Capítulo XII

La biblioteca era tal como se la había imaginado. Las lámparas de pantalla verde formaban tranquilos círculos de luz en la creciente penumbra, un pequeño fuego ardía en la chimenea y al lado estaba la poltrona que Selden había apartado cuando se levantó a abrir la puerta.

Después de reprimir la primera reacción de sorpresa, guardó silencio, esperando a que ella hablara, y Lily se demoró un instante en el umbral, asaltada por un cúmulo de recuerdos.

El escenario no había cambiado. Reconoció la hilera de libros de la que había sacado el tomo de La Bruyére y el gastado brazo del sillón en que él se había apoyado mientras ella examinaba el precioso volumen. Pero aquel día la diáfana luz de septiembre llenaba la habitación, dándole la apariencia de ser parte del mundo exterior, mientras que ahora las pantallas de las lámparas y el fuego encendido, al aislarla de la oscuridad de la calle, le prestaban una acogedora sensación de intimidad.

Al advertir poco a poco el asombro que ocultaba el silencio de Selden, se volvió hacia él y explicó con sencillez:

—He venido a decirte que lamento que nos despidiéramos de aquel modo y también lo que te dije en casa de la señora Hatch.

Las palabras afloraron a sus labios de manera espontánea. Ni siquiera mientras subía las escaleras había pensado en un pretexto para su visita, pero ahora tenía ganas de disipar la niebla de malentendidos que flotaba entre ellos.

Selden correspondió a su mirada con una sonrisa.

—Yo también lamento que nos separásemos de aquel modo, pero no estoy seguro de no haber sido el culpable. Por suerte, ya había previsto el riesgo que corría…

—De manera que te dio igual… —dijo ella, volviendo a su antigua ironía.

—De manera que estaba preparado para las consecuencias —corrigió él de buen humor—. Pero hablaremos de esto más tarde. Entra y siéntate junto al fuego. Te recomiendo la poltrona, si me permites que te coloque un almohadón en la espalda.

Mientras hablaba, ella había avanzado hasta el centro de la habitación y detenido sus pasos cerca del escritorio, donde la lámpara, dirigida hacia arriba, proyectó sombras exageradas sobre la palidez de su rostro algo demacrado.

—Pareces exhausta; siéntate —repitió él con suavidad. Lily dio la impresión de no haberlo oído.

—Quería que supieras que dejé a la señora Hatch inmediatamente después de verte —dijo, como continuando su confesión.

—Sí, sí, ya lo sé —asintió él con turbación creciente.

—Y que lo hice porque tú me lo indicaste. Antes de que fueras ya había empezado a ver que me sería imposible quedarme con ella… por las razones que me diste; pero no quería admitirlo… No quería confesar que comprendía tus propósitos.

—¡Ah, tendría que haber confiado en que sabrías solucionarlo tú sola! ¡No me abrumes recordando mi entrometimiento!

Si Lily hubiera estado menos nerviosa, habría reconocido en aquel tono ligero el esfuerzo para salvar un momento de tensión, pero ahora, en cambio, hería su enorme deseo de ser comprendida. En su raro estado de extrema lucidez, que le daba la sensación de haber llegado ya al fondo del asunto, le parecía increíble que alguien considerara necesario perder el tiempo con juegos de palabras y evasivas convencionales.

—No es eso… no soy desagradecida —insistió, pero la facultad de expresión le falló de improviso; sintió un temblor en la garganta y dos lágrimas se juntaron y brotaron lentamente de sus ojos.

Selden se acercó y le cogió la mano.

—Estás muy cansada. ¿Por qué no te sientas y dejas que te ponga cómoda? —La llevó hasta la poltrona y le puso un cojín detrás de los hombros—. Y ahora te haré un poco de té; ya sabes que siempre me encargo de este aspecto de la hospitalidad.

Ella movió la cabeza y le cayeron otras dos lágrimas. Pero no lloraba con facilidad y el largo hábito de dominarse terminó por vencer, aunque aún temblaba demasiado para hablar.

—Sabes que puedo obligar al agua a hervir en cinco minutos —continuó Selden, como si hablara a un niño afligido.

Sus palabras evocaron aquella otra tarde en que habían tomado el té juntos y bromeado acerca del futuro. Había momentos en que aquel día parecía más remoto que cualquier otro suceso de su vida y, no obstante, Lily siempre podía revivirlo hasta el más ínfimo detalle.

Hizo un gesto de negación.

—No, bebo demasiado té. Prefiero descansar tranquila… Me iré dentro de un momento —añadió, confusa.

Selden, cerca de ella, se apoyó en la repisa de la chimenea. Su turbación era cada vez más perceptible bajo la cordial soltura de su actitud. Lily estaba al principio demasiado absorta para apercibirse de ella, pero, ahora que sus tentáculos mentales volvían a funcionar, vio que su presencia le turbaba. Una situación así sólo puede arreglarse con un inmediato desahogo de los sentimientos y este impulso determinante aún no había acudido en ayuda de Selden.

El descubrimiento no desconcertó a Lily como lo habría hecho en otro tiempo. Ya había superado la fase de la reciprocidad cortés según la cual toda demostración debe ser escrupulosamente proporcional a la emoción que suscita, y la generosidad sentimental es la única ostentación condenada. Sin embargo, su sensación de soledad aumentó al verse una vez más excluida de la intimidad de Selden. Había acudido a él sin ningún propósito definido, únicamente impulsada por el mero deseo de verle, pero ahora la esperanza que se ocultaba en su interior recibió un golpe de muerte.

—Debo irme —repitió, haciendo un movimiento para levantarse de la poltrona—, pero, como tal vez no volvamos a vernos en mucho tiempo, quería decirte que no he olvidado nunca las cosas que me dijiste en Bellomont y que a veces, cuando parecía que estaba más lejos de recordarlas, me han ayudado a no cometer errores y han impedido que me convirtiera de verdad en la persona que muchos creen que soy.

Por mucho que intentara ordenar sus pensamientos, las palabras se negaban a fluir con más coherencia; sentía, sin embargo, que no podía dejarle sin tratar de hacerle comprender que se había salvado incólume de la aparente ruina de su vida.

Mientras ella hablaba en el rostro de Selden se operó un cambio. La expresión de reserva cedió el paso a otra todavía carente de emoción personal, pero llena de una dulce comprensión.

—Me alegra que me digas esto, pero nada de lo que yo te haya dicho ha influido realmente en ti. La diferencia está en ti misma; siempre existirá y, puesto que la llevas dentro, no puede importarte la opinión ajena. Tienes la seguridad de que tus amigos siempre te comprenderán.

—Ah, no digas eso… No digas que lo que me has dicho no ha influido para nada. Parece aislarme… dejarme sola frente a todos los demás.

Se había levantado y ahora le miró cara a cara, dominada nuevamente por la íntima urgencia del momento. Ya daba igual que él pudiera tener sus reservas. Tanto si lo deseaba como si no, antes de separarse tenía que verla tal como era.

Su voz adquirió fuerza y le miró gravemente a los ojos mientras proseguía:

—En una… o dos ocasiones me diste la posibilidad de escapar de mi vida y yo la desprecié; la desprecié por cobardía. Después comprendí mi error, vi que nunca podría ser feliz con lo que antes me había satisfecho, pero ya era demasiado tarde: me habías juzgado… y lo comprendí. Era demasiado tarde para la felicidad… pero no para que la idea de lo que había perdido me sirviera de ayuda. Es lo que me ha mantenido viva hasta ahora… ¡no me lo arrebates! Incluso en los momentos peores, ha sido una pequeña luz en las tinieblas. Algunas mujeres tienen la fortaleza de ser buenas sin ayuda, pero yo necesitaba el auxilio de tu fe en mí. Quizá habría podido resistir una gran tentación, pero las pequeñas me habrían vencido. Entonces recordaba… recordaba tu afirmación de que una vida semejante nunca podría satisfacerme, y me avergonzaba admitir que podía hacerlo. Esto es lo que has hecho por mí… esto es lo que quería agradecerte. Decirte que siempre lo he recordado y que lo he intentado… Lo he intentado con todas mis fuerzas…

Se interrumpió de improviso. Las lágrimas habían vuelto a brotar y, al sacar el pañuelo, sus dedos rozaron el paquete que llevaba entre los pliegues del vestido. El rubor cubrió sus mejillas y las palabras se ahogaron en sus labios. Entonces alzó los ojos hacia él y prosiguió con voz cambiada:

—Lo he intentado con todas mis fuerzas… pero la vida es difícil y yo soy una persona muy inútil, apenas puede decirse que tenga una existencia independiente. Era sólo un tornillo o un diente de una gran máquina que llamaba vida y, cuando caí desprendida, me di cuenta de que no servía para nada. ¿Qué puede una hacer cuando descubre que sólo encaja en un agujero? Hay que volver a él o dejar que te tiren al cubo de la basura… ¡y no sabes cómo es el cubo de la basura!

Sus labios esbozaron una sonrisa; la había distraído el fugaz recuerdo de las confidencias que le había hecho a Selden dos años antes en aquella misma habitación. Entonces tenía el plan de casarse con Percy Gryce… ¿Qué plan tenía ahora?

La sangre había afluido al rostro moreno de Selden, pero su emoción sólo se tradujo en una actitud más grave.

—Tienes algo que decirme… ¿piensas casarte? —preguntó de repente.

Los ojos de Lily no expresaron desconcierto, pero en su fondo se formó lentamente una mirada de extrañeza, perpleja e inquisitiva a la vez. Aquella pregunta la obligó a pensar si ya había tomado realmente la decisión cuando entró en casa de Selden.

—¡Siempre me has dicho que debería hacerlo, tarde o temprano! —respondió con una leve sonrisa.

—¿Y ya lo has decidido?

—Tendré que decidirlo… dentro de poco. Pero antes debo hacer otra cosa. —Se interrumpió de nuevo, intentando transmitir a su voz la firmeza de la sonrisa recobrada—. Tengo que despedirme de alguien. Oh, no de ti; es seguro que volveremos a vernos, sino de la Lily Bart que has conocido. La he llevado dentro todo este tiempo, pero ahora vamos a separarnos y te la he traído… para dejártela aquí. Cuando salga dentro de un momento, no se irá conmigo. Me gustará pensar que se ha quedado a tu lado… No ocupará sitio ni te molestará.

Se acercó a él y le tendió la mano sin dejar de sonreír.

—¿Permitirás que se quede contigo? —preguntó.

Él le cogió la mano y Lily sintió vibrar en la suya los sentimientos que aún no habían brotado de sus labios.

—Lily… ¿puedo ayudarte? —exclamó.

Ella le miró con dulzura.

—¿Recuerdas lo que me dijiste una vez? ¿Que sólo podías ayudarme dándome tu amor? Pues bien… me amaste durante un tiempo y me ayudó mucho; siempre me ha ayudado. Pero el momento pasó… Fui yo quien lo dejó pasar. Y hay que seguir viviendo. Adiós.

Le cubrió la mano con la que tenía libre y se miraron con una especie de solemnidad, como si estuvieran en presencia de la muerte. Y algo, en efecto, yacía muerto entre los dos: aquel amor que ella había matado y ya no podía resucitar. Sin embargo, algo vivía también ahí, algo que ahora estallaba dentro de ella como una llama inextinguible: el amor que el amor de Selden había encendido, la pasión del alma de Lily por el alma de él.

Bajo esta luz, todo lo demás se extinguió y la abandonó, y comprendió al fin que no podía marcharse y dejarle a él su antiguo yo: aquel yo debía subsistir en presencia de Selden, pero tenía también seguir siendo suyo.

Selden le retenía la mano y seguía observándola con un extraño presentimiento. El aspecto externo de la situación había desaparecido tan completamente para él como para ella; sólo lo percibía como uno de esos raros momentos que levantaban al pasar el velo de sus rostros.

—Lily —insistió en voz baja—, no debes hablar de esta manera. No puedo dejarte marchar sin saber qué piensas hacer. Las cosas pueden cambiar, pero no desvanecerse. Tú nunca podrás salir de mi vida.

Ella le miró con ojos luminosos.

—No —convino—, ahora lo sé. Seamos siempre amigos. Así me sentiré segura, pase lo que pase.

—¿Pase lo que pase? ¿Qué quieres decir? ¿Qué va a pasar?

Ella se volvió en silencio y se acercó a la chimenea.

—De momento, nada… salvo que siento mucho frío y tendrás que reavivar el fuego antes de que me vaya.

Se arrodilló sobre la alfombra y alargó las manos hacia las ascuas. Perplejo por el repentino cambio de tono, Selden cogió maquinalmente unos cuantos leños del cesto y los echó al fuego. Al hacerlo, se fijó en lo delgadas que parecían las manos de Lily al resplandor de las nuevas llamas y vio también que, bajo las líneas amplias del vestido, las curvas de su silueta se habían vuelto angulosas; recordaría mucho tiempo después que el resplandor rojizo de las llamas marcaba la depresión de las ventanas de la nariz e intensificaba la negrura de las sombras que cubrían los pómulos. Ella siguió arrodillada unos momentos en silencio, un silencio que él no se atrevió a interrumpir. Cuando se levantó, le pareció ver que se sacaba algo del escote y lo echaba al fuego, pero apenas se fijó en aquel instante. Tenía los sentidos como aletargados y aún continuaba buscando la palabra que rompiera el hechizo.

Lily se le acercó y le puso las manos sobre los hombros.

—Adiós —dijo y, cuando él se inclinó, le rozó la frente con los labios.