Capítulo XV

Cuando Lily se despertó, estaba sola en la cama y la luz invernal llenaba la habitación.

Se incorporó, perpleja ante la extrañeza de su entorno; después recobró la memoria y miró a su alrededor con un estremecimiento. Bajo el frío rayo de luz refractada por la pared lateral del edificio contiguo, vio su vestido de noche y su capa de la ópera en un desordenado montón encima de una silla. Las galas arrugadas ofrecen un aspecto tan poco apetitoso como los restos de un banquete, y a Lily se le ocurrió pensar que en casa de su tía la vigilancia de la doncella le había ahorrado siempre la visión de cosas tan incongruentes. El cuerpo le dolía de cansancio por la incómoda posición en la cama de Gerty. En toda la duración de su inquieto sueño había sido consciente de no tener espacio suficiente para moverse, y el largo esfuerzo para permanecer inmóvil le daba la sensación de haber pasado la noche en un tren.

Este sentido de incomodidad física fue el primero en afirmarse; después, percibió una correspondiente postración mental, una languidez horrorizada más insufrible que la primera oleada de repugnancia. La idea de tener que despertarse todas las mañanas con este peso en el corazón infundió cierta actividad a su pensamiento fatigado. Debía encontrar algún modo de salir del pantano en que había caído; más que la compunción, fue el temor a sus ideas matutinas lo que la convenció de la necesidad de actuar. Sin embargo, estaba rendida de cansancio; pensar con coherencia suponía un arduo trabajo. Volvió a echarse, mirando el diminuto dormitorio con renovada aversión física. El aire exterior, comprimido entre edificios altos, no dejaba entrar frescor por la ventana abierta; el vapor de una tetera empezaba a silbar sobre un gastado fogón de espiral y por la rendija de la puerta olía a comida.

La puerta se abrió y Gerty, vestida y con sombrero, entró con una taza de té. Su rostro se veía amarillento e hinchado a la exigua luz y su cabello de color apagado se difuminaba imperceptiblemente entre los tonos de la tez.

Miró de soslayo a Lily y le preguntó con voz turbada cómo se sentía; Lily contestó con la misma reserva y se sentó para tomar el té.

—Debía de estar muy fatigada anoche; creo que tuve un ataque de nervios en el coche —explicó, mientras la bebida despejaba sus pensamientos confusos.

—No estabas bien; me alegro mucho de que vinieras —respondió Gerty.

—Pero ¿cómo iré a casa? ¿Y tía Julia…?

—Lo sabe; he telefoneado temprano y tu doncella te ha traído algunas cosas. Pero ¿no quieres comer algo? He hecho huevos revueltos.

Lily no podía comer, pero el té le dio fuerzas para levantarse y vestirse bajo la inquisitiva mirada de su doncella. Fue un alivio que Gerty tuviera que marcharse a toda prisa; se besaron en silencio, pero sin trazas de la emoción de la víspera.

Encontró a la señora Peniston en un estado de gran agitación. Había enviado a buscar a Grace Stepney y tomaba digital. Lily arrostró el temporal de preguntas lo mejor que pudo, explicando que había sufrido un desmayo al volver de casa de Carry Fisher y, por temor de que le faltaran fuerzas para llegar a casa de su tía, había ido a la de la señorita Farish, pero que tras una noche de descanso se sentía restablecida y no necesitaba al médico.

Esto fue un consuelo para la señora Peniston, que así pudo dedicarse por entero a sus propios síntomas, después de aconsejar a su sobrina que fuera a echarse un rato, su panacea para todos los trastornos tanto físicos como morales. En la soledad de su habitación, Lily afrontó una seria contemplación de los hechos. Su opinión de ellos, a la luz del día, difería necesariamente de la confusa visión de la noche. Las Furias aladas eran ahora chismosas inoportunas que se visitaban a la hora del té. Pero sus temores parecían aún más temibles, despojados de su vaguedad y, además, era preciso actuar, no divagar. Por primera vez se obligó a sí misma a calcular la cantidad exacta de su deuda con Trenor y el resultado de tan odioso cómputo fue el descubrimiento de que, en total, había recibido de él nueve mil dólares. El fútil pretexto aducido para darlos y recibirlos se desintegró en una llamarada de vergüenza: sabía que no era suyo ni un solo centavo de aquella cantidad, y que para recuperar el amor propio tenía que devolverla íntegra. La imposibilidad de aliviar así sus escandalizados sentimientos se tradujo en una paralizante sensación de insignificancia. Empezaba a comprender por primera vez que la dignidad de una mujer puede costar más de mantener que la altivez de su porte, y el hecho de que la conservación de un atributo moral dependiera de dólares y centavos daba al mundo un aspecto más sórdido del que jamás le hubiera atribuido.

Después de almorzar, cuando los ojos penetrantes de Grace Stepney ya no estaban para espiarla, Lily expresó el deseo de hablar con su tía. Las dos mujeres subieron al saloncito, donde la señora Peniston tomó asiento en su poltrona de satén negro adornada con botones amarillos, junto a una mesita con reborde sobre la que había una caja de bronce con una miniatura de Beatrice Cenci grabada en la tapa. Lily sentía hacia estos objetos la misma aversión que la del reo por el mobiliario de la sala del tribunal. Era aquí donde su tía recibía sus raras confidencias, y Lily asociaba los risueños ojos rosados de Beatrice, que iba tocada con un turbante, con la desaparición gradual de la sonrisa en los labios de la señora Peniston. El terror que las escenas inspiraban a esta última le otorgaba una inexorabilidad que la mayor firmeza de carácter habría sido incapaz de alcanzar, ya que era independiente de toda consideración del bien o del mal, y Lily, que lo sabía, casi nunca se arriesgaba a provocarla. Jamás se había sentido menos tentada de hacerlo que en la ocasión presente, pero había buscado otro medio de evitar una situación intolerable y había sido en vano.

La señora Peniston la miró con expresión crítica.

—Tienes mal color, Lily; este incesante ir y venir empieza a dejar huellas en tu cara —observó.

La señorita Bart vio la ocasión de ir al grano.

—No creo que sea esto, tía Julia. Tengo problemas —contestó.

—Ah —murmuró la señora Peniston, cerrando los labios como quien cierra una bolsa ante un mendigo.

—Lamento importunarte con ellos —prosiguió Lily—, pero estoy convencida de que en parte el desmayo fue causado por la ansiedad…

—Yo creía que toda la culpa era de la cocinera de Carry Fisher. Es la misma que tenía María Melson en 1891 (la primavera del año que fuimos a Aix) y recuerdo haber cenado en su casa dos días antes de embarcar y haber tenido la seguridad de que no había fregado los cacharros.

—Creo que no comí mucho; no puedo comer ni dormir. —Lily se interrumpió y en seguida continuó bruscamente—: La verdad, tía Julia, es que he contraído algunas deudas.

El semblante de la señora Peniston se nubló de modo muy perceptible, pero no expresó el asombro que su sobrina había anticipado. Guardó silencio y ésta se vio obligada a continuar:

—He sido imprudente…

—Sin duda: imprudente en extremo —convino la señora Peniston—. No comprendo cómo una persona con una renta y ningún gasto, por no hablar de los espléndidos regalos que siempre te he hecho…

—Oh, has sido muy generosa, tía Julia; nunca olvidaré tu bondad. Pero tal vez no tienes una idea justa de los gastos que tenemos que afrontar las mujeres hoy en día…

—Sé que tus gastos se reducen a comprarte ropa y billetes de tren. Me gusta que vayas bien vestida, pero te pagué la factura de Céleste en octubre pasado.

Lily titubeó; la implacable memoria de su tía no había sido nunca tan inoportuna.

—Has sido muy buena, pero desde entonces he tenido que comprar otras cosas…

—¿Qué cosas? ¿Vestidos? ¿Cuánto has pagado? Déjame ver la factura… Juraría que esa mujer te estafa.

—Oh, no, no lo creo; los vestidos se han encarecido muchísimo y se necesitan de tantas clases cuando se va de visita al campo… Equipos para jugar a golf, para patinar, trajes de noche…

—Déjame ver la factura —repitió la señora Peniston.

De nuevo, Lily titubeó. En primer lugar, madame Céleste aún no le había mandado la cuenta y, en segundo, la cantidad era sólo una fracción de la suma indispensable.

—Aún no me ha enviado la de la ropa de invierno, pero sé que se trata de bastante dinero y, además, hay otras cosas; he sido insensata e imprudente… Me asusta pensar en lo que debo…

Levantó el rostro bello y consternado con la vana esperanza de que una visión tan conmovedora para el otro sexo no careciera de atractivo para el suyo propio, pero el efecto que consiguió fue un gesto de rechazo.

—La verdad, Lily, eres demasiado mayor para no solucionar tus propios asuntos y después de darme un susto de muerte anoche con tus aspavientos; habrías podido elegir un momento mejor para inquietarme con semejantes problemas. —La señora Peniston echó una ojeada al reloj y se tragó un comprimido de digital—. Si le debes a Céleste mil dólares más, puedes decirle que me mande la factura —añadió, como decidida a terminar la discusión a toda costa.

—Lo siento mucho, tía Julia, detesto molestarte en un mal momento, pero lo cierto es que no tengo otra opción… Debería haberte hablado antes… Mi deuda asciende a mucho más de mil dólares.

—¿Mucho más? ¿Debes dos mil? ¡Entonces te ha robado!

—Ya te he dicho que no sólo era Céleste. Yo… hay otras deudas… más urgentes… que debo saldar.

—¿Qué diablos has comprado? ¿Joyas? Estás loca —increpó con aspereza la señora Peniston—. El caso es que, si has contraído deudas, tendrás que sufrir las consecuencias y apartar tu renta mensual hasta que lo hayas pagado todo. Si te quedas aquí quieta hasta la primavera próxima, en lugar de pasearte por todo el país, no tendrás ningún gasto y dentro de cuatro o cinco meses habrás saldado todas las cuentas. Yo te pagaré la de la modista.

Lily volvió a guardar silencio. Sabía que no podría arrancar ni mil dólares a la señora Peniston pretextando el simple pago de la factura de Céleste; su tía exigiría ver la factura para repasarla y no le daría el talón a ella, sino que lo enviaría a la modista. ¡Y lo peor era que tenía que conseguir el dinero antes de que terminara el día!

—Las deudas de que te hablo son… diferentes… No son cuentas de ningún proveedor —empezó vagamente y la mirada de la señora Peniston le dio tanto miedo que casi no se atrevió a continuar. ¿Sería posible que sospechara algo? Esta idea precipitó la confesión—: El hecho es que he jugado mucho a las cartas… al bridge; tanto las mujeres casadas como solteras lo hacen… Se las invita a hacerlo. A veces he ganado… incluso mucho dinero… pero últimamente la suerte me ha vuelto la espalda… y, como es natural, estas deudas no pueden pagarse a plazos…

Enmudeció; el rostro de la señora Peniston parecía haberse petrificado mientras escuchaba.

—¿A las cartas? ¿Has jugado a las cartas por dinero? Entonces es verdad; cuando me lo dijeron no quise creerlo. No te preguntaré si también son ciertas otras barbaridades que me han dicho; ya he oído bastante para el estado de mis nervios. ¡Cuando pienso en el ejemplo que has tenido en esta casa! Supongo que es culpa de tu educación en el extranjero; nadie sabía de dónde sacaba tu madre a sus amigos. Y sus domingos eran un escándalo: esto sí que lo sé seguro. —La señora Peniston se volvió de repente—. ¿Juegas a las cartas en domingo?

Lily se sonrojó al pensar en ciertos domingos lluviosos en Bellomont con los Dorset.

—¡Eres dura conmigo, tía Julia! Nunca me han gustado mucho las cartas, pero no quería pasar por altiva y mojigata y tuve que acabar haciendo lo mismo que los demás. He aprendido una terrible lección y, si esta vez me ayudas a salir del apuro, te prometo…

La señora Peniston levantó la mano en señal de advertencia.

—No hagas ninguna promesa; no es necesario. Cuando te ofrecí mi casa, no tenía intención de pagar tus deudas de juego.

—¡Tía Julia! ¿Quieres decir que no me ayudarás?

—Desde luego, no haré nada que pueda dar la impresión de que aplaudo tu conducta. Si es cierto que debes dinero a la modista, saldaré su cuenta, pero no tengo la menor obligación de hacerme cargo de tus otras deudas.

Lily se levantó, pálida y temblorosa, y se encaró con su tía. El orgullo clamaba en su interior, pero la humillación la obligó a exclamar:

—Tía Julia, será mi deshonra… Yo… —pero no pudo seguir. Si su tía era sorda a la historia de las deudas de juego, ¿cómo recibiría la espantosa confesión de la verdad?

—Considero que ya estás deshonrada, Lily; deshonrada por tu conducta, mucho más que por sus resultados. Dices que tus amigos te han empujado a jugar a las cartas con ellos; entonces, también ellos merecen una lección. Supongo que se pueden permitir el lujo de perder un poco de dinero… y en cualquier caso, no estoy dispuesta a gastar ni un centavo del mío para pagarles. Y ahora debo pedirte que me dejes sola; esta escena ha sido muy dolorosa y tengo que considerar mi salud. Baja las persianas, por favor, y dile a Jennings que esta tarde no recibiré a nadie, salvo a Grace Stepney.

Lily subió a su habitación y cerró la puerta con cerrojo. Estaba temblando de miedo y de ira: el rumor de las alas de las Furias retumbaba en sus oídos. Paseó arriba y abajo del dormitorio con pasos ciegos e irregulares. La última puerta se había cerrado y se sentía aislada tras ella con su deshonra…

De improviso, sus pasos sin rumbo la llevaron frente al reloj de la repisa de la chimenea. Las manecillas señalaban las tres y media y recordó que Selden vendría a visitarla a las cuatro. Había tenido la intención de librarse de él… pero ahora el corazón le dio un vuelco al pensar que pronto le vería. ¿Acaso no había en su amor una promesa de ayuda? Mientras yacía al lado de Gerty la noche anterior, había pensado en su visita y en lo dulce que sería desahogar su dolor llorando contra su pecho. Su propósito, naturalmente, era haber eliminado las consecuencias antes de verle; nunca había dudado en serio de que la señora Peniston acudiera en su ayuda. Y había sentido, incluso en el punto culminante de su desesperación, que el amor de Selden no podía ser su refugio definitivo, aunque sería muy dulce saborear un momento el amparo de sus brazos mientras recuperaba las fuerzas para seguir adelante.

Pero ahora su amor era la última esperanza y, en su soledad y aflicción, la idea de confiarse a él le pareció tan seductora como la corriente del río al presunto suicida. La primera zambullida sería terrible, pero después, ¡qué beatitud! Recordó las palabras de Gerty: «Sí, le conozco; te ayudará», y su pensamiento se aferró a ellas como se aferra un enfermo a una reliquia que obra milagros. ¡Oh, si la comprendiera realmente, si la ayudara a rehacer su vida destrozada de tal modo que no quedara ni un vestigio del pasado! Siempre le había hecho sentir que era digna de cosas mejores y nunca como ahora había necesitado tanto semejante consuelo. Una y otra vez titubeó ante la idea de poner en peligro su amor confesándolo todo, porque amor era lo que más falta le hacía; sería precisa la soldadura del cariño para unir los fragmentos de su amor propio. Pero recurría a las palabras de Gerty y se aferraba a ellas como a un ancla. Estaba segura de que Gerty conocía los sentimientos de Selden por ella, y en su ceguera no se le ocurría pensar que la opinión que Gerty tenía de él se hallaba bajo la influencia de emociones mucho más ardientes que las suyas propias.

A las cuatro ya se encontraba en el salón; estaba segura de que Selden sería puntual. No obstante, la hora llegó y pasó de largo… avanzando febrilmente, medida por los impacientes latidos de su corazón. Tuvo tiempo de dar un nuevo repaso a su desgracia y de vacilar una vez más entre el impulso de confiarse a Selden y el temor de destruir las ilusiones de éste. Pero, a medida que pasaban los minutos, la necesidad de creer en su comprensión se fue haciendo más acuciante; no podía soportar ella sola el peso de su dolor. Tal vez habría un momento peligroso, pero ¿acaso no podía confiar en que su belleza salvaría el escollo y la conduciría sana y salva al refugio de su devoción?

Pero la hora transcurrió y Selden no había venido. Sin duda le habían retenido o no había leído bien la nota garabateada a toda prisa y había confundido las cuatro con las cinco. Oír la campanilla unos minutos después de las cinco confirmó esta suposición, por lo que Lily resolvió al instante escribir más legiblemente en el futuro. Los pasos en el vestíbulo y la voz del mayordomo, que los precedió, infundieron nueva energía a sus venas. Volvió a sentirse una persona vigilante y competente en las emergencias y el recuerdo de su poder sobre Selden le inspiró una confianza repentina. Pero, cuando se abrió la puerta del salón, el hombre que entró fue Rosedale.

La reacción causó a Lily un dolor agudo, pero, tras un fugaz gesto de irritación por la torpeza del destino y por su propia imprevisión al no haber avisado que sólo recibiría a Selden, se dominó y saludó a Rosedale de forma amistosa. Era un fastidio que Selden se encontrase, al llegar, con esa visita en concreto, pero Lily era una experta en el arte de librarse de las compañías superfluas, y en su estado de ánimo actual Rosedale era para ella un estorbo insignificante.

El parecer de Rosedale sobre la situación se puso de manifiesto a los pocos momentos de charla. Lily habló de la fiesta de los Bry como un tema impersonal que podría entretenerles hasta que apareciera Selden, pero el señor Rosedale, plantado tenazmente junto a la mesa de té, con las manos en los bolsillos y las piernas un poco demasiado abiertas, se apresuró a dar al tema un giro personal.

—Bastante lograda… sí, supongo que lo fue; Welly Bry está decidido a introducirse y no dejará de dar fiestas hasta que haya aprendido los trucos. Hubo algunos fallos, claro (fallos que la señora Fisher no podía prever); el champaña no estaba frío y los abrigos se mezclaron en el guardarropa. Yo habría gastado más dinero en la música. Pero mi carácter es así: si quiero una cosa, estoy dispuesto a pagar por ella; no me acerco al mostrador para preguntarme después si la mercancía vale el precio exigido. A mí no me satisfaría dar fiestas como las de los Bry; aspiraría a algo más fácil y natural, menos complicado. Y para hacerlo sólo se necesitan dos cosas, señorita Bart: dinero y la mujer indicada para gastarlo. —Hizo una pausa y la examinó con atención mientras ella fingía distribuir las tazas de té—. Ya tengo el dinero —continuó, carraspeando—; ahora me falta la mujer y me propongo conseguirla.

Se inclinó un poco hacia delante, apoyando las manos sobre el puño del bastón. Había visto a hombres del tipo de Ned van Alstyne entrar en los salones con bastón y sombrero y creía que daba a su presencia un detalle de elegante familiaridad.

Lily guardó silencio y sonrió débilmente, con una mirada ausente. En realidad pensaba que una declaración requeriría bastante tiempo, y que Selden aparecería antes de que se viera obligada a contestar con una negativa. Su expresión reflexiva, como si tuviera la cabeza absorta, pero no cerrada, se le antojó sutilmente alentadora al señor Rosedale, a quien habría disgustado cualquier muestra de avidez.

—Y me propongo conseguirla —repitió, con una risa destinada a reforzar su seguridad en sí mismo—. En la vida he logrado casi siempre lo que me he propuesto, señorita Bart. Quería dinero y tengo más del que puedo invertir con facilidad; pero ahora el dinero me parece innecesario a menos que pueda gastarlo en la mujer apropiada. Esto es lo que quiero hacer con él: que mi esposa haga sentir pequeñas a todas las otras mujeres. Jamás regatearía un dólar para este fin. Sin embargo, no todas las mujeres saben hacerlo, por mucho que uno derroche en ellas. Hubo una chica en un libro de cuentos que quería escudos de oro o algo parecido, y los hombres se los tiraron hasta que murió aplastada bajo su peso; la mataron. Pues bien, es algo muy cierto: algunas mujeres perecen enterradas bajo sus joyas. Lo que yo quiero es una mujer que lleve la cabeza tanto más alta cuanto mayor sea la cantidad de diamantes con que yo se la adorne. Y, cuando la vi a usted la otra noche en casa de los Bry, luciendo aquel sencillo vestido blanco y dando la impresión de llevar una corona, me dije: «Por Dios que si la llevara, todos jurarían que ha nacido con ella». —Lily continuó guardando silencio y él prosiguió, entusiasmado con el tema—: A decir verdad, esa clase de mujer cuesta más que todas las demás juntas. Si ha de hacer caso omiso de sus perlas, tienen que ser mejores que las de las demás… y lo mismo sucede con todo. Usted ya me entiende: sabe muy bien que sólo las cosas vistosas son baratas. Pues bien, yo querría que mi esposa fuera capaz de quitar importancia al mundo entero, si así le viniera en gana. Sé que hay algo vulgar en el dinero y es tener que preocuparse por él; mi esposa no tendría que denigrarse jamás en este aspecto. —Enmudeció y añadió en seguida, en un desafortunado retorno a sus modales anteriores—: Supongo que conoce a la dama en cuestión, señorita Bart.

Lily levantó la cabeza, animándose un poco ante el desafío. Incluso a través del oscuro tumulto de sus pensamientos, el tintineo de los millones del señor Rosedale tenía una nota levemente seductora. ¡Oh, conseguir lo suficiente para pagar una deuda miserable! Pero el hombre que había detrás de aquellos millones parecía cada vez más repugnante a la luz de la inminente llegada de Selden. El contraste era demasiado grotesco: Lily pudo apenas reprimir una sonrisa. Decidió que una actitud directa era la mejor.

—Si se refiere a mí, señor Rosedale, estoy muy agradecida… muy halagada, pero no creo haber hecho nada que le haya dado a entender…

—Oh, si quiere decir que no está locamente enamorada de mí, tengo el suficiente sentido común para verlo. Y no le hablo como si lo estuviera… me precio de saber qué clase de conversación esperaría de mí en tales circunstancias. Usted me ha sorbido el maldito seso (es la pura verdad) pero me he limitado a exponerle las consecuencias de una forma clara y comercial. No siente afecto por mí (todavía), pero le gustan el lujo, la elegancia y las diversiones y carecer de preocupaciones monetarias. Le gusta divertirse y no tener que pagar la cuenta, y lo que yo me propongo hacer es ofrecerle la diversión y encargarme de pagarla.

Hizo una pausa y ella replicó con una sonrisa glacial:

—Se equivoca en una cosa, señor Rosedale: estoy preparada para pagar lo que me divierte.

Lo dijo con intención de hacerle ver que, si sus palabras eran una alusión a sus asuntos particulares, estaba dispuesta a reconocerla y a refutarla. Pero, si él entendió el significado, no se avergonzó, sino que prosiguió en el mismo tono:

—No he querido ofenderla; perdóneme si he hablado con demasiada franqueza. Pero ¿por qué no es usted también franca conmigo? ¿Por qué insiste en esta especie de engaño? Sabe muy bien que ha pasado algún que otro apuro (malditos apuros) y, a medida que transcurren los años y la vida progresa, una joven puede encontrarse sin darse cuenta de que las oportunidades se le escapan y no volverán. No digo que esto vaya a pasarle a usted, pero ya ha conocido apuros que una joven como usted no debería conocer, y lo que yo le ofrezco es la ocasión de darles la espalda de una vez por todas.

Cuando terminó de hablar, las mejillas de Lily ardían; era imposible confundir la intención; permitir que pasara sin una réplica equivalía a una fatal confesión de debilidad, mientras que rechazarla abiertamente significaba arriesgarse a ofenderle en un momento peligroso. En sus labios temblaba la indignación, pero la sofocó una voz secreta con la advertencia de que no debía pelearse con él. Sabía demasiado de ella e, incluso en el momento en que era esencial mostrarle su mejor aspecto, no tenía escrúpulos para ocultarle lo mucho que sabía. ¿Qué uso haría, pues, de su poder si ella, con una expresión desdeñosa, destruía su único motivo de precaución? Todo su futuro podía depender de la respuesta: debía, pues, detenerse a considerarla, bajo la tensión de sus otras preocupaciones, como un fugitivo sin aliento se detiene ante una encrucijada para decidir fríamente el camino a tomar.

—Tiene toda la razón, señor Rosedale; he pasado apuros y le agradezco su intención de librarme de ellos. No siempre resulta fácil ser independiente y digno cuando se es pobre y se vive entre gente rica; he sido imprudente con los gastos y me han preocupado las facturas. Pero sería además egoísta y desagradecida si considerara esto un motivo para aceptar su ofrecimiento, sin otro móvil que el deseo de eliminar mis inquietudes. Debe usted darme un poco de tiempo… tiempo para pensar en su bondad… y en cómo corresponder a ella…

Alargó la mano con un ademán encantador que quitó toda brusquedad a la despedida. La alusión a una benevolencia futura obligó a Rosedale a obedecer y levantarse, un poco sonrojado por el imprevisto éxito y fiel a la tradición de su sangre de aceptar lo concedido sin una prisa indebida para exigir más. Esta rápida aquiescencia asustó a Lily, que presintió detrás de ella la fuerza acumulada de una paciencia capaz de doblegar la voluntad más firme. Pero al menos se habían despedido amistosamente y había abandonado la casa sin encontrarse con Selden… Selden, cuya persistente ausencia suscitaba en ella una nueva alarma. Rosedale se había quedado más de una hora; era ya demasiado tarde para esperar a Selden. Escribiría para explicar su ausencia, naturalmente; llegaría una nota suya en el último correo. Pero ella tendría que aplazar su confesión y la angustia de este retraso fue una nueva carga para su espíritu atormentado.

La carga se tornó más pesada cuando la última llamada del cartero no le llevó ninguna nota y tuvo que subir a su dormitorio y resistir otra noche de soledad, una noche tan triste e insomne como su torturada fantasía la había descrito a Gerty la madrugada anterior. No estaba acostumbrada a estar sola con sus pensamientos y enfrentarse a ellos durante tantas horas de lúcida vigilia se le antojó mucho más insoportable que el confuso sufrimiento de la víspera.

El amanecer dispersó los fantasmas y le recordó que tendría noticias de Selden antes de mediodía, pero mañana y tarde pasaron sin que escribiera ni hiciera acto de presencia. Lily se quedó en casa y almorzó y cenó con su tía, que se quejaba de palpitaciones y habló en tono glacial de temas generales. La señora Peniston se acostó temprano y ella se sentó a escribir una nota a Selden. Ya se disponía a llamar a un mensajero para que la despachara cuando su mirada se posó casualmente en un párrafo del periódico vespertino que tenía al lado: «El señor Lawrence Selden figuraba entre los pasajeros que han zarpado esta tarde rumbo a La Habana y las Antillas en el transatlántico Antillas».

Dejó el periódico, inmóvil, y miró fijamente su nota. Comprendió que no la visitaría nunca… que se había marchado porque tenía miedo de acabar acudiendo a su llamada. Se levantó, cruzó el salón y se contempló largo rato en el bien iluminado espejo que pendía sobre la repisa de la chimenea. Las arrugas de su rostro parecían surcos: se vio vieja y, cuando una muchacha se ve vieja, ¿cómo la ven los demás? Dio media vuelta y paseó sin rumbo por la habitación, ajustando los pasos con precisión mecánica a los espacios que separaban las monstruosas rosas de la alfombra Axminster de la señora Peniston. De pronto advirtió que la pluma con la que había escrito a Selden seguía apoyada en el tintero aún sin tapar. Volvió a sentarse, cogió un sobre y lo dirigió rápidamente a Rosedale. Entonces sacó una hoja de papel y estuvo unos segundos con la pluma en suspenso; había sido fácil escribir la fecha y «Estimado señor Rosedale»… pero aquí se agotó la inspiración. Su propósito era decirle que fuera a verla, pero las palabras se negaban a tomar forma. Por último empezó: «He estado pensando…» y en seguida volvió a dejar la pluma, apoyó los codos sobre la mesa y ocultó el rostro entre las manos.

Un súbito campanillazo la sobresaltó. No era tarde —apenas las diez— y aún podía llegar una nota de Selden o un mensaje… ¡O ser él mismo quien estuviera detrás de la puerta! El anuncio de su viaje podía ser un error —podía ser otro Lawrence Selden el que había embarcado rumbo a La Habana—; todas estas posibilidades tuvieron tiempo de pasarle por la cabeza como relámpagos y cimentar la convicción de que al final le vería o tendría noticias de él, antes de que la puerta del salón se abriera para dar paso a un criado con un telegrama.

Lily rasgó el borde con manos trémulas y leyó el nombre de Bertha Dorset al pie del mensaje: «Zarpamos inesperadamente mañana. ¿Quieres acompañarnos a un crucero por el Mediterráneo?».