Las farolas estaban encendidas, pero la lluvia había cesado, descubriendo un momentáneo resplandor en la bóveda del cielo.
Lily caminaba ajena a su entorno, flotando todavía en el cálido éter de los momentos sublimes de la vida. Poco a poco éste se esfumó, sin embargo, y volvió a sentir el duro asfalto que pisaba. La sensación de cansancio la abrumó con fuerza renovada, y por un momento temió no poder seguir andando. Había llegado al cruce de la Quinta Avenida con la calle Cuarenta y Una, y recordó que en Bryant Park había bancos donde podía sentarse.
Este melancólico espacio verde estaba casi desierto cuando entró y se sentó en un banco vacío bajo la fuerte luz de un farol eléctrico. El calor del fuego ya no calentaba sus venas, y se dijo que no debía demorarse mucho rato en la penetrante humedad del terreno mojado. Sin embargo, su fuerza de voluntad parecía haberse gastado en un último y gran esfuerzo, y se sentía perdida en la confusa reacción que sigue a un inusitado consumo de energía. Y, además, ¿para qué volver a su triste cuartucho, donde sólo reinaba el silencio? La quietud de la noche puede ser más agobiante para los nervios cansados que los ruidos más estridentes; eso y el frasco de cloral al lado de la cama. La idea del cloral era el único punto luminoso de su oscura perspectiva y ya le parecía sentir su bienhechora influencia. Le preocupaba, sin embargo, que cada vez le produjera menos efecto y no se atrevía a tomarlo demasiado temprano. Últimamente, el sueño que inducía era inquieto y menos profundo; había noches en que merecía más bien el nombre de duermevela. ¿Y si el fármaco empezaba a fallarle poco a poco, como decían que solía ocurrir con todos los narcóticos? Recordó la advertencia del farmacéutico sobre el incremento de la dosis y que antes ya había oído hablar de la acción caprichosa e imprevisible de esa droga. Su temor de volver a otra noche de insomnio era tan grande que se entretenía en el parque, con la esperanza de que un cansancio excesivo reforzara la acción reducida del cloral.
Anochecía y el estruendo del tráfico de la calle Cuarenta y Dos empezaba a remitir. Cuando en la plaza reinó la oscuridad, los escasos ocupantes de los bancos se levantaron y dispersaron, pero de vez en cuando alguna figura aislada, que se dirigía a pasos rápidos hacia su casa, pasaba por delante del banco de Lily, convertida fugazmente en sombra por el círculo blanco de luz eléctrica. Uno o dos de estos transeúntes retrasaron el paso para mirar con curiosidad a la figura solitaria, pero Lily era apenas consciente de que lo hacían.
De repente, sin embargo, se dio cuenta de que una de las sombras se había interpuesto entre su campo de visión y el reluciente asfalto y al levantar la vista vio a una joven inclinada sobre ella.
—Perdone, ¿está enferma? ¡Cómo! ¡Pero si es la señorita Bart! —exclamó una voz vagamente conocida.
Lily miró a la mujer, que iba mal vestida y llevaba un paquete bajo el brazo. Su rostro tenía el refinamiento engañoso que a veces causan la salud mediocre y el exceso de trabajo, pero unos labios de curva fuerte y generosa compensaban la vulgaridad de los rasgos.
—Usted no me recuerda —continuó, animándose por el placer del encuentro—, pero yo la habría reconocido en cualquier parte; he pensado tanto en usted… Creo que mi familia se sabe su nombre de memoria. Soy una de las chicas del club de la señorita Farish; usted me ayudó a ir al campo cuando enfermé de los pulmones. Me llamo Nettie Struther. Bueno, entonces era Nettie Crane… pero supongo que tampoco recuerda ese nombre.
Sí, Lily empezaba a recordarlo. El episodio del oportuno tratamiento de Nettie Crane había sido uno de los incidentes más memorables de su relación con la obra caritativa de Gerty. Había facilitado a la chica los medios para ir a un sanatorio de la montaña y ahora se le antojó una peculiar ironía que aquel dinero procediera de Gus Trenor.
Trató de responder, a fin de asegurarle que no la había olvidado, pero la voz le falló y se sintió vencida por una enorme oleada de debilidad física. Ahogando una exclamación, Nettie Struther se sentó y le rodeó los hombros con un brazo cubierto por una deslucida manga.
—Dios mío, señorita Bart, no cabe duda de que está enferma. Apóyese en mí hasta que se encuentre mejor.
La presión del brazo que sostenía a Lily parecía transmitirle, con su calor, un poco de su propia fuerza.
—Sólo es un poco de cansancio… No es nada —logró balbucir al cabo de un momento y después, al ver un tímido interrogante en los ojos de la muchacha, añadió involuntariamente—: He sido muy desgraciada… Me ha ocurrido algo terrible.
—¿Algo terrible? Siempre pensé que en su encumbrada posición todo era maravilloso. A veces, cuando lo pasaba muy mal y me ponía a pensar por qué las cosas estaban tan mal organizadas en este mundo, solía recordar que usted, por lo menos, se divertía mucho y esto parecía demostrarme la existencia de una especie de justicia. Pero no puede seguir sentada aquí tanto rato… Hay muchísima humedad. ¿Se siente ya lo bastante fuerte para andar un poco? —preguntó.
—Sí… sí; tengo que irme a casa —murmuró Lily, levantándose.
Observó con extrañeza la figura endeble y harapienta que caminaba a su lado. Había conocido a Nettie Crane como una de las desalentadas víctimas del exceso de trabajo y la anemia crónica, como uno de los superfluos fragmentos de la vida destinados a acabar prematuramente en aquel estercolero social que tanto la asustaba a ella desde hacía algún tiempo. Sin embargo, el frágil cuerpo de Nettie Struther estaba ahora animado por la esperanza y la energía; cualquiera que fuese el destino que el futuro le reservaba, no se dejaría tirar sin lucha al cubo de la basura.
—Me he alegrado mucho de verla —continuó Lily, obligando a sonreír a sus labios temblorosos—. Ahora seré yo quien la recuerde feliz… y el mundo también me parecerá menos injusto.
—¡Oh, pero no puedo dejarla así! ¡No está en condiciones de irse sola a su casa! ¡Y no puedo acompañarla! —gimió Nettie Struther, recordando algo de repente—. Verá, mi marido trabaja hoy en el turno de noche, es conductor, y la amiga con quien siempre dejo a la niña tiene que subir a las siete a preparar la cena de su marido. No le había dicho que tengo una niña, ¿verdad? Pasado mañana cumplirá cuatro meses y al verla nadie pensaría que yo estuve alguna vez enferma. Daría cualquier cosa por enseñarle a mi bebé, señorita Bart, y vivimos un poco más abajo de esta misma calle… sólo a tres manzanas de aquí. —La miró interrogativamente y luego añadió en un arranque de valor—: ¿Por qué no se anima y viene a casa conmigo hasta que haya dado de cenar a la niña? En nuestra cocina se está muy calentito; puede descansar allí y yo la acompañaré a su casa en cuanto la niña se quede dormida.
Era cierto que se estaba caliente en la cocina que, después de que Nettie Struther encendiera el mechero de encima de la mesa, resultó ser extraordinariamente pequeña y estar casi milagrosamente limpia. La reluciente estufa de hierro estaba encendida y cerca de ella se encontraba la cuna donde la criatura, sentada con la espalda muy recta, empezaba a expresar una emoción en su carita todavía plácida por el sueño.
Después de celebrar con efusión el reencuentro con su hija y de pedir disculpas en un lenguaje secreto por haber regresado tan tarde, Nettie volvió a dejar a la niña en la cuna e invitó con timidez a la señorita Bart a sentarse en la mecedora de la estufa.
—También tenemos una salita —explicó con perdonable orgullo—, pero creo que hace más calor aquí y no quiero dejarla sola mientras preparo la cena de la niña.
Lily le aseguró que prefería la grata proximidad del fuego de la cocina y la señora Struther procedió a preparar un biberón que luego aplicó a los impacientes labios del bebé, tras lo cual se sentó con radiante expresión junto a su visitante.
—¿Está segura de que no desea un poco de café caliente, señorita Bart? Ha sobrado leche fresca de la niña… En fin, tal vez prefiera que la deje tranquila y descansar un rato. Es maravilloso tenerla aquí; lo he pensado tan a menudo que casi me parece increíble. Muchas veces le he dicho a George: «Ojalá la señorita Bart pudiera verme ahora…» y buscaba su nombre en los periódicos y hablábamos de lo que hacía y leíamos las descripciones de los vestidos que llevaba. Ahora hacía algún tiempo que no veía su nombre y empecé a temer que estuviera enferma; llegué a preocuparme tanto que George me dijo que los nervios me harían enfermar a mí. —Sonrió al recordarlo—. El caso es que no puedo permitirme el lujo de volver a caer enferma; el último acceso casi acaba conmigo. Cuando usted me envió a las montañas no pensé que volvería viva y no me importaba demasiado, porque entonces no conocía a George ni a la niña. —Se interrumpió para introducir de nuevo la tetina del biberón en la boca ansiosa del bebé—. Preciosidad mía… ¿por qué tienes tanta prisa? ¿Estabas enfadada con tu mamaíta porque llegaba tan tarde? La llamamos Mary Antoinette, por la reina francesa de aquella tragedia del Garden… Le dije a George que la actriz se parecía a usted y entonces se me ocurrió el nombre… Nunca pensé que me casaría, ¿sabe?, y nunca habría tenido ánimos para seguir trabajando yo sola. —Volvió a interrumpirse y, al leer interés en los ojos de Lily, continuó, ruborizándose bajo la tez pálida y anémica—: Verá, aquella vez que usted me salvó no estaba solamente enferma: era también muy desgraciada. Había conocido a un caballero en el lugar donde trabajaba (no sé si usted recordará que era mecanógrafa en una gran empresa de importaciones) y… bueno… pensé que íbamos a casarnos; habíamos salido juntos seis meses y me había regalado el anillo de boda de su madre. Pero supongo que era demasiado elegante para mí: viajaba para la empresa y veía mucho mundo. A las trabajadoras no se las mima como a ustedes y a veces no saben cuidar de sí mismas. Yo no supe hacerlo… y casi me muero cuando se fue de viaje y dejó de escribirme… Entonces caí enferma; fue como el fin del mundo para mí y quizá no lo habría resistido si usted no me hubiera enviado al sanatorio. Y, cuando vi que me curaba, empecé a animarme a pesar de mí misma. Después de mi regreso, George fue a verme y me pidió que me casara con él. Al principio pensé que no podía, porque habíamos crecido juntos y lo sabía todo de mí, pero después vi que esto lo facilitaba todo. Jamás habría podido cortárselo a otro hombre y jamás me habría casado sin contárselo, pero, si George me quería lo suficiente para aceptarme tal como era, no veía razón para no rehacer mi vida… y así lo hice. —La fuerza de la victoria iluminaba su rostro cuando dejó de mirar a la niña, que sostenía en el regazo, para posar los ojos en Lily—: Pero, qué hago, sólo he hablado de mí misma mientras usted se siente tan cansada… Sólo que es estupendo tenerla aquí y poder explicarle lo mucho que me ayudó.
La niña se había recostado, satisfecha y feliz; la señora Struther se levantó con sigilo para dejar el biberón sobre la mesa y después se volvió hacia la señorita Bart.
—Ojalá pudiera ayudarla yo… pero supongo que no hay nada que pueda hacer —murmuró, apenada.
En vez de contestar, Lily se levantó sonriendo y abrió los brazos, y la madre, comprendiendo el ademán, le puso a la niña en ellos.
La criatura, al sentirse separada de su refugio habitual, hizo un movimiento instintivo de resistencia, pero en seguida prevalecieron los efectos sedantes de la digestión y Lily notó que la blanda carga se apoyaba confiadamente contra su pecho. Esta confianza del bebé en su propia seguridad le comunicó una cálida sensación de vitalidad y bienestar y se inclinó para contemplar la carita sonrosada, la vacía claridad de los ojos y los vagos movimientos de los dedos, que se abrían y cerraban. Al principio, el peso le pareció ligero como una nube rosa o un montón de plumas, pero al cabo de unos momentos lo notó aumentar y experimentó una extraña sensación de debilidad, como si la criatura hubiese entrado en su interior, convirtiéndose en una parte de sí misma.
Levantó la vista y vio que Nettie la miraba con ternura y felicidad.
—¿No sería maravilloso que cuando creciera se pareciera a usted? Es imposible, claro, pero las madres nunca dejan de soñar las cosas más disparatadas para sus hijos.
Lily apretó un poco a la niña contra el pecho y la devolvió a su madre.
—¡Oh, no, espero que no ocurra así…! ¡Me daría miedo venir a verla demasiado a menudo! —respondió con una sonrisa y entonces, rechazando el sincero ofrecimiento de la señora Struther de acompañarla hasta su casa y reiterando la promesa de volver pronto para conocer a George y ver a la niña tomar su baño, salió de la cocina y bajó sola las dilapidadas escaleras.
Al llegar a la calle se dio cuenta de que se sentía más fuerte y más feliz; el pequeño episodio le había hecho mucho bien. Era la primera vez que presenciaba los frutos de su intermitente caridad, y la inédita realidad de la solidaridad humana templó el frío glacial de su corazón.
Hasta que cruzó el propio umbral no sintió la reacción de una soledad más profunda que la de antes. Hacía rato que habían dado las siete y la luz y los olores procedentes del sótano revelaban que ya se servía la cena de la pensión. Subió a su cuarto a toda prisa, encendió el gas y se cambió de ropa. No quería seguir echándose a perder, ni prescindir de la comida sólo porque el entorno la hacía poco apetitosa. Ya que su destino era vivir en una pensión, tenía que aprender a adaptarse a las circunstancias de su vida. No obstante, le alegró comprobar cuando llegó al comedor, caliente y demasiado iluminado, que la cena ya casi había tocado a su fin.
De nuevo en su habitación, se entregó a una febril actividad. Hacía semanas que estaba demasiado apática e indiferente para poner orden en sus cosas, pero ahora empezó a examinar sistemáticamente el contenido de los cajones y el armario. Le quedaban unos cuantos vestidos elegantes —supervivientes de su última fase de esplendor, en el Sabrina y en Londres—, pero, cuando se vio obligada a prescindir de la doncella, le regaló una generosa parte de sus atavíos inservibles. Los demás, aunque ya no eran del todo nuevos, conservaban el corte impecable, la gracia y la amplitud obra de una gran modista y, cuando los extendió sobre la cama, evocó con realismo las escenas en que los había lucido. Cada pliegue despertaba un recuerdo, cada lazo de encaje y cada destello del bordado era como una letra en el registro de su pasado. Le sorprendió ver hasta qué punto la envolvía el ambiente de su vida anterior, aunque, después de todo, era la vida para la que había sido educada: todas sus tendencias incipientes habían sido dirigidas cuidadosamente hacia ella, todos sus intereses y actividades centrados alrededor de ella. Era como una flor exótica cultivada para la exhibición, una flor cuyos capullos habían sido cortados en su totalidad para dar más realce a la floración de su belleza.
Lo último que sacó del baúl fue una pieza de tela blanca que dobló en torno a su brazo. Era el vestido estilo Reynolds que había lucido en el tableau de los Bry. No había sido capaz de regalarlo, pero no lo había mirado desde aquella noche, y los pliegues largos y vaporosos emanaron, cuando los desdobló, una fragancia de violetas que parecía un aliento del surtidor bordeado de flores donde había hablado con Lawrence Selden y repudiado su destino. Volvió a guardar los vestidos uno tras otro, dejando con cada uno de ellos un reflejo de luz, una nota de risa, un vago recuerdo de las rosadas orillas del placer. Se hallaba todavía en un estado fuertemente impresionable y cada insinuación del pasado provocaba una larga vibración de sus nervios.
Acababa de cerrar el baúl sobre los pliegues blancos del vestido Reynolds cuando oyó que llamaban a la puerta y los dedos enrojecidos de la camarera irlandesa le pasaron una carta del último correo. Lily se acercó a la luz y leyó con sorpresa la dirección estampada en el extremo superior del sobre. Era una comunicación comercial del bufete de los albaceas de su tía y se preguntó qué inesperado acontecimiento les habría inducido a romper el silencio antes de la fecha señalada.
Abrió el sobre y un cheque revoloteó hasta el suelo. Cuando se agachó para cogerlo, la sangre afluyó a sus mejillas. En el cheque estaba inscrita la cantidad total del legado de la señora Peniston y la carta que lo acompañaba explicaba que los albaceas, después de inventariar los bienes con menos demora de la calculada, habían decidido anticipar la fecha fijada para el pago de los legados.
Lily se sentó ante el escritorio de los pies de la cama, alisó el cheque y leyó una y otra vez «diez mil dólares», escrito con una regular caligrafía comercial. Diez meses antes, esa cantidad habría representado la penuria más absoluta, pero su código de valores había cambiado en el intervalo y ahora cada letra ocultaba visiones de riqueza. Mientras seguía contemplándolo, le pareció que el oropel de estas visiones le deslumbraba el cerebro y al cabo de un momento levantó la tapa del escritorio y guardó la fórmula mágica. Era más fácil pensar sin aquellas cinco cifras bailando ante sus ojos y tenía muchas cosas en que pensar antes de dormirse.
Abrió su talonario y se sumió en cálculos tan minuciosos como los que habían prolongado su vigilia en Bellomont la noche en que decidió casarse con Percy Gryce. La pobreza simplifica la contabilidad y su situación financiera era más fácil de determinar que entonces, pero aún no había aprendido a controlar el dinero, y durante su efímera fase de lujo en el Emporium había vuelto a costumbres extravagantes que habían hecho mella en su precaria renta. Un cuidadoso examen del talonario y de las facturas impagadas demostró que, una vez saldadas estas últimas, tendría apenas lo suficiente para vivir tres o cuatro meses, y, si continuaba su actual sistema de vida, sin ganar una cantidad adicional, tendría que renunciar hasta al más pequeño gasto. Se tapó los ojos, estremecida, viéndose ya en el umbral de esa perspectiva cada vez más estrecha en la que había atisbado la ramplona figura de la señorita Silverton.
Sin embargo, ya no era la visión de la pobreza material lo que más la aterraba. Intuía un empobrecimiento todavía peor, una destitución interna comparada con la cual cualquier circunstancia exterior quedaba reducida a pura menudencia. Era realmente triste ser pobre, avanzar hacia una mediana edad de estrecheces e inquietudes, absorbida, a fuerza de agobiantes grados de economía y sacrificio, por la sórdida existencia comunal de la pensión, pero había algo todavía más triste y era la zarpa de la soledad en el corazón, la impresión de ser arrastrada como una planta sin raíces por la tumultuosa corriente de los años. Tal era el sentimiento que la poseía ahora: la sensación de ser algo desarraigado y efímero, un mero desecho en el torbellino de la existencia, sin ningún agarradero al que pudieran asirse los pequeños tentáculos de su ser antes de que lo succionara la terrible comente. Y, al remontarse a su pasado, vio que en ningún momento había tenido una verdadera relación con la vida. Sus padres también carecían de raíces, barridos de un lado a otro por todos los vientos de la moda; ninguna existencia personal los había guarecido de las caprichosas ráfagas. Ella misma había crecido sin un rincón de la tierra más querido que los demás, sin un centro de devociones tempranas, de entrañables tradiciones a las que su corazón pudiera recurrir y de las cuales pudiera obtener fuerza para sí mismo y ternura para los demás. Cualquiera que sea la forma en que un pasado acumulado subsiste en la sangre —ya sea en la imagen concreta de la vieja casa llena de recuerdos visuales, ya en el concepto de la casa no construida por el hombre, sino compuesta de pasiones y lealtades heredadas—, tiene siempre el mismo poder de dilatar y profundizar la existencia individual, de vincularla con misteriosos eslabones de afinidad a la ingente suma total de las aspiraciones humanas.
Lily nunca había tenido una visión de la solidaridad de la vida, si acaso apenas una premonición de ella en los ciegos impulsos de su instinto de reproducción, frenados por las influencias desintegradoras de la vida que la rodeaba. Todos los hombres y mujeres que conocía eran como átomos que se alejaban unos de otros en un salvaje baile centrífugo; su primer atisbo de la continuidad de la vida se lo debía a la visita a la cocina de Nettie Struther.
La pobre muchacha trabajadora que había encontrado fuerzas para recoger los pedazos de su vida y construirse un refugio con ellos había alcanzado, a juicio de Lily, la verdad central de la existencia. Cierto que era una vida mediocre, al borde mismo de la destitución, con un escaso margen en caso de enfermedad o mala suerte, pero tenía la permanencia frágil y audaz de un nido de ave construido al borde de un precipicio: un simple haz de hojas y pajas, pero entramado de un modo que las vidas a él confiadas colgaban a salvo sobre el abismo.
Sí… pero habían tenido que ser dos para construir el nido; la fe del hombre junto al valor de la mujer. Lily recordó las palabras de Nettie: «Lo sabía todo de mí». La fe de su marido en ella había hecho posible su renovación… ¡Es tan fácil para una mujer ser como la desea el hombre a quien ama! Selden había depositado por dos veces su fe en Lily Bart, pero el tercer desengaño había sido demasiado fuerte. La misma calidad de su amor hacía más imposible resucitarlo. De haber sido un simple instinto de la sangre, el poder de su belleza podría haberlo reavivado, pero, siendo más profundo, estando inextricablemente unido a viejos hábitos mentales y de sentimiento, era tan imposible reanudarlo como si se hubiera tratado de una planta de hondas raíces arrancada de su suelo. Selden le había dado lo mejor de sí mismo, pero era tan incapaz como ella de un retorno sin crítica a fases anteriores del sentimiento.
Como ya le había dicho, conservaba el recuerdo alentador de su fe en ella, pero aún no había alcanzado la edad en que una mujer puede vivir de sus recuerdos. Al tener en sus brazos a la hija de Nettie Struther, las heladas corrientes de la juventud se habían fundido y ahora fluían cálidas por sus venas; volvía a embargarla el antiguo deseo de vivir y todo su ser reclamaba por su parte de felicidad personal. Sí, era felicidad lo que aún necesitaba y lo poco que había vislumbrado de ella hacía que todo lo demás careciera de valor. Una por una había ido desechando las posibilidades menos valiosas, y ahora sólo le quedaba el vacío de la renuncia.
Anochecía y un inmenso cansancio volvía a apoderarse de ella. No se trataba de una incipiente somnolencia, sino de una fatiga honda y vigilante, de una insidiosa lucidez mental que imprimía proporciones gigantescas en todas las posibilidades del futuro. La claridad de la visión la horrorizó; parecía haber traspasado el misericordioso velo que separa la intención de la acción y ver con exactitud todo lo que haría en los largos días que la esperaban. El talón guardado en el escritorio, por ejemplo: su intención era saldar con él la deuda contraída con Trenor, pero preveía que por la mañana pospondría el pago y sin darse cuenta iría cayendo en una gradual tolerancia de la deuda. Esta idea la aterraba; temía descender de la altura de su último momento con Lawrence Selden. Pero ¿cómo confiar en sí misma? Conocía la fuerza de los impulsos opuestos, podía sentir cómo los innumerables tentáculos de la costumbre la empujaban hacia un nuevo compromiso con el destino. Experimentó un intenso deseo de prolongar, de perpetuar la momentánea exaltación de su espíritu. ¡Si su vida pudiera terminar ahora… terminar con esta trágica pero dulce visión de las oportunidades perdidas que le infundía un sentido de solidaridad con todo el amor y el sufrimiento del mundo!
Alargó la mano de improviso, sacó el cheque del escritorio y lo metió en un sobre que dirigió al banco. Entonces extendió un talón nominal a Trenor, lo introdujo, sin adjuntar ningún mensaje, en otro sobre dirigido a su nombre y dejó los dos encima del escritorio. Después continuó ordenando papeles y cartas hasta que el intenso silencio de la casa le recordó lo tarde que era. En la calle había cesado el ruido de ruedas y el rumor del «elevado» sólo llegaba entre largos intervalos a través de la densa y antinatural quietud. En la misteriosa independencia nocturna de todos los signos externos de vida se sintió más que nunca enfrentada a su destino. Esta sensación la aturdió, e intentó combatirla apretando las manos contra los ojos, pero el terrible silencio parecía simbolizar su porvenir: tenía la impresión de que la casa, la calle y el mundo entero estaban vacíos y de que ella era el único ser consciente en un universo inanimado.
Estaba al borde del delirio: nunca se había sentido tan cerca del vértigo de lo irreal. Necesitaba dormir… Recordó que había pasado dos noches seguidas en blanco. El pequeño frasco estaba sobre la mesilla, esperando ejercer su hechizo. Se levantó y desnudó rápidamente, con ganas ya de descansar la cabeza sobre la almohada. Estaba tan exhausta que no dudaba de quedarse dormida inmediatamente, pero, en cuanto se hubo acostado, todos sus nervios se pusieron en tensión. Era como si un gran resplandor de luz eléctrica se hubiera encendido en su cabeza y todo su ser pequeño y angustiado se acurrucara, huyendo de la luz, sin saber dónde refugiarse.
No había imaginado que fuera posible una multiplicación tal de la vigilia: todo su pasado desfilaba por cien puntos diferentes de su conciencia. ¿Dónde estaba el medicamento que pudiera apaciguar esa legión de nervios desatados? La sensación de cansancio habría sido dulce en comparación con este ensordecedor latido de actividades, pero el cansancio la había abandonado como si le hubieran inyectado en las venas un cruel estimulante.
Podía soportarlo… Sí, podía soportarlo, pero ¿qué fuerzas le quedarían para el día siguiente? El sentido de la perspectiva desapareció y empezó a acosarla el día siguiente y, pisándole los talones, todos los días sucesivos… apretujándose en torno a ella como una chusma enloquecida. Tenía que alejarlos durante unas pocas horas, tenía que tomar un breve baño de olvido. Alargó la mano y contó las gotas de somnífero mientras las vertía en un vaso, aun sabiendo que serían impotentes contra la lucidez sobrenatural de su cerebro. Hacía mucho tiempo que había aumentado la dosis al límite máximo, pero esta noche sintió que debía incrementarla. Sabía que corría un pequeño riesgo al hacerlo; recordó la advertencia del farmacéutico. Si lograba conciliar el sueño, podía ser un sueño sin despertar. No obstante, había sólo una posibilidad entre cien; el efecto de la droga era incalculable y añadir unas cuantas gotas a la dosis normal no haría probablemente otra cosa que procurarle aquel descanso tan ansiado…
Lo cierto es que no consideró muy de cerca la cuestión; la necesidad física de sueño era su única sensación persistente Huía de la despiadada luz del pensamiento de modo tan instintivo como se contraen los ojos ante un fuerte resplandor; oscuridad, oscuridad era lo que necesitaba a toda costa. Se incorporó y bebió el contenido del vaso; entonces apagó la vela de un soplo y se acostó.
En total quietud, esperó con placer sensual los primeros efectos del soporífero. Sabía por adelantado qué forma adoptarían: el cese gradual del latido interior, el suave acercamiento de la pasividad, como si una mano invisible trazara fórmulas mágicas sobre ella en las tinieblas. La misma lentitud y vacilación del efecto aumentaba su fascinación: era delicioso asomarse y mirar a los sombríos abismos de la inconsciencia. Esta noche la droga parecía funcionar más lentamente que de costumbre: tenía que apaciguar por turno cada pulso desatado y pasó mucho tiempo antes de que sintiera disminuir su ritmo, como centinelas que cayeran dormidos en sus puestos. Poco a poco, sin embargo, se produjo la subyugación completa y Lily se preguntó vagamente qué la hacía sentir tan inquieta y excitada. Vio que no había ninguna razón para excitarse: había recuperado su visión normal de la vida. Mañana no sería un día tan difícil, al fin y al cabo; estaba segura de que tendría fuerzas para afrontarlo. No recordaba bien qué era lo que había temido afrontar, pero la incertidumbre ya no la preocupaba. Había sido desdichada y ahora era feliz: se había sentido sola y ahora había desaparecido toda sensación de soledad.
Se movió una vez, para volverse de lado y, al hacerlo, comprendió de repente por qué no se sentía sola. Era extraño… pero la niña de Nettie Struther yacía en sus brazos: notaba la cabecita apretada contra su hombro. Ignoraba cómo había llegado hasta allí, pero apenas la sorprendía, sólo le inspiraba una emoción suave y penetrante, cálida y placentera. Buscó una posición más cómoda, formando un hueco con el brazo para la redonda cabecita de sedosos cabellos, y contuvo el aliento para que ningún ruido molestara a la niña dormida.
De pronto pensó que tenía que decirle algo a Selden, una palabra recién encontrada que lo aclararía todo entre ambos. Intentó repetir la palabra, que acechaba, vaga y luminosa, en el rincón más lejano de su pensamiento y temió no recordarla cuando se despertara, ya que, si podía recordarla y decírsela, todo iría bien.
La idea de la palabra se desvaneció poco a poco y el sueño empezó a invadirla. Luchó un momento contra él: creía que no debía dormirse a causa de la niña, pero incluso esta sensación se perdió paulatinamente en una vaga impresión de paz y somnolencia, a través de la cual se abría paso de repente un oscuro relámpago de terror y soledad.
Se incorporó de nuevo, fría y temblando del susto, y por un momento le pareció haber soltado a la niña. Pero no —estaba equivocada—, la tierna presión de su cuerpo seguía oprimiendo el suyo; el calor recobrado volvía a fluir por sus venas y Lily cedió, se entregó a él y se quedó dormida.