Como convenía a personas de creciente importancia, los Gormer se estaban construyendo una casa de campo en Long Island, y parte de los deberes de la señorita Bart consistía en acompañar a su anfitriona en sus frecuentes visitas de inspección a la nueva propiedad. Allí, mientras la señora Gormer discutía problemas de iluminación e higiene, Lily tenía tiempo de pasear, bajo el rutilante aire del otoño, por la bahía bordeada de árboles. Aunque era poco aficionada a la soledad, menudeaban los momentos en que la aliviaba escapar de los huecos ruidosos de su vida. Estaba cansada de dejarse arrastrar pasivamente por una corriente de placer y negocio en la que no representaba ningún papel; cansada de ver a otras personas entregadas a la diversión y al derroche, mientras ella era considerada como un juguete costoso en manos de un niño mimado.
Se hallaba en este estado de ánimo cuando una mañana, volviendo de la playa por un camino desconocido y sinuoso, distinguió de repente la figura de George Dorset. La finca de los Dorset lindaba con la recién adquirida propiedad de los Gormer y en sus paseos en automóvil con la señora Gormer, Lily había visto de refilón un par de veces a la pareja, la cual se movía en una órbita tan diferente que no había considerado la posibilidad de un encuentro directo.
Dorset caminaba con la cabeza baja, muy abstraído, y no vio a la señorita Bart hasta que se hubo acercado mucho, pero, en lugar de detenerse al verla, como ella esperaba que hiciese, se precipitó con un ímpetu que se desahogó en sus primeras palabras:
—¡Señorita Bart! Querrá estrecharme la mano, ¿verdad? Esperaba encontrarla… y le habría escrito si me hubiera atrevido.
Su rostro, coronado por cabellos rojizos y poblado por un bigote hirsuto, expresaba tensión e inquietud, como si la vida se hubiera convertido en una carrera incesante entre él y sus pensamientos.
Su mirada inspiró a Lily un saludo compasivo y él, animado por aquel tono, prosiguió:
—Quería pedirle perdón… por el cobarde papel que representé…
Ella le detuvo con rápido ademán.
—No hablemos de eso. Lo sentí mucho por usted —interrumpió con un matiz de desprecio que, según comprendió al instante, a él no le pasó inadvertido, pues se ruborizó hasta las orejas, con tanta violencia que ella se arrepintió del sarcasmo.
—No me extraña, y aún no sabe… Debe permitirme que se lo explique. Fui engañado, engañado de la forma más abominable…
—En tal caso, lo lamento todavía más —Lily interrumpió sin ironía—, pero debe comprender que no soy la persona indicada para discutir este asunto.
Dorset la miró con auténtico asombro.
—¿Por qué no? ¿No es usted la única a quien debo una explicación…?
—No es necesaria ninguna explicación; la situación estaba perfectamente clara para mí.
—Ah… —murmuró él, volviendo a bajar la cabeza y agitando con una mano nerviosa la maleza del borde del camino. Pero, cuando Lily hizo un movimiento para reanudar el paso, exclamó con una energía renovada—: Señorita Bart, por el amor de Dios, ¡no me abandone! Éramos buenos amigos, siempre fue buena conmigo y no sabe cuánto necesito ahora su amistad.
La lastimera debilidad de estas palabras despertó un sentimiento de piedad en el pecho de Lily. También ella necesitaba amigos; ya había conocido la angustia de la soledad y la idea de la crueldad de Bertha Dorset ablandó su corazón por aquel pobre desgraciado que, después de todo, era la víctima principal de su mujer.
—Quiero seguir siendo buena y no siento ninguna animosidad hacia usted —dijo—, pero debe comprender que, después de lo sucedido, no podemos reanudar nuestra amistad… ni continuar viéndonos.
—¡Ah, sí, es buena… y compasiva! ¡Siempre lo ha sido! —Fijó en ella su doliente mirada—. Pero ¿por qué no podemos ser amigos? ¿Por qué no, si me he arrepentido amargamente? ¿No es injusto condenarme a sufrir por, la falsedad y la traición ajenas? Ya fui bastante castigado entonces… ¿Es que no va a haber ninguna tregua para mí?
—Yo diría que disfrutó de una tregua completa con la reconciliación pactada a mis expensas —empezó Lily, de nuevo con impaciencia, pero él la interrumpió en tono implorante:
—¡No lo exprese así, cuando ésta ha sido la parte peor de mi castigo! ¡Dios mío! ¿Qué podía hacer? ¿Acaso no era impotente? Decidieron sacrificarla y cualquier palabra mía la habría perjudicado…
—Ya le he dicho que no le culpo; sólo le pido que comprenda que, después de ser utilizada por Bertha como chivo expiatorio (después de todas las consecuencias de sus actos desde entonces), es imposible que usted y yo nos veamos.
Dorset continuó sin moverse, obstinado en su debilidad.
—¿Lo es…? ¿No hay solución? ¿No podrían darse circunstancias…? —Se interrumpió, golpeando la maleza en un radio más amplio. Entonces insistió—: Escuche, señorita Bart, concédame un minuto. Si no podemos vernos más, escúcheme al menos ahora. Dice que no podemos ser amigos después… después de lo ocurrido, pero… ¿no puedo al menos apelar a su piedad? ¿No puedo conmoverla suplicándole que piense en mí como en un prisionero… un prisionero a quien sólo usted puede poner en libertad?
El sobresalto interior de Lily se exteriorizó en un súbito rubor: ¿sería posible que ése fuera el sentido de las insinuaciones de Carry Fisher?
—No veo la manera de ayudarle —murmuró, retrocediendo un poco ante la excitación creciente de aquella mirada.
Su tono pareció serenar a Dorset, como había hecho a menudo en sus momentos más difíciles. La terca expresión de su rostro se relajó y, con un brusco retorno a la docilidad, añadió en voz más baja:
—La vería si fuera compasiva como antes, ¡y Dios sabe que nunca la he necesitado más!
Lily calló un momento, conmovida a su pesar por este recordatorio de su influencia sobre él. El sufrimiento habla ablandado sus fibras y la visión repentina de aquella vida rota y burlada desarmó el desprecio que le inspiraba la debilidad de Dorset.
—Lo lamento mucho por usted… y le ayudaría de buen grado, pero seguramente tiene otros amigos y otros consejeros.
—Nunca tuve una amiga como usted —respondió él con sencillez—. Y, además, ¿no lo comprende?, es la única persona… —su voz se convirtió en un murmullo— la única persona enterada.
Ella volvió a ruborizarse y de nuevo los latidos de su corazón se aceleraron en espera de lo que veía venir.
Él la miró con una mirada de súplica.
—Lo comprende, ¿verdad? Estoy desesperado… al límite de mis fuerzas. Quiero ser libre y usted puede ayudarme, sé que puede hacerlo. No querrá dejarme encadenado en el infierno, ¿verdad? No creo que desee vengarse de este modo. Siempre fue bondadosa: sus ojos lo dicen ahora. Dice que lo siente por mí. Pues bien, de usted depende demostrarlo y sabe Dios que nada se lo impide. Lo ha comprendido, ¿verdad? No habría ninguna publicidad; ni un sonido, ni una sílaba la relacionarían con el asunto. No llegaríamos a este punto, ¿sabe? Sólo necesito poder decir de modo concluyente: «Sé esto… y esto… y esto» y la lucha se acabaría, el camino quedaría despejado y toda esta abominable cuestión sería zanjada en un segundo.
Hablaba sin aliento, como un corredor exhausto, haciendo pausas entre las palabras, y a través de las pausas Lily entrevió, como a través de los celajes de una neblina, grandes y doradas panorámicas de paz y seguridad, porque era imposible confundir la intención oculta tras ese vaga apelación; podría haber llenado las lagunas sin ayuda de las insinuaciones de la señora Fisher. Tenía delante a un hombre que imploraba auxilio desde el fondo de su soledad y humillación; si se lo ofrecía en aquel momento, sería suyo con toda la fuerza de su buena fe traicionada. Y ahora tenía aquel poder en su mano, más completo de lo que él podía siquiera imaginar. Conseguiría la venganza y la rehabilitación en una sola jugada: había algo deslumbrante en la perfección de la oportunidad.
Guardó silencio, dejando vagar la mirada por el paisaje otoñal del camino desierto. Y de improviso el miedo se apoderó de ella, el miedo a sí misma y a la terrible fuerza de la tentación. Todas sus debilidades pasadas eran como cómplices ansiosas que la atraían a la senda allanada ya por sus pies. Se volvió rápidamente y alargó la mano a Dorset.
—Adiós… lo siento, no hay nada en el mundo que pueda hacer.
—¿Nada? ¡Ah, no diga eso! —gritó él—. Diga más bien que me abandona como los demás. ¡Usted, la persona que podría haberme salvado!
—Adiós… adiós —repitió ella a toda prisa y, al darle la espalda para irse, le oyó exclamar en una última súplica:
—Por lo menos, ¿me permitirá verla otra vez?
Al llegar al terreno de la finca de los Gormer, Lily cruzó con rapidez el prado en dirección a la casa a medio construir, donde se imaginaba que su anfitriona debía estar especulando, sin la menor resignación, sobre la causa de su retraso, porque, como a muchas personas poco puntuales, a la señora Gormer no le gustaba que la hicieran esperar.
Sin embargo, al alcanzar la avenida, vio un elegante faetón, tirado por dos briosos caballos, desaparecer tras los árboles que ocultaban la verja, y en el umbral encontró a la señora Gormer ruborizada por el placer que acababa de experimentar. El rubor se intensificó cuando vio a Lily, a quien dijo con una risa superficial:
—¿Ha visto qué visita? Oh, creía que había vuelto por la avenida. Era la señora Dorset, que me ha hecho una visita de buena vecindad.
Lily escuchó la noticia con su habitual compostura, aunque su experiencia de la idiosincrasia de Bertha no la habría inducido nunca a atribuirle el instinto de buena vecindad, y la señora Gormer, aliviada al ver que no daba muestras de sorpresa, continuó con una risa indulgente:
—Como es natural, ha venido por curiosidad: me ha hecho enseñarle toda la casa. Pero nadie podría haber sido más amable (no se ha dado aires de gran dama y rebosaba buen humor); comprendo que la gente la encuentre seductora.
Este suceso sorprendente, que había coincidido con su encuentro casual con Dorset hasta parecer relacionado con él, produjo inmediatamente en Lily una sensación de inquietud. Bertha no tenía la costumbre de cultivar a sus vecinos y mucho menos de visitar a personas ajenas al círculo inmediato de sus amistades. Siempre había hecho caso omiso del mundo de los aspirantes exteriores, o reconocido únicamente a sus miembros individuales cuando la movían razones egoístas; y el mismo carácter caprichoso de su condescendencia les otorgaba, como sabía muy bien Lily, un valor especial a los ojos de las personas así distinguidas. Esto era visible ahora en la irrefrenable satisfacción de la señora Gormer y los dos días siguientes se puso de manifiesto en sus felices e irrelevantes comentarios sobre las opiniones de Bertha y sobre el posible origen de su vestido. Todas las ambiciones secretas reprimidas habitualmente por la indolencia innata de la señora Gormer, y por la actitud de sus acompañantes, habían germinado de nuevo al calor de las atenciones de Bertha y, fuera cual fuese la causa de éstas, Lily vio que su persistencia produciría un efecto perturbador en su propio futuro.
Se las ingenió para interrumpir su estancia en casa de sus nuevos amigos con una o dos visitas a otros conocidos igualmente recientes, y a su regreso de esta excursión más bien desalentadora se dio cuenta en seguida de que seguía respirándose la influencia de la señora Dorset. Había habido otro intercambio de visitas, un té en un club de campo, un encuentro en un baile de cacería; corría incluso el rumor de una próxima cena que Mattie Gormer, con una discreción antinatural, trataba de eliminar de la conversación siempre que la señorita Bart participaba en ella.
Lily ya había planeado regresar a la ciudad después de un domingo de despedida con sus amigos y, ayudada por Gerty Farish, encontró un pequeño hotel particular donde instalarse para el invierno. Estaba situado en la periferia de una zona elegante, y el precio de los escasos metros cuadrados que ocuparía era excesivo para su peculio, pero encontró una justificación para su aversión a los barrios más pobres en el argumento de que en aquel momento era de la mayor importancia para ella guardar una apariencia de prosperidad. En realidad le resultaba imposible, mientras tuviera dinero para pagar una semana por anticipado, adoptar una forma de existencia como la de Gerty Farish. Jamás había estado tan cerca de la insolvencia, pero al menos podía pagar la factura semanal del hotel y, una vez saldadas las deudas más apremiantes con el dinero que había recibido de Trenor, le quedaba un pequeño margen de crédito con el que subsistir. La situación, sin embargo, no era lo suficientemente desahogada para olvidar por completo su inseguridad. Sus habitaciones, que daban a deprimentes paredes de ladrillo y escaleras de incendios, sus comidas solitarias en el oscuro restaurante de techo recargado y persistente olor a café…: todas estas incomodidades materiales, que además debía considerar como otros tantos privilegios de los que pronto se vería privada, le recordaban constantemente las desventajas de su estado y sus pensamientos volvían con insistencia a los consejos de la señora Fisher. Por más vueltas que diera a la cuestión, sabía que el resultado era que debía intentar casarse con Rosedale, y esta convicción adquirió más firmeza cuando recibió la visita inesperada de George Dorset.
El domingo siguiente a su regreso a la ciudad le encontró paseando de un lado para otro de su estrecha salita de estar, para inminente peligro de las pocas chucherías con que Lily había intentado ocultar la felpa del profuso tapizado; pero verla pareció tranquilizarle y dijo en seguida con humildad que no quería ser un estorbo, sino que había venido sencillamente a sentarse media hora y hablar de lo que ella quisiera. En realidad, y Lily lo sabía, sólo le interesaba un tema: él mismo y su desgracia, y había ido acuciado por la necesidad de oír una palabra de comprensión. Pero disimuló, interesándose por ella y, mientras contestaba a sus preguntas, Lily vio que, por primera vez, una ligera idea de su apurada situación penetraba la densa superficie del ensimismamiento de Dorset. ¿Era posible que el viejo esperpento de su tía la hubiera desheredado? ¿Que viviera sola en aquel lugar porque no tenía a nadie a quien acudir y realmente tuviera sólo lo justo para subsistir hasta que le pagaran el exiguo e insultante legado? Las fibras de la compasión estaban casi agotadas en él, pero su sufrimiento era tan profundo que intuyó ligeramente lo que podían significar otros sufrimientos; y al mismo tiempo percibió de qué podían servirle las desventuras particulares de la señorita Bart.
Cuando le despidió por fin, pretextando que debía vestirse para la cena, tras unos momentos con aire suplicante en el umbral, dijo:
—Ha sido un gran consuelo… Diga que me permitirá verla otra vez…
Sin embargo, era imposible dar una respuesta afirmativa a esta petición directa y Lily respondió con acento cordial pero categórico:
—Lo siento… pero ya sabe por qué no puedo.
Dorset se sonrojó hasta las raíces del cabello, cerró la puerta tras él y se encaró con ella, entre azorado e insistente:
—Sé que podría, si quisiera, si las cosas fueran diferentes, y de usted depende que lo sean. ¡Sólo ha de decir una palabra y me salvará de este sufrimiento!
Sus miradas se cruzaron y por un momento Lily volvió a temblar ante la proximidad de la tentación.
—Se equivoca; no sé nada, no vi nada —exclamó, esforzándose por levantar una barrera entre ella y el peligro con la mera fuerza de la reiteración y, volviéndose, gimió—: Nos está sacrificando a los dos —y continuó repitiendo, como si fuera un conjuro—: No sé nada… absolutamente nada.