Capítulo 2

Desde el accidente de mis amadas, ya no había vuelto a entrar en la Casa de Dios. Así que la cicatriz interior se volvió a abrir cuando me adentré, esa tarde abrasadora, en la iglesia de Issy-les-Moulineaux. En el corazón del pasillo central, entre el rigor demasiado duro de los bancos, aún distinguía los ataúdes, de los que uno, tan pequeño, había levantado la bocanada ahogada de los sollozos… Todo, en el edificio de piedras, rezumaba mi sufrimiento.

Una voz se deslizó hasta mi oreja. Martin Leclerc, el comisario de división, se precipitaba hacia la salida, con el móvil aullando.

—¡Dejo en tus manos la gestión! —añadió echando el ojo a mi pelo cortado al ras—. ¡Tenemos luz verde del procurador de la República Kelly para levantar el cuerpo y practicar la autopsia! ¡Nos vemos luego para un balance!

Asentí y me dirigí hacia una aglomeración de donde se alzaban voces y crepitaciones de flashes. Enfrente, Jesús lloraba, arrastrando tras de sí sus siglos de calvario.

El teniente Sibersky me abordó con esa expresión grave de los malos días. A su izquierda, los dos rangers del forense sobresalían del confesionario.

—Buenos días, comisario —dijo sin sonreír—. Hemos visto regresos de vacaciones más alegres…

Su voz vibraba con una seguridad muy moderada.

—Cuéntame.

—Vale. La puerta, tras el altar de la izquierda, ha sido forzada con una cuña. Según el cura, es la segunda vez que se produce una efracción; la última, sin consecuencias, se remonta al trimestre pasado. Los técnicos de la científica han recogido huellas un poco por todas partes. La investigación de proximidad está en curso, los inspectores interrogan a los habitantes de los alrededores.

—Háblame de la víctima.

—Mujer blanca, de unos cincuenta años. Ningún rastro aparente de heridas o abusos. Los tobillos siguen atados, pero las manos han sido liberadas de la cuerda, abandonada en el suelo. Los ojos estaban tapados con esparadrapo. El sacerdote ha encontrado el cuerpo arrodillado, a las ocho y treinta y cinco esta mañana, en el camerino de los penitentes del confesionario. El cráneo rasurado estaba cubierto de… mariposas.

Fruncí el ceño.

—¿Mariposas? ¿Muertas?

—Vivas. Siete mariposas grandes con largas antenas, con… el dibujo de una cabeza de muerto sobre el abdomen. Cuando intentaron cogerlas con un cazamariposas…, gritaron. Un chillido aterrador.

—¿Dónde están?

—Han salido hacia el laboratorio. La lámpara de ultravioletas ha desvelado, sobre la cabeza de la víctima, manchas blanquecinas, invisibles a simple vista, que quizás expliquen la presencia de esos bichos. El entomólogo nos dirá más…

—Vale, vale, vale… Un cuerpo desnudo, rasurado, los tobillos atados, pero no las manos. Insectos sobre el cráneo. Todo ello en una iglesia. ¡Todo un clásico!

—Exacto, no se puede pedir más clásico… Volviendo al confesionario, la parte central estaba abierta, contrariamente a la víspera. Tras el descubrimiento, el cura ha avisado de inmediato a la policía de Issy, que se ha presentado quince minutos después, seguida por nuestros equipos.

El forense salió del lugar de perdón. Van de Veld lo tenía todo del perfecto militar, con la inteligencia añadida. Uniforme, barba de un rigor matemático y un rostro bello y duro desprovisto de expresión.

—¿Vamos a por la charla, comisario?

Tras encajar las manos, me invitó a seguirle. El cadáver me apareció de espaldas, acurrucado, encogido por el peso de las carnes magulladas. La cabeza calva y los antebrazos se aplastaban sobre un reclinatorio, mientras que el índice de la mano derecha, cerrada, apuntaba hacia el lado. Bajo la luz cortante de un halógeno de batería, el cráneo inmaculado brillaba.

Van de Veld se deslizó en el camerino.

—Se puede ordenar el levantamiento del cuerpo. Sin autopsia, imposible determinar la causa de la muerte. No hay rastro alguno de hematomas o heridas. Ningún derrame nasal o bucal del que pueda deducirse un fallecimiento por asfixia. El rostro no está cianótico, no hay petequias, así que, a priori, no se ha producido un estrangulamiento.

Desde atrás, examinaba la tela humana con la mirada de un extraño apasionado. Olvidados los trenes en miniatura y las sensiblerías de barra. La máquina Sharko, empernada de insensibilidad, se volvía a poner en marcha.

—¿Relaciones sexuales?

—A primera vista, no. Sin embargo, la víctima ha perdido muchísima agua. Esos cercos, sobre el suelo y el reclinatorio, atestiguan una copiosa sudación.

—Uno no suda tras la muerte, ¿me equivoco?

—No. Trajeron a la mujer viva hasta aquí. Observación confirmada por el hecho de que el cuerpo no ha sido desplazado. Murió en este confesionario, sin que logre entender de qué. ¡Y me pone de los nervios!

—¿Puedo?

Me cedió el sitio en el confinamiento. Las cejas, las axilas y el pelo púbico de la víctima también faltaban.

—¿Los técnicos le han quitado la cinta adhesiva de los ojos?

—Sí. Chatterton, colocada por encima de los párpados. Lo verá en las pruebas fotográficas.

El médico continuó, mientras mi mirada seguía la dirección del dedo muerto.

—Dientes sanos y cuidados, físico limpio, pero uñas largas, incluidas las de los dedos de los pies. Cuatro, en la mano derecha, están rotas o arrancadas. Podría ser prueba de un encierro forzado… y prolongado…

Me incliné por encima del reclinatorio, con las ventanas de la nariz atentas.

—Sí —anticipó el forense—, se huelen olores de perfume o crema, presentes en la totalidad de la piel, incluso sobre el cráneo. En la boca y la comisura de los labios, he hallado rastros de un compuesto azucarado, oscuro, quizá miel. Seguramente es lo que ha retenido a esas mariposas. Los análisis de sangre y del contenido estomacal lo confirmarán…

La luz cruda del halógeno me cortaba las pupilas. Cuantas más informaciones almacenaba, más me invadía la turbación.

¿De qué había muerto esa mujer?

—¿Alguna idea sobre la hora de la muerte?

—Por la rigidez del cadáver y la temperatura rectal, diría que en plena noche, entre las dos y las cuatro de la madrugada… La autopsia lo precisará…

Van de Veld se quitó los guantes de látex; bajó la parte superior de su pesada maleta de instrumentos cortantes antes de tragarse media botella de agua.

Me giré hacia la cabellera rubia de Sibersky:

—Los tobillos están atados, contrariamente a las manos, que han soltado de forma voluntaria. El índice apunta esa parte del confesionario. ¿El técnico encargado de las recogidas de muestras no ha encontrado nada?

—Que yo sepa, no. Ni huellas, ni marcas particulares.

Ordené a los enterradores que se llevasen el cadáver al instituto médico-legal. Cuando se marcharon, Sibersky se metió las manos en los bolsillos de los tejanos.

—Bueno, comisario, ¿qué opina?

—Sobre todo me planteo preguntas. ¿Por qué aquí? ¿Por qué viva? ¿Por qué afeitada y desnuda?

El joven teniente me expuso sus impresiones en caliente.

—La víctima estaba en el camerino del penitente. En cuanto al asesino, se ha metido en la parte central, la del confesor, ya que la puerta estaba abierta. Todo, en la puesta en escena, indica, pues, el ritual de la confesión. El pecador de un lado, arrodillado; el confesor al otro.

—Salvo que nuestra pecadora no ha venido por voluntad propia.

—¡Eso está claro! Sus miembros atados demuestran que la han forzado a una determinada forma de sumisión; quizá física, ya que un esfuerzo ha podido generar todo ese sudor, o sino simplemente auditiva y verbal.

—Algo del tipo: «Háblame, confiesa tus pecados y Dios te perdonará…».

—Así es. En cuanto a la desnudez… Ver a una mujer desnuda, atada, arrodillada y reclamando el perdón, ¿no es el símbolo supremo de la dominación, de la relación amo-esclavo?

Entorné los ojos.

—Es una causa posible, por supuesto, pero…

Abracé el espacio, con los brazos abiertos.

—… Mira a tu alrededor. La iglesia forma un mismo bloque, orientado hacia una misión única: la plegaria, la entrega de sí, la fe. En fin, no sé gran cosa de religión, apenas si he leído la Biblia, pero sé que en el Génesis Adán y Eva estaban desnudos, tan desnudos como nuestra víctima. La pureza de los primeros días… La desnudez original, la de todas las criaturas de Dios…

Sibersky emitió un curioso silbido.

—¡Bueno! ¿Qué es lo que me quiere dar a entender con eso?

—Tan sólo que, en una escena de crimen, el entorno puede justificar los actos. Quizá la afeitó y desnudó no para responder a una fantasía cualquiera, sino con el único objetivo de traerla aquí, para prepararla para… una especie de ceremonia. ¿Acaso quería ofrecerla al juicio de Dios en su forma primitiva, en esa desnudez absoluta que vuelve a situar a todos los seres humanos en el mismo rango?

Miré fijamente una gran vidriera, enfrente de mí.

—Lo que quiero decir es que no hay que llevarlo todo al sadismo, a las fantasías de los pervertidos sexuales. Algunos intentan alcanzar un objetivo más… elaborado…

—Elaborado como la presencia de esas extrañas mariposas. ¿Qué pintan esos asquerosos bichos en esto?

Me encongí de hombros.

—No tengo ni puñetera idea. ¿Qué se repite sobre ellos, casi siempre? Que simbolizan la belleza, el renacimiento, la transformación, cuando salen de las crisálidas.

—Ya. Quizá nos las vemos con un fan de El silencio de los corderos… El tipo de tío bien chalado.

—Chalado o no, da muestras de dominio y sangre fría. La escena es de tipo organizado. Basta observar la posición de la mujer, la presencia de la miel, el perfume, las mariposas. Por la manera como se ha cometido el asesinato, ninguna pulsión vino a perturbarlo, conservó la calma y, por ello, limitó los errores.

—Así que preparó la operación con antelación, con minucia. Conoce el lugar, el medio de entrar. Quizás es un adepto a las misas del domingo por la mañana… Anotó esa vía de investigación en su libreta antes de proseguir. —… Condiciona a su presa, a la que retiene varios días, la perfuma, la afeita, la limpia. Se procura esos insectos. Y procede. El confesionario, en plena noche… Me volví a acercar al lugar del perdón y prolongué la idea de Sibersky.

—Una vez perpetrado el crimen, del que por ahora ignoramos el modo, desata las manos a la penitente para colocar el brazo derecho de un modo peculiar. Es evidente que el índice de la muerte nos señala algo.

—Sin embargo, el experto ya lo ha comprobado… Y yo también… No hay nada particular sobre los revestimientos de madera…

—Hay que seguir buscando. No es la víctima quien se expresa, sino su asesino. Ese desgraciado tiene cosas que decir.

Regresé al interior del habitáculo, encorvado, oprimido por el espacio demasiado estrecho. La pared designada presentaba rayadas, algunos golpes, pero nada concreto. Ni siquiera, al golpear sobre la madera lisa, discerní ninguna variación de densidad.

—¡Joder! ¡Tiene que indicar algo por narices! Haciendo abstracción del confesionario, la dirección apunta… esa alineación de columnas, y luego, al final…, esa parte de la pared.

—No le he esperado, ya la he inspeccionado —replicó Sibersky—. Y el suelo, y las columnas… Nada fuera de lo normal, ninguna inscripción o marca extraña. Quizá deberemos hablar con el sacerdote…

—Un momento…

Avanzaba entre la perfección de los ornamentos, deslumbrado por la excelencia de la construcción. Mis dedos palpaban la piedra centenaria. En la dirección sugerida por el dedo muerto, no apareció nada. Amplié mi zona de búsqueda. Los bancos, la nave, las decoraciones esculpidas. Fracaso una y otra vez. El asesino nos hablaba y nos negábamos a escucharlo.

—¡Joder! ¡Odio esto!

Ultimo ensañamiento visual, última decepción.

—¡Bueno! Me largo a la central. Leclerc me espera para hacer un balance. ¿Quién está al cargo de la investigación de proximidad?

—Crombez, con cinco o seis hombres.

—¿Y de la declaración del cura?

—Yo, oficialmente. Y voy retrasadísimo.

—Hay que monopolizar a un chico para registrar la iglesia. ¡Y si hay que mirar bajo el vestido de la Virgen Santa, miraremos debajo del vestido de la Virgen Santa!

Al acercarme a la puerta trasera acordonada con una cinta amarilla, me interesé:

—Me has dicho que ya habían forzado esta puerta, el trimestre pasado. ¿Tienes más datos?

—¡Ah, sí! Finales de abril. El padre piensa que se trataba de gitanos, instalados en esa época a dos pasos de la iglesia.

—¿Qué robaron?

—Nada, sólo fue una visita nocturna…

Mi perilla crujió bajo un haz de uñas escépticas.

—Curioso, tratándose de gitanos. He frecuentado un número suficiente de ellos para saber que la palabra «visita» no forma parte de su vocabulario.

—Ya lo sé. Y además debía de haber bastante material, del tipo grupos electrógenos. Una parte del edificio estaba en renovación; la bóveda y determinadas columnas se fisuraban…

Me paré en seco.

—¡La tercera dimensión! ¡Se te podría haber ocurrido! ¡Lo vertical!

—¿Qué?

Ya había vuelto al centro de la nave, la cabeza erguida, la mirada recorriendo la lejanía. Redes de sombra, arcadas discretas se entrecruzaban bajo el cielo de piedra.

—¡Busca! ¡Busca conmigo en las cimbras!

—¿Las cimbras? ¿Pero cómo habría conseguido subirse ahí?

—¡Como los obreros! ¡Utilizando los andamiajes!

De repente el corazón me dio un vuelco.

—¡Ahí arriba! ¡La fisura! ¡Y esa columna, señalada por la víctima! ¡La han restaurado en la extremidad superior! No es abajo donde hay que buscar…, ¡sino arriba!

El brazo extendido, los ojos clavados en esas alturas, exclamé finalmente:

—¡Prepárate a reunirte con Jesús! ¡Hoy vamos a subir hasta el cielo!