La mañana siguiente amaneció templada y radiante, con una promesa de verano en el aire. La luz del sol caía alegremente de soslayo en la calle de Lily, suavizaba la deslucida fachada, doraba la barandilla sin pintura de los escalones y arrancaba reflejos prismáticos a los cristales de su ventana oscura.
Cuando un día así coincide con el estado de ánimo de uno, su aliento resulta embriagador y Selden, mientras enfilaba la calle sumida en la sordidez de sus confidencias matutinas, se vio dominado por una juvenil sensación de aventura. Había soltado amarras para alejarse de las familiares orillas de la costumbre y zarpado hacia inexplorados océanos de emoción, dejando atrás todas las viejas pruebas y medidas, decidido a seguir un curso marcado por nuevas estrellas.
Este curso sólo le conducía, de momento, a la pensión de la señorita Bart, pero su mediocre umbral se había convertido de repente en el pórtico de lo desconocido. Al acercarse, levantó la vista hacia la triple hilera de ventanas, haciéndose la pueril pregunta de cuál sería la suya. Eran las nueve y la casa, habitada por trabajadores, mostraba ya una fachada plena de actividad. Después recordaría que sólo había una persiana bajada. También vio una maceta de pensamientos en uno de los alféizares y concluyó inmediatamente que ésa debía ser la ventana de Lily; era inevitable que la relacionara con el único toque de belleza del mísero escenario.
Las nueve es muy pronto para una visita, pero Selden ya había superado todas las convenciones sociales. Sólo sabía que tenía que ver a Lily Bart sin pérdida de tiempo: había encontrado la palabra que quería decirle y no podía esperar un momento más para pronunciarla. Era extraño que no hubiera brotado antes de sus labios, que la hubiera dejado irse la tarde anterior sin ser capaz de decírsela. Pero ¿qué más daba, ahora que había llegado un nuevo día? No era una palabra para el crepúsculo, sino para la mañana.
Selden subió corriendo los escalones y tiró del cordón de la campanilla e incluso en su estado de ensimismamiento le sorprendió que le abrieran la puerta con tanta celeridad. La sorpresa fue mayor cuando, al entrar, vio que la había abierto Gerty Farish… y que detrás de ella otras figuras formaban una masa agitada y ominosa.
—¡Lawrence! —exclamó Gerty con voz extraña—, ¿cómo has podido llegar tan de prisa? —y la mano temblorosa que puso sobre él pareció oprimirle al instante el corazón.
Se fijó en las otras caras, confusas entre el temor y la conjetura, y vio el impresionante bulto de la casera encaminarse hacia él con aire profesional, pero retrocedió, levantando la mano, mientras subía con los ojos las empinadas escaleras de nogal negro por las que su prima hizo en seguida ademán de conducirle.
Una voz del fondo dijo que el médico volvería en cualquier momento y que arriba no había que tocar nada. Otra exclamó: «Menos mal que…» y entonces Selden notó que Gerty le cogía la mano y vio que se les permitía subir solos.
Subieron los tres tramos en silencio y avanzaron por el pasillo hasta una puerta cerrada. Gerty la abrió y Selden entró detrás de ella. Aunque la persiana estaba bajada, los incontenibles rayos del sol entraban en haces dorados en la habitación y bajo su resplandor vio una cama estrecha adosada a la pared y, sobre la cama, con manos inmóviles y un semblante tranquilo y ausente, la figura de Lily Bart.
Todas las fibras de Selden negaban con ardor que fuera ella. La verdadera Lily había palpitado, cálida, contra su corazón hacía sólo unas horas… ¿Qué tenía que ver él con ese rostro tranquilo y extraño que, por primera vez, no palidecía ni se animaba en su presencia?
Gerty también con una calma antinatural, bajo el control constante de la persona que ha mitigado mucho dolor, se acercó al lecho y desde allí, como transmitiendo un último mensaje, dijo suavemente:
—El médico ha encontrado un frasco de cloral: dormía muy mal desde hacía mucho tiempo y ha debido de tomar una sobredosis por error… No cabe la menor duda… ninguna… No se planteará la cuestión… Ha sido muy amable. Le he dicho que tú y yo queríamos estar a solas con ella… ordenar sus cosas antes de que lleguen los demás. Sé que a ella le habría gustado así.
Selden era apenas consciente de lo que decía Gerty; sólo contemplaba el rostro dormido, que parecía cubrir como una máscara delicada e impalpable los rasgos vivos que él había conocido. Creyó que la verdadera Lily seguía estando allí, cerca de él, pero al mismo tiempo invisible e inaccesible, y la tenue barrera que les separaba le procuró una cruel sensación de impotencia. Nunca había habido entre ellos más que una pequeña e impalpable barrera… ¡y no obstante él había permitido que les separase! Y ahora, aunque parecía más ligera y frágil que nunca, se había endurecido de repente y no podría derribarla aunque dejara la vida en el intento.
Se había arrodillado al lado de la cama, pero la mano de Gerty le devolvió a la realidad. Se levantó y, al cruzar sus miradas, vio una luz extraordinaria en el rostro de su prima.
—¿Has entendido por qué se ha ido el médico? Ha prometido que no nos crearán problemas… pero, como es natural, hay que cumplir con las formalidades. Y además le he pedido que nos dé tiempo para echar un vistazo a sus cosas…
Él asintió y Gerty miró la habitación pequeña y desnuda.
—No… no necesitaremos mucho tiempo —convino Selden.
Ella retuvo su mano en la suya un momento más y luego, con una última mirada a la cama, se dirigió en silencio hacia la puerta, en cuyo umbral se detuvo para añadir:
—Si me necesitas, estaré abajo.
Selden trató de retenerla.
—¿Por qué te vas? Ella habría querido…
Gerty negó con la cabeza con una sonrisa.
—No… éste habría sido su deseo… —y mientras decía estas palabras, una luz atravesó el sordo sufrimiento de Selden y le permitió ver los profundos arcanos del amor.
Gerty cerró la puerta y él se quedó solo con la inmóvil durmiente. Su primer impulso fue volver a su lado, postrarse de rodillas y descansar su palpitante cabeza contra la apacible mejilla que reposaba sobre la almohada. Nunca habían disfrutado juntos de una paz plena, y ahora le seducían las extrañas y misteriosas profundidades de la tranquilidad de Lily.
Sin embargo, recordó las palabras de advertencia de Gerty; sabía que, aunque el tiempo se hubiera detenido en esta habitación, sus alas corrían implacables hacia la puerta. Gerty le había concedido esta media hora suprema y él debía emplearla como ella quería.
Se volvió y miró a su alrededor, obligándose con severidad a recobrar la conciencia de las cosas externas. Había muy pocos muebles en la habitación. Un trozo de encaje cubría la deteriorada cómoda, sobre la que había varias botellas y cajas de tapa dorada, un acerico de color rosa, una bandejita de cristal llena de horquillas de concha… Selden se apartó de la conmovedora intimidad de estas minucias y de la empañada superficie del espejo que pendía sobre ellas.
Ésos eran los únicos indicios de lujo, de apego al minucioso cuidado del decoro personal que demostraba cuánto habrían costado los demás actos de renuncia. El aposento carecía de cualquier otra muestra de su personalidad, a menos que se considerara tal la escrupulosa limpieza de los escasos muebles: un palanganero, dos sillas, un pequeño escritorio y la mesilla de la cabecera de la cama, sobre la cual estaba el frasco vacío y el vaso, objetos de los que Selden también desvió la vista.
El escritorio estaba cerrado, pero sobre la tapa inclinada había dos cartas. Las cogió. Una iba dirigida a un banco y, como estaba sellada y timbrada, la dejó a un lado después de un momento de vacilación. En el otro sobre leyó el nombre de Gus Trenor y, al darle la vuelta, vio que estaba abierto.
La tentación le asaltó como una cuchillada. Se tambaleó, conmocionado y tuvo que apoyarse en el escritorio. ¿Por qué había escrito a Trenor y, presumiblemente, justo después de separarse de él la tarde anterior? La idea profanó el recuerdo de aquella última hora, se mofó de la palabra que él había ido a pronunciar y manchó incluso el silencio conciliador en que debió pronunciarla. Se vio relanzado de un manotazo contra las odiosas incertidumbres de las que pensaba haberse librado para siempre. En fin de cuentas, ¿qué sabía él de su vida? Sólo lo que ella había querido enseñarle, y ¡qué poco era esto medido por el rasero mundano! ¿Con qué derecho —parecía preguntar la carta que tenía en la mano—, con qué derecho entraba ahora en su intimidad por la puerta que la muerte había dejado entornada? Su corazón replicó a gritos que le asistía el derecho de su última hora juntos, la hora en que ella había puesto la llave en su mano. Sí, pero… ¿y si la carta a Trenor había sido escrita después?
La apartó con súbita repugnancia y, apretando los labios, dirigió su atención al contenido del escritorio. Esta tarea sería más fácil de llevar a cabo ahora que había quedado anulada su implicación personal.
Levantó la tapa del escritorio y vio en su interior un talonario y varios paquetes de facturas y cartas, colocadas con la ordenada precisión que caracterizaba todas sus costumbres. Repasó primero las cartas, porque era la parte más difícil del trabajo. Eran pocas y carecían de importancia, pero entre ellas encontró, con un extraño vuelco del corazón, la nota que él le enviara después de la recepción de los Bry.
«¿Cuándo puedo ir a verte?». Estas palabras le abrumaron, porque por ellas comprendió la cobardía que le había apartado de ella en el preciso momento en que la había conseguido. Sí… siempre había temido a su destino y era demasiado sincero para negar su cobardía ahora, porque… ¿acaso no habían resucitado todas sus antiguas dudas a la simple vista del nombre de Trenor?
Guardó la nota en su cartera, cuidadosamente doblada, como algo precioso por el mero hecho de que ella la considerase así; consciente una vez más del paso del tiempo, continuó examinando los papeles.
Ante su sorpresa, vio que todas las facturas llevaban el recibí correspondiente; no quedaba una sola sin pagar. Abrió el talonario y vio que la noche anterior Lily había registrado en él diez mil dólares enviados por los albaceas de la señora Peniston.
De modo que el legado había sido pagado antes de la fecha que Gerty le indicara. Sin embargo, al hojear el talonario, descubrió con asombro que, pese a la reciente entrada de fondos, el saldo apenas ascendía a unos pocos dólares. Una rápida mirada a las matrices de los últimos talones, todos ellos fechados el día anterior, le reveló que entre cuatrocientos y quinientos dólares del legado habían sido gastados en el pago de facturas, mientras los miles restantes correspondían a un solo talón, extendido, en la misma fecha, a Charles Augustus Trenor. Selden dejó el talonario y se desplomó en la silla del escritorio.
Apoyó los brazos y se tapó la cara con las manos. Las amargas mareas de la vida crecían y le envolvían, dejando en sus labios un sabor estéril. ¿Explicaba el misterio o lo complicaba más el talón extendido a Trenor? Al principio su cabeza se negó a funcionar, pensando sólo en la mancha que suponía semejante transacción entre un hombre como Trenor y una joven como Lily Bart. Luego, poco a poco, su visión confusa se aclaró, recordó antiguos rumores e insinuaciones que hasta aquel momento había temido analizar y con ellos dio con una explicación del misterio. Era cierto, entonces, que había aceptado dinero de Trenor, pero también lo era, como declaraba el contenido del pequeño escritorio, que la deuda había sido intolerable para ella y la había saldado a la primera oportunidad, pese a que este acto la enfrentaba cara a cara con una pobreza sin paliativos.
Esto era todo lo que él sabía y todo cuanto podía esperar dilucidar de la historia. Los labios mudos de la almohada le negaban más que esto… a menos que le hubieran dicho lo que faltaba con el beso que habían estampado sobre su frente. Sí, ahora podía ver en aquella despedida todo cuanto anhelada su corazón; incluso encontrar en ella valor para no acusarse a sí mismo de no haber estado a la altura de su oportunidad.
Vio que todas las circunstancias de la vida habían conspirado para separarles, puesto que su propio desprecio de las influencias externas que agitaban a Lily había incrementado sus exigencias espirituales, dificultándole más vivir y amar espontáneamente. Pero por lo menos la había amado —había estado dispuesto a construir su futuro en la fe que tenía en ella— y, si bien el destino había querido que el momento pasara antes de que ellos pudieran retenerlo, no por ello había dejado de salvarse de la ruina de sus vidas.
Fue este momento de amor, esta efímera victoria sobre sí mismos, lo que les había redimido de la atrofia y la extinción: lo que, en ella, había tendido una mano hacia él en cada batalla contra la influencia de su entorno, y lo que, en él, había conservado viva la fe que ahora le llevaba, penitente y reconciliado, a su lado.
Se arrodilló junto a la cama y se inclinó sobre Lily, apurando hasta las heces su último momento; y en el silencio aleteó entre uno y otro la palabra que lo aclaraba todo.
—FIN—