Mientras subía la escalinata del Casino Selden pensó que Montecarlo tenía, más que cualquier otro lugar conocido, el don de acomodarse al humor de cada persona.
El suyo, en aquel momento, le atribuía una acogida festiva y espontánea que, para unos ojos desencantados, bien podría haberse erigido en falso colorido e indiferencia. Una invitación tan sincera —un reconocimiento tan franco de la vena alegre de la naturaleza humana— fue como un bálsamo para un espíritu cansado por un trabajo prolongado y arduo, en un entorno idóneo para la disciplina de los sentidos. Mientras contemplaba la blanca plaza en su marco arquitectónico de exótica coquetería, el estudiado carácter tropical de los jardines y los grupos que paseaban en primer término frente a las montañas color malva, parecidas a un magnífico escenario olvidado durante un rápido cambio de decoración, mientras captaba todo el efecto panorámico de luz y sosiego, sintió una punzada de repulsión por los últimos meses de su vida.
El invierno neoyorquino había ofrecido una interminable perspectiva de días invadidos por la nieve antes de llegar a una primavera de sol tibio y furiosos vendavales en que la fealdad de las cosas ofendía a la vista como irritaban la piel los vientos cargados de arenisca y polvo. Selden, inmerso en su trabajo, se decía a sí mismo que las condiciones externas no significaban nada para un hombre en su estado, y que el frío y la fealdad eran un buen tónico para la sensibilidad embotada. Cuando un caso urgente le reclamó desde el extranjero para consultar con un cliente en París, interrumpió de mala gana la rutina del bufete y hasta ahora, una vez terminado el trabajo profesional, mientras disfrutaba de una semana de descanso en el sur, no empezó a sentir de nuevo los alicientes de ser un espectador, que es el consuelo de quienes se interesan por la vida de un modo objetivo.
¡Las múltiples seducciones, la perpetua sorpresa de los contrastes y las semejanzas! Todos los trucos y giros del espectáculo le cautivaron de improviso según bajaba la escalinata y se detenía en la acera. Hacía siete años que no viajaba al extranjero, ¡y cuán numerosos eran los cambios producidos por este nuevo contacto! Aunque la esencia de su ser fuera inamovible, muy pocas partículas de superficie seguían siendo las mismas y este preciso lugar era el más indicado para completar la renovación. Lo sublime, lo perpetuo podría haberle dejado intacto, pero esta tienda levantada para el goce de un día representaba un techo de olvido entre él y su firmamento fijo.
Mediaba el mes de abril y se presentía que el ambiente festivo había alcanzado su punto culminante, y que los grupos ociosos de la plaza y los jardines no tardarían en dispersarse para reunirse en otros escenarios. Mientras tanto, los últimos momentos del espectáculo parecían adquirir una brillantez inusitada ante la inminente amenaza del telón. La calidad del aire, la exuberancia de las flores, la intensidad azulada del cielo y el mar producían el efecto de un tableau final, cuando todas las luces se apagan al unísono. Reforzaba esta impresión el hecho de que un numeroso grupo de personas avanzara hacia el centro del decorado y se detuviera frente a Selden en la actitud de los actores principales reunidos por las exigencias del efecto final. Su aparición confirmó la sensación de que el espectáculo había sido escenificado sin tener en cuenta los gastos e incrementó el parecido con una de aquellas obras históricas en que los protagonistas desfilan entre las pasiones sin rozar un cortinaje. Las damas observaban actitudes aisladas previstas para realzar sus efectos y los hombres las rodeaban con la misma falta de relevancia que los héroes teatrales cuyos sastres son mencionados en el programa. Fue Selden quien de modo involuntario fusionó el grupo al llamar la atención de uno de sus miembros.
—¡Pero si es el señor Selden! —exclamó, sorprendida, la señora Fisher, que añadió, señalando con un ademán a la señora de Jack Stepney y a la esposa de Wellington Bry—: Estamos muertas de hambre porque no sabemos dónde almorzar.
Acogido por el grupo y hecho partícipe de sus problemas, Selden se enteró, divertido, de que había varios lugares donde uno debía almorzar si no quería perderse algo, o viceversa, de modo que el tema gastronómico era una consideración menor en el preciso lugar consagrado a sus ritos.
—Ya sabemos que La Terrasse es donde se come mejor, pero entonces parece que no se tiene otro motivo para estar allí: los americanos que no conocen a nadie van siempre directos a la mejor cocina. Y últimamente la duquesa de Beltshire patrocina al Bécassin —resumió la señora Bry con acento grave.
Para desesperación de la señora Fisher, la señora Bry no había pasado de la fase de sopesar sus alternativas sociales en público. Le resultaba imposible adquirir el aire de hacer las cosas porque le gustaban, y de infundirles con su elección una calidad superlativa.
El señor Bry, un hombre bajo y pálido, con expresión de hombre de negocios en traje deportivo, saludó el dilema con hilaridad.
—Supongo que la duquesa va al sitio más barato, a menos que le paguen la comida. Si le ofrecierais una invitación a La Terrasse, se presentaría sin pérdida de tiempo.
Pero la esposa de Jack Stepney intervino.
—Los grandes duques van a ese lugar pequeño del Condamine. Lord Hubert dice que es el único restaurante europeo donde saben cocer los guisantes.
Lord Hubert Dacey, un hombre esbelto, de aspecto descuidado, sonrisa fija pero encantadora, y aire de haber pasado sus mejores años guiando a los ricos al mejor restaurante, asintió con suave énfasis:
—En efecto, así es.
—¿Guisantes? —repitió con desdén el señor Bry—. ¿Saben guisar tortugas marinas? ¡Esto es una prueba —continuó— de lo que son estos mercados europeos, donde un individuo puede hacerse famoso cociendo guisantes!
Jack Stepney interrumpió con autoridad:
—No estoy del todo de acuerdo con Dacey: hay un pequeño antro en París, junto al Quai Voltaire… En cualquier caso, no puedo recomendar el gargote del Condamine; al menos, no en compañía de damas.
Desde su boda, Stepney había engordado y se había vuelto mojigato, como solían hacer los maridos Van Osburgh; en cambio su esposa, ante su sorpresa y desagrado, había adquirido un paso rápido y trepidante que le obligaba a seguirla casi sin aliento.
—¡Entonces iremos a éste! —declaró esta última, sacudiendo con fuerza sus cabellos—. Estoy harta de La Terrasse; es tan aburrido como las cenas de mamá. Y lord Hubert ha prometido decirnos quiénes son todas las horribles personas que comen allí, ¿verdad, Carry? ¡Vamos, Jack, no pongas esa cara tan solemne!
—Bueno —observó la señora Bry—, a mí sólo me interesan los nombres de sus modistos.
—No me cabe duda de que Dacey también podrá decírselos —observó Stepney con una intención irónica que el otro recibió con un susurro: «Por lo menos, puedo averiguarlo, mi querido muchacho»; y, como la señora Bry declaró que no podía dar un paso más, el grupo llamó a dos o tres de los ligeros faetones que esperaban atentos en los límites de los jardines y el cortejo se dirigió al Condamine.
Su destino era uno de los pequeños restaurantes colgados sobre el bulevar que se precipita en picado desde Montecarlo al barrio intermedio que discurre paralelo al muelle. Al través de la ventanilla del carruaje donde se instalaron podían ver el azul intenso de la curva del puerto, enmarcado por el verdor de dos promontorios gemelos: a la derecha, la colina de Mónaco, coronada por la silueta medieval de su iglesia y su castillo, y a la izquierda los pináculos y terrazas del casino. Entre los dos, las aguas de la bahía eran surcadas por ligeras embarcaciones de recreo a través de las cuales, justo en el momento culminante del almuerzo, el avance majestuoso de un gran yate de vapor llamó la atención del grupo, desviándola de los guisantes.
—¡Juraría que son los Dorset! —exclamó Stepney y lord Hubert, dejando caer su monóculo, corroboró:
—En efecto, es el Sabrina.
—¿Tan pronto? Querían pasar un mes en Sicilia —observó la señora Fisher.
—Me parece que deben tener la impresión de haberlo pasado; sólo hay un hotel moderno en toda la isla —comentó el señor Bry en tono despreciativo.
—Fue idea de Ned Silverton… pero el pobre Dorset y Lily Bart se habrán muerto de aburrimiento —añadió la señora Fisher, dirigiéndose a Selden en voz baja—: Espero que no haya habido ninguna pelea.
—Es magnífico tener de nuevo entre nosotros a la señorita Bart —dijo lord Hubert con su voz meliflua y afectada, y la señora Bry añadió ingenuamente:
—Supongo que la duquesa cenará con nosotros, ahora que Lily ha vuelto.
—La duquesa siente una inmensa admiración por ella; estoy seguro de que lo hará encantada —asintió lord Hubert con la rapidez profesional del hombre acostumbrado a facilitar contactos sociales con fines lucrativos; el cambio operado en su actitud llamó la atención de Selden.
—Lily ha tenido un éxito sensacional aquí —continuó la señora Fisher, dirigiéndose a Selden en tono confidencial—. Parece diez años más joven; nunca la había visto tan guapa. Lady Skiddaw la paseó por Cannes y la princesa heredera de Macedonia la invitó a pasar una semana en Cimiez. Dicen que tal fue el motivo de que Bertha se llevase el yate a Sicilia; la princesa heredera no le hacía mucho caso y le resultaba insoportable contemplar el triunfo de Lily.
Selden no contestó. Tenía una vaga idea de que la señorita Bart se encontraba de crucero por el Mediterráneo con los Dorset, pero no se le había ocurrido la posibilidad de verla en la Riviera, donde la temporada tocaba virtualmente a su fin. Se recostó y contempló en silencio la filigrana de su taza de café turco, intentando ordenar sus pensamientos y analizar hasta qué punto le afectaba la noticia de la proximidad de Lily. Incluso en momentos de elevada tensión emocional, era capaz de aislarse de sí mismo lo suficiente para obtener una idea clara de sus sentimientos y le sorprendió el trastorno que le produjo la vista del Sabrina. Pensaba que tres meses de absorbente trabajo profesional, después del duro golpe que representó la desilusión sufrida, habían bastado para disipar de su cabeza todos los vapores sentimentales. Su sentimiento predominante —el que había procurado cultivar— era de gratitud por haber escapado, como un viajero tan contento de haberse salvado de un accidente peligroso que al principio apenas se percata de sus magulladuras. Ahora sintió de improviso el dolor latente, y comprendió que no había salido indemne del lance.
Una hora después, paseando con la señora Fisher por los jardines del Casino, intentó hallar nuevas razones para olvidar el daño recibido en la contemplación del peligro que había logrado evitar. El grupo se había disuelto con la lenta indecisión característica de los movimientos sociales en Montecarlo, donde todo, incluyendo las largas horas doradas del día, parece ofrecer un sinfín de maneras para practicar el ocio. Lord Hubert Dacey acabó yendo en busca de la duquesa de Beltshire, encargado por la señora Bry de la delicada negociación de conseguir la presencia de dicha dama en la cena, los Stepney se habían marchado a Niza en su automóvil y el señor Bry se había apresurado a acudir al concurso de tiro de pichón, al que en aquellos momentos estaba dedicando sus mejores facultades.
La señora Bry, propensa al rubor y los estertores después del almuerzo, había sido convencida juiciosamente por Carry Fisher de que se retirase al hotel a descansar una hora, de ahí que Selden y su compañera quedaran solos en un paseo propicio a las confidencias. El paseo se convirtió pronto en una tranquila sesión en un banco sombreado por rosales y rododendros, desde el que vislumbraban un refulgente mar azul entre balaustradas de mármol y los tallos de encendidas flores de cactus que surgían de la roca como meteoros. La suave sombra del nicho y el centelleo del aire inspiraban un estado de ánimo descansado y ocioso que invitaba a fumar muchos cigarrillos, y Selden, cediendo a estas influencias, permitió a la señora Fisher que le relatara la historia de sus experiencias más recientes. Se había marchado al extranjero con Welly Bry y esposa en el momento en que la alta sociedad huye de la inclemencia de la primavera neoyorquina. Los Bry, embriagados por su primer éxito, ya estaban ávidos de nuevos reinos y la señora Fisher, considerando la Costa Azul una fácil introducción a la sociedad londinense, les había guiado hasta allí. Tenía afiliaciones en todas las capitales y una gran facilidad para reanudar el contacto después de largas ausencias, y el rumor cuidadosamente difundido de la riqueza de los Bry había reunido sin tardanza a su alrededor a un cosmopolita grupo de ociosos con ganas de placeres.
—Pero las cosas no van tan bien como esperaba —admitió con franqueza la señora Fisher—. Es fácil decir que todas las personas ricas pueden introducirse en sociedad, pero sería más cierto decir casi todas. El mercado londinense está tan saturado de nuevos ricos americanos que para triunfar en él habría que ser muy inteligente o muy extravagante, y los Bry no son ni una cosa ni otra. Él se desenvolvería bastante bien si ella le dejara en paz; su acento, sus fanfarronadas y sus planchas caen bastante en gracia. Pero Louisa lo estropea todo intentando frenarle y arrebatarle el protagonismo. Si supiera ser natural (gorda, vulgar y estridente), todo iría bien; pero, en cuanto conoce a alguien elegante, trata de ser esbelta y majestuosa. Lo intentó con la duquesa de Beltshire y con lady Skiddaw, y las ahuyentó. He hecho lo imposible para viera su error, le he dicho una y otra vez: «Procura ser tú misma, Louisa, pero no renuncia a su comedia ni siquiera conmigo… Creo que no abandona el papel de reina ni en su propio dormitorio, con la puerta cerrada.
»Lo peor —prosiguió— es que se imagina que todo es culpa mía. Cuando los Dorset aparecieron aquí hace seis semanas y todo el mundo empezó a rodear a Lily Bart, me di cuenta de que Louisa pensaba que, si se hubiera dejado conducir por Lily en vez de por mí, ya tendría a sus pies a todos los miembros de la realeza. No comprende que es la belleza de Lily la causa de todo: lord Hubert me ha dicho que está aún más bella que cuando la conoció en Aix hace diez años. Al parecer, entonces armó un auténtico revuelo: hubo un príncipe italiano, rico y con un título de verdad, que quiso casarse con ella, pero justo en el momento crítico apareció un hijastro guapo y Lily fue lo bastante necia para coquetear con él mientras se redactaba el contrato matrimonial para la boda con el padrastro. No faltó quien dijo que el muchacho lo hizo a propósito. Puede imaginarse el escándalo: los dos hombres se enemistaron y la gente empezó a mirar a Lily de un modo tan raro, que la señora Peniston tuvo que hacer el equipaje y terminar su cura en otro lugar, aunque nunca comprendió por qué y sigue pensando que Aix no le sentó bien y sigue diciendo que su estancia es la prueba de la incompetencia de los médicos franceses. Esto es típico de Lily: trabaja como una esclava para preparar el terreno y sembrar la semilla, y el día en que tendría que recoger la cosecha se duerme o va a merendar al campo.
La señora Fisher hizo una pausa y miró pensativamente la profunda reverberación del mar entre las flores de cactus.
—A veces pienso —añadió— que es sólo veleidad… pero otras sospecho que en el fondo siente desprecio por el objeto de sus aspiraciones. Es la dificultad en decidirse lo que la hace tan interesante. —Dirigió una mirada inquisitiva al perfil inmóvil de Selden y continuó con un leve suspiro—: En fin, lo único que puedo decir es que no me vendrían mal algunas de sus oportunidades despreciadas. Ahora, por ejemplo, me gustaría estar en su lugar. Ella podría sacar mucho provecho de los Bry, si los manejara como es debido, y yo sabría cómo cuidar de George Dorset mientras Bertha lee a Verlaine con Neddy Silverton.
Acogió el murmullo de protesta de Selden con una mirada burlona.
—¿De qué sirve andarse con rodeos? Todos sabemos que ésa es la razón de que Bertha la haya traído hasta aquí. Cuando Bertha quiere divertirse, necesita buscar una ocupación para George. Al principio pensé que Lily iba a jugar bien sus cartas esta vez, pero corren rumores de que Bertha está celosa de su éxito aquí y en Cannes y no me sorprendería que acabaran peleándose. Por suerte para Lily, Bertha la necesita mucho: mejor dicho, muchísimo. El asunto con Silverton está en su apogeo; hay que tener distraído a George de forma casi continua y me atrevería a decir que Lily lo consigue; creo que él se casaría con ella mañana mismo si descubriera a Bertha con las manos en la masa. Pero ya le conoce usted: es tan ciego como celoso y, naturalmente, la misión actual de Lily es fomentar su ceguera. Una mujer inteligente sabría cuándo es el momento ideal para arrancar la venda, pero Lily no es inteligente en este sentido y, cuando George abra los ojos, es probable que ella se las ingenie para no estar en su punto de mira.
Selden tiró el cigarrillo.
—¡Vaya! Tengo el tiempo justo para tomar el tren —exclamó, con una ojeada a su reloj y añadió en respuesta al sorprendido comentario de la señora Fisher: «¡Cómo, creía que estaba en Monte!», unas palabras al efecto de que se hospedaba en Niza.
—Y lo peor es que ahora desaíra a los Bry —fue la irrelevante coletilla que Selden oyó al alejarse.
Diez minutos después, en el dormitorio de un hotel que dominaba el Casino, echaba toda su ropa y demás pertenencias a un par de maletas grandes mientras el portero esperaba fuera para transportarlas al coche parado delante de la puerta. Sólo tuvo que bajar un corto tramo de la blanca y empinada carretera para llegar a la estación y subir sin ser visto al expreso vespertino de Niza; y hasta que se hubo instalado en un rincón de un compartimiento vacío no exclamó para sus adentros, con una reacción llena de desprecio por sí mismo: «¿De qué diablos estoy huyendo?».
La pertinencia de la pregunta frenó su impulso fugitivo antes de que el tren se pusiera en marcha. Era ridículo huir como un cobarde emocional de un capricho que ya había sido vencido por la razón. Había dado instrucciones a sus banqueros de que le remitieran a Niza varias importantes cartas de negocios y en Niza las esperaría tranquilamente. Ya estaba arrepentido de haberse ido de Montecarlo, donde pensaba pasar la semana que le quedaba antes de zarpar, pero ahora sería difícil volver sobre sus pasos sin caer en una incongruencia que repugnaba a su orgullo. En el fondo no lamentaba haber eliminado la posibilidad de encontrarse con la señorita Bart. Por muy firme que fuera su decisión de renunciar a ella, aún no era capaz de considerarla una simple conocida y, si la contemplaba de un modo más personal, no era probable que resultase un objeto de estudio muy tranquilizador. Encuentros casuales o incluso la reiterada mención de su nombre conducirían sus pensamientos a recovecos de los que había procurado apartarlos; en cambio, si podía excluirla enteramente de su vida, el ímpetu de nuevas y variadas impresiones, sin relación alguna con ella, vendría a completar el trabajo hecho por la separación. En realidad, el monólogo de la señora Fisher había servido para este fin, pero el tratamiento era demasiado doloroso para elegirlo voluntariamente mientras existieran remedios más suaves aún no experimentados, y Selden pensó que podía confiar en recuperar poco a poco una opinión razonable de la señorita Bart si conseguía estar un tiempo sin verla.
Como había llegado muy pronto a la estación, alcanzó este punto de sus reflexiones antes de que la creciente marea del andén le revelara que no podría conservar su intimidad; un momento después una mano abrió la puerta y, al volverse, vio ante él el mismo rostro del que estaba huyendo.
La señorita Bart, arrebolada por la prisa de un precipitado abordaje del tren, encabezaba un grupo compuesto de los Dorset, el joven Silverton y lord Hubert Dacey, que apenas tuvo tiempo de saltar al compartimiento y envolver a Selden en exclamaciones de sorpresa y bienvenida antes de que sonara el silbato. Por lo visto el grupo se dirigía a Niza en respuesta a una súbita invitación a cenar de la duquesa de Beltshire con objeto de presenciar la fiesta acuática de la bahía; un plan a todas luces improvisado —a pesar de las protestas de lord Hubert: «¡Oh!, bueno, ya saben»— con el único fin de frustrar el empeño de la señora Bry por capturar a la duquesa.
Durante el jocoso relato de esta maniobra, Selden tuvo tiempo de captar una rápida impresión de la señorita Bart, que se había sentado frente a él a la dorada luz de la tarde. Habían transcurrido apenas tres meses desde que se separara de ella en el umbral del invernadero de los Bry, pero en la calidad de su belleza se había operado un cambio sutil. Entonces tenía una transparencia a través de la cual las fluctuaciones del espíritu eran a veces trágicamente visibles; ahora su superficie impenetrable sugería un proceso de cristalización que había fundido todo su ser en una sustancia dura y brillante. El cambio le había parecido a la señora Fisher un rejuvenecimiento; Selden creyó ver en él aquel momento de pausa e inmovilidad en que la cálida fluidez de la juventud se congela en su forma definitiva.
Lo percibió en su modo de sonreírle y en la prontitud y habilidad con que, al irrumpir inesperadamente en su presencia, volvió a tomar el hilo de sus relaciones como si este hilo no se hubiera roto con una violencia de la que él aún continuaba aturdido. Aquella facilidad le repugnó, pero se dijo que era el sentimiento que precedía a la recuperación. Ahora se restablecería totalmente, expulsaría de su sangre la última gota de veneno. Ya se sentía más tranquilo en su presencia que cuando pensaba en ella de modo involuntario. Sus suposiciones y omisiones, sus circunloquios y rodeos, la habilidad con que lograba hablar con él sin evocar ningún punto inconveniente del pasado sugerían el gran número de oportunidades que había tenido para practicar tales artes desde su último encuentro. Selden presintió que Lily había conseguido por fin reconciliarse consigo misma: había hecho un pacto con sus impulsos rebeldes y logrado un sistema uniforme de autogobierno bajo el cual todas las tendencias erráticas estaban prisioneras o trabajaban por la fuerza al servicio del Estado.
Vio también otras cosas en su actitud: cómo se había ajustado a los laberintos ocultos de una situación en la que él, incluso después de las confidencias reveladoras de la señora Fisher, aún se encontraba incómodo. ¡Seguramente la señora Fisher ya no podía acusar a la señorita Bart de desaprovechar sus oportunidades! Por el contrario, ante la exasperada inspección de Selden, parecía demasiado consciente de ellas. Era «perfecta» con todo el mundo: dócil bajo el ansioso predominio de Bertha, risueña y atenta a los estados de ánimo de Dorset, ocurrente y amena con Silverton y Dacey; este último la trataba con manifiesta admiración, mientras el joven Silverton, portentosamente ensimismado, parecía considerarla de un modo vago una obstrucción en su camino. Y de repente, mientras Selden observaba los sutiles matices de Lily para armonizar con su entorno, se le ocurrió que, si requería la situación debía de ser realmente desesperada. Lily se hallaba al borde de algo: tal fue su impresión final. Tenía la sensación de verla suspendida al borde de un precipicio, con un delicado pie en el vacío que manifestaba su inconsciencia de que la tierra cedería al siguiente paso.
En la Promenade des Anglais, donde Ned Silverton se le pegó como una lapa durante la media hora anterior a la cena, Selden recibió una impresión más profunda de la inseguridad general. El estado de ánimo de Silverton era de un pesimismo titánico. ¿Cómo podía ir a parar alguien a un agujero maldito como la Riviera —alguien con una brizna de imaginación— cuando tenía todo el Mediterráneo para escoger? Pero, claro, ¡si su valoración de un lugar dependía de cómo asaban un pollo tomatero! ¡Por Dios, qué estudio podía hacerse de la tiranía del estómago! Por lo visto, un trastorno hepático o una insuficiencia de jugos gástricos podía afectar todo el curso del universo y condicionar todo cuanto estaba al alcance; la dispepsia crónica debería figurar entre las «causas estatutarias»; la vida de una mujer podía ser destrozada por la incapacidad del marido de ingerir el pan recién hecho. ¿Grotesco? Sí, y trágico, como la mayoría de las cosas absurdas. No hay nada más espantoso que la tragedia oculta tras una máscara cómica… ¿Dónde estaba? Ah, sí… El motivo por el cual habían abandonado Sicilia y regresado con tanta precipitación. En parte, sin duda, por el deseo de la señorita Bart de volver al bridge y a las reuniones elegantes. Insensible como una piedra al arte y la poesía: ¡para ella no existía la luz, ni en la tierra ni en el mar! Y, claro, había convencido a Dorset de que la comida italiana era perjudicial para él. Podía hacerle creer cualquier cosa… ¡lo que fuera! La señora Dorset lo sabía, y a la perfección, además; no había nada que escapara a su perspicacia. Pero sabía callar —tenía que hacerlo a menudo, la señorita Bart era una amiga íntima—, y no quería decir una sola palabra en contra de ella. Pero su orgullo de mujer… Hay cosas a las que uno no puede acostumbrarse… Todo aquello era confidencial, claro… Ah, las damas ya hacían señales desde el balcón del hotel… Cruzó de un salto la Promenade, dejando a Selden muy meditativo con su cigarro.
Sus conclusiones fueron corroboradas, unas horas más tarde, por una serie de esos detalles que a veces generan luz propia en la penumbra de un espíritu indeciso. Selden había tropezado con un conocido, cenado con él y paseado después, aún en su compañía, por la bien iluminada Promenade, donde una hilera de abarrotadas tribunas dominaba la rutilante oscuridad de las aguas. La noche era suave y persuasiva. Una lluvia de cohetes surcaba el cielo estival y una luna tardía asomaba en el este tras la elevada curva de la costa, proyectando a través de la bahía un rayo de luz brillante que palidecía bajo el resplandor rojizo de los barcos iluminados. En la Promenade engalanada con linternas flotaban pasajes de música de banda sobre el rumor de la muchedumbre y el suave murmullo de ramas en los oscuros jardines, y entre éstos y la parte posterior de las tribunas fluía una corriente humana cuyo vociferante espíritu de carnaval era apaciguado por la creciente languidez de la estación.
Selden y su compañero, al no poder conseguir asientos en una de las tribunas que miraban hacia la bahía, pasearon un rato entre el gentío y al final encontraron una buena atalaya en un alto parapeto ajardinado que dominaba la Promenade. Desde allí sólo gozaban de una vista triangular del agua y del centelleante ir y venir de los barcos sobre su superficie, pero la multitud de la calle estaba justo debajo de ellos y Selden pensó que en general era más interesante que el mismo espectáculo. Al cabo de un rato, sin embargo, se cansó de su almena y, después de saltar solo a la acera, se abrió paso hasta la primera esquina y enfiló una calle transversal iluminada y silenciosa. Largos muros de jardín sombreados por árboles bordeaban las aceras, imponiéndoles su oscuro límite; un coche vacío avanzaba por la desierta calle y al cabo de unos momentos vio a dos personas surgir de las sombras de enfrente, hacer una señal al cochero y alejarse en el vehículo hacia el centro de la ciudad. La luz de la luna los iluminó cuando subían al coche y Selden reconoció a la señora Dorset y al joven Silverton.
Miró el reloj bajo el farol más cercano y vio que eran casi las once. Tomó otra calle lateral y, evitando a la multitud de la Promenade, se dirigió al elegante club desde el que se domina la avenida. Allí, entre el resplandor de las atestadas mesas de bacará, vio a lord Hubert Dacey, con su habitual sonrisa cansina, tras un montón de oro que decrecía rápidamente. Una vez desaparecido el montón, se levantó, encogiéndose de hombros y, después de saludar a Selden, salió con él a la desierta terraza del club. Ya era más de medianoche y la muchedumbre de las tribunas se estaba dispersando, mientras las largas hileras de barcos iluminados se esparcían y difuminaban bajo un cielo recuperado por el tranquilo esplendor de la luna.
Lord Hubert miró su reloj.
—Vaya por Dios, prometí cenar con la duquesa en el London House, pero ya han dado las doce y todos habrán desaparecido. El caso es que los perdí entre el gentío poco después de la comida y me refugié aquí, para desgracia mía. Tenían asientos en una de las tribunas pero, claro, fueron incapaces de estarse quietos; la duquesa no puede parar, así que se fue con la señorita Bart en busca de lo que ellas llaman aventura… ¡Por Júpiter que no será culpa suya si no encuentran alguna un poco extravagante! —Y añadió, después de interrumpirse para buscar un cigarrillo—: Creo que la señorita Bart es una vieja amiga suya, ¿verdad? Eso me dijo ella… ¡Ah, gracias! Por lo visto, no me queda ninguno. —Encendió el cigarrillo que le ofreció Selden y continuó con su voz aguda y lánguida—: No es asunto mío, desde luego, pero no la he presentado a la duquesa. Ésta es una mujer encantadora, no cabe duda, y muy buena amiga mía, pero de una educación bastante liberal. —Selden oyó esto en silencio y lord Hubert, después de aspirar humo varias veces, prosiguió—: Algo que no se puede comunicar a la joven… aunque las jóvenes de hoy en día son muy competentes para juzgar por sí mismas; sin embargo, en este caso… Yo también soy un viejo amigo, ¿sabe?, y al parecer no puedo decírselo a nadie más. Toda la situación es un poco confusa, a mi entender… pero creo que había una tía en alguna parte, una persona despistada e inocente que era fantástica para salvar situaciones comprometidas… ¡Ah! ¿Está en Nueva York? ¡Lástima que Nueva York esté tan lejos!