Deberían haber caído trombas de agua, hacer un viento que arrancase los árboles y despegase los tejados. Debería haberse arremolinado en el aire un monstruo furioso, un tornado, un ciclón. Entonces, a lo mejor, me habría sentido acorde con esa forma de revuelta, quizá mi cólera se podría haber liberado, en vez de acurrucarse bajo mi piel hasta el punto de hacerla temblar.
En un espejismo de tiza, los ambulancieros engullían en la funesta funda su cadáver, cuya mano izquierda de dedos crispados aún sobresalía. El terror lo acompañaba hasta en la muerte, esa muerte espantosa surgida como una gran mandíbula blanca bajo edificios líquidos.
Un hilo de pesca enrollado alrededor de su muslo, en el interior del traje, había desencadenado la hemorragia. Pequeños agujeros practicados en el neopreno habían permitido introducir el invisible cabo y atarlo a la rejilla del fondo, bajo el agua. Una estratagema temible que había seccionado limpiamente la arteria femoral, una vez iniciado nuestro ascenso.
Sin duda el mártir, con sus gritos de agonía, había intentado avisarme…
A lo lejos, dos rostros de un negro intenso, sostenidos por cuerpos firmes, tensos, que incluso el sol naciente no lograba iluminar. Leclerc y Del Piero desembarcaban, mancillados por un despertar de lo más brutal. El comisario de división no esperó ni siquiera a estar a mi altura para soltarme:
—¡Me has sacado del catre enchufándome un cadáver entre los brazos, así que ahora vas a tener que explicarme muy despacio qué ha ocurrido!
En cierto sentido, la situación podía desestabilizar a cualquiera. Dejaba a Leclerc el día antes en un estado cercano al de un neumático reventado y me recuperaba a sesenta kilómetros de ahí, en un caos de piedras, emergiendo de los abismos para extraer a un tipo cuya existencia, claramente, había acortado.
A su izquierda, Del Piero se ajustaba su impecable traje sastre. Incluso sacada del sueño de forma precipitada, se había dado el tiempo de hacerse la raya negra con el delineador de ojos y retorcer su cabellera pelirroja en un grueso moño. El orden y la belleza.
Retomé la historia desde el principio… El mensaje grabado en una columna de la iglesia… Mi visita a casa de Paul Legendre… «El tímpano de la Cortesana»… La superposición de los códigos, que me había llevado a Chaume-en-Brie… Y luego allí, ante el abismo y sus aguas negras.
—¿Y dice que le han robado ese segundo trozo del código, lo que implica que no tenemos ningún rastro de él?
Con la clase de una buena bruja, la comisaria golpeaba ahí donde dolía.
—Fue mala suerte… —repliqué sin disimular un gran cansancio—. En el lugar inapropiado…, en el momento inapropiado…
—De ahí la utilidad de intervenir en equipo. ¿Por qué cree que existen los procedimientos?
—Me…
—¿Me permite? —intervino Leclerc llevándome aparte. De un movimiento seco, Del Piero se giró y encendió la llama de un mechero.
—Escucha, Shark —dijo el comisario de división—. Vamos a hacer lo habitual en este tipo de situación. Vas a acompañarnos a la central para que grabemos tu declaración e intentemos aclarar este follón.
—Un interrogatorio como es debido, ¿verdad?
—Pero ¿qué te has creído? ¿Que estás por encima de la ley? ¡Pierdes indicios, penetras en plena noche en casa de la gente sin orden judicial, registras la barraca y venimos a encontrarte, cubierto de sangre, con un moribundo en brazos! ¡Cualquiera estaría ya en retención! ¡Considérate afortunado de que lo tomemos con calma! ¡Joder! ¿A qué juegas?
A pocos metros, en la orilla del foso ensangrentado, Del Piero pataleaba, brazos cruzados y pitillo en los labios. Por supuesto, disfrutaba de toda la conversación.
No le caía bien, no me caía bien. Cuando nuestras miradas se habían cruzado, la primera vez, percibí la violencia de un flechazo…, en el sentido bélico del término.
—¡No me quedaba otra que sumergirme! ¡El tipo contenía la respiración, podía faltarle el aire en cualquier momento! ¡Tan sólo quise evitar que se ahogase!
Leclerc removió el aire con un gesto amplio.
—¡Lo evitaste superbién, que se ahogara! ¡Pero ésa no es la cuestión! Del Piero tiene razón, deberías haber avisado a los equipos. ¿Quién respetará nada, si nosotros mismos no nos atenemos a las reglas?
—Todo se encadenó demasiado rápido… Ese mensaje era una verdadera trampa, avanzaba a tientas, sin certidumbre… Esto no es lo que quería. Nunca… Su hija… Tenemos que buscar a su hija… La tiene… Y sólo Dios sabe lo que…
Leclerc ya se alejaba, dejando bajo sus pasos una estela de pequeñas nubes blanquecinas.
***
Era casi mediodía y sólo me apetecía una cosa, evadirme, huir lejos de esos lúgubres tormentos. En la central, los asaltos de preguntas de los inspectores me habían vaciado de cualquier forma de energía. Uno cree hacer el bien, pero, en definitiva, prolonga ese brazo asesino que, por todos los medios, intenta extender sus iras.
Hoy acababa de matar a un inocente cuyos ojos desorbitados contra el cristal de su máscara se añadirían al catálogo de mis recuerdos más sombríos.
Muertos… Todavía más muertos…
Leclerc me había despedido hasta nueva orden, a la espera de pruebas formales sobre la veracidad de mis declaraciones. Se acabó, pues, acceder al expediente de lo que ya llamaban el caso Tisserand. Una investigación que, por su carácter particularmente elaborado, había abrasado los parqués de la central, relegándome al papel de vulgar espectador. Un espectador decepcionado, que regresaba a su apartamento para verlo todo negro.
Llegado al rellano, pensé de repente en la niña, encerrada fuera desde la víspera.
Bajé el torbellino de escaleras. No contestaban ni en el 7, ni en casa de Willy. Definitivamente, todo se me escapaba.
Interferencias en el televisor. Apoyaba el dedo sobre el interruptor, cuando:
—¡No! ¡Déjalo encendido!
Me sobresalté. Sentada como los indios, rodeada de trenes jadeantes, la niña no levantaba la vista de la nieve gris del televisor.
A su lado, Fantomette contra el gigante esperaba una mano curiosa. Mis rodillas golpearon el suelo al verla.
—¿¡Pero!?
Señalé la puerta.
—… ¿Cómo has entrado? ¡Había cerrado con llave!
Me contestó sin desviar la mirada de los parásitos.
—Nunca salí. Cuando te marchaste a ver a tu vecino, me escondí debajo de la cama. ¡Ji, ji, ji!
—Pero de qué…
—¡Sshh! ¡Cállate!
¡Alucinaba! Franck Sharko, los cuarenta ultramaduros, empequeñecido por las reflexiones de una chiquilla de diez años. Apagué la tele, sorteé los raíles para arrodillarme delante de ella. Bajo la cabeza, los ojos húmedos.
—¿Qué te ocurre?
Una lágrima le rodó por la mejilla.
—Te has ido mucho tiempo… No tienes que dejarme sola, ¡he tenido tanto miedo!
¿Cómo reaccionar en momentos así? Quise acariciarle el pelo, estrecharla entre mis brazos, reconfortarla con palabras torpes.
Pero… no podía… Demasiado dolor, aún, a flor de piel. Éloïse. ¡Oh! Éloïse… Mi niña… Estuve a punto de entrar en su juego de lágrimas. El corazón se me oprimió de tristeza, tuve que resarcirme inspirando profundamente.
Hacerme el duro.
—¿Y tu mamá? ¡Debe de estar preocupada!
—¿Mi mamá? Ve a un señor —contestó en tono de reproche—. Un señor raro, que no es bueno. ¡A menudo es después del trabajo, cuando pasa tiempo en su casa!
—¿Qué? ¿Pero quién se hace cargo de ti? No me digas que…
—¡Ya soy mayor! ¡Sé espabilarme! ¡Mamá me lo dice siempre!
He perdido a mi familia en condiciones espantosas, daría mil veces la vida por, ni que fuera un instante, saber si son felices ahí arriba. Y, al lado de ese sufrimiento mudo, hay madres que abandonan a sus hijos y padres que los maltratan.
—Tienes mala cara —me reveló también—. Deberías meterte en la cama.
Me dio un extraño ataque de risa. A esa chiquilla no le faltaba audacia.
—Tengo que dar con el medio de ponerme en contacto con tu mamá. ¡No sé yo, decirle que estás bien, que te has quedado encerrada fuera! ¡En fin, avisarla! ¡Créeme, una madre presa del pánico es peor que un maremoto!
Se metió un dedo en la nariz.
—Oye, ¿puedes volver a poner la tele?
Obedecí, cediendo a su voluntad con la indolencia de un padrazo.
—¡No, vuelve a la otra cadena!
—¿La que tiene nieve en la pantalla?
—¡Sí! ¡Nos has estorbado en plena conversación!
Además, con una imaginación desbordante. Rasqué una cerilla.
—¡No se fuma delante de los niños! —sermoneó moviendo el dedo—. Tengo los pulmones delicados. ¿Sabes?, ya lo he calculado. ¡Un paquete al día es como si fumases un cigarrillo de un kilómetro en un año!
Los ojos le brillaban con el destello raro de las piedras brutas. Se parecía a esas hijas de miserables, magníficas, criadas en la precariedad y surgidas de la mezcla de sangres.
Me agaché hasta percibir su tierna respiración, esa respiración común a todos los nenes. Me bastaba cerrar los ojos…
Éloïse…
Me repuse de repente.
—¿Y con quién estabas hablando?
Descubrió una partitura de esmalte a la que le faltaban notas.
—¡Qué tonto eres! Es ella la que me ha pedido que ponga en marcha los trenes. Hubiese preferido los de vapor, el Distler 1940 y el Buco magenta, pero no sabíamos cómo ponerlos en marcha. Entonces nos hemos conformado con las locomotoras eléctricas. ¿Por qué nunca tenía derecho a tocarlas? ¡Los juguetes son para los niños, no para grandes bobos como tú!
La garganta se me contraía con cada palabra que pronunciaba esa chiquilla. Mis sonrisa se volvió inquietud.
—¿Cómo lo sabes?
—¿Cómo?
—¡Los nombres de los trenes! ¡Ayer lo ignorabas todo!
—¡Pero para de gritar! ¡Es Éloïse quien me lo ha contado! Le gustaba mucho cuanto jugabas con ella, Éloïse… Las piernas se me doblaron bajo el peso de la sorpresa. Algunos nombres comportan raras alegrías; otros, como Suzanne o Éloïse, destruyen, conmueven, hacen correr sangre por el corazón.
Una explicación… Encontrar una explicación. A pesar de mi gran esfuerzo de memoria, ese rostro joven permaneció mudo.
—¿Cómo conoces a mi hija? Yo… ¡Yo ya no vivía aquí los últimos años!
Mi móvil vibró. Leclerc… Caballero de lo inoportuno, como siempre.
—¡Un momento! —espeté señalándola con el dedo—. ¡No te muevas de aquí esta vez! ¡Tú y yo tenemos que aclarar ciertas cosas!
Antes de contestar a la llamada, sus ojos se llenaron de ira.
—¡Vas a dejarnos solas otra vez! ¡Vas a ponerla de mal humor y se marchará!
Sin escucharla ya, me aislé en la cocina, lejos de la respiración de las locomotoras y de la respiración ruidosa de los pequeños saltos de agua. Al otro extremo de la línea, el perro Leclerc ladraba.
—¡Tienes que venir lo más deprisa posible! ¡Para un reconocimiento médico! Es… Espera…
Tras el auricular, peleas de voces, timbres de teléfono, portazos… En el bullicio, me dio una dirección, la del Laboratorio de Biología Parasitaria de París.
—¡Esto es un follón! —gritó—. Hemos caído todos en la trampa como principiantes. ¡Joder! ¡Ven! ¡A las tres de la tarde en el laboratorio! ¿Qué? ¡Qué!
Cortes más claros. ¿A cuántas personas hablaba al mismo tiempo?
—… ¡Puede que ese chalado nos haya metido una porquería en la sangre! ¡El «mal aire», joder! ¡Estaba escrito claramente en el mensaje! «El mal…».
No entendía nada de nada. Un reactor de Concorde zumbaba entre nuestros oídos.
—¡Diga! ¡Diga!
El follón más absoluto.
—¡Diga! ¡Diga!… ¡Maldita sea!
Colgué y volví a marcar su número. Buzón de voz. Al móvil le faltó poco para salir volando por la ventana.
No había captado gran cosa, pero había percibido en su voz el terror de los condenados a muerte.
Un laboratorio parasitario… Se me hizo un nudo en la garganta.
Dirección el salón, la mente en efervescencia. La chiquilla… ¿Dónde se había vuelto a meter, ésa? Sobre los raíles, los trenes eléctricos zumbaban a perder las bielas. Corté la corriente de la red, apagué la maldita tele y me agaché bajo la cama. Nadie.
—Ya está bien, pillina. ¡Venga, sal de tu escondite! ¡Tengo que marcharme!
Preso de la furia, moví los armarios, revolví el trastero y los armarios empotrados. Con su silueta de ratón, podía meterse en cualquier lado, ¡incluso entre las paredes! No lograba encontrarla. ¡A hacer puñetas! Me refresqué la cara y, en el momento en que me cambiaba de ropa, mi mirada se centró en una picada de mosquito, en medio del antebrazo izquierdo. Sin avisar, las palabras del forense me restallaron en la cabeza: «el crimen no se perpetró en el exterior…, sino en el interior del cuerpo». Entonces recordé, en casa de los Tisserand. El batido de las alas en el silencio glacial. Ese centenar de insectos…
De todo corazón, esperaba equivocarme…