Capítulo VIII

Los días otoñales cedieron el paso al invierno. Una vez más el mundo del ocio volvió a la transición entre el campo y la ciudad y la Quinta Avenida, todavía desierta los fines de semana, era recorrida de lunes a viernes por un creciente desfile de coches entre las fachadas que, poco a poco, iban cobrando vida.

El Concurso Hípico de hacía dos semanas había causado una animación fugaz, llenando teatros y restaurantes con una oleada humana tan elegante y fogosa como los purasangres que competían a diario en el hipódromo. En el mundo de la señorita Bart, el Concurso Hípico y el público que atraía figuraban ostensiblemente entre los espectáculos desdeñados por los elegidos pero, del mismo modo que un señor feudal podía salir a participar en la danza de la plaza del pueblo, así la sociedad aún condescendía, extraoficial e incidentalmente, en contemplar la escena. La señora Gormer, como los demás, se dignaba aprovechar tales ocasiones para exhibirse con sus caballos, y Lily tuvo un par de oportunidades de aparecer al lado de su amiga en la tribuna más visible de todas. Sin embargo, esta apariencia de intimidad le permitió notar todavía más un cambio en sus relaciones, una discriminación incipiente, una norma social formada poco a poco en la caótica visión de la vida que caracterizaba a la señora Gormer. Era inevitable que fuese Lily el primer sacrificio ofrecido a este nuevo ideal y ella sabía que, cuando los Gormer se hubieran instalado en la ciudad, toda la corriente mundana facilitaría a Mattie el alejamiento. En suma, había fracasado en el intento de hacerse indispensable o, mejor dicho, el intento había sido frustrado por una influencia más fuerte que la que ella podía ejercer. En definitiva, dicha influencia era simplemente el poder del dinero: el crédito social de Bertha Dorset se basaba en una inexpugnable cuenta bancaria.

Lily sabía que Rosedale no había exagerado ni la dificultad de su posición ni la perfección de la venganza que él le proponía: en cuanto igualara a Bertha en recursos materiales, sus dones superiores le permitirían dominar con facilidad a su adversaria. En las primeras semanas de invierno comprendió con más claridad el alcance de semejante poder y los perjuicios derivados de su negativa a utilizarlo. Hasta entonces había mantenido un simulacro de actividad al margen de la corriente social, pero, con el regreso a la ciudad y la concentración de los actos sociales, el mero hecho de no reanudar sus antiguas costumbres puso de manifiesto su exclusión. Cuando no se participaba en la rutina fija de la temporada, se flotaba en un vacío de inexistencia social. A pesar de sus sueños insatisfechos, Lily no había imaginado nunca la posibilidad de girar en torno a un centro diferente; era fácil despreciar al mundo, pero enormemente difícil encontrar cualquier otra región habitable. Su sentido de la ironía no la había abandonado del todo y aún era capaz de advertir, burlándose de sí misma, el valor anormal que adquirían de pronto los detalles más ingratos e insignificantes de su vida anterior. Incluso las servidumbres tenían su encanto, ahora que se veía libre de ellas: dejar tarjetas, escribir notas, tener cortesías forzadas con los pelmazos y los viejos y una sonrisa estereotipada para las cenas aburridas… ¡Qué agradablemente habrían llenado ahora tales obligaciones la vaciedad de sus días! En realidad, dejaba muchas tarjetas; con una persistencia sonriente e impávida, guardaba las apariencias ante los ojos del mundo y no sufría ninguno de esos desaires groseros que a veces producen en la víctima una sana reacción de desprecio. La sociedad no le daba la espalda, pasaba simplemente de largo por delante de ella, ocupada en otras cosas y distraída, recordándole con toda la fuerza de su orgullo herido el favor excepcional de que había gozado antes de caer en desgracia.

Había rechazado la sugerencia de Rosedale en un arranque de desdén que casi la sorprendió; no había perdido su capacidad de indignación súbita y altiva. Pero no podía respirar mucho tiempo en las alturas; su educación no la había preparado para una fuerza moral constante; su gran aspiración, a la que realmente creía tener derecho, era una situación en la cual la actitud más noble fuera también la más fácil. Hasta ahora sus intermitentes impulsos de resistencia le habían bastado para conservar la propia estima. Si resbalaba, recobraba el equilibrio y no se daba cuenta hasta después de que cada vez lo recuperaba a un nivel ligeramente más bajo. Había rechazado la oferta de Rosedale sin ningún esfuerzo consciente; todo su ser se había rebelado contra ella y aún no sabía que por el mero hecho de escucharle había aprendido a vivir con ideas que en otro tiempo le habrían parecido intolerables.

Para Gerty Farish, que la vigilaba con una mirada más tierna, aunque menos perspicaz que la de la señora Fisher, los resultados de la lucha eran ya claramente visibles. Ignoraba, desde luego, qué rehenes había sacrificado ya Lily a las convenciones, pero la veía apasionada e irremisiblemente entregada a la ruinosa política de «cubrir las apariencias». Gerty sonreía ahora al recordar su sueño de ver transformada a su amiga a través de la adversidad; comprendía que Lily no era de las personas a quienes la privación enseña la escasa importancia de lo que han perdido. Sin embargo, este mismo hecho era para Gerty una razón de más para apiadarse de ella y para prodigarle la ternura que la propia Lily no creía necesitar.

Desde su regreso a la ciudad, Lily apenas había visitado a la señorita Farish. Había algo irritante para ella en los mudos interrogantes de la solidaridad de Gerty; sentía que las verdaderas dificultades de su situación no podían comunicarse a nadie que tuviera un código de valores tan diferente del suyo, y las restricciones de la vida de Gerty, que antes tenían el encanto del contraste, ahora le recordaban de un modo demasiado doloroso los límites a los que empezaba a reducirse su propia existencia. Cuando por fin una tarde cumplió su diferido propósito de visitarla, este sentido de las oportunidades decrecientes la poseía con una intensidad inusitada. El paseo por la Quinta Avenida, que al diáfano sol del invierno le ofreció una perspectiva de lujosos carruajes —berlinas tras cuyas ventanillas cuadradas vislumbró perfiles conocidos inclinados sobre listas de visita, manos apresuradas entregando notas y tarjetas a obedientes lacayos—, este atisbo de las ruedas siempre en movimiento de la gran maquinaria social, le hizo comprender con más claridad que nunca la incomodidad y estrechez de las escaleras de Gerty y el callejón sin salida al que conducían. Escaleras míseras para personas míseras: ¡cuántos miles de figuras insignificantes subían y bajaban en aquel momento por todo el mundo unas escaleras similares, figuras tan pobres y poco interesantes como aquella señora de mediana edad, vestida de luto, que bajaba el tramo de Gerty cuando ella lo subía!

—Era la pobre señorita Jane Silverton: ha venido a hablar conmigo de su situación. Ella y su hermana quieren hacer algo para mantenerse —explicó Gerty, mientras Lily la seguía hasta el saloncito.

—¿Mantenerse? ¿Tan mal están? —preguntó la señorita Bart con cierta irritación; no había ido a escuchar desgracias ajenas.

—Me temo que no les queda nada; las deudas de Ned han acabado con todo su patrimonio. Estaban muy esperanzadas cuando rompió con Carry Fisher, pensando que Bertha Dorset sería una buena influencia porque no le gustan las cartas y… bueno, por lo visto habló con gran elocuencia a la pobre señorita Jane de sus sentimientos fraternales por Ned, a quien quería llevarse en el yate para hacerle olvidar el juego y las carreras y ayudarle a reanudar su trabajo literario. —La señorita Farish enmudeció con un suspiro que reflejaba la perplejidad de su última visitante—. Pero esto no acaba aquí, ni siquiera lo peor. Al parecer, Ned se ha peleado con los Dorset, o al menos Bertha se niega a verle, y él es tan desgraciado que ha vuelto a jugar y trata con toda clase de gente extraña. Y la prima Grace van Osburgh le acusa de haber sido una pésima influencia para Bertie, que dejó Harvard la primavera pasada y ha tratado mucho a Ned desde entonces. Fue a ver a la señorita Jane e hizo una escena espantosa y Jack Stepney y Herbert Melson, que también estaban allí, le dijeron a la señorita Jane que Bertie amenazaba con casarse con una mujer horrible a la que Ned le había presentado y que no podían hacer nada con él porque ha cumplido la mayoría de edad y tiene su propio dinero. Ya puedes imaginarte cómo se siente la señorita Jane; ha venido a verme en seguida, pensando que, si yo le consigo algún trabajo, podría ganar lo suficiente para pagar las deudas de Ned y enviarle lejos de aquí. Me temo que no tiene idea del tiempo que tardaría en pagar una sola de sus noches de bridge. Además, estaba endeudado hasta el cuello cuando volvió del crucero… No comprendo cómo pudo gastar mucho más dinero bajo la influencia de Bertha que bajo la de Carry. ¿Lo entiendes tú?

Lily oyó la pregunta con un gesto de impaciencia.

—Mi querida Gerty: ¡yo siempre entiendo que la gente pueda gastar mucho dinero y nunca que pueda gastar poco!

Se quitó las pieles y se acomodó en la poltrona de su amiga, mientras ésta se atareaba con las tazas de té.

—Pero ¿qué pueden hacer las señoritas Silverton? ¿Cómo piensan ganarse la vida? —inquirió, consciente de que el tono de irritación aún persistía en su voz. Era lo último que le apetecía discutir (no le interesaba en absoluto), pero de pronto la dominó una curiosidad malsana por saber cómo pensaban afrontar las dos insípidas y atribuladas víctimas de los experimentos sentimentales del joven Silverton la acuciante necesidad que tan de cerca la acechaba a ella misma.

—No lo sé… Intentaré buscarles algo. La señorita Jane lee en voz alta con mucho sentimiento, aunque es difícil encontrar a alguien que necesite una lectora. Y la señorita Annie pinta un poco…

—¡Sí, ya sé! Manzanos en flor sobre papel secante… ¡Justo lo que haré yo dentro de poco tiempo! —exclamó Lily, levantándose con un impulso tan violento que casi derribó la frágil mesa de té de la señorita Farish. Se agachó para estabilizar las tazas y volvió a desplomarse en su asiento—. Había olvidado que no hay sitio para movimientos bruscos… ¡Con qué delicadeza hay que portarse en un piso pequeño! Oh, Gerty, no he nacido para ser buena —suspiró, incoherente.

Gerty se fijó con aprensión en la palidez de su rostro, en el que los ojos brillaban con el lustre peculiar causado por el insomnio.

—Pareces terriblemente cansada, Lily; toma el té y apóyate en este almohadón.

La señorita Bart aceptó la taza de té, pero rechazó el almohadón con una mano impaciente.

—¡No me des eso! No quiero recostarme… Si lo hago, me quedaré dormida.

—Pues duerme, querida. No te molestaré —urgió en tono cariñoso.

—No, no… Habla… ¡Tenme despierta! No duermo por la noche y por la tarde me domina una terrible somnolencia.

—¿No duermes por la noche? ¿Desde cuándo?

—No lo sé… no lo recuerdo. —Se levantó y dejó la taza vacía sobre la bandeja—. Dame otra taza y que sea más fuerte, por favor; si me duermo ahora tendré pesadillas por la noche, ¡horribles pesadillas!

—Pero será peor si tomas demasiado té.

—No, no… Dame más, y no me sermonees, te lo ruego —protestó Lily en tono autoritario. Su voz tenía un acento peligroso y Gerty se fijó en que le temblaba la mano al coger la segunda taza.

—Pero pareces tan cansada… Estoy segura de que estás enferma…

La señorita Bart dejó la taza con un sobresalto.

—¿Parezco enferma? ¿Se me nota en la cara? —Se levantó y se acercó rápidamente al pequeño espejo colgado sobre el escritorio—. ¡Qué espejo tan horrible… empañado y lleno de manchas! ¡Cualquiera se vería espantosa en él! —Se volvió y miró con tristeza Gerty—. ¡Qué tonta eres, querida! ¿Por qué me dices cosas tan odiosas? ¡Decirle a alguien que parece enfermo es suficiente para que lo esté de verdad! Además, tener aspecto enfermizo equivale a estar fea. —Cogió a su amiga por las muñecas y la llevó a la ventana—. Aun así, prefiero saber la verdad. Mírame a la cara y dime, Gerty: ¿tan horrible estoy?

—Ahora estás muy guapa, Lily; los ojos te brillan y de repente tienes las mejillas sonrosadas…

—De modo que estaban pálidas cuando he entrado… ¿pálidas como las de un fantasma? ¿Por qué no me dices con franqueza que estoy hecha una ruina? Los ojos me brillan de nervios, pero por las mañanas están opacos. Y cada día tengo más arrugas… ¡Las huellas de la preocupación, la decepción y el fracaso! Con cada noche de insomnio me sale una nueva… ¿y cómo voy a dormir con tantas cosas horribles en que pensar?

—¿Cosas horribles? ¿Qué cosas? —preguntó Gerty, quitando con suavidad sus muñecas de los dedos febriles de su amiga.

—¿Qué cosas? Pues la pobreza, para empezar, y no conozco nada peor. —Lily dio media vuelta y se sentó con gesto cansado en un sillón cercano a la mesa de té—. Acabas de preguntarme si entiendo por qué Ned Silverton ha gastado tanto dinero. Claro que lo entiendo: se lo gasta viviendo con los ricos. Tú crees que vivimos a costa de ellos, más que con ellos, y así es, en cierto sentido… ¡pero se trata de un privilegio que hay que pagar! Comemos en sus cenas, bebemos su vino, fumamos sus cigarrillos y vamos en sus carruajes, a sus palcos de la ópera y con sus automóviles particulares… Sí, pero por cada uno de estos lujos hay que pagar un impuesto. El hombre lo paga dando grandes propinas a los criados, apostando en las cartas más dinero del que tiene, regalando flores y otras cosas caras; la mujer soltera lo paga con propinas y también jugando a las cartas (sí, he tenido que volver a jugar al bridge), yendo a las mejores modistas, luciendo el vestido apropiado en cada ocasión y estando siempre lozana, exquisita y divertida.

Se apoyó un momento en el respaldo, cerrando los ojos, con los labios incoloros entreabiertos y los párpados caídos sobre la mirada brillante Y exhausta. Gerty se percató con sobresalto del cambio operado en su rostro; era como si una luz cenicienta hubiese apagado su resplandor artificial. Lily abrió los ojos y la visión se desvaneció.

—No suena muy divertido, ¿verdad? Y no lo es… ¡Estoy harta de todo! Y, no obstante, la idea de tener que renunciar a todo ello es lo que me está matando lo que me impide dormir por la noche y me da ganas de un té bien cargado. No puedo continuar así mucho más tiempo, ¿sabes? Casi he llegado al límite de mis fuerzas. Y entonces ¿qué haré? ¿Cómo podré mantenerme? ¡Me veo reducida a la suerte de esa pobre mujer, Jane Silverton, yendo de agencia en agencia en busca de empleo e intentando vender cuadernos pintados a instituciones femeninas! ¡Y hay miles y miles de mujeres que tratan de hacer lo mismo y ninguna tiene menos idea que yo de cómo ganar un dólar! —Volvió a levantarse, con una rápida ojeada al reloj—. Es tarde, debo irme… Tengo una cita con Carry Fisher. No pongas esa cara de preocupada, querida… No des excesiva importancia a las tonterías que he dicho. —Se paró otra vez ante el espejo, arregló su cabello con mano hábil, se bajó el velo y dio un diestro toque a sus pieles—. Aún no he llegado a eso de las agencias de empleo y los cuadernos pintados, pero ando muy escasa de dinero y, si pudiera encontrar algo que hacer (escribir notas, hacer listas de invitados o cosas por el estilo), sería una ayuda hasta que cobre el legado. Carry me ha prometido buscar a alguien que necesite una especie de secretaria social: ya sabes que su especialidad es ayudar a los ricos inútiles.

La señorita Bart no había revelado a Gerty toda la dimensión de su angustia. En realidad, necesitaba dinero de forma inmediata y urgente, dinero con que hacer frente a los vulgares gastos semanales que no podían aplazarse ni evadirse. Renunciar a sus habitaciones y retirarse a la oscuridad de una pensión o a la hospitalidad provisional de una cama en el saloncito de Gerty Farish era un expediente que sólo pospondría sus apuros, y le parecía más acertado y también más agradable quedarse donde estaba y encontrar algún medio de ganarse la vida. No había considerado nunca en serio la posibilidad de hacerlo y fue un grave golpe para su confianza en sí misma descubrir que, como asalariada, sería probablemente tan torpe e inútil como la pobre señorita Silverton.

Como estaba acostumbrada a creerse, de acuerdo con la opinión general, una persona enérgica y con recursos, capaz de dominar cualquier situación en la que se encontrara, imaginaba vagamente que tales dones serían valiosos para quienes buscaban asesoramiento social, pero no había, por desgracia, ningún nombre concreto en el mercado para el arte de hacer y decir lo correcto, e incluso el ingenio de la señora Fisher fracasó ante la dificultad de descubrir una vena rentable entre el caudal de dones de Lily. La señora Fisher rebosaba de recursos indirectos para posibilitar que sus amigos se ganaran la vida, y podía asegurar sin faltar a la verdad que había facilitado a Lily varias oportunidades de esta índole; sin embargo, métodos más legítimos de ganarse el pan se hallaban tan fuera de su alcance como de la capacidad de los necesitados que solían recurrir a ella. El fallo de Lily al no saber aprovechar las ocasiones ya brindadas podía haber justificado el abandono de todo nuevo esfuerzo por parte de la señora Fisher, pero la bondad inagotable de su naturaleza llegaba a crear demandas artificiales en respuesta a una oferta real. Con este fin, preparó un viaje de exploración en favor de la señorita Bart y como resultado de sus investigaciones llamó a esta última con el anuncio de que había «encontrado algo».

Al quedarse sola, Gerty reflexionó con inquietud sobre el dilema de su amiga y su propia incapacidad para solucionarlo. Era evidente que Lily no deseaba por el momento el tipo de ayuda que ella podía prestarle. La señorita Farish no veía más esperanza que la completa reorganización de su vida al margen de sus antiguos vínculos, mientras que las energías de Lily se centraban en el decidido esfuerzo de conservar esos vínculos y continuar visiblemente identificada con ellos mientras pudiera mantener la ilusión. Por lastimosa que se le antojara a Gerty semejante actitud, no podía juzgarla con la misma severidad con que la habría enjuiciado Selden, por ejemplo. No había olvidado la emoción de la noche en que durmieron abrazadas; había tenido la sensación de que su misma sangre pasaba a las venas de su amiga. El sacrificio parecía haber sido inútil; nada había quedado en Lily de las influencias consoladoras de aquella noche, pero la ternura de Gerty, disciplinada por largos años de contacto con el sufrimiento callado y anónimo, sabía esperar a su objeto con una paciencia silenciosa que no tenía en cuenta el paso del tiempo. No pudo, sin embargo, renunciar al consuelo de consultar con Lawrence Selden, con quien había reanudado su antigua relación de confianza familiar desde su regreso de Europa.

El propio Selden no había sido nunca consciente de un cambio en sus relaciones. Encontró a Gerty como la había dejado, sencilla, modesta y afectuosa, pero con una agudeza emocional intensificada que reconoció sin tratar de explicársela. En cuanto a Gerty, hubo una temporada en que le habría parecido imposible volver a hablar libremente con él de Lily Bart, pero lo ocurrido en la intimidad de su corazón obró, una vez despejada la niebla de la lucha una disolución de los límites de su propio ser y una desviación de sus sentimientos personales hacia la corriente general de la comprensión humana.

No tuvo ocasión de comunicar sus temores a Selden hasta unas dos semanas después de la visita de Lily. Su primo se presentó un domingo por la tarde y, en la discreta animación de la hora del té en el saloncito de Gerty, fue consciente de algo que en su voz y su mirada solicitaba unas palabras aparte. En cuanto se hubo marchado la última visita, Gerty le preguntó directamente cuánto tiempo hacía que no había visto a la señorita Bart.

El silencio ostensible de su primo suscitó en Gerty una ligera sorpresa.

—No la he visto… No me la he encontrado en ninguna parte desde que ha vuelto. —Esta admisión inesperada hizo enmudecer también a Gerty y todavía dudaba en volver al tema cuando él se lo facilitó, añadiendo—: Quería verla… pero al parecer los Gormer la han acaparado desde que volvió de Europa.

—Esto es razón de más; ha sido muy desgraciada.

—¿Desgraciada por estar con los Gormer?

—Oh, no defiendo su intimidad con ellos, pero creo que también esto ha tocado a su fin. Ya sabes que la gente ha sido muy cruel desde que Bertha Dorset se peleó con ella.

—¡Ah…! —exclamó Selden, levantándose con brusquedad y yendo hacia la ventana, donde se puso a observar la calle oscurecida mientras su prima continuaba explicando:

—Judy Trenor y su propia familia también la han abandonado… y todo porque Bertha Dorset ha dicho cosas horribles. Y es muy pobre; ya sabes que la señora Peniston la ha desheredado, dejándole sólo un pequeño legado después de darle a entender que todo sería para ella.

—Sí… ya lo sé —asintió con brevedad Selden, volviendo a la habitación, pero sólo para recorrer el exiguo espacio entre la puerta y la ventana—. Sí, la han tratado de manera abominable, pero esto es, por desgracia, lo único que puede decirle un hombre que quiera demostrarle su simpatía.

Estas palabras desilusionaron a Gerty.

—Debe haber otros modos de demostrarle tu simpatía —insinuó.

Selden se sentó a su lado en el pequeño sofá perpendicular a la chimenea y se rió discretamente.

—¿En qué estás pensando, misionera incorregible? —preguntó.

Gerty se sonrojó y el rubor fue de momento su única respuesta. Luego quiso ser más explícita y aclaró:

—Pienso en que tú y ella erais grandes amigos, en que ella daba muchísima importancia a tu opinión y en que, si juzga tu distanciamiento actual como un signo de lo que opinas ahora, supongo que estás contribuyendo mucho a aumentar su tristeza.

—Mi querida niña, no la aumentes en tu imaginación atribuyéndole tu sensibilidad. —Selden no podía, por más que lo intentara, eliminar de su voz una nota de sequedad, pero, al ver la expresión perpleja de Gerty, añadió en tono más suave—: Sin embargo, aunque exageras enormemente la importancia de lo que yo podría hacer por la señorita Bart, no puedes exagerar mi buena disposición a hacer lo que sea por ella… si tú me lo pides.

Puso la mano un momento sobre la de su prima y, con la corriente del raro contacto, se estableció entre ambos unos de esos intercambios de significado que colman las reservas ocultas del afecto. Gerty tuvo la sensación de que él medía el valor de su ruego tan claramente como ella veía la importancia de su respuesta, y saber que todo se había aclarado de pronto entre los dos le facilitó decir:

—Te lo pido, entonces; te lo pido porque una vez me dijo que la habías ayudado y porque ahora necesita ayuda como nunca la ha necesitado. Ya sabes cuánto ha dependido siempre del lujo y las comodidades… y cuánto odia la fealdad, la incomodidad y la pobreza. No puede evitarlo: le inculcaron estas ideas y nunca ha sido capaz de desecharlas. Pero ahora le han arrebatado todo lo que creía importante y las personas que le enseñaron a considerarlo así la han abandonado a su vez, y me parece que, si alguien le tendiera una mano para enseñarle el otro lado, para enseñarle que aún quedan muchas cosas en la vida y en ella misma… —Se interrumpió, avergonzada por su propia elocuencia y entorpecida por la dificultad de dar una expresión exacta a su vago deseo de salvar a la amiga—. Yo no puedo ayudarla; se ha puesto fuera de mi alcance —continuó—. Creo que teme ser una carga para mí. La última vez que vino a verme, hace dos semanas, me dijo que Carry Fisher le buscaba una ocupación. Unos días después me escribió que había aceptado un empleo como secretaria particular y que no me preocupara porque todo iría bien y vendría a verme, pero yo no quiero ir a visitarla porque tengo miedo de ser inoportuna. Una vez, cuando éramos niñas, después de una larga separación, me abalancé sobre ella y la abracé. Y ella me dijo: «Por favor, Gerty, no me beses así, si no te lo pido»… y me lo pidió, un minuto después; desde entonces siempre he esperado a que me lo pidiera.

Selden la escuchó en silencio, con la mirada concentrada que se observaba en su rostro delgado y moreno cuando deseaba protegerse de cualquier cambio de expresión involuntario. Cuando su prima hubo terminado, observó con una ligera sonrisa:

—Si ya has aprendido la sabiduría de esperar, no entiendo por qué pretendes que yo me precipite… —pero la turbada súplica de los ojos de Gerty le impulsó a añadir, cuando se levantó para despedirse—: De todos modos, haré lo que deseas y no te consideraré responsable de mi fracaso.

Selden se había apartado de la señorita Bart con toda la intención, al contrario de lo que había dado a entender a su prima. Al principio, mientras el recuerdo de su última hora en Montecarlo aún le indignaba, había esperado ansiosamente su regreso; pero ella le desengañó demorándose en Inglaterra y, cuando por fin reapareció, a él le reclamó un caso en el Oeste y, al volver, se enteró de que se iba de viaje a Alaska con los Gormer. La revelación de esta reciente intimidad enfrió su deseo de verla. Si en un momento en que toda su vida parecía estar destrozada, era capaz de encomendar su reconstrucción a los Gormer, no había razón para que tales incidentes se le antojaran irreparables algún día. En realidad, cada paso que daba parecía conducirla más lejos de esa región donde, una o dos veces, ambos se habían reunido en un momento sublime; y el reconocimiento de este hecho, una vez superado el primer dolor, produjo una sensación de alivio negativo. Era mucho más sencillo para él juzgar a la señorita Bart por su conducta habitual que por las raras desviaciones que la habían puesto en su camino con resultados tan perturbadores; y cada acto de Lily que volvía a hacer más improbable la repetición de tales desviaciones confirmaba la sensación de alivio con que Selden volvía a su opinión convencional de ella.

Sin embargo, las palabras de Gerty Farish habían bastado para hacerle comprender la fragilidad de su punto de vista y lo imposible que era para él ser indiferente cuando pensaba en Lily Bart. Saber que necesitaba ayuda —incluso la vaga ayuda que él era capaz de ofrecer— equivalía a verse dominado inmediatamente por la otra opinión que tenía de ella, y cuando salió a la calle ya se había convencido a sí mismo hasta tal punto de la urgencia del ruego de su prima que dirigió al instante sus pasos hacia el hotel de Lily.

Allí su celo tropezó con la inesperada noticia de que la señorita Bart se había trasladado; sin embargo, ante sus insistentes preguntas, el empleado recordó que había dejado unas señas, que se dispuso a buscar en sus libros.

Era ciertamente extraño que hubiera dado este paso sin participar su decisión a Gerty Farish, y Selden esperó con una vaga inquietud mientras el empleado buscaba la nueva dirección, proceso que duró lo suficiente para que la inquietud degenerara en aprensión; pero cuando por fin le alargaron un pedazo de papel y leyó en él: «En casa de la señora Norma Hatch, Hotel Emporium», su aprensión se trocó en una mirada incrédula y, con un gesto de repugnancia, rasgó el papel en dos y se encaminó hacia su casa dando grandes zancadas.