.
—El anófeles es el único vector del Plasmodium falciparum, el humano su único huésped —empezó Diamond—. El parásito existe porque existimos. Sin humanos, no hay paludismo…
Señaló la foto de un insecto, aumentado a la dimensión de un hombre. Ojos globulosos, pelos repugnantes, trompa devastadora, parecida a una broca de titanio.
—Mirad, cuando un espécimen infectado os pica, inyecta saliva que se diluye en la sangre. Es en ese momento cuando el parásito entra en vuestro interior. Un minúsculo organismo que podría recordar al Caballo de Troya de Ulises. En menos de media hora, se alberga en vuestro hígado, bien calentito e invisible, donde empieza a multiplicarse en centenares de miles de células parasitarias con una duración de incubación de seis a veinte días. Desde el punto de vista clínico, los síntomas son mudos.
—¿Quiere decir que durante ese período nos es imposible saber si estamos infectados, con toda la tecnología a su disposición? —se rio por lo bajo Sibersky—. Pero… ¿Y esos microscopios? ¿Esos montones de máquinas electrónicas?
—¡Ésa es la inteligencia de la enfermedad! El paludismo es un asesino perfeccionado. Si no lo habríamos vencido.
El teniente se llevó una mano a la barriga, los ojos húmedos. En nuestro interior, la multiplicación del parásito quizá se había desencadenado ya. ¿Cuántos miles? Diamond designó los dibujos que representaban los ciclos de evolución.
—El Plasmodium va a desarrollarse en un volumen hepático no mayor a una millonésima parte de un cabello. Conservando las proporciones, sería el equivalente a buscar una moneda en el fondo del Mediterráneo. Ahora entendéis por qué es imposible de detectar. Tras esos días de incubación, se pone en marcha la invasión. Las células blanco viajan a la sangre y hacen estallar los glóbulos rojos. Allí, la enfermedad se hace apreciable mediante una extracción de sangre y se manifiesta entonces por fiebres cortas y dolores de cabeza; parecido a una insolación. Desgraciadamente, en ese momento a menudo es demasiado tarde. Por eso cada uno de vosotros va a ver enseguida a un médico, que le prescribirá, según una posología adaptada, comprimidos que supuestamente matarán al parásito.
—¿Supuestamente? —repetí con una pizca de pavor.
—Los parásitos mutan y se adaptan. En determinadas partes del globo, especialmente en los países del Tercer Mundo, existen zonas de resistencia a la cloroquinina y de multirresistencia.
—¿Mosquitos resistentes?
—Es lo que estamos determinando. Si ése es el caso, entonces tomaréis mefloquina. Pero tengo que deciros que no existe ningún medicamento que garantice la curación.
Se alzó un breve clamor. Sibersky se giró de forma brusca, tirándose de los pelos. Ante sus tropas, Leclerc intentaba conservar el aplomo.
—En lo que incumbe a… nuestra actividad profesional, como… Quiero decir…
—Podréis seguir trabajando, a pesar de algunos efectos secundarios desagradables debidos al producto, como la diarrea o los dolores de tripa. De hecho, os aconsejaría que estuvieseis ocupados al máximo, para no… rumiar… Porque, salvo las medidas profilácticas, no se puede hacer nada, excepto… esperar…
—Es inmundo…, realmente inmundo… —gimió una voz.
Diamond hizo caso omiso del comentario.
—Dentro de diez días, deberéis realizaros imperativamente frotis cotidianos, durante un período de un mes, con el fin de asegurarnos de que el parásito no se ha propagado a la sangre. Con el tratamiento, probablemente no sabréis nunca si habéis sido contaminados. Pero, por lo menos, habréis sobrevivido a esa trampa de lo más… diabólico… —Nos encarriló hacia cabinas individuales—. Por aquí, unos médicos van a establecer los cuidados apropiados.
Todos desaparecieron, casi a la carrera. Leclerc me puso una mano en el hombro.
—¡Un minuto! Vuelves a incorporarte, tu testimonio se sostiene. Con la tasa de nitrógeno presente en la sangre del marido Tisserand, tenemos la prueba de que fue sumergido exactamente dos horas antes de que lo subieses a la superficie. Y, a esa hora, una persona que vive cerca de la iglesia de Issy fue despertada por roturas de cristales y gritos. Anotó el número de matrícula de un tío que blandía una pipa… Tú, en este caso.
—¿Han localizado a mis agresores?
—Aún no…
Reflexioné durante un instante.
—Qué extraño… Descubro el mensaje, me atacan y, acto seguido, sumergen a Tisserand…
—¿Quieres decir que…?
—A Tisserand casi no le quedaba oxígeno en las botellas. Lo sincronizaron todo para que la palmase entre mis manos. Quizás informaron al asesino de mi descubrimiento, tras el tímpano. Entonces habría sumergido a Tisserand. Esos tres tipos…, quizá fue un golpe organizado…
—Pero… ¿por qué?
—Para que su profecía se cumpliera… Nos enfrentamos a un tipo que irá hasta el final de sus ideas… Somos la prueba más flagrante.
A ambos lados, encima de los boxes, se encendían luces rojas que indicaban «ocupado». Leclerc me abrió la puerta y añadió:
—Hemos metido a la OCDIP [3] en el ajo. Tenías razón. Tiene a la hija de los Tisserand: Maria, diecinueve años… La ha tomado con una familia entera… Me temo que no tardaremos en topar con otro cadáver.
Entre dos frases, Leclerc se levantó una manga de la camisa y se rascó.
—Vamos a tener que ser profesionales y currar, a pesar de eso…, esa cosa… Con la esperanza de que… En fin, ¿sabes lo que quiero decir?
—Lo sé, sí…
—He obtenido la autorización de que un alto cargo acceda al corazón del laboratorio P3, aquí, bajo nuestros pies. Se analizan todo tipo de parásitos vivos. Estoy desbordado, Del Piero coordina las líneas de investigación. Tráenos algo. Observa y estudia a esos bichos asquerosos. Intenta sobre todo entender cómo ese desgraciado se lo ha montado para conseguir un ejército de mosquitos asesinos… Tenemos que trincarlo antes de que vaya más lejos.
Una vez solo en mi cabina, me desplomé sobre el banquito de madera, los brazos colgando. Los virus, las bacterias… Enemigos invisibles, invencibles incluso perseguidos por todas las policías del mundo. Programables. Capaces de matar sin ni siquiera tocar. Una nueva generación de asesinos. Un hombre la dominaba, en alguna parte, y nos había escogido entre sus víctimas… ¿Y si esas porquerías eran resistentes? ¿Y si había urdido el vicio hasta ese punto?
Pensaba en Viviane Tisserand, muerta en un confesionario por un último ataque de fiebre. Quizá la había infectado, y luego, lentamente, la había mirado morir, bajo los ojos de Cristo. Volvía a ver sus uñas rotas, imaginaba la sala oscura que la había retenido, durante días, mientras le explotaban los glóbulos rojos. ¿Y su marido? Esas dos horas horribles en las que, a treinta metros de profundidad, había debido de desfilar la película de su vida… ¿Por qué tal castigo?
La profecía de la que Paul había hablado se hacía realidad. Palabra tras palabra, el mensaje desvelaba sus secretos y desembocaba en un baño de terror.
Todo empezaba. Visto el calvario sufrido por los padres, ¿qué suerte inhumana iba a reservarle a la hija?