Iba a toda mecha por los barrios soñolientos de la periferia, en esa bruma cálida de asfalto, los ojos escocidos por el cansancio y la aprensión. ¿Hacia qué sombrío desenlace iba a arrastrarme ese juego de pistas? ¿Otra víctima? ¿Esa famosa «Mitad»? La mente me hervía con mil preguntas, tan perdida en los versículos bíblicos como en vericuetos del informe de la autopsia. El rostro del asesino permanecía mudo. ¿Qué intentaba probar esa voluntad asesina que, mediante acciones meditadas, locuras disimuladas, daba muestras de un muy relativo refinamiento?
Al volante de mi coche, recorriendo la noche, me sentía ligero, aliviado. Ese caso llegaba en el momento oportuno. Patrick Chartreux, dientes rotos bajo una nariz destrozada, tan sólo representaba la parte visible de mi icerberg interior. Para ser honesto, esa mujer, afeitada de los pies a la cabeza, mutilada bajo la carne, había salvado a un poli a la deriva. En lo más profundo de mi ser, en la casa de Dios y bajo la mirada de Cristo, le había dado las gracias por ello…
En las alturas, el campanario de la iglesia se recortó de esa estela blanca de estrellas. El corazón me latió más fuerte cuando apoyé la escalera en la fachada y subí hasta alcanzar el tímpano de la Cortesana. Tres borrachines andrajosos me preguntaron si me encontraba bien antes de explicarme, en su lenguaje, que había formas más sencillas de acercarse al paraíso. Desaparecieron tras una esquina de la calle, con generosos tragos de insultos. Juventud decadente…
Frente a mí, deslumbrado por el haz de mi linterna, Jesús, amparado por siete ángeles, otra vez siete, imploraba al cielo. Tras haberme enfundado un guante de látex, metí los dedos en los intersticios de la escultura y registré con minucia las fisuras. Nada, salvo piedra fracturada. Seguí palpando, con los labios prietos, colgado sobre la punta de los pies. Además de sentirme ridículo, empezaba a perder los ánimos. Era evidente que me había equivocado de punta a cabo. Salvo que…, de repente, mis falanges se cruzaron con una forma cilíndrica, de unos pocos centímetros de largo. ¡El tubo de estaño! Paul había sabido, una vez más, inyectar adrenalina en mi cuerpo.
Guardé el material, me precipité en el habitáculo y, bajo la luz tímida, destapé mi descubrimiento. El calco me esperaba… La otra mitad… Los signos aparecieron, mezcla de barras horizontales y verticales. La carne me temblaba, de lo excitado que estaba. Me apresuré a superponer mi botín al que había reconstituido.
De una mágica combinación, surgió la luz.
—¡Maldita sea, no puede ser!
Demasiado absorto en mi descubrimiento, no vi venir nada. Las dos puertas se abrieron de forma simultánea, una botella vacía seguida por un puño bien prieto me golpearon, mientras un par de manos me robaba los mensajes, el estuche de estaño y algunos cedés. Desde lo más hondo del dolor, percibí:
—¡Te dije que no era pasta lo que escondía ahí arriba, el gilipollas éste!
—¡Cierra el pico! ¡Nos piramos!
Salí del coche tambaleándome un poco y desenfundé el Glock, apuntando a la oscuridad. Los tres marginados volvieron a aparecer bajo una farola lejana antes de fundirse en la calle anexa. El hilo de sangre que me caía de los labios y el dolor del cráneo me impidieron iniciar una persecución. Estaba cabreadísimo.
En la jerga, a eso se le llamaba un atropello. Una prueba importante en un caso criminal acababa de desvanecerse. ¡Adiós a la recogida de huellas, las tomas de muestras de ADN, los análisis grafológicos! ¡Bienvenidos los follones!
Llevado por la furia, abatí los dos puños sobre el volante. El airbag me explotó en la cara. Sin comentarios…
Recuperado de esa desafortunada peripecia, por fin di el contacto. Por suerte, tenía en mente el texto, ese frágil hilo de Ariadna que me tendía el asesino.
«Camino de Le Val. Chaume-en-Brie».
El juego mortal continuaba, de etapa en etapa el asesino me hacía entrega de detalles suplementarios. Quería que su adversario se lo mereciese. «El Meritorio»…
Chaume-en-Brie. Según el mapa de carreteras, se trataba de un poblacho perdido en el departamento setenta y siete. En el mapa, localicé Meaux y luego Disneyland París. Tres cuartos de hora de carretera. Los neumáticos ardieron sobre el asfalto. Estuve a punto de marcar el número del servicio de guardia de la Criminalística. Solicitar la caballería a las tres de la madrugada. Cercar el sitio, penetrar a la fuerza, armar la pesada máquina judicial. Pero me eché atrás. Primero tenía que aclarar ese galimatías yo solo. La sangre atrae a los tiburones, esos grandes tiburones nocturnos a los que les gusta recorrer las venas del Mal. Autopista A4. Bandas blancas, rodeadas de tinieblas. A pesar de la excitación, los párpados me pesaban. Cuatro horas de sueño en dos días. Radio a tope. Céline Dion. Qué le vamos a hacer…
«—Conduces rápido, Franck. Odio cuando conduces deprisa. Mira adónde nos ha llevado la velocidad…». El caso, pensar en el caso. El confesionario. La mujer, afeitada. Los daños provocados en su cuerpo… Ocupar la mente, siempre. El mensaje, la dirección, el Apocalipsis, san Juan, las siete mariposas, el renacimiento del ser, la resurrección…
«—Ten cuidado, Franck. Tu atención se relaja. Estás cansado. Vigila la carretera…
»—¡Para, Suzanne! ¡Para de hablarme dentro de la cabeza!». La garganta en llamas. Me ahogaba. ¡Aire! ¡Aire! Abrí por completo las dos ventanas delanteras, las bocanadas calientes me revitalizaron. Una pastilla mágica, para calmar la angustia. Ahí, un cartel. La salida correcta…
Pleno campo. Pocas casas, adormecidas. Curvas, baches, conejos de ojos rojos que recorren la carretera… La noche, furiosa de oscuridad… La impresión aplastante de precipitarme en una trampa…
Finalmente, el panel de Chaume-en-Brie. Di con un plano del pueblo pegado en una parada de autobús. «Camino de Le Val». Quedaban dos kilómetros.
Destino final. Bajo los faros, edificios en construcción, desgarrados de sombras. El camino se estrechó, los campos arrojaban sus tripas pardas sobre el asfalto, creí por un momento tener que dar media vuelta cuando se alzó, tras un foso, una fortaleza negra. Abetos altos, ordenados en cuadrado y prietos alrededor de una gran residencia.
Apagué los faros y, equipado con el inseparable dúo Maglite Glock, me adentré en las profundidades insondables.
Ahí donde había decidido llevarme. En la boca del lobo.
El silencio de las cosas muertas me asaltó. Nada de viento, ningún movimiento, menos luz todavía. Atajé por la pared del abetal, salvé un portal bloqueado para aterrizar sobre un césped que había crecido bien. Bajo el rumor de mis pasos, la rodilla golpeó un montículo de madera, del que rondaba un olor que conocía demasiado bien…
Putrefacción. Mi caja torácica no necesitó más para retraerse contra los pulmones. Uno nunca se acostumbra a esas cosas…
Una caseta había sido devastada, destruida. Planchas desclavadas por todo el jardín. Arrancadas por una fuerza sobrehumana. Bajo la mordedura del haz de luz abría el andamiaje de un dóberman, que albergaba extraños huéspedes. Larvas hinchadas, moscas hartas. Un enjambre de muerte me rozó el rostro. De un mal reflejo, estuve a punto de gritar.
Visto el comité de bienvenida, no me equivocaba de dirección… ¿Qué me reservaba el interior?
Un viento ligero subió a las cimas. Las grandes manos de corteza, por todo alrededor, hicieron rodar su negrura sobre el suelo. La impresión de que las ramas iban a cerrarse sobre mí…
Penetrar por efracción, sin orden judicial, podía causarme serios problemas, sin olvidar el asunto Patrick Chartreux, que ya había afilado los dientes del comisario de dimisión.
Así que marqué el número del servicio de guardia, esperé a que sonara dos veces y colgué cuando el pomo de entrada giró, bajo el impulso de la muñeca. Chirrido de puerta… El ataque fue fulgurante. Patas ciegas sobre las sienes. Raspados de alas sobre las mejillas… Por todas partes, vibraciones.
En un primer momento, al observar las paredes con la linterna, pensé que se trataba de moho, de tan minúsculos e innombrables que eran.
Mosquitos.
Surgían de todas partes, se precipitaban sobre el raíl de fotones en un bullicio de multitud presa del pánico. Racimos negruznos se descolgaban antes de dispersarse en frescos alados. Los más hambrientos ya me chupaban la sangre de los antebrazos. Aplasté una buena cantidad al dirigirme hacia las otras habitaciones. Cocina, salón, cuarto de baño… Nadie. Ningún cuerpo, ningún olor, ningún desorden.
Encendí la luz del comedor. Los insectos se arremolinaban sobre la araña, algunos se asaban. Los más atrevidos preferían el contacto de mi mano a la hambruna. ¡Estúpidos insectos! Avancé haciendo aspavientos. En la pared, una foto. Una pareja, abrazada a orillas de una playa. Larga cabellera morena para ella, tripa incipiente para él. Me acerqué a la instantánea. No había duda… Delante de mí, la mujer acurrucada del confesionario.
Dos preguntas: ¿dónde estaba el marido? ¿Por qué el asesino me traía ahí? Tragué saliva con dificultad, apretando el Glock contra la mejilla…
La planta superior. Dos habitaciones. La de los padres. Y la otra. Destrozada. Pósteres de hombres por todas partes, lacerados a cuchillazos. Brad Pitt, Georges Clooney, Matt Damon, sin los ojos. En el suelo, cristales. Fragmentos de bombilla. Una lámpara rota, los vestigios de una lucha.
Tres… Eran tres. El hombre, la mujer, la hija. Una descansaba entre cuatro tablas. ¿Y los otros dos?
Regresé a la planta baja para seguir registrando, con el ímpetu de la desesperación. En el salón, las últimas cartas abiertas se remontaban a tres semanas… Viviane y Olivier Tisserand…
Van de Veld había observado, en la víctima, uñas largas, rotas. ¿La habían secuestrado todo ese tiempo? ¿En qué lugar? ¿Y su marido, la otra «Mitad»? En cuanto a la hija, Maria… ¿Por qué el asesino no la había mencionado en su mensaje?
A mi alrededor, el ladrillo temblaba, forrado de un enjambre de trompas mórbidas y alas zumbantes. ¡Jamás había visto tantos mosquitos!
Una alfombra. Una alfombra de insectos. Algunos yacían en el suelo, agotados por la escasez de sangre. Otros volaban con el estómago vacío, ebrios de hambre canina. ¿Por qué estaban todos ahí, agrupados en esa habitación? ¿Qué podía atraerlos en un número tan grande? Volví a lanzarme hacia la planta superior, en busca del abismo y sus aguas negras. ¿Se trataba de la bañera, los lavabos, el cuarto de baño, una fosa cualquiera? ¿Un pozo, en el jardín? ¡Podía ser!
Bajé a toda prisa, cogí un halógeno exterior. Nada. Hierba, árboles, campos… De tanto jugar, uno se cansa.
Los remilgos del asesino me daban vueltas en la azotea y me habían obligado a saltarme un buen número de normas. Al punto en que estaba, opté por ahondar la búsqueda en el interior…
Como último recurso, divisé álbumes de fotos que hojeé rápidamente… Playa, montaña, boda, gilipolleces de pareja… Primer plano de la hija. Dieciocho años, rubia incendiaria. Escultural… En otras instantáneas, el hombre, con un pez en la punta de un arpón. Otra vez él, con una máscara y un tubo de buceo… Siempre el mismo, con las aletas en los pies, a orillas de… ¡A orillas de un foso de buceo!
En un arrebato, volví al correo. Búsqueda visual… ¡Ahí! «Club de buceo de Meaux [2]».
***
¡«Vigila los males»! ¡Con su fosa de buceo, «el abismo y sus aguas negras»! El mensaje escupía sus últimos cartuchos. Nuevo chirriar de neumáticos…
***
Treinta minutos después, al límite de quedarme sin gasolina, metí el vehículo en un aparcamiento de tierra roja antes de llegar a un pequeño local, perdido sobre un suelo calizo donde sólo se esparcían hierbas rebeldes y sílex erosionados. Unos paneles oxidados indicaban la dirección del foso.
Me hundía en los tramos de oscuridad, atento a los adoquines de tiza y los agujeros severos que, durante un buen rato, atravesaban el ojo de la linterna.
Delante, bajo las luces violetas del alba, el manto blanco de la carrera tocaba el horizonte. Una escalera tallada en lo vivo me propulsó aún más lejos.
Ahí, al fondo, salió el pozo de tinieblas, no más ancho que un depósito, con aguas de color negro ceniza. En los bordes, una inscripción: FOSA DE MEAUX. PROFUNDIDAD, 30 M.
Alrededor, las colgaduras sombrías de la noche que llegaba a su fin, llanuras calcáreas. ¿Qué había que descubrir aquí? ¿Otro mensaje? ¿Una pista? ¿O… un cadáver?
Un ruido, cercano, muy cercano. Apagué y me agaché, Glock a punto sobre pupila dilatada. Nada más. Sólo una brisa abrasante, rica en calor, hinchada por la ausencia de obstáculos. Con prudencia, me acerqué a la sima, y volví a encender la linterna, para escudriñar los abismos, morder diamantes de polvo que luchaban con partículas silenciosas. En cualquier momento podía surgir una mano y arrastrarme hacia siniestros infinitos.
Entonces volvieron a estallar. Las burbujas… A treinta metros de profundidad, «la Mitad» soplaba el aire únicamente de forma alterna. Bajo montañas de agua, Olivier Tisserand, profesor de buceo en el club de Meaux, administraba aire. ¿Qué fuerza maléfica lo retenía abajo?
Esta vez, ninguna indecisión. Llamé a la brigada, les pedí que contactaran urgentemente con la comisaría de Meaux, enviasen una ambulancia y preparasen una cámara hiperbárica.
Las burbujas otra vez, perlas de vida. ¿Qué hacer? ¿Esperar?
Me lancé hacia la planicie de rocas, subí con pies y uñas las cuestas áridas, arañándome las palmas, agotándome los pulmones, atravesando recto por la cantera hacia el local de buceo.
Habían forzado el candado. Rodé sobre la pared interior, destripé la sala con diagonales luminosas, me acerqué a unas formas sombrías, vibrantes, que golpeaban con saña el cristal polvoriento de una ventana.
Se me apareció el rostro de la muerte. Las esfinges. Siete grandes esfinges negras. Aglutinadas sobre un cristal.
Jadeando, me apoderé de una botella de aire comprimido y una linterna sumergible. No había tiempo para enfundarse un traje. Escondí mi arma encima de un armario, me desvestí en un abrir y cerrar de ojos, me puse la botella en la espalda con la ayuda de las correas y, con las aletas en la mano, el cuchillo de buceo anudado alrededor de la pierna, hice el trayecto inverso. En calzoncillos y mocasines.
La inmersión… Había obtenido el certificado de nivel dos en la unidad de lucha contra las bandas, pero databa del siglo pasado.
¡Treinta metros! Un edificio de diez pisos invertido. La profundidad de todas las trampas. Vértigo, sensación de soledad, trastornos de la vista. Los gases intestinales que se comprimen, el aire que se desliza entre los empastes y hace explotar los dientes. Mi cuerpo corría el riesgo de pasarlas canutas.
Mi mirada abarcó los alrededores. Nada en la lejanía de las rocas. Ni rastro de girofaro, ninguna sirena. Bajo mis pies, las burbujas de aire escaseaban. Diez segundos entre las expiraciones. Final de botella.
Pegarse bien la máscara. Regular el descompresor. Inspirar por la boca, expirar por la nariz… Inspira, expira, inspira, expira…
Unos segundos más que transcurren… La esperanza de oír voces, de no tener que hundirme solo en el coloso de agua…
Ya no me quedaba otra. Pronto las burbujas desaparecerían. ¡Adelante!
Cuando mi rostro golpeó el agua, el oxígeno de la botella me secó la garganta, la angustia me conmocionó, esa angustia de los claustrofóbicos que priva de aire y hace mella en los sentidos. Una inmersión nocturna es un descenso al interior de uno mismo, a un universo peligroso poblado de monstruos demoníacos.
Estaba totalmente majara. No tenía arma, salvo el cuchillo. Podía pagarlo con la vida.
Diez metros. Negro arriba, negro abajo. El tímpano que se hunde hacia la oreja media. Dolor… Maniobra de Valsalva: boca cerrada, nariz apretada, expirar.
El silencio… Rompe el silencio. Expira… Concéntrate en el baile de las burbujas, el ronquido de la sangre que hincha las arterias… El fondo… Objetivo: el fondo… Vencer esa falla mortal. Encontrar la fuente de vida.
Trampa. ¿Has pensado en la trampa? Delante, detrás. Podían alcanzarme desde cualquier lado. En cualquier momento. Cuchillazo. Descompresor cortado. Muerto.
Veinte metros. Una luciérnaga. Una luciérnaga en un gran cielo hostil. Bloques de agua intentando aplastarme, triturarme, pulverizarme. La máscara me oprimía el rostro, me aspiraba los ojos. Todo el organismo se contraía. Pulmones, tubo digestivo, estómago.
Ganas de vomitar. Bajaba demasiado deprisa. Quince metros por minuto, dicen las tablas. No más. No más o reventarás, implosionado… El silencio… Rompe el silencio…
Borbotones de las burbujas. La sangre que corre. Tam-tam del corazón.
¿Cuánto queda por bajar? ¿Cuánto? Estaba perdido. Las nociones de arriba y abajo se invertían… Las burbujas, céntrate en las burbujas. Suben, así que bajas. Claustrofobia. El frío de los abismos que paraliza los músculos, petrifica la carne. Los oídos que zumban, sangre en las sienes… Expirar. Expirar. Cinco por ocho, cuarenta. Seis por ocho, cuarenta y ocho. Nueve por ocho… Ochenta… No… Setenta… Setenta y dos… Miedo, muerte, dolor. Risas. Metal… Éloïse. Te quiero, te quiero… Franck… Franck Sharko, comisario en la Brigada Criminalística. Shark, el tiburón. El tiburón vive en el agua… Inspira… Vivo en el agua… Expira… Mosquito, trompa, picada… Inspira. Negro dentro, negro fuera. Expira…
La blancura de un pie se me apareció. Un rumor, un destello de pesadilla. Luego una pierna entera. Instantánea multiplicación por tres del ritmo cardíaco. Sesenta, ciento veinte, ciento ochenta… Pánico. Me ahogo. ¡Aire, aire! ¿Cómo se respira? ¡Aire!… ¡La boca! Inspira por la boca, expira por la nariz… Otra vez. Vuelve a empezar… Escucha tu corazón…, bum, bum…, bum, bum…, bum, bum… Inspira, expira, inspira, expira…, inspira…, expira… Ya está… Respira profundamente… Sigues vivo.
El hombre yacía bajo mí, en traje, los miembros encadenados por una gruesa cuerda unida a mosquetones soldados a las paredes. Sólo lo percibía a trompicones, al azar de la linterna. Ahora respiraba sin cesar, soltando rastros plateados de burbujas.
Al lado tenía dos botellas de oxígeno, dos chispas de vida de donde serpenteaba un descompresor.
Mi linterna iluminó unos ojos fuera de las órbitas. Inyectados en sangre. Un terror de animal agonizante brillaba en su interior. Preso de un pánico fulgurante, agitó la cabeza, se retorció para deshacerse de su prisión de cuerdas. El descompresor patinó, especies de gruñidos apagados. El agua se adentró en su boca a la velocidad de una presa que se rompe.
Le bloqueé la barbilla, retuve la respiración y lo obligué a ingurgitar mi aire. Mordió el descompresor, intentó arrancarlo. ¡Joder, respira, vas a palmarla! No tenía otra opción. Puñetazo en la sien. Aturdido, absorbió un gran trago de aire. Ya está. Tranquilízate…
Mi turno… Respiraba. Su turno… Mi turno… Su turno…
Cuchillazo, amarras que saltan… No le solté ni las manos ni los pies. Porque libre, intentaría ahogarme. Su turno… Mi turno… Inspira, expira. Tienes que vivir, ¿me has oído? ¡Vive! Su turno… ¡Traga el aire! ¡Trágatelo! ¡Empápate de esa puta vida! Lo cogí por las axilas y di vigorosas patadas. Percibí una fuerte resistencia, algo se bloqueaba. No era normal. ¿Qué le seguía reteniendo? Un último aletazo nos alejó del fondo.
Entonces el hombre desapareció tras una pantalla de burbujas. Miles de burbujas. Vociferaba, tan fuerte que parecía romper las paredes del silencio. Rechazaba el oxígeno, los ojos se le movían bajo la máscara. El fondo. Miraba fijamente el fondo.
Dirigí la linterna hacia el fondo. La luz se tornó naranja. Mezcla de amarillo y rojo. El amarillo de la linterna, el rojo de la sangre. La pierna izquierda le sangraba. A chorros.
¡Ya no había tiempo para reflexionar! ¡Lanzarse! ¡Lanzarse hacia arriba! ¡Deprisa! ¡Lo más deprisa posible! ¡Olvidarse de las paradas de descompresión! Treinta metros… El nitrógeno acumulado en su cuerpo iba a precipitarse en las arterias. Se le hincharían burbujas en el corazón. Los pulmones podían explotar. Pero era eso o la caricia cálida de una hemorragia… En cuanto a mí, también podía pasarlas canutas. El nitrógeno no libraba a nadie…
Aleteé como si fuese a romperme los tendones. Todos mis órganos pedían socorro, los pulmones me quemaban, el cerebro se dilataba bajo el cráneo. El diafragma se contrajo. Imposible respirar… ¡Oxígeno! ¡Inspira! ¡Inspira!
¡Imposible!… La apnea. Quedan diez metros… El hombre se había desmayado, saturado de agua.
Un dolor increíble en los oídos. Los tímpanos a punto de estallar…
Luces, arriba. Haces cruzados, vivos, palpitantes… Pétalos de voces… Gritos ahora… La superficie del agua que estalla… La cabeza que me da vueltas… Una sensación de alejamiento.
Y luego… nada más…
***
Ojos abiertos. Ahí, en la nebulosa, expresiones ateridas, miradas agobiadas. Una máscara de oxígeno sobre la nariz. ¿Cuánto tiempo grogui? Alrededor, la tiza. La cantera…
Me levanté, un poco aturdido. A mi lado, Tisserand, inmóvil. Electrodos, pegados con ventosas, sobre el torso. El traje de buceo recortado. Un choque eléctrico, el cuerpo que se arquea… Se acabó.
El día ardió sobre un baño de sangre.
Bajo los rayos del astro, la roca porosa bebió lentamente la serpiente roja, languidecida alrededor del hombre inerte…