El telegrama de la señorita Bart sorprendió a Lawrence Selden en la puerta de su hotel; lo leyó y volvió sobre sus pasos para esperar a Dorset. El mensaje dejaba necesariamente grandes lagunas para la hipótesis, aunque todo cuanto había oído y visto el abogado en los últimos días le facilitaba mucho la tarea de llenarlas. En general, estaba sorprendido, pues, aunque comprendía que la situación contenía muchos elementos explosivos, sabía por experiencia que semejantes combinaciones acaban de forma inofensiva. No obstante, el genio espasmódico de Dorset y el olímpico desprecio de su mujer por las apariencias prestaban a la situación una inseguridad peculiar e, impulsado menos por su remota relación con el caso que por un celo puramente profesional, Selden resolvió guiar a la pareja a buen puerto. No era asunto suyo si la reparación de un vínculo tan deteriorado podía o no llamarse un buen puerto; por principio, debía procurar que se evitara el escándalo y su deseo de evitarlo era tanto mayor cuanto que temía ver envuelta en él a la señorita Bart. No había nada concreto en esta aprensión; sólo deseaba ahorrarle la vergüenza de verse relacionada, aunque fuese de lejos, con el lavado en público de la ropa sucia de los Dorset.
Lo exhaustivo y desagradable de semejante proceso se le apareció con más claridad después de dos horas de conversación con el pobre Dorset. Sacar algo a la luz supondría ventilar tan ingente acumulación de trapos morales que, cuando su visitante se hubo marchado, Selden se quedó con la impresión de que debía abrir las ventanas de par en par y mandar barrer la habitación. Nada debía trascender y, por fortuna para su cliente, los trapos, una vez recompuestos, no se convertirían fácilmente en un agravio homogéneo. Los bordes deshilachados no siempre coincidían, faltaban trozos, había diferencias de tamaño y color, y por supuesto el trabajo de Selden consistía precisamente en presentarlos a su cliente del modo más atractivo posible. Sin embargo, la mejor de las demostraciones sería incapaz podía convencer a un hombre que se hallara en el estado de ánimo de Dorset, y el abogado vio que por el momento lo único que podía hacer era suavizar y contemporizar, ofrecer comprensión y aconsejar prudencia. Se despidió de él con la firme recomendación de que hasta su próximo encuentro observara una actitud estrictamente evasiva y recordara que su papel en el juego consistía por lo pronto en observar y callar. Selden sabía, sin embargo, que no podría mantener mucho tiempo en equilibrio semejantes violencias y prometió verle a la mañana siguiente en un hotel de Montecarlo. Entretanto, contaba con la reacción de debilidad y desconfianza en sí mismo que, en tales naturalezas, suele seguir a cada derroche inusitado de fuerza moral, y su respuesta telegráfica a la señorita Bart consistió simplemente en la orden: «Haz como si no hubiera cambiado nada».
Y, de hecho, todos obedecieron esta directiva durante la primera parte del día siguiente. Dorset, sumiso a las perentorias instrucciones de Lily, volvió al yate para una cena a horas muy avanzadas, que fue el momento más difícil de la jornada. Se sumió en uno de los abismales silencios que sucedían habitualmente a lo que su esposa llamaba sus «ataques»: de ahí que fuera fácil atribuirlo a dicha causa delante de los criados; pero Bertha se permitió la perversidad de mostrarse poco dispuesta a aprovechar este obvio medio de protección. Se limitó a dejar el peso de la situación en manos de su marido, como si estuviera demasiado absorta en un agravio propio para sospechar que ella pudiera ser el objeto de otro. Para Lily, esta actitud fue el elemento más amenazador de la situación, por su falta de lógica. Mientras intentaba animar la languideciente conversación, levantar, una y otra vez, la tambaleante estructura de las «apariencias», su propia atención se desviaba sin cesar hacia la pregunta: «¿Qué diablos debe estar tramando?». Había algo realmente exasperante en la actitud de desafío de Bertha. Si hubiera hecho alguna indicación a su amiga, podrían haber salvado juntas la crisis, pero ¿cómo podía Lily ser útil si se le negaba la menor participación del modo más obstinado? Ser útil era lo que deseaba de verdad y no por su propio bien, sino por el de los Dorset. No había pensado en ningún momento en sí misma porque estaba demasiado concentrada en el intento de poner un poco de orden entre la pareja. Sin embargo, la triste velada terminó dejándola con la impresión de haber malgastado sus esfuerzos. No había intentado ver a Dorset a solas sino, por el contrario, evitado renovar sus confidencias. Buscaba las de Bertha, que debería solicitar las suyas con la misma ansiedad, pero ella, como resuelta a causar su propia destrucción, rechazaba la mano que le ofrecía ayuda.
Lily se fue a acostar temprano, dejando solo al matrimonio, y como parte del misterio general que la rodeaba, transcurrió más de una hora antes de que oyese a Bertha enfilar el silencioso pasillo y entrar en su camarote. A la mañana siguiente encontró al levantarse una aparente prolongación de las mismas circunstancias, sin que nada le revelara lo ocurrido entre la pareja. Sólo un hecho proclamaba abiertamente el cambio que todos conspiraban por ocultar: que Ned Silverton no aparecería. Nadie se refirió a él y esta tacita negativa lo mantuvo en el primer plano de la conciencia general. Sin embargo, había otro cambio, perceptible sólo para Lily, y era que Dorset la esquivaba ahora de modo casi tan flagrante como su esposa. Quizás estaba arrepentido de su atolondrada confesión de la víspera o quizá sólo intentaba, con su habitual torpeza, ceñirse a la recomendación de Selden de portarse «como de costumbre». Semejantes instrucciones cohíben tanto como la petición del fotógrafo de adoptar una postura «natural», y en una persona tan ajena como el pobre Dorset al aspecto que habitualmente ofrecía, la lucha por observar una pose tenía que traducirse forzosamente en extrañas contorsiones.
El resultado fue, en cualquier caso, que Lily se vio abandonada a su propia suerte. Cuando salió del camarote se enteró de que la señora Dorset era todavía invisible y de que Dorset había desembarcado muy temprano y, como ella se sentía demasiado inquieta para estar sola, también se hizo acompañar a tierra.
Mientras paseaba en dirección al Casino, se unió a un grupo de conocidos que se hospedaban en Niza, con quienes almorzó y en cuya compañía se dirigía a las salas de juego cuando se encontró con Selden, que cruzaba la plaza. En aquel momento no podía separarse de sus acompañantes, que, muy hospitalarios, suponían que se quedaría con ellos hasta que se marcharan, pero halló un minuto de pausa para formularle una pregunta, a la que él respondió con prontitud:
—He vuelto a verle… Acabo de despedirme de él.
Ella esperó con ansiedad.
—¿Y qué? ¿Qué ha sucedido? ¿Qué va a suceder?
—Nada, por el momento… y creo que tampoco en el futuro.
—¿Se acabó, entonces? ¿Se han reconciliado? ¿Estás seguro?
Él sonrió.
—Dame tiempo. No estoy seguro… pero sí mucho más que ayer.
Y Lily tuvo que contentarse con esto y volver con el grupo que la esperaba en la escalinata.
De hecho, Selden le había dado la máxima medida de su seguridad; incluso la había exagerado un poco para calmar la ansiedad de Lily. Y ahora, al dar media vuelta dispuesto a dar un paseo hasta la estación, esa ansiedad permaneció con él como justificación visible de la suya propia. En realidad, no temía nada en concreto: había dicho la pura verdad al afirmar que no creía que sucediera nada. Le inquietaba, sin embargo, que el perceptible cambio operado en la actitud de Dorset careciera de causa aparente. Desde luego, no se debía a los argumentos del abogado ni a la acción de una mayor objetividad del cliente. Cinco minutos de conversación habían bastado para revelar el trabajo de una influencia ajena que tal vez no había calmado su resentimiento pero sí debilitado su voluntad, de modo que se movía en un estado de letargo, como un loco peligroso que ha sido drogado. No cabía duda de que, fuera cual fuese su procedencia, suponía un bien para la situación en general; la cuestión era cuánto duraría y qué clase de reacción podía suscitar. Selden no podía averiguar nada sobre estos puntos, porque un efecto de la transformación había sido interrumpir su libre comunicación con Dorset. Era evidente que éste continuaba impulsado por el irresistible deseo de comentar su desgracia pero, aunque daba vueltas a ella con la misma desesperada tenacidad, Selden había advertido que algo frenaba su necesidad de expresión. Tal estado había producido en su interlocutor primero cansancio y después impaciencia, por lo que al terminar la conversación Selden empezó a pensar que ya había hecho todo lo posible y decidió lavarse las manos.
Seguía siendo de esta opinión cuando se dirigía a tomar el tren y se cruzó con la señorita Bart y, aunque, después de un breve diálogo con ella, continuó mecánicamente su camino, se percató de un cambio sutil en sus propósitos, un cambio inducido por la mirada de Lily y, con objeto de definir la naturaleza de esa mirada, se sentó en un banco de los jardines y meditó la cuestión. En el fondo era natural que estuviera preocupada; una joven introducida en el ambiente íntimo de un yate, en compañía de un matrimonio a punto de naufragar, aparte de preocupada por sus amigos, no podía ser insensible a la incomodidad de su propia posición. Lo peor era que el estado de ánimo de la señorita Bart podía interpretarse de muchas maneras y una de ellas tomó en el aturdido entendimiento de Selden la desagradable forma sugerida por la señora Fisher. Si la joven estaba asustada, ¿temía por sí misma o por sus amigos? ¿Y hasta qué punto su temor a una catástrofe aumentaba por el hecho de sentirse fatalmente implicada en ella? Como el peso de la ofensa radicaba de modo ostensible en la señora Dorset, esta conjetura parecía a simple vista gratuitamente severa, pero Selden sabía que en la desavenencia conyugal más unilateral suelen presentarse reconvenciones tanto más audaces cuanto más evidente es el agravio original. La señora Fisher no había vacilado en sugerir la probabilidad de que Dorset se casara con la señorita Bart, si «ocurría algo», y, aunque las conclusiones de la señora Fisher eran de una imprudencia notoria, no se le podía negar cierta astucia en la lectura de signos. Al parecer, Dorset había demostrado un notable interés por la joven, y este interés podía ser cruelmente aprovechado en la lucha de su esposa por la rehabilitación. Selden sabía que Bertha se defendería hasta quemar el último cartucho; su conducta temeraria se aliaba ilógicamente con la fría determinación de escapar de sus consecuencias. Podía ser tan poco escrupulosa en su propia defensa como atolondrada en tentar el peligro, y todo lo que estuviera a su alcance en tales momentos le serviría de arma defensiva. Selden no veía aún con claridad qué línea de acción adoptaría, y la incertidumbre incrementó su aprensión y también su idea de que antes de marcharse debía hablar de nuevo con la señorita Bart. Cualquiera que fuese su responsabilidad en la situación —y él siempre había intentado con todas sus fuerzas no juzgarla por su entorno—, por ajena que fuera a cualquier conexión personal con ella, estaría mejor si se alejaba de un posible estallido y, como se había dirigido a él pidiendo ayuda, su deber era prevenirla.
Esta decisión le llevó por fin a levantarse del banco y a encaminarse hacia el Casino, tras cuyas puertas la había visto desaparecer, pero una prolongada exploración del gentío no logró ponerle sobre su pista. En cambio, para su sorpresa, vio a Ned Silverton dando vueltas a las mesas con bastante ostentación, y, advirtiendo que este actor del drama no sólo se encontraba entre bastidores, sino que se exponía a la luz de las candilejas, sus temores, a pesar de que eso parecía implicar la eliminación de todo peligro, se intensificaron. Con esta impresión volvió a la plaza, esperando ver en ella a la señorita Bart, ya que todos los visitantes de Montecarlo parecen tener que cruzarla inevitablemente por lo menos una docena de veces al día, pero también allí la buscó en vano y se vio obligado a llegar a la conclusión de que había regresado a bordo del Sabrina. Sería difícil seguirla hasta allí y todavía más difícil, si la seguía, encontrar la ocasión de hablarle a solas, y casi se había decidido por la pobre opción de escribirle una nota, cuando en el incesante ir y venir de la plaza distinguió de repente las figuras de lord Hubert y la señora Bry.
Inmediatamente les preguntó y se enteró por lord Hubert que la señorita Bart acababa de volver al Sabrina en compañía de Dorset, un anuncio tan desconcertante para él que la señora Bry, después de una mirada de su pareja que pareció actuar como un resorte, le propuso que les acompañara, a ellos y sus amigos, a Bécassin: «una pequeña cena en honor de la duquesa», añadió, antes de que lord Hubert tuviera tiempo de soltar el resorte.
La opinión que merecía a Selden el privilegio de ser incluido entre semejante compañía le condujo a la puerta del restaurante con cierta anticipación. Allí se detuvo a buscar entre las filas de comensales que se acercaban a la bien iluminada terraza, y, mientras los Bry dudaban en el interior sobre las últimas alternativas del menú, esperó la llegada de los invitados del Sabrina, que por fin aparecieron en el horizonte en compañía de la duquesa, lord y lady Skiddaw y los Stepney. Fue fácil apartar de este grupo a la señorita Bart con el pretexto de admirar un momento una de las lujosas tiendas de la terraza. Entonces, mientras contemplaban juntos el blanco fulgor del escaparate de una joyería, le dijo:
—He esperado para verte… para pedirte que no vuelvas al yate.
En la mirada que ella le dirigió brilló un rápido destello de su miedo anterior.
—¿Que no vuelva…? ¿Qué quieres decir? ¿Qué ha ocurrido?
—Nada, pero si sucede algo, ¿por qué estar en medio?
El resplandor del escaparate, al intensificar la palidez del rostro de Lily, daba a sus líneas delicadas la nitidez de una máscara trágica.
—Nada ocurrirá, estoy segura, pero, mientras exista una sombra de duda, ¿cómo puedes insinuar que abandone a Bertha?
Las palabras tenían una nota de desprecio; ¿era posible que el destinatario fuera él? Daba igual, estaba dispuesto a arriesgarse a sufrirlo de nuevo hasta el punto de insistir, con un innegable latido de emoción:
—Debes pensar en ti misma, ¿sabes?
A lo cual ella respondió, mirándole a los ojos y con una extraña tristeza en la voz:
—¡Si supieras lo poco que me importa!
—Bueno, no ocurrirá nada —dijo Selden, más para su propia tranquilidad que para la de ella.
—¡Claro que no, nada, nada! —afirmó Lily con decisión, mientras se volvían para alcanzar a sus amigos.
En el atestado restaurante, sentados ya a la bien iluminada mesa de la señora Bry, su confianza pareció crecer, ayudada por la familiaridad del ambiente. Estaban presentes Dorset y su mujer, ofreciendo al mundo sus semblantes habituales, ella concentrada en adaptarse a un llamativo vestido nuevo y él rechazando con temor de dispéptico las múltiples tentaciones del menú. El mero hecho de mostrase juntos, tan abiertamente como permitía el entorno, parecía proclamar sin ninguna duda que habían arreglado sus diferencias. Cómo lo habían conseguido era todavía un enigma, pero estaba muy claro que de momento la señorita Bart confiaba en el resultado y Selden intentó imitarla diciéndose que Lily había tenido más oportunidades de observación que él.
Entretanto, a medida que la cena progresaba a través de un laberinto de platos en el que claramente la señora Bry había logrado eludir la mano restrictiva de lord Hubert, el estado de alarma de Selden empezó a disolverse en un estudio particular de la señorita Bart. Era uno de los días en que estaba tan bella que su belleza era suficiente y todo lo demás —su gracia, su ingenio, sus aptitudes sociales— daba la impresión de ser el exceso de una naturaleza pródiga. Pero lo que más le llamó la atención fue cómo se distinguía, mediante cien indefinibles matices, de las personas que más gala hacían de poseer su propio estilo. Era precisamente en tal compañía, la flor y nata y la expresión completa del estado al que aspiraba, donde las diferencias destacaban con especial intensidad, y su gracia volvía vulgar la elegancia de las otras mujeres del mismo modo que sus silencios, finamente discriminados, hacían aburrido su parloteo. La tensión de las últimas horas había devuelto a su rostro aquella elocuencia más profunda que Selden había echado de menos en él y la valentía de las últimas palabras que le había dirigido vibraba en sus ojos y en su voz. Sí, era excepcional: este adjetivo le iba como anillo al dedo, y Selden podía dar rienda suelta a su admiración porque había en ella muy poca emoción personal. Su verdadero alejamiento no se había producido en el consabido momento del desencanto, sino ahora, al sobrio resplandor de la discriminación, donde la veía claramente separada de él por la crudeza de una elección que parecía desmentir las mismas diferencias que presentía en ella. Esta elección con la que Lily se conformaba volvía a ser plena a los ojos de Selden: el derroche de manjares exquisitos, el tedio aparatoso de la charla, la libertad de expresión que nunca alcanzaba al ingenio, y la libertad de acción que nunca rozaba la aventura romántica. El llamativo decorado del restaurante, en el centro del cual su mesa parecía rodeada de una aura especial de publicidad, y la presencia en ella del pequeño Dabham de las «Notas de la Riviera» prestaban relieve a los ideales de un mundo en que el exhibicionismo pasaba por distinción y la columna de sociedad era la nómina de la fama.
El inmortalizador de tales ocasiones, aquel pequeño Dabham apretujado entre dos elegantes vecinas, se transformó de repente en el foco de la atención de Selden. ¿Cuánto sabía de los acontecimientos y cuánto necesitaba averiguar para sus fines? Sus ojitos eran como tentáculos desarrollados para captar las insinuaciones flotantes que Selden casi veía pulular a ratos en el aire y desaparecer otros, devolviendo al ambiente su vacuidad normal, en la que no había nada más para el periodista que la elegancia de las galas femeninas. El vestido de la señora Dorset, en particular, desafiaba toda la riqueza de vocabulario del señor Dabham; tenía sorpresas y sutilezas dignas de lo que él habría llamado «el estilo literario». Selden advirtió que al principio había preocupado en exceso a la dama que lo lucía, pero ahora ya lo dominaba y era incluso capaz de producir efectos con inusitada libertad. ¿No era, de hecho, demasiado libre, demasiado fluida, para una naturalidad perfecta? ¿Y no se movía Dorset, hacia quien Selden desvió la mirada por una transición natural, con ademanes demasiado espasmódicos, entre los mismos extremos? Era cierto que los movimientos de Dorset siempre parecían espasmódicos, pero daba la impresión de que esta noche cada vibración le apartaba más de su centro.
La cena, mientras tanto, se acercaba a su triunfante final para manifiesta satisfacción de la señora Bry, quien, sentada en su trono con apoplética majestad entre lord Skiddaw y lord Hubert, parecía invocar al espíritu de la señora Fisher para que presenciara su éxito. A excepción de ésta, el aforo podía decirse que estaba completo, porque el restaurante rebosaba de personas reunidas con el fin casi exclusivo de ser espectadoras y colocadas estratégicamente según los nombres y las caras de las celebridades que habían venido a ver. La señora Bry, consciente de que todas sus invitadas femeninas pertenecían a aquella categoría y de que cada una de ellas merecía su parte de admiración, prodigaba a Lily toda la gratitud reprimida a la que la señora Fisher no se había hecho acreedora. Selden, al sorprender su mirada, se preguntó qué papel habría cumplido la señorita Bart en la organización de la cena; no cabía duda de que por lo menos contribuía en gran medida a su adorno y, mientras contemplaba el seductor aplomo de sus modales, sonrió al pensar que la había imaginado necesitada de ayuda. Nunca habla estado más serena y dueña de la situación que cuando, a la hora de partir, se apartó un poco del grupo y se volvió con una sonrisa y una graciosa inclinación de hombros para recibir su capa de manos de Dorset.
La cena se había prolongado con los excepcionales cigarros del señor Bry y una abrumadora variedad de licores; muchas mesas ya estaban vacías, pero aún se demoraba el número suficiente de comensales para realzar la despedida de los distinguidos invitados de la señora Bry. La ceremonia se alargó y complicó, pues la duquesa y lady Skiddaw se despedían por un tiempo indefinido; hubo promesas de una pronta reunión en París, donde se detendrían para renovar su vestuario antes de dirigirse a Inglaterra. La calidad de la hospitalidad de los Bry y los soplos financieros del marido prestaron a la actitud de las damas inglesas una efusividad general que proyectó la luz más rosada sobre el futuro de su anfitriona. La señora Dorset y los Stepney fueron incluidos en su resplandor, y la escena entera tuvo pinceladas de intimidad que valían su peso en oro para la vigilante pluma del señor Dabham.
Una ojeada al reloj hizo exclamar a la duquesa, mirando a su hermana, que tenían el tiempo justo para coger el tren; una vez pasado el revuelo de la despedida, los Stepney, que habían dejado su automóvil en la puerta, se ofrecieron a llevar al muelle a los Dorset y a la señorita Bart. El ofrecimiento fue aceptado y la señora Dorset se adelantó, junto con su marido. La señorita Bart se retrasó para intercambiar dos últimas palabras con lord Hubert, y Stepney, a quien el señor Bry alargaba un cigarro aún más caro que los anteriores, dijo:
—Vamos, Lily, si es que quieres volver al yate.
Lily dio media vuelta para obedecer, pero en aquel momento la señora Dorset, que se había detenido, dio unos pasos hacia la mesa.
—La señorita Bart no regresa al yate —dijo con una voz de singular claridad.
El sobresalto se reflejó en todas las miradas; la señora Bry enrojeció hasta congestionarse, la señora Stepney se ocultó con nerviosismo detrás de su marido y Selden, entre el torbellino general de sus sensaciones, fue sobre todo consciente del deseo de agarrar por el cuello a Dabham y sacarlo a la calle.
Dorset, mientras tanto, se había colocado junto a su mujer. Con el rostro lívido y los ojos huidizos, miró a su alrededor y exclamó:
—¡Bertha!… Señorita Bart… Se trata de un malentendido… un error…
—La señorita Bart se queda aquí —replicó su esposa en tono incisivo— y creo, George, que no deberíamos hacer esperar más a la señora Stepney.
Durante este breve intercambio de palabras, la señorita Bart no abandonó admirablemente su postura erguida, un poco aislada del abochornado grupo que la rodeaba. Había palidecido bajo el golpe del insulto, pero la turbación de los demás semblantes no se reflejaba en el suyo. El leve desdén de su sonrisa parecía situarla fuera del alcance de su antagonista y hasta que hizo comprender a la señora Dorset toda la distancia que las separaba no se volvió para tender la mano a su anfitriona.
—Mañana me voy con la duquesa —explicó— y he pensado que era más fácil para mí pasar la noche en tierra.
Sostuvo con firmeza la mirada inquisitiva de la señora Bry mientras daba esta explicación, pero, en cuanto se hizo el silencio, Selden la vio echar una ojeada a cada una de las mujeres y leer la incredulidad en sus ojos y un mudo malestar en los de los hombres; durante una fracción de segundo le pareció ver que se tambaleaba al borde del abismo. Pero en seguida se volvió hacia él con un armonioso ademán y una sonrisa pálida y valiente:
—Querido señor Selden —dijo—, me prometió usted acompañarme hasta el coche.
Fuera, el cielo estaba gris y desapacible, y mientras Lily y Selden se dirigían a los jardines desiertos que había debajo del restaurante, ráfagas de lluvia cálida golpearon su rostro. Habían desechado tácitamente la idea del coche y caminaban en silencio, ella con la mano apoyada en el brazo de él; cuando llegaron al lugar más umbrío del jardín, se detuvieron junto a un banco y Selden dijo:
—Siéntate un momento.
Ella se dejó caer en el banco sin decir palabra, pero el farol eléctrico del recodo de la senda iluminó su semblante afligido. Selden se sentó a su lado y esperó a que hablara, temeroso de hurgar en su herida con una u otra palabra y atormentado por la angustiosa duda que había vuelto a surgir en su interior. ¿Qué la había puesto en tan apurada situación? ¿Qué debilidad la había entregado de forma tan abominable a merced de su enemiga? ¿Y por qué Bertha Dorset se había convertido en su enemiga en el preciso momento en que necesitaba a todas luces el apoyo de otra mujer? A pesar de que todos sus nervios se rebelaban contra la sujeción de los maridos a sus esposas y contra la crueldad femenina con su propio sexo, su razón se inclinaba tercamente hacia la proverbial relación entre el humo y el fuego. El recuerdo de las insinuaciones de la señora Fisher y la corroboración de sus propias impresiones aumentaban sus reparos al mismo tiempo que su piedad porque, dondequiera que buscase una salida para la compasión, la encontraba bloqueada por el temor de cometer un gran error.
De pronto se le ocurrió que el silencio podía resultar tan acusador como el de los hombres a quienes acababa de despreciar por no defenderla, pero, antes de que pudiera hallar la palabra oportuna, ella le salió al paso con una pregunta:
—¿Conoces un hotel tranquilo? Puedo llamar a mi doncella por la mañana.
—¿Un hotel… aquí… al que puedas ir sola? Imposible.
Ella le oyó con un pálido reflejo de su antiguo humor.
—¿Qué hacer, entonces? Está demasiado nublado para dormir en los jardines.
—Pero debe de haber alguien…
—¿Alguien que me pueda cobijar? Claro… muchos… pero ¿a estas horas? Ya has visto que mi cambio de planes ha sido bastante repentino…
—¡Dios mío… si me hubieras escuchado! —exclamó él, desahogando su impotencia en un arrebato de ira.
Ella todavía supo replicarle con la suave ironía de su sonrisa:
—¿Acaso no lo he hecho? Me aconsejaste no volver al yate, y no he vuelto.
Selden vio entonces, con una punzada de remordimiento, que Lily no pensaba explicar nada ni defenderse, que él, con su estúpido silencio, había perdido toda posibilidad de ayudarla y que el momento decisivo había pasado.
Ella se levantó, en una actitud de difusa majestad, como una princesa que se dirige tranquilamente al destierro.
—¡Lily! —exclamó Selden, con una nota de desesperado llamamiento, pero ella le reprendió con suavidad:
—¡Oh, no! Ahora no —y añadió, con toda la dulzura de su recuperado equilibrio—: Puesto que he de encontrar cobijo en alguna parte y tú tienes la bondad de estar aquí para prestarme ayuda…
Selden se enderezó ante el desafío.
—¿Harás lo que te diga? Sólo hay una solución: debes acudir directamente a tus primos, los Stepney.
—Oh… —exclamó Lily con un movimiento de resistencia instintiva, pero él insistió:
Vamos… Es demasiado tarde Y tienes que dar la impresión de que has ido a verlos directamente.
La había cogido del brazo, pero ella le detuvo con un último gesto de protesta:
—No puedo… no puedo… ¡Eso no… No conoces a Gwen! ¡No puedes pedirme esto!
—Tengo que pedírtelo… Y tú debes obedecerme —insistió él, aunque en el fondo ya se había contagiado del temor de Lily.
Ésta preguntó en un murmullo:
—¿Y si Gwen se niega?
—¡Oh, confía en mí… confía en mí! —sólo supo decir él y Lily, cediendo, se dejó conducir en silencio hasta la plaza.
En el coche guardaron silencio durante el breve trayecto al iluminado hotel de los Stepney. Selden la dejó fuera, protegida tras la oscuridad de la capucha levantada, mientras él se hacía anunciar a Stepney y esperaba a que éste bajara recorriendo lentamente el vestíbulo. Diez minutos después los dos hombres pasaron juntos por delante de los porteros con librea y Stepney se detuvo en un último arranque de indecisión.
—¿Queda bien entendido? —estipuló, nervioso, con la mano en el brazo de Selden—. Partirá mañana con el primer tren… y mi mujer está dormida y no se la puede molestar.