La señorita Bart, al salir de su camarote a la mañana siguiente, se encontró sola en la cubierta del Sabrina.
Las tumbonas acolchadas, dispuestas en hilera bajo la ancha toldilla, no daban muestras de haber sido ocupadas hacía poco, y Lily se enteró al cabo de un rato por un camarero de que la señora Dorset aún no había aparecido y los caballeros habían bajado a tierra por separado en seguida después de desayunar. Una vez en posesión de estos datos, Lily estuvo unos minutos apoyada en la borda, saboreando el espectáculo que se ofrecía a su vista. La luz del sol bañaba, sin el impedimento de una sola nube, mar y costa con el resplandor más puro. Las aguas purpúreas dibujaban una línea de espuma blanca en la base de la orilla, contra cuyas irregulares eminencias destacaban el hotel y las villas entre el verdor grisáceo de olivos y eucaliptos y el fondo de montañas bien perfiladas temblaba bajo la pálida intensidad de la luz. ¡Qué bello era… Y cuánto amaba ella la belleza! Siempre había pensado que su sensibilidad en este aspecto compensaba cierta pobreza de sentimientos de la que estaba orgullosa, y en los últimos tres meses había gozado apasionadamente de aquella sensibilidad. La invitación de los Dorset de viajar con ellos al extranjero había sido una milagrosa liberación de unas dificultades abrumadoras, y su don para renovarse en nuevos escenarios y para desechar problemas de conducta con tanta facilidad como el entorno en el que habían surgido hacía que el mero traslado de un lugar a otro pareciera no sólo un aplazamiento, sino una solución de sus sinsabores. Las complicaciones morales sólo existían para ella en el ambiente que las había creado; no es que las minimizara o despreciara, sino que perdían su realidad cuando cambiaba el telón de fondo. No habría podido quedarse en Nueva York sin devolver el dinero que de Trenor, para librarse de tan odiosa deuda podría haber afrontado incluso el matrimonio con Rosedale; pero el accidente de poner el Atlántico por medio de sus obligaciones hizo que desaparecieran de su vista como si fueran hitos que hubiera dejado atrás en el camino.
Los dos meses en el Sabrina parecían especialmente concebidos para incrementar esta ilusión de distancia. Se había sumergido en paisajes nuevos y encontrado en ellos la renovación de antiguas esperanzas y ambiciones. El crucero en sí la cautivó como una aventura romántica. Los nombres y lugares entre los que se movía la emocionaron vagamente, y, mientras el yate rodeaba los promontorios sicilianos, escuchó a Ned Silverton leer a Teócrito a la luz de la luna con una vibración nerviosa que confirmó su fe en la propia superioridad intelectual. Pero las semanas pasadas en Cannes y Niza le habían procurado aún más placer. La gratificación de ser bien acogida por la alta sociedad y de imponer en ella su propia ascendencia, hasta el punto de figurar una vez más como la «bella señorita Bart» en la interesante revista dedicada a registrar los menores movimientos de sus cosmopolitas amistades… todas estas experiencias contribuyeron a relegar al último plano de la memoria los prosaicos y sórdidos apuros de los que había escapado.
Aunque era vagamente consciente de que le esperaban otros contratiempos en el futuro, confiaba en su capacidad para hacerles frente; era característico en ella creer que los únicos problemas que no sabía solventar eran los que conocía mejor. Mientras tanto, podía envanecerse de la habilidad con que se había adaptado a unas circunstancias algo delicadas. Tenía razones para pensar que se había hecho igualmente indispensable para su anfitrión que para su anfitriona y, si hubiese vislumbrado un medio totalmente irreprochable de sacar un beneficio económico de la situación, no habría habido ni una sola nube en su horizonte. La verdad era que sus fondos, como de costumbre, no podían ser más exiguos, y no cabía la menor posibilidad de mencionar una cuestión tan vulgar ni a Dorset ni a su esposa. De todos modos, la necesidad aún no era acuciante; podía seguir viviendo, como había hecho tan a menudo, con la esperanza de que se produjera un cambio de suerte; entretanto la vida era alegre, hermosa y fácil, y ella sabía que interpretaba un papel digno en semejante escenario.
Se había citado para almorzar aquella mañana con la duquesa de Beltshire y a las doce pidió que la llevaran a tierra en el bote, no sin enviar antes a su doncella a preguntar si podía ver a la señora Dorset, pero la respuesta fue que esta última estaba cansada e intentaba dormir. Lily pensó que comprendía la razón de este desaire. Su anfitriona no había sido incluida en la invitación de la duquesa, pese a sus leales esfuerzos para conseguirlo. Su Gracia era sorda a las insinuaciones e invitaba u olvidaba a su antojo. No era culpa de Lily si las complicadas actitudes de la señora Dorset no se adaptaban al ritmo fácil de la duquesa, quien rara vez daba explicaciones de sus actos pero que en esta ocasión había aducido brevemente: «Es bastante aburrida. El único amigo suyo que me cae en gracia es ese pequeño señor Bry: me hace reír…», y Lily se abstuvo de insistir, más bien halagada de ser distinguida a costa de su amiga. Era cierto que Bertha se había vuelto muy sosa desde que se dedicaba a la poesía y a Ned Silverton.
En general suponía un alivio abandonar de vez en cuando el Sabrina, y el pequeño ágape de la duquesa, organizado por lord Hubert con su habitual virtuosismo, era tanto más agradable para Lily cuanto que no incluía a sus compañeros de viaje. En los últimos días Dorset se mostraba más insulso e imprevisible de lo normal y Ned Silverton se paseaba con un aire que parecía desafiar al universo. La libertad y superficialidad de las relaciones con la duquesa eran un cambio muy grato frente a estas complicaciones y, después del almuerzo, Lily cayó en la tentación de seguir a sus acompañantes hasta el animado ambiente del Casino. No tenía intención de jugar; sus exiguos medios no le permitían tal aventura, pero le divertía sentarse en un diván, bajo la dudosa protección de la duquesa, quien vigilaba sus apuestas sentada a una mesa vecina.
Los salones estaban atestados de mirones que se pasaban la tarde yendo de mesa en mesa, como la multitud dominguera acude a las jaulas del zoológico. En el lento desfilar de la masa apenas se distinguían las personas, pero Lily no tardó en ver a la señora Bry cruzar el umbral con paso decidido, seguida de la esbelta figura de la señora Fisher, que recordaba un bote de remos en la popa de un remolcador. La señora Bry siguió avanzando, animada al parecer por la determinación de llegar a cierto punto de los salones, pero la señora Fisher, al ver a Lily, se desvió y fue flotando hacia ella.
—¿Que la perderé? —coreó la pregunta de esta última, con una mirada indiferente a la espalda de la señora Bry—. Te aseguro que no me importa. Ya la he perdido. —Y al oír la exclamación de Lily, agregó—: Hemos tenido una pelea épica esta mañana. Como sabes, anoche la duquesa le dio plantón en la cena y ahora dice que es culpa mía, de mi falta de organización. Lo peor es que el mensaje (una sola palabra por teléfono) llegó tan tarde, que hubo que pagar la cena y Bécassin presentó una cuenta desorbitada… ¡Le habían asegurado tanto la asistencia de la duquesa! —La señora Fisher rió al recordarlo—. Pagar por lo que no consigue enfurece a Louisa: no puedo hacerle entender que es uno de los pasos preliminares para conseguir lo que no has pagado… ¡y, como yo era lo que tenía más cerca, la pobre se ensañó conmigo!
Lily murmuró unas palabras de conmiseración. Los impulsos de solidaridad la asaltaban de modo natural y se ofreció instintivamente a ayudar a la señora Fisher.
—Si puedo hacer algo… ¡Si sólo se trata de presentarle a la duquesa! Me ha dicho que encontraba divertido al señor Bry…
Pero la señora Fisher hizo un gesto decisivo.
—Querida, tengo mi orgullo, el orgullo de mi profesión. No he sabido convencer a la duquesa y no puedo atribuirme el mérito de tus artes ante Louisa Bry. He dado el paso definitivo: me voy a París esta noche con Sam Gormer y su mujer. Aún se hallan en la fase elemental; un príncipe italiano es mucho más que un príncipe para ellos y siempre están a punto de confundirle con un botones. Salvarles de esto es mi misión actual. —Volvió a reír al imaginarse el cuadro—. Pero antes de irme quiero hacer mi último testamento: quiero dejarte a los Bry.
—¿A mí? —rió a su vez la señorita Bart—. Eres un encanto por acordarte de mí, querida, pero la verdad es que…
—¿Tan bien provista estás? —La señora Fisher le dirigió una mirada, penetrante—. ¿En serio, Lily… hasta el punto de rechazar mi oferta?
La señorita Bart se ruborizó ligeramente.
—Quería decir que a los Bry no les gustará nada que dispongamos así de ellos.
La señora Fisher continuó azorándola con una mirada implacable.
—Lo que realmente querías decir es que has desairado sin miramientos a los Bry y sabes que ellos lo han notado.
—¡Carry!
—Oh, para ciertas cosas, Louisa es muy sensible. ¡Si por lo menos les hubieras conseguido una sola invitación al Sabrina en especial cuando fueron miembros de la realeza! Pero no es demasiado tarde —concluyó con talante serio—. No es demasiado tarde para nadie.
Lily sonrió.
—Quédate y conseguiré que la duquesa cene con ellos.
—No puedo quedarme… Los Gormer ya me han pagado el salón-lit —confesó sin ambages la señora Fisher—. Pero haz que la duquesa cene con ellos, de todos modos.
La sonrisa de Lily volvió a trocarse en una leve carcajada; la insistencia de su amiga empezaba a parecerle inoportuna.
—Siento haber descuidado a los Bry… —comenzó.
—Oh, olvida a los Bry… Eres tú la que me preocupa —replicó la señora Fisher, la cual, después de una pausa, se inclinó hacia delante y añadió en voz baja—: Ya sabes que anoche fuimos todos a Niza cuando la duquesa nos plantó. Fue idea de Louisa… yo me opuse a ella.
La señorita Bart asintió.
—Sí… Os vi en la estación cuando regresábamos.
—Pues bien el hombre que iba en el coche contigo y George Dorset… ese horrible Dabham que escribe «Notas de Sociedad desde la Riviera», cenó con nosotros en Niza y ahora dice a todo el mundo que Dorset y tú volvisteis solos después de medianoche.
—¿Solos… si él iba con nosotros? —se echó a reír Lily, pero en seguida adoptó una expresión grave al ver la prolongada intención en la mirada de la señora Fisher—. Sí, volvimos solos… ¿acaso es algo tan horrible? ¿Y quién tuvo la culpa? La duquesa pernoctaba en Cimiez con la princesa heredera; Bertha se aburrió del espectáculo y se marchó temprano, prometiendo reunirse con nosotros en la estación. Nosotros llegamos a tiempo, pero ella no… ¡ella no se presentó!
La señorita Bart anunció este hecho en el tono de quien ofrece con total seguridad una explicación convincente, pero la señora Fisher la oyó sin inmutarse. Parecía haber olvidado el papel de su amiga en el incidente: sus pensamientos habían tomado otro rumbo.
—¿Bertha no se presentó? Entonces, ¿cómo volvió a Montecarlo?
—Oh, supongo que con el último tren; había dos especiales para el festival. En cualquier caso, sé que está sana y salva en el yate, aunque todavía no la he visto; pero ahora ya sabes que no fue culpa mía —resumió Lily.
—¿No fue culpa tuya que Bertha no apareciera? Mi pobre niña, ¡espero que no te lo hagan pagar! —La señora Fisher se levantó; había visto a la señora Bry venir corriendo hacia ellos—. Ahí viene Louisa, debo irme… Oh, exteriormente estamos en las mejores relaciones, almorzaremos juntas, pero en realidad le gustaría hacerme pedazos —explicó y, tras un último apretón de manos y una última mirada, añadió—: Recuérdalo, te la dejo; está vacilando, dispuesta a reconciliarse contigo.
Lily salió del Casino pensando en la despedida de la señora Fisher. Antes de irse había dado el primer paso hacia la recuperación del favor de la señora Bry. Una palabra amable —un vago murmullo sobre la necesidad de verse con más frecuencia— y una alusión a un futuro próximo, que parecía incluir a la duquesa, así como al Sabrina, ¡qué fácil era hacerlo cuando se poseía el don de hacerlo bien! Se admiró, como solía admirarse a menudo, de poseer este don y no ejercitarlo con mayor firmeza. Pero a veces era olvidadiza… y otras, ¿podría ser que fuera orgullosa? En cualquier caso, hoy había intuido vagamente una razón para doblegar su orgullo, y de hecho lo había doblegado hasta el punto de sugerir a lord Hubert Dacey, con quien se cruzó en la escalinata del Casino, que tal vez podría convencer a la duquesa de que cenara con los Bry si ella se encargaba de que les invitaran al Sabrina. Lord Hubert prometió ayudarla con la solicitud que Lily siempre sabía inspirar en él; era su único modo de recordarle que en un tiempo había estado dispuesto a hacer mucho más por ella. Su camino, en suma, parecía allanarse a medida que avanzaba por él y, no obstante, en su interior persistía un leve hálito de inquietud. Se preguntó si lo habría causado el fortuito encuentro con Selden. Pero no… El tiempo y el cambio parecían haberle relegado completamente a la debida distancia. Su repentina y exquisita reacción ante sus preocupaciones había tenido el efecto de alejar hasta tal punto el pasado reciente que incluso Selden, como parte de él, conservaba cierto aire de irrealidad. Y el propio Selden había dejado bien claro que no debían volver a verse, que sólo estaba en Niza para uno o dos días y se disponía a embarcar en el próximo transatlántico. No: aquella parte del pasado se había limitado a emerger un momento a la efímera superficie de los acontecimientos; sin embargo, ahora que había vuelto a sumergirse, la incertidumbre y la aprensión persistían.
Persistían y se agudizaron cuando Lily vio a George Dorset bajar la escalinata del Hotel de París y cruzar la plaza para ir a su encuentro. Su intención era alquilar un coche para ir al muelle y de allí regresar al yate, pero ahora tuvo la inmediata sensación de que algo se interpondría en sus planes.
—¿Hacia dónde se dirige? ¿Paseamos un poco? —empezó él, formulando la segunda pregunta sin esperar la respuesta a la primera, como si ninguna de las dos le interesara. Y conduciendo en silencio a Lily hacia la relativa quietud de los jardines inferiores.
Ella detectó al momento en él los signos de una extraña tensión nerviosa. Tenía las ojeras hinchadas y el tono de la tez había palidecido tanto que las cejas irregulares y el largo bigote rojizo destacaban y le daban un aspecto melancólico en el que predominaba una extraña mezcla de ferocidad y desconcierto.
Caminaron en silencio, él con pasos rápidos y precipitados, hasta llegar a las pendientes emparradas del lado este del Casino; allí tiró a Lily bruscamente del brazo y le dijo:
—¿Ha visto a Bertha?
—No… Cuando salí del yate aún no se había levantado.
Al oír esto, Dorset profirió una risotada como el sonido chirriante de un reloj descompuesto.
—No se había levantado, ¿eh? ¿Acaso se había ido a la cama? ¿Sabe a qué hora regresó a bordo? ¡Esta mañana a las siete! —exclamó.
—¿A las siete? —repitió Lily—. ¿Qué ocurrió? ¿Un accidente en el tren?
Él volvió a reírse.
—Perdieron el tren (todos los trenes) y tuvieron que regresar en un coche.
—¿Y qué…? —Lily titubeó, cayendo en la cuenta de que incluso esta circunstancia no explicaba el fatal intervalo de tantas horas.
—No encontraron en seguida un vehículo, como es natural a aquella hora de la noche —el tono casi hacía pensar que disculpaba a su mujer— y, cuando por fin pasó uno, ¡era una tartana tirada por un solo caballo que, además, cojeaba!
—¡Qué mala suerte! Comprendo —aseguró ella, en un tono tanto más convencido cuanto que, en su fuero interno, no lo comprendía en absoluto y, tras una pausa, añadió—: Lo siento. ¿Quizá deberíamos haberla esperado?
—¿A que llegara en el caballo cojo? No creo que hubiese podido cargar con nosotros cuatro.
Lily recibió la frase del único modo posible: con una risa destinada a darle el mismo tono humorístico con que él la había pronunciado.
—Sí, habría sido difícil; tendríamos que habernos turnado. Pero ver el amanecer habría merecido la pena.
—Sí, el amanecer ha sido precioso —convino él.
—¿Ah, sí? ¿Lo ha visto?
—Sí, claro; desde cubierta. Les esperaba.
—Es natural… Supongo que estaba preocupado. ¿Por qué no me llamó para que le acompañara en su vigilia?
Él, callado, se atusó el bigote con una mano delgada y débil.
—Me parece que no le habría gustado el dénouemmt[12] —dijo al fin con súbita severidad.
A ella volvió a desconcertarle el repentino cambio de tono y, como a la luz de un relámpago, vio el peligro del momento y la necesidad de quitar importancia al asunto.
—Dénouement… ¿no es una palabra demasiado solemne para un incidente tan pequeño? Lo peor es el cansancio de Bertha, del que probablemente ya se ha repuesto después de dormir unas horas.
Se atuvo a la nota frívola con valentía, aunque empezaba a ver su futilidad en el brillo de los ojos afligidos de Dorset.
—¡Basta… basta! —explotó éste, con el grito dolido de un niño, y mientras Lily intentaba conciliar su condolencia con la decisión de no reconocerle una causa concreta y fundir ambas en un ambiguo murmullo de consuelo, Dorset se desplomó en un banco próximo y dio rienda suelta a toda la amargura de su alma.
Fue una hora espantosa, una hora que dejó a Lily asustada y cohibida, como si una luz desnuda le hubiera chamuscado los párpados. Ya había tenido algunos avisos premonitorios de semejante estallido, pues a lo largo de aquellos tres meses la superficie de la vida se había resquebrajado de vez en cuando en siniestras grietas de las que emanaban siniestros vapores, poniéndola en guardia y al acecho de una inminente explosión. Había habido momentos en que la situación se había presentado bajo un aspecto menos vago y más impresionante, evocando la imagen de un carruaje destartalado, conducido por caballos salvajes por un camino lleno de baches, en cuyo interior ella iba acurrucada, consciente de que el arnés necesitaba ser reparado Y sin saber qué parte del vehículo se rompería antes. Pues bien: ahora todo se había roto y el milagro era que aquel absurdo ensamblaje hubiese estado entero tanto tiempo. La sensación de estar implicada en el desastre, en lugar de haberlo presenciado tranquilamente desde la cuneta, se intensificó cuando Dorset, en medio de sus furiosas denuncias y violentas reacciones de desdén por sí mismo, insinuó que la necesitaba, que necesitaba el lugar que había llegado a ocupar en su vida. Si no hubiera sido ella, ¿quién habría escuchado sus lamentos? ¿Y qué mano, sino la suya, podía hacerle recuperar el juicio y el respeto por sí mismo? Siempre en la tensión de su lucha, Lily había sido consciente de un leve instinto maternal en sus esfuerzos para guiarle y animarle. Sin embargo, si en esta ocasión se aferraba a ella, no era para que le levantara el ánimo, sino para sentir que alguien se derrumbaba con él; quería que ella sufriera como él, no que le ayudara a sufrir menos.
Felizmente para ambos, Dorset tenía poca fortaleza física para prolongar su cólera, que le dejó agotado y sin aliento, hundido en una apatía tan larga y profunda que Lily casi temió que los transeúntes la confundieran con un ataque de apoplejía y ofrecieran auxilio. Pero Montecarlo es quizá el lugar del mundo donde los vínculos humanos son más débiles y las escenas extrañas las que menos llaman la atención. Si alguna mirada se detuvo en la pareja, nadie les importunó con ninguna intrusión y fue la propia Lily quien rompió el silencio levantándose del banco. Al ampliar su campo de visión, vio que el peligro tenía más alcance y que ya no procedía solamente de Dorset.
—Si usted no quiere volver, yo debo hacerlo… ¡No me obligue a dejarle aquí! —instó. Pero él continuó ofreciendo una resistencia muda y Lily añadió—: ¿Qué piensa hacer? No puede quedarse aquí toda la noche.
—Puedo ir a un hotel y telegrafiar a mis abogados. —Se enderezó, animado por una nueva idea—. Por Júpiter, Selden está en Niza… ¡Enviaré a buscarle!
Al oír esto, Lily volvió a sentarse, con un grito de alarma.
—¡No, no, no! —protestó.
Dorset la miró con suspicacia.
—¿Por qué no Selden? Es abogado, ¿no? Tan bueno es uno como otro en un caso como éste.
—O tan malo. Creía que necesitaba mi ayuda.
—Y usted me la presta… siendo tan dulce y paciente conmigo. De no haber sido por su ayuda, hace ya tiempo que habría puesto fin a esta situación. Pero ahora todo ha terminado. —Se levantó de improviso, irguiéndose con un esfuerzo—. No creo que le guste verme en ridículo.
Ella le miró con expresión bondadosa.
—De eso se trata, precisamente. —Y entonces, tras un momento de reflexión, y sorprendiéndose a sí misma, añadió, como inspirada por una idea—: Está bien, vaya a ver al señor Selden. Tiene tiempo hasta la cena.
—Oh, la cena… —repitió él con sorna, pero Lily le replicó antes de dejarle:
—La cena a bordo, no lo olvide; la retrasaremos hasta las nueve, si es preciso.
Ya eran más de las cuatro y, cuando se hubo apeado del coche en el muelle y embarcado en el bote, Lily empezó a preguntarse qué habría sucedido en el Sabrina. Nadie había dicho nada del paradero de Silverton. ¿Habría regresado al yate? ¿O tal vez Bertha —la terrible alternativa se le ocurrió de repente—, al quedarse sola, había decidido volver a tierra con él? El corazón le dio un vuelco. Hasta entonces, toda su preocupación había sido para el joven Silverton, no sólo porque en semejantes cuestiones el instinto femenino se pone de parte del hombre, sino porque su caso le inspiraba una simpatía especial. Su sinceridad era desesperada, pobre muchacho, y de una calidad muy diferente de la de Bertha, aunque la de ésta era bastante desesperada. La diferencia residía en que los sentimientos de la señora Dorset giraban en torno a sí misma, mientras los de él se volcaban en ella. Sin embargo, ahora, en la crisis actual, esta diferencia parecía perjudicar a Bertha, ya que él podía al menos sufrir por ella, mientras que ella sólo se tenía a sí misma. En cualquier caso, vista menos idealmente, todos los inconvenientes de la presente crisis recaían en la mujer, y las simpatías de Lily se inclinaban ahora por ella. No sentía afecto por Bertha Dorset, pero le debía cierta gratitud, tanto más vinculante cuanto menor era la preferencia personal en que se apoyaba. Bertha había sido buena con ella habían convivido cómodamente los últimos meses como dos amigas y la sensación de fricción que últimamente había venido notando parecía apremiarla a trabajar sin reservas en interés de su amiga.
Sin duda en interés de Bertha mandó a Dorset a consultar con Lawrence Selden. Una vez aceptado lo grotesco de la situación, comprendió en seguida que Dorset no podía ponerse en mejores manos. ¿Quién sino Selden podía combinar milagrosamente la habilidad para salvar a Bertha con la obligación de hacerlo? La certeza de que se requeriría mucha habilidad hizo que Lily pensara con agradecimiento en la magnitud de la obligación. Confiaba en él para sacar a Bertha del apuro y depositó toda su confianza en el telegrama que le dirigió de camino hacia el muelle.
Hasta ahora, pues, Lily creía haber obrado bien, y esta convicción le daba ánimos para terminar la tarea. Bertha y ella no se habían hecho nunca confidencias, pero en una crisis como aquélla las barreras tendrían que caer; las vagas alusiones de Dorset a la escena de la mañana sugerían a Lily que ya habían caído, y que cualquier intento de reconstruirlas requeriría un esfuerzo excesivo para Bertha. Imaginó a la pobre mujer temblando tras los escombros de sus barricadas y esperando con incertidumbre el momento de refugiarse en el primer asilo que se le ofreciera. ¡Ojalá no hubiera encontrado aún aquel asilo en otra parte! Mientras el bote recorría la corta distancia entre el muelle y el Sabrina, Lily se alarmaba progresivamente de las posibles consecuencias de su largo abandono. ¿Y si la infortunada Bertha, no sabiendo a quién acudir durante las horas de soledad…? Pero ya el pie impaciente de Lily se posaba en la escala del yate y su primer paso en cubierta le demostró que la peor de sus aprensiones era infundada, porque allí, en la placentera sombra de la cubierta de popa, la infortunada Bertha, ataviada con su habitual elegancia discreta, servía sendas tazas de té a la duquesa de Beltshire y a lord Hubert.
La escena la sorprendió tanto, que tuvo la seguridad de que su amiga, por lo menos, captaría en su mirada el porqué, y le desconcertó la inexpresividad de la mirada que recibió por respuesta. Pero un instante después comprendió que la señora Dorset tenía que fingir indiferencia ante los demás, y que ella, a fin de mitigar el efecto del propio asombro, debía aducir alguna razón que lo explicara. El largo hábito de las transiciones rápidas le facilitó la ocurrencia de decirle a la duquesa:
—¡Cómo! ¡Creía que había vuelto al lado de la princesa! —Esta exclamación fue suficiente para la dama a quien iba dirigida, aunque no para lord Hubert.
Por lo menos sirvió de introducción al animado relato de que la duquesa ya volvía, en efecto, al lado de su regia amiga, cuando decidió ir primero al yate para discutir con la señora Dorset la cena del día siguiente, la cena con los Bry, a la cual lord Hubert había insistido finalmente en llevarlas.
—¡Para salvar el pescuezo, ya sabe! —explicó éste, con una mirada que pedía a Lily algún reconocimiento de pronta obediencia; y la duquesa añadió, con su noble candor:
—El señor Bry le ha prometido un soplo y él dice que, si vamos, nos lo pasará a nosotros.
Esto condujo a una serie de bromas en las que, según le pareció a Lily, la señora Dorset participó con asombrosa presencia de ánimo; al final de ellas lord Hubert, ya desde la mitad de la escala, gritó, como calculando el número de asistentes:
—Y contamos también con Dorset, ¿verdad?
—Oh, sí, cuenten con él —afirmó su esposa con voz alegre. Estaba aguantando el tipo hasta el final… pero, cuando ya daba la espalda a la borda, después de agitar la mano por última vez, Lily se dijo para sus adentros que ahora caería la máscara y el miedo haría su aparición.
La señora Dorset se volvió con lentitud; quizá necesitara tiempo para dominar los músculos; el caso fue que los controlaba a la perfección cuando, sentándose de nuevo a la mesa de té, observó a la señorita Bart con un leve matiz de sarcasmo:
—Supongo que debería decir buenos días.
Si era una pista, Lily estaba dispuesta a seguirla, aunque no tenía la menor idea de la respuesta que se esperaba de ella. Era irritante contemplar el aplomo de la señora Dorset y Lily tuvo que esforzarse para responder en tono superficial:
—He intentado verte esta mañana, pero aún no te habías levantado.
—No… me acosté tarde. Después de buscaros en vano en la estación, pensé que debíamos esperaros hasta el último tren. —Hablaba en voz baja, con un levísimo acento de reproche.
—¿Después de buscarnos? ¿Nos esperasteis en la estación? —Ahora Lily estaba demasiado desorientada para medir las palabras de Bertha o vigilar las propias—. ¡Pues yo creía que no llegaste a la estación hasta después de que saliera el último tren!
La señora Dorset la examinó con los párpados entornados y contestó rápidamente con una pregunta:
—¿Quién te ha dicho eso?
—George… Acabo de verle en los jardines.
—¡Ah! ¿Conque ésta es la versión de George? El pobrecillo no se hallaba en condiciones de recordar lo que le dije. Esta mañana ha sufrido uno de sus peores ataques y le he enviado a ver al médico. ¿Sabes si le ha localizado?
Lily, perdida todavía en conjeturas, no respondió nada y la señora Dorset se arrellanó en su asiento con indolencia.
—Esperará hasta que le reciba; estaba muy asustado. Las preocupaciones son muy malas para él; siempre que ocurre algo desagradable, le da un ataque.
Esta vez Lily tuvo la seguridad de que le estaba insinuando algo, pero de un modo tan imprevisto y con un aire de tan increíble naturalidad que sólo pudo balbucir, abrumada por las dudas:
—¿Algo desagradable?
—Sí… como que te tuviera tan a mano a tan altas horas de la noche. ¿Sabes, querida, que constituyes una gran responsabilidad en un lugar tan escandaloso, y de madrugada, además?
Al oír esto —completamente inesperado y de una audacia inconcebible—, Lily no pudo reprimir el tributo de una risa sorprendida.
—¡Vaya… encima de que fuiste tú quien le cargó con esta responsabilidad!
La señora Dorset aceptó esta réplica con un aplomo exquisito.
—¿Por no tener la inteligencia sobrehumana de encontraros entre la multitud de viajeros que subían al tren? ¿O por no haber imaginado que os iríais sin nosotros (tú y él solos), en vez de quedaros tranquilamente en la estación hasta que consiguiéramos dar con vosotros?
Lily se sonrojó; empezaba a darse cuenta de que Bertha perseguía un fin, seguía una pauta previamente marcada pero, ante el inminente escándalo, ¿por qué perdía el tiempo tratando de evitarlo con esfuerzos tan pueriles? Esta puerilidad desarmó la indignación de Lily; ¿acaso no probaba el terror de la pobre criatura?
—No, por no pensar que nos veríamos todos en Niza —respondió.
—¿Vernos? ¡Fuiste tú quien aprovechó la primera oportunidad para irte con la duquesa y sus amigos! ¡Mi querida Lily, no eres una niña a la que hay que llevar de la mano!
—No, ni tampoco a la que hay que reprender, Bertha, si es lo que estás haciendo ahora.
La señora Dorset le sonrió con reproche.
—Reprenderte… ¿yo? ¡Dios me libre! Sólo intentaba darte un consejo amistoso, pero en general es al revés, ¿no? Soy yo quien tiene que recibir los consejos, no darlos; desde luego, no he dejado de recibirlos en estos últimos meses.
—¿Consejos… míos? —repitió Lily.
—Oh, sólo negativos: lo que no se debe ser, ni ver, ni hacer. Y creo que los he aceptado de manera admirable. Pero, si me permites decirlo, querida, no comprendí que uno de mis deberes negativos fuera no avisarte cuando llevabas tu imprudencia demasiado lejos.
Un escalofrío de temor estremeció a Lily, el recuerdo de una traición que era como el destello de un cuchillo en la oscuridad. Sin embargo, la compasión venció al cabo de un momento su repugnancia instintiva. ¿Qué era aquel arrebato de insensata amargura sino el intento de una criatura acosada de nublar el camino a través del cual pretendía huir? A sus labios casi afloraron las palabras: «Pobrecita mía, no te debatas; ven directamente a mí y encontrarás una salida». Pero la insolencia impenetrable de la sonrisa de Bertha las ahogó, y Lily guardó silencio, reaccionando con calma al ataque y absorbiendo hasta la última gota de su falsedad acumulada; después se levantó sin decir nada y bajó a su camarote.