Capítulo VI

Lily había visto poco a Rosedale desde su esclarecedora charla con la señora Fisher, pero en las dos o tres ocasiones en que se encontraron, fue consciente de haber progresado claramente en su favor. No cabía la menor duda de que la admiraba igual que siempre, y estaba convencida de que de ella dependía incrementar esa admiración hasta el punto que prevaleciera sobre las conveniencias. La tarea no era fácil, pero tampoco lo era afrontar durante las largas noches de insomnio la idea de lo que le ofrecía George Dorset. Ruindad por ruindad, odiaba menos la otra; había incluso momentos en que el matrimonio con Rosedale le parecía la única solución de sus dificultades. Desde luego, no permitía a su imaginación divagar más allá del día de los esponsales: después de eso todo se desvanecía en una niebla de bienestar material en que la personalidad de su benefactor se veía misericordiosamente borrosa. En sus largas vigilias había aprendido que es mejor no pensar en ciertas cosas, que ciertas imágenes nocturnas deben ser exorcizadas a cualquier precio… y una de ellas era la imagen de sí misma como esposa de Rosedale.

Carry Fisher, animada por el éxito en Newport del matrimonio Bry (como confesó francamente ella misma), había alquilado una casa en Tuxedo para los meses otoñales y allí se dirigió Lily el domingo que siguió a la visita de Dorset. Aunque ya era casi hora de cenar cuando llegó, su anfitriona aún no había vuelto a casa y la quietud del pequeño y acogedor salón, con la chimenea encendida, actuó como un bálsamo sobre su espíritu, llenándolo de paz y familiaridad. Quizá era la primera vez que el entorno de Carry Fisher suscitaba semejante emoción; sin embargo, en contraste con el mundo en que Lily habla vivido últimamente, había un aire de reposo y estabilidad incluso en la colocación del mobiliario y en la tranquila competencia de la camarera que la acompañó a su habitación. La falta de convencionalismos de la señora Fisher era, al fin y al cabo, una divergencia meramente superficial de un credo social heredado, mientras que los modales del círculo de los Gormer representaban un primer intento de formular ese credo ante sí mismos.

Por primera vez desde su regreso de Europa, Lily se encontró en un ambiente agradable y la evocación de asociaciones familiares casi la había preparado, cuando bajó las escaleras antes de cenar, para una reunión con un grupo de antiguos conocidos; olvidó, sin embargo, esta esperanza al caer en la cuenta de que los amigos que le seguían siendo leales eran precisamente los que menos querrían exponerla a semejantes encuentros y casi no se sorprendió al hallar, en cambio, al señor Rosedale arrodillado en actitud doméstica junto a la chimenea del salón delante de la hija pequeña de su anfitriona.

Rosedale en un papel paternal no era la figura indicada para conmover a Lily; no obstante, advirtió una bondad espontánea en su trato con la niña. Por lo menos, sus epítetos cariñosos no eran premeditados como los que dirige un invitado a la hija de su anfitriona cuando ésta se halla presente, ya que la niña y él estaban solos en la habitación, y había algo en su actitud que le convertía en una persona sencilla y bondadosa frente a la criatura impertinente que toleraba mal sus atenciones. Sí, debía ser bondadoso, pensó Lily desde el umbral, bondadoso a su modo burdo, rapaz y sin escrúpulos, como lo es un animal depredador con su pareja. Dispuso sólo de un momento para considerar si esta visión del hombre doméstico disminuía su repugnancia o le infundía, por el contrario, una forma más concreta e íntima, porque al verla, se levantó inmediatamente y volvió a ser el bien vestido y dominante Rosedale del salón de Mattie Gormer.

No le sorprendió saber que era el único invitado, además de ella. Aunque no había hablado con su anfitriona desde que ésta intentara resolver su futuro, Lily sabía que la astucia que permitía a la señora Fisher abrirse un camino seguro y cómodo en un mundo de fuerzas antagonistas, era utilizada con cierta frecuencia en beneficio de sus amigos. De hecho, Carry, sin dejar de cosechar para sí misma en los campos de la abundancia, no olvidaba su simpatía por los del otro lado: los desheredados de la fortuna, la popularidad y el éxito y todos sus ávidos compañeros de trabajo en el segado rastrojo de la prosperidad.

La experiencia de la señora Fisher le aconsejó evitar el error de exponer a Lily, la primera noche, a la impresión sin paliativos de la personalidad de Rosedale. Kate Corby y dos o tres hombres asistieron a la cena y Lily, atenta a cada detalle del método de su amiga, vio que todas las oportunidades que le había preparado iban a aplazarle hasta que tuviera el ánimo dispuesto, por así decirlo, para aprovecharlas al máximo. Sintió que se sometía a este plan con la pasividad de un enfermo resignado a la mano del cirujano, y la sensación de impotencia casi letárgica no había cejado cuando, una vez se hubieron ido los invitados, la señora Fisher la siguió por las escaleras.

—¿Puedo entrar y fumarme un cigarrillo al calor de tu chimenea? Si hablamos en mi habitación, despertaremos a la niña. —La señora Fisher miró a un lado y otro con la solicitud de una buena anfitriona—. Espero que te encuentres cómoda. ¿No crees que es una casita muy alegre? Es toda una suerte pasar unas semanas de tranquilidad con la pequeña.

Carry se volvía tan maternal en sus raros momentos de prosperidad, que la señorita Bart se preguntaba si, suponiendo que algún día tuviera el tiempo y el dinero suficientes, no acabaría consagrando ambos a su hija.

—Es un descanso bien merecido, te lo aseguro —continuó, recostándose con un suspiro de satisfacción en un canapé lleno de almohadones, cerca del fuego—. Louisa Bry es una supervisora muy exigente; muchas veces he deseado volver con los Gormer. Si el amor convierte a la gente en celosa y suspicaz… ¡la ambición social es mucho peor! Louisa solía velar toda la noche preguntándose si las mujeres que nos visitaban venían a verme a mí porque estaba con ella o a ella porque estaba conmigo, y no cesaba de tenderme trampas para averiguar mis pensamientos. Tuve que renegar de mis más viejos amigos para que no sospechara que me debía la oportunidad de conocer a una sola persona ¡cuando precisamente por eso me tenía a su lado y me firmó un generoso talón al terminar la temporada!

La señora Fisher no era mujer que hablara de sí misma sin un propósito, y la práctica del lenguaje directo, lejos de excluir en ella el empleo ocasional de métodos sinuosos, le servía más bien en momentos cruciales como la charla al prestidigitador mientras cambia el contenido de sus mangas. A través del humo de su cigarrillo, seguía mirando pensativa a la señorita Bart, quien, después de despedir a su doncella, se sentó ante el tocador agitando la ondulada cabellera suelta sobre sus hombros.

—Tienes un cabello precioso, Lily. ¿Más fino…? ¿Qué más da, si sigue siendo esponjoso y brillante? Las preocupaciones de muchas mujeres parecen afectar directamente a su cabello… pero el tuyo da la impresión de no haber cubierto nunca ningún pensamiento inquietante. Jamás te había visto más guapa que esta noche. Mattie Gormer me dijo que Morpeth quería pintarte… ¿por qué no le dejas?

La respuesta inmediata de la señorita Bart fue dirigir una mirada crítica al reflejo de su propia cara y dijo en seguida, con acento irritado:

—No me gusta aceptar un retrato de Paul Morpeth.

La señora Fisher reflexionó.

—N… no. Y menos ahora… Bueno, puede pintarte cuando estés casada. —Esperó un momento y añadió—: A propósito, Mattie vino a verme el otro día, el domingo pasado para ser exacta, ¡y en compañía de Bertha Dorset, nada menos! —Hizo otra pausa para medir el efecto de este anuncio en su interlocutora, pero el cepillo que sostenía la mano de la señorita Bart continuó su ritmo inalterable de la frente a la nuca—. Me quedé atónita —prosiguió la señora Fisher—; no conozco a dos mujeres menos predestinadas a la intimidad… desde el punto de vista de Bertha, claro, ya que Mattie considera natural que la elija a ella; sin duda el conejo siempre cree que es él quien hipnotiza a la anaconda. Bueno, siempre te he dicho que Mattie desea en secreto codearse con la más alta sociedad y, ahora que ha llegado la ocasión, veo que es capaz de sacrificar por ella a todos sus viejos amigos.

Lily dejó el cepillo y miró a su amiga con penetración.

—¿Incluso a mí? —sugirió.

—Ah, querida —murmuró la señora Fisher, levantándose para mover un leño de la chimenea.

—Es lo que Bertha pretende, ¿verdad? —insistió la señorita Bart. Porque estoy segura de que tiene algún propósito, y antes de marcharse de Long Island vi que ya empezaba su trabajo con Mattie.

La señora Fisher exhaló un suspiro indescifrable.

—Sea como sea, ya la tiene en sus manos. ¡Pensar que la tan cacareada independencia de Mattie era sólo una forma más sutil de esnobismo! Ahora Bertha puede hacerle creer lo que se le antoje y me temo, querida, que ya ha empezado a insinuar cosas horribles de ti.

Lily se sonrojó hasta la raíz de los cabellos.

—El mundo es demasiado ruin —susurró, evitando el ansioso escrutinio de la señora Fisher.

—No es un lugar idílico y el único modo de seguir en él es luchar con sus propias armas… ¡y, sobre todo, querida, nunca sola! —La señora Fisher resumió todas sus vagas alusiones en un resuelto discurso—: Me has contado tan pocas cosas que sólo puedo adivinar lo ocurrido, pero, con las prisas en que todos vivimos, no hay tiempo de odiar a nadie sin una causa, y si Bertha sigue empeñada en hacerte daño, debe ser porque aún te tiene miedo. Desde su punto de vista, sólo existe una razón para temerte y estoy convencida de que, si quieres castigarla, el medio de hacerlo está en tu mano. Creo que podrías casarte con George Dorset mañana mismo, pero si esta forma de venganza no es de tu agrado, lo único que puede salvarte de Bertha es casarte con otro.

La luz que sobre la situación proyectaba la señora Fisher tenía la triste claridad de un amanecer invernal, que perfilaba los hechos con una fría precisión, sin darles matices ni colores, refractados, por así decirlo, por las desnudas piedras del muro circundante; había abierto una ventana desde la cual el cielo no era nunca visible. Pero el idealista sometido a necesidades vulgares necesita espíritus vulgares para las deducciones indignas de él, y era más fácil para Lily dejar que la señora Fisher formulara su caso que exponerlo ella misma ante sus propios ojos. Una vez formulado, sin embargo, lo examinó hasta sus últimas consecuencias y éstas nunca se le habían aparecido con tal claridad como cuando, la tarde del día siguiente, salió a dar un paseo con Rosedale.

Era uno de aquellos serenos días de noviembre en que el aire está impregnado de luz de verano y había algo en los perfiles del paisaje y en la neblina dorada de la atmósfera que recordó a la señorita Bart la tarde de septiembre en que había subido con Selden a la colina de Bellomont. El inoportuno recuerdo persistió en su memoria por su irónico contraste con la situación presente, ya que su paseo con Selden había supuesto la huida irresistible de un momento crucial que la presente excursión tenía el fin de propiciar. Pero también la importunaron otros recuerdos de situaciones similares, creadas con idéntica premeditación, y que por maldad de la fortuna o por su propia inconstancia no habían dado el fruto apetecido. Pues bien, su actual propósito no podía ser más firme. Veía que el largo y monótono proceso de rehabilitación debía empezar de nuevo, esta vez con mayores dificultades, si Bertha Dorset lograba destruir su amistad con los Gormer, y a su ansia de refugio y seguridad se sumó el deseo apasionado de triunfar sobre Bertha, triunfo que sólo podía conseguir con riqueza y una posición predominante. Como esposa de Rosedale —el Rosedale que se creía capaz de crear—, podría al menos presentar un frente invulnerable ante su enemiga.

Tuvo que aferrarse a esta idea como a un poderoso estimulante para interpretar su papel en la escena que Rosedale parecía dispuesto a provocar. Mientras caminaba a su lado, rechazaba con cada nervio de su cuerpo las libertades que se permitían la mirada y el tono de su acompañante pero a la vez se decía que este momentáneo sometimiento era el precio que debía pagar para obtener el poder definitivo sobre él, e intentaba calcular el punto exacto en que la concesión debía trocarse en resistencia para que Rosedale comprendiera a su vez el precio que él debía pagar. Sin embargo, su seguridad parecía impenetrable a semejantes insinuaciones y Lily adivinaba algo duro y autosuficiente en la aparente cordialidad de su trato.

Hacía un rato que se habían sentado en una solitaria hondonada sobre el lago cuando ella aceleró de repente el final de un período tenso volviendo hacia él la grave transparencia de su mirada.

—Creo en sus palabras, señor Rosedale —dijo en voz baja—, y estoy dispuesta a casarme con usted cuando lo desee.

Rosedale, enrojeciendo hasta la raíz de sus lustrosos cabellos, recibió esta declaración con un movimiento de retroceso que le obligó a levantarse y a adoptar una postura de cómico desconcierto.

—Porque supongo que es lo que desea —continuó ella en el mismo tono— y, aunque no pude aceptar cuando me habló con anterioridad en este sentido, estoy dispuesta, ahora que le conozco mucho mejor, a poner mi felicidad en sus manos.

Habló con la noble franqueza que sabía utilizar en tales ocasiones y que fue como un gran rayo de luz radiante proyectado sobre la tortuosa oscuridad de la situación. Bajo su incómodo resplandor, Rosedale pareció vacilar un momento, consciente de que todas las vías de escape estaban desagradablemente iluminadas.

Entonces rió con brevedad y sacó una pitillera de oro de la que extrajo un cigarrillo de boquilla dorada con sus dedos gruesos y enjoyados. Lo contempló un momento antes de responder:

—Mi querida señorita Lily, lo lamento si ha habido entre nosotros un pequeño malentendido… pero me hizo sentir que mis pretensiones eran tan imposibles que no tenía intención de importunarla más con ellas.

La sangre de Lily ardió ante la grosería del desaire, pero reprimió su ira y dijo en un tono de suave dignidad:

—Nadie más que yo tiene la culpa si le di la impresión de que mi decisión era irrevocable.

Su agudeza verbal era siempre demasiado rápida para él y esta respuesta le dejó perplejo y silencioso; Lily, mientras tanto, le alargó la mano y añadió, con una leve inflexión de tristeza en la voz:

—Antes de despedirnos, quiero al menos agradecerle que haya pensado alguna vez en mí como lo ha hecho.

El tacto de su mano y la conmovedora suavidad de su mirada tocaron una fibra sensible en Rosedale. Lo que hacía más difícil renunciar a ella era su exquisita inaccesibilidad, la sensación de distancia que era capaz de comunicar sin el menor matiz de desprecio.

—¿Por qué habla de despedida? ¿No podemos ser buenos amigos, a pesar de todo? —dijo, sin soltarle la mano.

Ella la retiró con delicadeza.

—¿Cuál es su idea de ser buenos amigos? —replicó con una ligera sonrisa—. ¿Hacerme la corte sin pedirme que me case con usted?

Rosedale soltó una carcajada, recobrando el aplomo.

—Bueno, supongo que viene a ser eso. No puedo evitar hacerle la corte; creo que ningún hombre puede evitarlo, pero no es mi intención pedirle que se case conmigo mientras tenga fuerzas para contenerme.

Ella no dejó de sonreír.

—Me gusta su franqueza, pero me temo que nuestra amistad no puede continuar en estas condiciones.

Dio media vuelta, como para indicar que aquel momento marcaba realmente el fin, y él la siguió unos pasos con la sensación de que era ella, después de todo, quien se iba con todos los triunfos en la mano.

—Señorita Lily… —empezó impulsivamente, pero ella siguió andando como si no le hubiera oído.

La alcanzó con varias zancadas y posó en su brazo una mano conciliadora.

—Señorita Lily… no se vaya tan de prisa y no sea tan dura conmigo; aunque, si a usted no le importa decir la verdad, no veo por qué no ha de permitirme que yo haga lo mismo.

Lily se detuvo un momento, enarcando los cejas y rehuyéndolo instintivamente, aunque sin hacer el menor esfuerzo para impedir sus palabras.

—Tenía la impresión —replicó— de que ya lo había hecho sin esperar mi permiso.

—Bueno… ¿por qué no escucha mis razones, entonces? Ninguno de los dos es tan inocente para que pueda hacerle daño un poco de sinceridad. Estoy loco por usted: no hay nada nuevo en esto. Estoy más enamorado que hace un año por esta época, pero debo admitir que la situación ha cambiado.

Ella no abandonó el aire de ironía indiferente.

—¿Quiere decir que ya no soy un partido tan deseable como había creído?

—Sí, esto es lo que quiero decir —respondió él con firmeza—. No analizaré lo ocurrido, no creo los rumores que circulan sobre usted… no quiero creerlos. Pero existen y el hecho de que no los crea no altera la situación.

Lily se ruborizó hasta las sienes, pero la extrema necesidad ahogó la réplica que afloraba a sus labios y siguió mirándole sin inmutarse.

—¿Tampoco la altera el hecho de que no sean ciertos? —inquirió.

Él la observó con sus ojos pequeños y calculadores y Lily se sintió como una especie de mercancía humana de lujo.

—Creo que sí, pero sólo en las novelas, no en la vida real. Usted lo sabe tan bien como yo; si tenemos que decir la verdad, no la digamos a medias. El año pasado estaba loco por casarme con usted y usted no se dignaba mirarme; y este año… bueno, parece que está dispuesta. ¿Qué ha cambiado en este tiempo? Su situación, nada más. Entonces usted pensaba que podía encontrar algo mejor; ahora…

—¿Quién lo piensa es usted? —preguntó ella con ironía.

—Pues, sí, en efecto; es decir, en cierto modo. —La miraba, con las manos en los bolsillos y el pecho abombado bajo el chaleco multicolor—. Verá, ocurre lo siguiente: he trabajado casi sin parar todos estos años a fin de conquistar una posición social. ¿Le parece gracioso que diga esto? ¿Por qué habría de importarme decir que quiero introducirme en la buena sociedad? A un hombre no le avergüenza confesar que quiere una cuadra de caballos de carreras o una galería de retratos. El gusto de codearse con la alta sociedad es una afición como cualquier otra. Quizá deseo vengarme de algunas personas que me hicieron el vacío el año pasado: interprételo así, si le suena mejor. Sea como fuere, quiero poder entrar en las mejores casas y poco a poco lo voy consiguiendo. Pero sé que el modo más rápido de enemistarse con la gente importante es ser visto con las personas inadecuadas y por esta razón quiero evitar equivocaciones.

La señorita Bart guardaba un silencio que tanto podía expresar burla como un respeto involuntario por su franqueza; al cabo de un momento, Rosedale prosiguió:

—Así que ésta es la verdad. Estoy más enamorado de usted que nunca, pero si me casara con usted ahora, me enemistaría con todos para siempre y los esfuerzos de todos estos años habrían sido vanos.

Ella le oyó decir esto con una mirada de la que había desaparecido todo rastro de sentimiento. Después del entresijo de falsedades sociales en que se había movido durante tanto tiempo, era refrescante salir a la diáfana luz de un egoísmo declarado.

—Le comprendo —dijo—. Hace un año le habría sido útil y ahora sería un estorbo, y me gusta que me lo haya expuesto con tanta franqueza. —Y le alargó la mano, sonriendo.

De nuevo este gesto produjo un efecto perturbador en el señor Rosedale.

—¡Por Júpiter que es usted fantástica! —exclamó y, al ver que ella se volvía para irse, prorrumpió de repente—: Señorita Lily… deténgase. Sabe que no me creo esos rumores: estoy seguro de que se los inventó una mujer que no vaciló en sacrificarla para su propia conveniencia…

Lily retrocedió con un súbito gesto de desprecio; era más fácil soportar su insolencia que su conmiseración.

—Es usted muy bueno, pero no creo que debamos discutir esta cuestión.

Sin embargo, la sordera natural de Rosedale a las insinuaciones le empujó a hacer caso omiso de la resistencia de Lily.

—No quiero discutir nada, sólo exponerle un caso muy claro —insistió.

Ella se detuvo involuntariamente, retenida por la nota de urgencia en la voz y la mirada de Rosedale; éste prosiguió, mirándola a los ojos:

—Lo que me extraña es que haya esperado tanto para vengarse de esa mujer cuando tenía el poder en sus manos. —Lily continuó callada, sobrecogida por la sorpresa que le produjeron estas palabras y él dio un paso hacia delante y preguntó en voz baja—: ¿Por qué no utiliza esas cartas suyas que compró el año pasado?

La pregunta la dejó estupefacta. Las palabras anteriores le habían hecho suponer, como máximo, una alusión a su presunta influencia sobre George Dorset; la asombrosa grosería de la referencia no disminuía la probabilidad de que Rosedale recurriera a ella. Pero ahora veía cuán lejos había estado de adivinar su intención; sorprendida de enterarse de que había descubierto el secreto de las cartas, fue un momento inconsciente del uso especial que estaba a punto de dar a su conocimiento.

El breve desconcierto de Lily dio tiempo a Rosedale de insistir y añadió muy de prisa, como para asegurarse un mayor control de la situación:

—Ya ve que conozco su secreto y sé hasta qué punto se encuentra ella en su poder. Parece una frase de comedia barata, ¿verdad? No obstante, en muchas de estas frases se oculta gran parte de la verdad, y supongo que no compró esas cartas sólo porque colecciona autógrafos. —Ella le miraba con perplejidad creciente; su única impresión clara era de temor al poder que él parecía ostentar—. ¿Se está preguntando cómo he averiguado su existencia? —continuó Rosedale, replicando a su mirada con una nota de consciente orgullo—. Quizá haya olvidado que soy el propietario del Benedick… pero dejemos eso ahora. Ir directamente al grano resulta muy útil en los negocios y yo he extendido tal sistema a mis asuntos privados, porque éste es en parte asunto mío… o, mejor dicho, de usted depende que lo sea. Examinemos la situación con imparcialidad. La señora Dorset, por motivos que no es necesario analizar, le jugó a usted una mala pasada en primavera. Todo el mundo sabe cómo es la señora Dorset, y sus mejores amigas no confiarían en ella ni bajo juramento, pero mientras no se entrometan en sus líos, es mucho más fácil seguirla que enfrentarse a ella, y usted ha sido sacrificada en aras de su indolencia y su egoísmo. ¿Acaso no es ésta una justa exposición del caso? Pues bien, algunos dicen que la respuesta más acertada está en sus manos, que George Dorset se casaría con usted mañana mismo si le dijera todo lo que sabe, dándole así oportunidad de echar de su casa a la dama en cuestión. Yo estoy convencido de ello, pero a usted parece no gustarle esta forma de venganza y, considerando el asunto desde un punto de vista puramente comercial, creo que tiene razón. De un trato semejante nadie sale con las manos del todo limpias, y la única solución de que usted dispone para empezar de nuevo es conseguir que Bertha Dorset la respalde, en vez de luchar contra ella.

Calló el tiempo suficiente para recobrar el aliento, aunque no para que Lily pudiera expresar su creciente oposición; a medida que continuaba exponiendo y explicando su idea con la elocuencia de un hombre que no abriga la menor duda respecto a su causa, Lily advirtió que la indignación se le atragantaba y que la mera fuerza de la presentación del argumento centraba toda su atención. No había tiempo ahora para preguntarse cómo se había enterado de la compra de las cartas; todo estaba oscuro menos el monstruoso resplandor del plan de Rosedale para hacer uso de ellas. Y, pasados los primeros momentos, no fue el horror de la idea lo que la cautivó, sometida a la voluntad de él, sino la sutil afinidad con sus más íntimos deseos. Rosedale se casaría con ella mañana mismo si Lily conseguía reconquistar la amistad de Bertha Dorset y, para facilitar la abierta renovación de esa amistad y la retractación implícita de todo cuanto había causado la ruptura, sólo tenía que insinuar a la dama la amenaza que encerraba el paquete que tan milagrosamente había ido a parar a sus manos. Lily vio con la rapidez del relámpago los beneficios de esta solución, comparada con la propuesta por el pobre Dorset. El éxito del plan de éste dependía de la aplicación de un castigo manifiesto, mientras el nuevo reducía la transacción a un convenio privado del que ninguna tercera persona tenía por qué enterarse ni remotamente. Planteado por Rosedale como un trato comercial, el convenio adoptaba el aire inofensivo de una conveniencia mutua, como una transferencia de bienes o una revisión de límites fronterizos. No cabía duda de que simplificaba la vida considerarlo un acuerdo perpetuo, un pacto de política de partido en el que cada concesión tiene su equivalente reconocido; el fatigado espíritu de Lily se sentía atraído por esta vía que escapaba de fluctuantes estimaciones éticas para dirigirse a una región de pesos y medidas concretas.

Rosedale, mientras ella escuchaba, parecía detectar en su silencio no sólo una gradual aquiescencia a su plan, sino una percepción peligrosamente amplia de las posibilidades que ofrecía, porque, al ver que seguía callada, exclamó, volviendo con rapidez a su auténtico modo de ser:

—Ve lo sencillo que es, ¿verdad? Pero no se deje entusiasmar por la idea de que es demasiado sencillo. Usted no empieza exactamente con un historial irreprochable. Ya que hablamos, llamemos a las cosas por su nombre y aclaremos todo el asunto. Sabe muy bien que Bertha Dorset no podría haberla acusado de no haber existido… bueno, dudas anteriores, pequeños puntos de interrogación, ¿verdad? Algo inevitable, supongo, en el caso de una joven hermosa con parientes tacaños; el hecho es que Bertha encontró el terreno abonado. ¿Ve ahora adónde quiero ir a parar? A usted no le conviene que surjan de nuevo esas pequeñas dudas. No es suficiente pararle los pies a Bertha Dorset: hay que parárselos de forma definitiva. Le costará muy poco asustarla, pero… ¿cómo conseguirá que no se le pase el susto? Demostrándole que es tan poderosa como ella. Todas las cartas del mundo serían incapaces de ayudarla en su presente situación, pero, si dispone de un buen respaldo, la tendrá acorralada justo donde usted quiera. Ésta es mi parte del negocio: esto es lo que le ofrezco. Sin mí, no puede llevar adelante el asunto; no vaya a creer lo contrario. Al cabo de seis meses volvería a tropezar con las mismas dificultades, o peores. Pero aquí me tiene, dispuesto a sacarle de ellas mañana mismo, si así lo desea. ¿Qué dice, señorita Lily? —añadió, acercándose de repente.

Las palabras y el movimiento que las acompañó se unieron para despertar a Lily del dócil estado de trance en que había caído sin darse cuenta. La luz llega por caminos sinuosos a la conciencia dormida y ahora llegaba a la suya a través de la repugnante idea de que su presunto cómplice daba por sentado que ella desconfiaría de él e intentaría quizá despojarle de su parte del botín. Este atisbo de los cálculos de Rosedale parecía presentar toda la transacción bajo un nuevo aspecto y Lily vio que la ruindad esencial del acto estribaba en que no corría el menor riesgo.

Retrocedió con un rápido ademán de rechazo, diciendo con una voz que sorprendió incluso a sus propios oídos:

—Está equivocado, muy equivocado, tanto en los hechos como en las conclusiones que ha sacado de ellos.

Rosedale la miró un momento, perplejo por esta súbita salida en una dirección tan diferente de aquella por la que parecía dejarse guiar.

—¿Y esto qué diablos significa? ¡Pensaba que nos entendíamos! —exclamó, y al oírla murmurar: «¡Ah, pero ahora nos entendemos!», replicó con un repentino arrebato de violencia—: ¿Es quizá porque las cartas van dirigidas a él? ¡Vaya, que me cuelguen si ha recibido de él alguna muestra de gratitud!