Lily se detuvo un momento en la esquina y contempló el espectáculo vespertino de la Quinta Avenida.
Era un día de finales de abril y se respiraba la dulzura de la primavera que mitigaba la fealdad de la larga y atestada avenida, difuminaba la sombría silueta de los tejados, tendía un velo violeta sobre la desalentadora perspectiva de las calles laterales y daba un toque de poesía al delicado tapiz verde que señalaba la entrada del parque.
Reconoció algunas caras familiares en el interior de los coches que pasaban. La temporada había terminado, y las fuerzas que la regían se habían dispersado; pero aún quedaban unos pocos que demoraban su viaje a Europa o estaban de paso en la ciudad a su regreso del sur. Entre ellos se encontraba la señora Van Osburgh, que se balanceaba majestuosamente en su birlocho de ballestas en forma de C al lado de la señora de Percy Gryce, mientras el nuevo heredero de los millones Gryce viajaba sentado delante de ellas como en un trono en la falda de su nodriza. Les seguía la victoria eléctrica de la señora Hatch, donde ésta iba recostada en el solitario esplendor de un atavío primaveral obviamente destinado para la compañía, y al cabo de unos momentos llegó Judy Trenor, acompañada por lady Skiddaw, que había venido para su pesca anual del tarpón y un paseo por «la calle».
Este fugaz atisbo del pasado no hizo sino resaltar la falta de rumbo de Lily, que al final dio media vuelta para dirigirse a su casa. No tenía nada que hacer en lo que quedaba de día ni en los días siguientes, porque la temporada había tocado a su fin tanto para la sociedad como para las tiendas de sombreros, y una semana antes madame Regina le había notificado que ya no necesitaba sus servicios. Madame Regina reducía siempre su personal el día primero de mayo y la asistencia de la señorita Bart había sido últimamente tan irregular —enfermaba con frecuencia y trabajaba tan poco cuando se presentaba— que retrasar su despido hasta aquella fecha había sido un favor.
Lily no cuestionó la justicia de la decisión. Sabía que había sido olvidadiza, torpe y lenta en aprender; era amargo reconocer su inferioridad incluso ante sí misma, pero se había dado cuenta de que como asalariada jamás podría competir con la habilidad profesional. Puesto que había sido educada para ser un adorno, no era suya toda la culpa si no estaba capacitada para una labor práctica, pero este descubrimiento había acabado con el consolador sentido de su eficiencia universal.
Emprendió el regreso a su habitación rehuyendo la idea de que no tendría ninguna razón para levantarse a la mañana siguiente. El lujo de quedarse acostada hasta tarde era un placer que pertenecía a la vida ociosa; no formaba parte de la existencia utilitaria de una pensión. Le gustaba salir temprano de su dormitorio y volver lo más tarde posible, y ahora andaba despacio a fin de retrasar la detestada proximidad de su umbral.
Pero éste adquirió, mientras se acercaba, un repentino interés por el hecho de estar ocupado —o, mejor dicho, acaparado— por la inconfundible figura del señor Rosedale, cuya presencia parecía cobrar una amplitud adicional en la mediocridad de aquel entorno.
Verle le procuró una irresistible sensación de triunfo. Rosedale había llamado uno o dos días después de su encuentro fortuito para preguntar si se había restablecido de su indisposición, pero desde entonces no había vuelto a saber nada de él, y su ausencia parecía significar una lucha para guardar las distancias, para borrarla una vez más de su vida. Si esto era así, su vuelta demostraba que la lucha había sido vana, porque Lily sabía que no era hombre que perdiera el tiempo en un inútil escarceo sentimental. Estaba demasiado ocupado, era demasiado práctico y, sobre todo, le preocupaba demasiado su propio progreso para dedicarse a tan improductivos apartes.
En el salón azul claro, con matas de cortadera argentina en el dibujo del empapelado y descoloridos grabados en acero de episodios sentimentales, Rosedale observaba con mal disimulado disgusto mientras dejaba el sombrero con desconfianza en la polvorienta consola adornada con una estatuilla Rogers.
Lily se sentó en uno de los sofás de palisandro tapizados de felpa y él eligió una mecedora protegida por un antimacasar almidonado que le rascaba desagradablemente la piel rosada de la nuca.
—¡Dios mío! ¡No puede seguir viviendo aquí! —exclamó.
Lily sonrió al oír su tono.
—No estoy segura de poder hacerlo, pero he repasado bien mis gastos y creo que no tendré otro remedio.
—¿Otro remedio? No me refería a esto… ¡No es lugar para usted!
—Pues tendrá que serlo, ya que estoy sin trabajo desde hace una semana.
—¡Sin trabajo… sin trabajo! ¡Vaya modo de hablar! La sola idea de que necesite trabajar es ridícula. —Pronunciaba las frases a sacudidas violentas, como si las lanzara un profundo cráter de indignación—. Es una farsa… una estúpida farsa —repitió mirando la larga vista de la habitación reflejada en el manchado espejo que pendía entre las ventanas.
Lily continuaba oyendo sus protestas con una sonrisa.
—No veo por qué tengo que considerarme una excepción… —empezó.
—Porque lo es, he aquí el porqué y el hecho de que viva en un lugar como éste es una maldita afrenta. No puedo pensar en ello con calma. Desde luego Lily no le había visto nunca tan agitado ni tan falto de su elocuencia habitual, y encontraba casi conmovedora aquella torpe lucha con sus emociones.
Rosedale se levantó tan de improviso que la mecedora se balanceó violentamente y se plantó delante de Lily.
—Escuche, señorita Lily, me voy a Europa la semana próxima a pasar un par de meses en París y Londres… y no puedo dejarla así. Sé que no es asunto mío: usted misma me lo ha dado a entender bastantes veces, pero ahora su situación ha empeorado y debe comprender que ha de aceptar alguna ayuda. El otro día me habló de una suma que adeuda a Trenor. Comprendo lo que siente… y la respeto por ello. —Un rubor de sorpresa animó el semblante pálido de Lily, pero antes de que pudiera interrumpirle, él prosiguió en tono apremiante—: Pues bien, le prestaré el dinero para que pague a Trenor y no… espere, no diga nada hasta que haya terminado de hablar. Lo que quiero decir es que será un simple acuerdo comercial, como un trato entre caballeros. Y ahora dígame: ¿qué le parece?
La humillación y la gratitud intensificaron el rubor de Lily, la cual reveló ambos sentimientos en la inesperada dulzura de su respuesta:
—Sólo esto: que es exactamente lo que me propuso Gus Trenor y que nunca más estaré segura de comprender el más simple acuerdo comercial. —Entonces, dándose cuenta de que esta respuesta contenía un germen de injusticia, agregó, en tono todavía más dulce—: Pero aprecio su bondad en lo que vale… y la agradezco. Sin embargo, un acuerdo comercial entre nosotros sería siempre imposible porque no puedo ofrecerle ninguna garantía cuando haya pagado mi deuda a Gus Trenor.
Rosedale recibió en silencio esta negativa; había advertido el acento categórico de la voz, pero se negaba a aceptar que encerrara una decisión final.
En el silencio Lily percibía con claridad los pensamientos de su interlocutor. Por muy perplejo que se sintiera ante la inexorabilidad de su determinación —por muy poco que comprendiera el motivo—, era evidente que tendía a reforzar su poder sobre él, como si sus resistencias y escrúpulos secretos tuvieran la misma atracción que la delicadeza de sus rasgos y la exquisitez de sus modales y, como éstas le infundieron un aspecto excepcional, un aire imposible de emular. Mientras Rosedale adquiría experiencia social, esta calidad única de Lily tenía más valor para él, como si fuera un coleccionista que había aprendido a distinguir sutiles diferencias de calidad y diseño en un objeto largo tiempo anhelado.
Consciente de todo ello, Lily comprendió que se casaría con ella inmediatamente con la única condición de que se reconciliara con la señora Dorset, y la tentación fue tanto más difícil de vencer cuanto que su aversión a Rosedale había sido poco a poco limada por las circunstancias. Aún existía, pero de vez en cuando la percepción de algunas cualidades redentoras contribuía a debilitarla: cierta tosca bondad, una innata fidelidad sentimental que parecía pugnar por abrir una fisura en la dura superficie de sus ambiciones materiales.
Al ver la despedida en los ojos de Lily, Rosedale le tendió la mano con un ademán que revelaba algo de este conflicto silencioso.
—Si me lo permitiera, la colocaría por encima de todas ellas… ¡La pondría donde pudiera pisarlas como si fueran un felpudo! —declaró y Lily se conmovió extrañamente al ver que su nueva pasión no había cambiado su antiguo código de valores.
Lily no tomó gotas para dormir aquella noche. Estuvo en vela considerando su situación a la cruda luz proyectada por la visita de Rosedale. Al rechazar la proporción que estaba tan dispuesto a renovar, ¿no se había sacrificado en aras de aquellas abstractas nociones de honor que podrían denominarse los convencionalismos de la vida moral? ¿Qué debía a un orden social que la había condenado y desterrado sin juicio previo? No la habían dejado hablar en defensa propia; era inocente del cargo por el que había sido declarada culpable, y la irregularidad de su condena parecía justificar el uso de métodos igualmente irregulares para recobrar sus derechos perdidos. Para salvarse, Bertha Dorset no había vacilado en causar su ruina con una flagrante falsedad; ¿por qué tenía que vacilar ella en hacer uso particular de los hechos que la casualidad había puesto en su camino? Después de todo, la mitad del oprobio de semejante acto estriba en el nombre que se le adjudica. Si se llama chantaje, se convierte en un crimen intolerable, pero si se explica que no hace daño a nadie y que los derechos recuperados por este medio fueron arrebatados injustamente, sólo un formalista se negaría a defenderlo.
Los argumentos que Lily veía en su favor eran los viejos e irrebatibles de la situación personal: el sentido del daño y del fracaso, el intenso deseo de una oportunidad justa contra el egoísta despotismo de la sociedad. La experiencia le había enseñado que no tenía la aptitud ni la constancia moral para rehacer su vida por nuevos derroteros: ser una obrera entre las demás y dejar que el mundo del lujo y el placer pasara desapercibido por su lado. No podía culparse mucho a sí misma por esta deficiencia; quizá aún menos de lo que suponía. Tendencias heredadas se habían unido a una precoz educación para convertirla en el producto altamente especializado que era en realidad: un organismo tan indefenso fuera de su reducido territorio como la anémona de mar arrancada de la roca. La habían formado para adornar y deleitar; ¿para qué otro fin redondea la naturaleza los pétalos de la rosa y pinta el pecho del colibrí? ¿Y era culpa suya que la misión puramente decorativa se cumpla con menos facilidad y armonía entre los seres sociales que en el mundo de la naturaleza y que tropiece a menudo con el obstáculo de necesidades materiales y escrúpulos morales?
Estas dos últimas complicaciones eran las fuerzas antagonistas que libraban una batalla en su pecho durante las largas vigilias nocturnas, y cuando se levantó a la mañana siguiente apenas sabía de cuál había sido la victoria. Estaba exhausta por las secuelas de una noche sin sueño, después de tantas noches de descanso artificial, y a la luz distorsionante de la fatiga el futuro se extendía gris, interminable y desolado.
No se levantó hasta tarde, rechazando el café y los huevos fritos que la amable criada irlandesa le dejó ante la puerta y odiando los íntimos ruidos domésticos de la casa y los gritos y murmullos de la calle. La semana de ocio resaltaba con fuerza exagerada estas pequeñas incomodidades del mundo de la pensión, y Lily añoraba aquel otro mundo lujoso cuya maquinaria está tan cuidadosamente oculta que una escena sucede a otra sin ninguna transición perceptible.
Por fin se levantó y vistió. Desde que la despidió madame Regina pasaba el día entero en la calle, en parte para huir de las odiosas promiscuidades de la pensión y en parte con la esperanza de que el cansancio físico la ayudara a conciliar el sueño. Pero, una vez fuera de la casa, no sabía a dónde ir, porque había evitado a Gerty desde el despido y no estaba segura de ser bien acogida en ningún otro sitio.
Aquella mañana ofrecía un gran contraste con el día anterior. Un cielo frío y gris amenazaba lluvia y un fuerte viento levantaba remolinos de polvo en las calles. Lily subió por la Quinta Avenida en dirección al parque, esperando encontrar un rincón guarecido donde sentarse, pero el viento la enfrió hasta los huesos, y después de una hora de andar sin rumbo bajo las inquietas ramas, cedió a la creciente fatiga y buscó refugio en un pequeño restaurante de la calle Cincuenta y Nueve. No tenía hambre y había pensado no almorzar, pero estaba demasiado cansada para volver a la pensión, y la larga perspectiva de mesas blancas la tentaba a través de los ventanales.
El comedor rebosaba de mujeres y chicas jóvenes, todas demasiado absortas en dar rápida cuenta del té y el trozo de pastel para percatarse de su entrada. Un murmullo de voces agudas reverberaba contra el techo bajo, dejándola encerrada en un pequeño círculo de silencio. Experimentó una sensación de profunda soledad. Había perdido el sentido del tiempo y tenía la impresión de llevar días sin hablar con nadie. Recorrió con la mirada las caras que la rodeaban, buscando unos ojos comprensivos, algún signo de intuición de su dilema. Pero las pálidas y preocupadas mujeres, cargadas con sus carpetas, libros y rollos para pianola, estaban demasiado ocupadas en sus propios asuntos e incluso las que estaban solas se atareaban repasando galeradas o devorando revistas entre apresurados sorbos de té. Sólo Lily se distinguía por la ausencia de cualquier ocupación.
Tomó varias tazas de té que le sirvieron con su ración de ostras estofadas y, al salir de nuevo a la calle, tenía el cerebro más claro y animado y se dio cuenta de que mientras estaba en el restaurante había llegado de una manera inconsciente a una decisión final. La revelación le comunicó una inmediata ilusión de actividad; era estimulante pensar que tenía una razón para ir de prisa a su casa. Resolvió ir andando para prolongar aquella agradable sensación, pero la distancia era tan grande que no dejaba de mirar con nerviosismo los relojes que encontraba en su camino. Una de las sorpresas de su inactividad forzosa había sido que el tiempo, cuando se prescinde de él y no se lo somete a ninguna exigencia, deja de moverse a un ritmo normal. En general va más despacio, pero, justo cuando uno empieza a fiarse de su lentitud, puede iniciar de repente un galope salvaje e irracional.
Sin embargo, al llegar a su casa comprobó que aún tenía tiempo de sentarse y descansar unos minutos antes de poner en ejecución su plan. El aplazamiento no debilitó perceptiblemente su propósito. La reserva de fuerzas decisorias que sentía en su interior la asustaba y estimulaba a la vez, y vio que sería más fácil, mucho más fácil de lo que había imaginado.
A las cinco se levantó, abrió la maleta y sacó un paquete sellado que se introdujo en el escote. Ni siquiera el contacto con el paquete alborotó sus nervios como había temido en un principio. Parecía estar embutida en una rígida armadura de indiferencia, como si el vigoroso esfuerzo de su voluntad hubiera embotado por fin sus más delicadas sensibilidades.
Se cambió de vestido, cerró la puerta con llave y salió. El día aún era claro, pero unos nubarrones de lluvia empezaban a oscurecer el cielo y frías ráfagas de aire hacían oscilar los letreros de las tiendas de los sótanos. Llegó a la Quinta Avenida y dirigió sus pasos hacia el norte. Conocía lo suficiente las costumbres de la señora Dorset para saber que siempre se encontraba en su casa después de las cinco. Podía no ser accesible a las visitas, en especial a una tan intempestiva contra cuya admisión era probable que hubiese dado órdenes expresas, pero Lily había escrito una nota que pensaba entregar cuando diera su nombre y que seguramente le franquearía la entrada.
Había preferido ir a pie hasta la casa de la señora Dorset, pensando que el ejercicio al aire fresco del atardecer le calmaría los nervios, pero en realidad no necesitaba tranquilizarse. Su examen de la situación seguía siendo sereno e invariable.
Al llegar a la calle Cincuenta, los nubarrones descargaron de forma inopinada y una lluvia fría le mojó el rostro. No llevaba paraguas y la humedad traspasó rápidamente su fino vestido de primavera. Se hallaba todavía a medio kilómetro de su destino y decidió cruzar hasta la avenida Madison y tomar el tranvía eléctrico. Al entrar en una calle transversal, la sorprendió un vago recuerdo. La hilera de árboles en flor, las fachadas nuevas de ladrillo y piedra caliza, la casa georgiana, baja, con jardineras en los balcones, se unieron hasta formar el decorado de una escena conocida. Por esta calle había paseado con Selden aquel día de septiembre dos años antes; unos metros más allá estaba el umbral que habían cruzado juntos. El recuerdo despertó una multitud de sensaciones dormidas: nostalgias, pesares, fantasías, el latido emocionado de la única primavera que su corazón había conocido. Era extraño encontrarse pasando por delante de su casa en semejante misión. Le pareció ver de pronto su acto como él lo vería, y saber que el propio Selden estaba relacionado con ese acto, que, a fin de lograr su propósito, ella tenía que comerciar con su nombre y aprovecharse de un secreto de su pasado, heló la sangre en sus venas y la llenó de vergüenza. ¡Qué lejos había ido desde el día de su primera conversación!
Ya entonces había puesto los pies en el camino que ahora seguía… Ya entonces se había resistido a la mano que él le alargaba.
Todo el resentimiento que le inspiraba la imaginada frialdad de Selden fue barrido por el abrumador embate de los recuerdos. Por dos veces se había ofrecido a ayudar —a ayudarla con su amor, como él mismo había dicho— y, si la tercera vez había dado la impresión de defraudarla… ¿a quién podía acusar, sino a sí misma? En fin, esa parte de su vida ya había terminado; ignoraba por qué sus pensamientos seguían aferrándose a ella. Pero la dominó un súbito deseo de verle, un deseo que se transformó en anhelo cuando se detuvo en la acera, frente a su puerta. La calle estaba oscura y vacía, azotada por la lluvia. Imaginó el silencio de su habitación, las estanterías de libros y el fuego de la chimenea. Levantó la vista y vio una luz en su ventana; entonces cruzó la calle y entró en la casa.