A la mañana siguiente de la recepción del matrimonio Bry, Gerty Farish se despertó después de un sueño tan reparador como el de Lily, aunque de menor colorido y tintes más apagados, como convenía a su personalidad y experiencia, y por ello mejor adaptado a su mentalidad. Los destellos de alegría entre los que se movía Lily habrían deslumbrado a la señorita Farish, que en materia de felicidad estaba acostumbrada a la exigua luz que escapaba por las rendijas de las vidas ajenas.
Ahora era el centro de una pequeña iluminación propia, un rayo delgado pero inconfundible, compuesto por las consideraciones que cada vez más tenía Lawrence Selden con ella y el descubrimiento de que éste extendía su amabilidad a Lily Bart. Si estos dos factores parecen incompatibles al estudiante de psicología femenina, cabe recordar que Gerty había sido siempre un parásito en el orden moral, que vivía de los mendrugos de otras mesas y se contentaba con mirar por la ventana el banquete preparado para sus amistades. Ahora que gozaba de un pequeño banquete particular, le habría parecido increíblemente egoísta negar un plato a una amiga, y no había nadie con quien más le gustara compartir su alegría que la señorita Bart.
En cuanto a la naturaleza de las crecientes consideraciones de Selden, Gerty no se habría atrevido a definirla, del mismo modo que no habría intentado conocer los colores de una mariposa sacudiendo el polvo de sus alas. Coger con las manos el milagro equivalía a deslucirlo y tal vez a verlo mustio y seco; era mejor la sensación de belleza palpitante, aunque inasequible, mientras contenía el aliento y esperaba a ver dónde se posaba. Sin embargo, la actitud de Selden en casa de los Bry había acercado tanto el aleteo que las alas parecían batir en su propio corazón. Nunca le había visto tan interesado, tan sensible, tan atento a lo que ella decía. Sus modales habituales se caracterizaban por una bondad distraída que Gerty aceptaba y agradecía como el sentimiento más profundo que su presencia era capaz de inspirar; pero fue rápida en percibir un cambio en él que implicaba que, por una vez, ella podía dar placer, además de recibirlo.
¡Y era tan maravilloso haber llegado a este mayor grado de simpatía a través de su común interés por Lily Bart! El afecto de Gerty por su amiga —un sentimiento que había aprendido a sobrevivir con una dieta mínima— se había convertido en indiscutible adoración desde que la inquieta curiosidad de ésta la había acercado a su empresa. Aquel atisbo de la beneficencia había despertado en Lily un interés momentáneo por la caridad. Su visita al Club de Muchachas la había puesto por primera vez en contacto con los grandes contrastes de la vida. Ella había aceptado siempre con calma filosófica que existencias como la suya transcurrieran sobre un pedestal cimentado en segmentos oscuros de la humanidad. Un deprimente limbo de pobreza yacía alrededor y por debajo de aquel pequeño círculo iluminado en que la vida alcanzaba su más hermosa florescencia, del mismo modo que el fango y la aguanieve de una noche de invierno rodean un invernadero lleno de flores tropicales. Todo esto era parte del orden natural de las cosas y la orquídea que tomaba el sol en esta atmósfera creada artificialmente podía redondear las delicadas curvas de sus pétalos ajena a la escarcha de las ventanas.
Pero una cosa es convivir cómodamente con el concepto abstracto de la pobreza y otra entrar en contacto con sus implicaciones humanas. Lily jamás había concebido a estas víctimas del destino bajo otra forma que la de la masa. El hecho de que la masa estuviera compuesta de vidas individuales, de innumerables centros aislados de sensación provistos de su misma avidez de placer, de su propio y feroz rechazo del dolor —el hecho de que estos paquetes de sentimiento revistieran formas parecidas a la suya y tuvieran ojos para contemplar la alegría y jóvenes labios formados para el amor— constituyó una revelación que le produjo uno de aquellos arrebatos de piedad que a veces desequilibran una vida. La naturaleza de Lily era incapaz de semejante renovación: sólo podía sentir las exigencias ajenas a través de las propias, y ningún dolor era real si no castigaba sus propios nervios. Sin embargo, de momento había salido de su egoísmo para interesarse por la relación directa con un mundo tan diferente del suyo. Al primer donativo añadió su contribución personal a un par de los proyectos más interesantes, y la admiración suscitada entre las fatigadas obreras del club satisfizo de una forma nueva su insaciable deseo de agradar.
Las dotes de Gerty Farish como intérprete del carácter no eran suficientes para desenredar la maraña que constituía la filantropía de Lily. Suponía que su bella amiga actuaba movida por el mismo motivo que ella: esa intensificación de la visión moral que presta tanta proximidad e insistencia a todo el sufrimiento humano que los otros aspectos de la vida quedan diluidos en la lejanía. Gerty vivía de acuerdo con fórmulas tan sencillas que no vacilaba en definir el estado de su amiga como un «cambio de corazón» al que el trato con los pobres la había acostumbrado, y disfrutaba con la idea de haber sido el humilde instrumento de este cambio. Ahora tenía una respuesta para todas las críticas contra el comportamiento de Lily; como había dicho, conocía a «la verdadera Lily» y el descubrimiento de que Selden también la conocía elevó su plácida aceptación de la vida a una confusa intuición de sus posibilidades: una intuición que en el curso de la tarde reforzó la llegada de un telegrama de Selden en que le preguntaba si podían cenar juntos por la noche.
Mientras Gerty se entregaba a las felices tareas impuestas por este mensaje, Selden la imitaba pensando a su vez con intensidad en Lily Bart. El caso que le había llevado a Albany no era lo suficientemente complicado para absorber toda su atención, y además poseía la facultad profesional de ocupar una parte de su pensamiento cuando no eran requeridos sus servicios. Esta parte —que de momento se parecía peligrosamente a la totalidad— estaba llena a rebosar de las sensaciones de la noche anterior. Selden comprendía los síntomas: reconocía que debía pagar —como nunca había dudado de tener que hacerlo algún día— por las exclusiones voluntarias de su pasado. Había querido vivir libre de vínculos duraderos, no por pobreza de sentimientos, sino porque, al igual que Lily, aunque de forma distinta, era una víctima de su ambiente. Existía un germen de verdad en sus palabras cuando le dijo a Gerty Farish que nunca había querido casarse con una chica «buena», ya que el adjetivo tenía, en el vocabulario de su prima, connotaciones utilitarias que suelen excluir el lujo del atractivo. El destino de Selden había querido que tuviese una madre encantadora: su exquisito retrato, todo sonrisas y cashmere, seguía emanando la vaga fragancia de tan indefinible cualidad. Su padre era la clase de hombre que se recrea en una mujer atractiva, que cita sus palabras, la estimula y procura que siga siendo perennemente encantadora. Ninguno de los cónyuges se preocupaba por el dinero, pero su desdén adoptaba la forma de gastarlo sin la menor prudencia. Si su casa estaba algo vieja, ofrecía en cambio un aspecto refinado; si había buenos libros en las estanterías, también había buenos platos en la mesa. El padre entendía de cuadros, la madre entendía de encajes antiguos y ambos eran tan conscientes de la cautela y la discriminación en sus compras que nunca sabían a ciencia cierta cómo se amontonaban las facturas.
Aunque muchos amigos de Selden habrían llamado pobres a sus padres, él había crecido en un ambiente donde los medios restringidos sólo pesaban como un freno a la profusión desmesurada, donde las escasas posesiones eran de tan buena calidad que su rareza les prestaba un merecido relieve, y donde la abstinencia se mezclaba con la elegancia de un modo simbolizado por el don de la señora Selden para lucir su antiguo terciopelo como si fuera nuevo. Un hombre tiene la ventaja de librarse pronto del punto de vista doméstico, y antes de que Selden terminara la universidad ya había aprendido que hay tantas maneras diferentes de prescindir del dinero como de gastarlo. Por desgracia, no encontró ninguna manera tan agradable como la practicada en su casa, y sus opiniones, en especial sobre el sexo femenino, estaban influenciadas por el recuerdo de la única mujer que le había dado su sentido de los «valores». Había heredado de ella la indiferencia por el aspecto suntuario de la vida: la despreocupación de las cosas materiales propia del estoico se aunaba en él con el placer que encuentra en ellas el epicúreo. La vida por separado de estos dos sentimientos se le antojaba disminuida, y en nada era la combinación de ambos ingredientes tan esencial como en el carácter de una mujer hermosa.
Selden siempre había pensado que la experiencia ofrecía muchas cosas además de aventuras sentimentales y, no obstante, podía concebir con claridad un amor que se engrandeciera y profundizara hasta convertirse en eje central de la vida. Lo que no podía aceptar en su propio caso era la alternativa improvisada de una relación que fuera menos que esto, que dejara insatisfechas algunas partes de su naturaleza y ejerciera una presión indebida sobre las otras. En otras palabras, nunca iba a ceder al desarrollo de un afecto que apelara a la piedad y dejara intacta la comprensión; la simpatía debía engañarle tan poco como un guiño de los ojos y la gracia de la indefensión, como el óvalo de una mejilla.
Pero ahora… este pequeño «pero» pasaba como una esponja por encima de todos sus votos. ¡Su resistencia razonada parecía de momento mucho menos importante que la cuestión de cuándo recibiría Lily su nota! Se entregó al encanto de las preocupaciones triviales, preguntándose a qué hora enviaría ella su respuesta y con qué palabras la empezaría. En cuanto al contenido, no tenía la menor duda: estaba tan seguro de la entrega de ella como de la suya propia. Y así gozaba de calma para meditar sobre todos sus exquisitos detalles, como un esforzado trabajador, en una mañana de vacaciones, podría yacer inmóvil en la contemplación de un rayo de luz que atravesara lentamente su habitación. Pero, aunque la nueva luz le deslumbrara, no cegaba sus ojos. Aún podía discernir el perfil de la realidad, pese a que su relación con ella había variado. No era menos consciente que antes de lo que se decía de Lily Bart, pero podía separar a la mujer que conocía de la opinión vulgar que se tenía de ella. Recordó las palabras de Gerty Farish y la sabiduría del mundo se le presentó como ignorancia ciega frente a la intuición de la inocencia. Bienaventurados los puros de corazón, porque ellos verán a Dios ¡incluso al dios oculto en el corazón de su vecino! Selden se hallaba en el estado de apasionado ensimismamiento que produce la primera rendición al amor. Deseaba la compañía de una persona cuyo punto de vista justificara el suyo, que con meditada observación confirmara la verdad sobre la que se habían abalanzado sus intuiciones. No fue capaz de esperar a la pausa del mediodía, y aprovechó un momento en la sala del tribunal para redactar un telegrama a Gerty Farish.
Al llegar a la ciudad fue directamente a su club, donde esperaba encontrar una nota de la señorita Bart. Sin embargo, en su buzón sólo había una línea de extasiado asentimiento de Gerty y ya se alejaba, desengañado, cuando una voz le llamó desde el fumador.
—¡Hola, Lawrence! ¿Cenas aquí? Ven a tomar un bocado; acabo de pedir pato.
Vio a Trenor en traje de calle, sentado tras una revista deportiva, con un vaso alto al alcance de la mano.
Selden le dio las gracias pero alegó un compromiso.
—Maldita sea, creo que esta noche tienen una cita todos los hombres de la ciudad. Estaré solo en el club. Ya sabes cómo vivo este invierno, perdido en esa casa vacía. Mi mujer pensaba venir hoy a la ciudad, pero ha vuelto a aplazarlo, y ¿cómo va a cenar un tipo solo en un comedor con los espejos tapados y una botella de salsa Harvey en el aparador como única vianda? Vamos, Lawrence, líbrate del compromiso y apiádate de mí… Me deprime cenar solo y en el club no hay nadie más que ese cretino de Wetherall.
—Lo siento, Gus, no puedo.
Selden advirtió, al volverse, que Trenor tenía el rostro encendido y un sudor desagradable en la frente, de una blancura intensa, y se fijó también en los anillos de valiosas piedras que se hundían en la grasa de sus dedos rojizos. Ciertamente, predominaba la bestia: la bestia del fondo del vaso. ¡Y había oído pronunciar el nombre de este individuo junto al de Lily! La idea le asqueó y mientras volvía a su apartamento le obsesionó la visión de las manos gruesas y arrugadas de Trenor.
La nota estaba sobre su mesa: Lily la había enviado a su casa. Sabía lo que decía ante de romper el sello, un sello gris con la inscripción «¡Más allá!» bajo un barco volador. ¡Ah! La llevaría más allá: más allá de lo repulsivo y lo mediocre, de la atrición y la corrosión del alma…
El saloncito de Gerty resplandecía cuando Selden entró en él. Sus modestos «efectos», rebosantes de pintura lacada e ingenio, le hablaron el lenguaje más dulce para sus oídos en aquellos momentos. Es sorprendente lo poco que importan las paredes cortas y el techo bajo cuando la bóveda del alma se ha elevado de improviso. Gerty también resplandecía, o por lo menos brillaba con un moderado resplandor. Selden no se había percatado nunca de que tenía «aspectos» favorables; realmente, un buen chico podría elegir peor… Durante la breve cena (en la que, de nuevo, los efectos fueron maravillosos) le dijo a Gerty que debía casarse; en su estado de ánimo, habría querido casar a todo el mundo. ¿Habría hecho la crema con sus propias manos? Era un pecado reservarse tales dones para sí misma. Recordó con orgullo que Lily sabía adornar sus propios sombreros: así lo había asegurado el día de su paseo en Bellomont.
No habló de Lily hasta después de la cena. Mientras comían, centró la conversación en su anfitriona, quien, halagada por aquel derroche de atención, estaba tan sonrosada como las pantallitas para las velas que había confeccionado para la ocasión. Selden manifestó un extraordinario interés por la decoración doméstica, la felicitó por su ingenio al aprovechar cada centímetro del pequeño apartamento, preguntó si su criada salía por las tardes, se enteró de que se pueden improvisar cenas deliciosas sobre un infiernillo y generalizó sobre los inconvenientes de una vivienda grande.
Cuando volvieron al saloncito, donde se acomodaron cada uno en su sitio como elementos de un rompecabezas, ella hizo café y lo sirvió en las minúsculas tazas de su abuela. Selden se recostó en el respaldo, saboreando la cálida fragancia, y su mirada fue a posarse en una reciente fotografía de la señorita Bart, por lo que la deseada transición se efectuó sin esfuerzo. La fotografía estaba bien… pero ¡captarla con el aspecto que ofrecía la víspera! Gerty asintió: nunca la había visto tan radiante. ¿Podía la fotografía captar aquella luz? Había algo nuevo en su rostro, algo distinto; sí, Selden también pensaba que había algo distinto. El café era tan exquisito que pidió otra taza; ¡vaya contraste con el aguado brebaje del club! ¡Ah, el pobre solterón, con su impersonal comida del club alternando con la cuisine igualmente impersonal de las fiestas! El hombre que vivía en apartamentos alquilados se perdía lo mejor de la vida; describió la triste soledad de la cena de Trenor y sintió una momentánea compasión por él… Pero, volviendo a Lily… y volvió a ella una y otra vez, preguntando, haciendo conjeturas, sonsacando a Gerty y extrayendo de sus más íntimos pensamientos toda la ternura almacenada que le había inspirado su amiga.
Al principio, Gerty se explayó sin titubeos, feliz por esta perfecta comunión de simpatías. El hecho de que comprendiera a Lily la ayudaba a reafirmar su fe en su amiga. Comentaron la circunstancia de que Lily no tenía suerte. Gerty habló de sus impulsos generosos y también su inquietud y descontento. La vida no la satisfacía porque estaba hecha para cosas mejores. Podía haberse casado más de una vez —el convencional matrimonio con un hombre rico que por su educación debía considerar el único fin de la existencia—, pero, cuando se presentaba la oportunidad, la desdeñaba invariablemente. Percy Gryce, por ejemplo, estaba enamorado de ella; en Bellomont todo el mundo creía que se habían prometido y se consideró inexplicable el alejamiento de Lily. Esta versión del incidente con Gryce armonizaba demasiado bien con el estado de ánimo de Selden para que no la adoptara como suya, con una chispa de desdén retrospectivo por lo que entonces le pareció la solución obvia. Si había habido alejamiento —¡y ahora le extrañó haberlo dudado alguna vez!—, él tenía la clave del secreto y las colinas de Bellomont estaban iluminadas, no por el crepúsculo, sino por el amanecer. Era él quien había titubeado y renegado de la oportunidad… y la alegría que ahora invadía su pecho podría haber sido un sentimiento familiar si la hubiera atrapado en su primer vuelo.
Fue en este punto, tal vez, cuando una alegría que empezaba a probar sus alas en el corazón de Gerty se desplomó y quedó inmóvil. Sentada frente a Selden, repetía mecánicamente: «No, nunca la han comprendido…», mientras ella parecía encontrarse en el centro de una comprensión deslumbrante. El reducido y confidencial aposento, donde un rato antes los pensamientos de ambos se habían tocado como sus sillas, se convirtió en una inmensidad hostil que la separaba de Selden en toda la longitud de su nueva visión del futuro… y aquel futuro se extendía interminablemente y su figura solitaria avanzaba por él como un puntito en medio de la desolación.
—Sólo es ella misma con muy contadas personas y tú eres una de ellas —oyó decir a Selden. Y otra vez—: Sé buena con ella, Gerty, ¿verdad que lo serás? —Y en seguida—: Podría llegar a ser lo que la gente piensa de ella… ¿La ayudaras, pensando que es la mejor?
Las palabras golpearon el cerebro de Gerty como el sonido de una lengua que parece familiar a cierta distancia pero que al aproximarse resulta ininteligible. Había venido a hablarle de Lily… ¡nada más! Había habido una tercera persona en la cena, una persona que le había quitado el sitio. Intentó seguir el hilo de las frases de Selden, atenerse a su parte de la conversación, pero todo era tan incomprensible como el fragor de las olas en la cabeza de un náufrago, y Gerty sintió, como un náufrago, que hundirse no sería nada en comparación con el dolor de pugnar por mantenerse a flote.
Selden se levantó y ella respiró hondo, sintiendo que pronto podría abandonarse a las benditas olas.
—¿En casa de la señora Fisher? ¿Dices que ha cenado allí? Después habrá música; creo que recibí una invitación. —Echó una ojeada al absurdo reloj de color rosa que marcaba aquella hora fatídica—. ¿Las diez y cuarto? Quizás vaya ahora; las veladas de los Fisher son divertidas. ¿No te he obligado a trasnochar demasiado, Gerty? Pareces cansada… He hablado por los codos y te he aburrido. Y, en una rara efusión de sus sentimientos, plantó un beso fraternal en la mejilla de su prima.
En casa de la señora Fisher, una docena de voces saludaron a Selden a través del humo de cigarro que invadía el estudio. Sonaban los acordes de una canción, así que se sentó en un asiento próximo a su anfitriona y buscó con los ojos a la señorita Bart. Pero no la vio y el descubrimiento le causó un dolor desproporcionado, ya que la nota que llevaba en el bolsillo de la chaqueta le citaba para las cuatro del día siguiente. Pero este plazo se le antojaba a su impaciencia de una longitud insoportable y, un poco avergonzado de su impulso, se inclinó hacia la señora Fisher, una vez terminada la música, para preguntarle si la señorita Bart había cenado con ella.
—¿Lily? Acaba de irse. Llegaba tarde a algún sitio, no recuerdo adónde. ¿No estuvo maravillosa anoche?
—¿De quién habláis? ¿De Lily? —inquirió Jack Stepney desde las profundidades de una poltrona vecina—. Realmente, sabéis que no soy puritano, pero que una chica se exhiba de ese modo como si se vendiera en una subasta… He estado a punto de ir a hablar con la prima Julia.
—¿No sabía usted que Jack se ha convertido en nuestro censor oficial? —dijo, riendo, a Selden la señora Fisher; y Stepney farfulló, entre la hilaridad general:
—Maldita sea, es prima mía y cuando un hombre está casado… Town Talk no habla más que de ella esta mañana.
—Sí, y en un artículo muy jugoso —convino el señor Ned van Alstyne, atusándose el bigote para esconder una sonrisa—. ¿Que si compro esa porquería? No, claro que no, un sujeto me la ha enseñado… pero ya había oído antes estas historias. Cuando una chica es guapa como ella, debe casarse cuanto antes; así nadie hace preguntas. En nuestra sociedad tan imperfectamente organizada no está previsto aún el caso de la joven que reclama los privilegios del matrimonio sin cargar con sus obligaciones.
—Bueno, tengo entendido que Lily está a punto de cargar con ellas en la forma del señor Rosedale —dijo la señora Fisher con una carcajada.
—¿Rosedale? ¡Cielo santo! —exclamó Van Alstyne, dejando caer el monóculo—. Stepney, es culpa tuya por imponernos a ese patán.
—Oh, maldita sea, sabéis muy bien que en nuestra familia nadie se casaría con Rosedale —protestó Stepney con languidez. Sin embargo, su esposa, ataviada con excesiva elegancia nupcial y sentada en el otro extremo de la habitación, le interrumpió con una reflexión juiciosa:
—En las circunstancias de Lily es un error tener demasiadas pretensiones.
—He oído decir que hasta Rosedale se ha asustado de las murmuraciones —observó la señora Fisher—, pero verla anoche le enloqueció. ¿Qué creéis que me dijo después de su cuadro? «Por Dios, señora Fisher, si pudiera convencer a Paul Morpeth de pintarla así, la tela valdría cien veces más dentro de diez años».
—¡Por todos los santos! ¿Y dónde estará ahora? —exclamó Van Alstyne, colocándose de nuevo el monóculo con una mirada inquieta.
—Ha salido mientras todos estábamos abajo, mezclando el ponche. Pero ¿adónde habrá ido? ¿Qué hay esta noche? Nada, que yo sepa.
—Creo que no se trata de ninguna fiesta —dijo el joven e inexperimentado Farish, que había llegado tarde—. Yo entraba cuando ella se iba; la he ayudado a subir al coche y ha dado al cochero las señas de los Trenor.
—¿De los Trenor? —exclamó la esposa de Jack Stepney—. Pero si la casa está cerrada… Judy me ha telefoneado esta tarde desde Bellomont.
—¿De veras? Qué raro. Estoy seguro de haber oído bien. Bueno, al fin y al cabo, está Trenor… Yo… en fin… lo cierto es que nunca recuerdo bien los números… —se interrumpió, amonestado por un puntapié y por las sonrisas que circularon por la habitación.
Bajo su luz desagradable, Selden se levantó y estrechó la mano de su anfitriona. El ambiente del lugar le ahogaba y se extrañó de haberse quedado tanto rato.
Se detuvo en el umbral, recordando una frase de Lily: «Tengo la impresión de que pasa gran parte de su tiempo en un elemento que no es el suyo».
Sin embargo… ¿por qué había ido a casa de la señora Fisher, sino en busca de ella? Era el elemento de Lily, no el suyo. Pero la sacaría de él, ¡la llevaría más allá! Aquel «¡Más allá!» de su nota era como un grito de socorro. Sabía que la labor de Perseo no ha terminado después de desencadenar a Andrómeda, porque los miembros de ésta siguen entumecidos y no puede levantarse y andar: de ahí que se agarre a él con los brazos colgantes mientras Perseo vuelve a tierra con su carga. Pues bien, él tenía fuerza suficiente para los dos: la debilidad de ella le había dado ánimos. Por desgracia, no era el limpio oleaje contra lo que tendrían que luchar, sino un pantano resbaladizo de antiguos hábitos y asociaciones y, por el momento, sus vapores le atenazaban la garganta. Pero pronto vería con más claridad y respiraría más libremente en su presencia: ella era al mismo tiempo la carga y el mástil que los llevaría a tierra firme. Sonrió ante el remolino de metáforas con que intentaba defenderse de las influencias de la última hora. Era lamentable que él, que conocía los motivos encontrados de que dependen los criterios sociales, se dejara impresionar por ellos. ¿Cómo podía conducir a Lily a una visión más libre de la vida cuando su propio concepto de ella era coloreado por cualquier visión ajena en que la viera reflejada?
La opresión moral le produjo una necesidad física de aire y siguió caminando, abriendo los pulmones a la fría reverberación de la noche. En la esquina de la Quinta Avenida, Van Alstyne le llamó, ofreciéndole su compañía.
—¿Va usted a pie? Es bueno quitarse el humo de la cabeza; ahora que las mujeres han empezado a fumar, vivimos en un baño de nicotina. Sería curioso estudiar el efecto de los cigarrillos en las relaciones entre los sexos. El humo es un disolvente casi tan grande como el divorcio: ambos tienden a oscurecer la cuestión moral.
Nada podría haber estado menos en consonancia con el estado de ánimo de Selden que los aforismos de sobremesa de Van Alstyne, pero mientras éste se limitara a generalizar, los nervios de su interlocutor no perderían el control. Por fortuna, Van Alstyne se enorgullecía de saber resumir los aspectos sociales y con un auditorio como Selden le interesaba demostrar lo certero de sus apreciaciones. La señora Fisher vivía al este del parque, en una calle transversal, y mientras los dos hombres andaban por la Quinta Avenida, los nuevos detalles arquitectónicos de aquella versátil calle propiciaron los comentarios de Van Alstyne.
—La casa Greiner, por ejemplo: ¡un peldaño típico de la escala social! El hombre que la construyó procedía de un medio en que todos los platos se sirven juntos en la mesa. La fachada es una comida arquitectónica completa: si hubiese omitido un estilo, sus amigos habrían pensado que se le había acabado el dinero. Pero no ha sido una mala adquisición para Rosedale: llama la atención y encandila a los turistas del Oeste. Poco a poco superará esta fase y querrá algo que no atraiga a las masas y sólo haga pararse a algún que otro transeúnte. En especial si se casa con mi inteligente prima…
Selden interrumpió al instante con la pregunta:
—¿Y Wellington Bry? Bastante listo para los de su clase, ¿no cree?
Se hallaban justo ante la gran fachada blanca, de línea severa y suntuosa a la vez, que sugería el inteligente encorsetado de una figura ampulosa.
—Ésta es la fase siguiente: el deseo de insinuar que se ha viajado a Europa y alcanzado cierto nivel. Estoy seguro de que la señora Bry cree que su casa es una copia del Trianón: en América todas las casas de mármol con muebles dorados se consideran una copia del Trianón. Pero ¡qué ingenioso ha sido el arquitecto al juzgar a su cliente! Ha puesto entera a la señora Bry en su empleo del orden compuesto de elementos clásicos. En cambio, quizá recuerde usted que para los Trenor eligió el corintio: exuberante, pero basado en el mejor precedente. La casa Trenor es una de sus mejores obras: no parece una sala de banquetes puesta del revés. Tengo entendido que la señora Trenor quiere añadir un nuevo salón de baile y es la discrepancia con Gus en este punto lo que la retiene en Bellomont. Las dimensiones de la sala de baile de los Bry deben inspirarle envidia; puede estar seguro de que las conoce tan bien como si las hubiera medido anoche con una cinta métrica. A propósito, ¿quién dijo que estaba en la ciudad? ¿El joven Farish? No es cierto, la señora Stepney tenía razón; fíjese, la casa está a oscuras. Supongo que Gus vive en la parte posterior.
Se había detenido frente a la esquina de los Trenor y Selden no tuvo más remedio que imitarle. La casa parecía tétrica y deshabitada; sólo una curva iluminada sobre la puerta revelaba una ocupación provisional.
—Han comprado la casa de atrás, con lo que tienen una fachada de cuarenta y cinco metros en la calle lateral. Allí es donde habilitarán la sala de baile, a la que se accederá por una galería; arriba habrá la sala de billar y otras dependencias. Les sugerí que cambiaran la entrada y dieran al salón toda la amplitud de la fachada que da a la Quinta Avenida; como ve, la puerta principal coincide con las ventanas…
El bastón que empleaba Van Alstyne como puntero se bajó al tiempo que su propietario profería una exclamación de asombro al ver abrirse la puerta y salir dos figuras que se perfilaron contra la luz del vestíbulo. En el mismo momento se detuvo un coche de alquiler junto al bordillo de la acera y una de las figuras bajó flotando en un halo de prendas vaporosas mientras la otra, negra y abultada, seguía aún proyectada contra la luz.
Durante un segundo inconmensurable, los dos espectadores del incidente guardaron silencio; entonces la puerta de la casa se cerró, el coche inició la marcha y toda la escena se desvaneció como por arte de magia.
Van Alstyne dejó caer el monóculo con un silbido ahogado.
—Hmmm… Ni una palabra sobre esto, ¿eh, Selden? Como miembro de la familia, sé que puedo confiar en usted… Las apariencias engañan… y la Quinta Avenida tiene una iluminación tan deficiente…
—Buenas noches dijo Selden, alejándose por la calle lateral sin ver la mano extendida de su acompañante.
Sola con el beso de su primo, Gerty se sumió en sus pensamientos. La había besado otras veces… pero no con otra mujer en los labios. Si no hubiera venido, podría haberse ahogado tranquilamente, sumergiéndose de buen grado en las aguas oscuras. Pero ahora estas aguas estaban iluminadas y era más difícil ahogarse al amanecer que en las tinieblas. Gerty ocultó su rostro a la luz, pero ésta penetró por las rendijas de su alma. Antes estaba tan contenta, la vida le parecía tan sencilla y suficiente: ¿por qué había venido a perturbarla él con nuevas esperanzas? Y Lily… ¡Lily, su mejor amiga! Como una mujer, acusaba a la mujer. De no haber sido por Lily, tal vez su sueño podría haberse convertido en realidad. Selden siempre había simpatizado con ella y comprendido la modesta independencia de su vida. Con su fama de sopesar todas las cosas en la delicada balanza de las percepciones más exigentes, la había juzgado siempre con sencillez y sin crítica; y su inteligencia no había deslumbrado en exceso a Gerty porque siempre se sentía a gusto en su corazón. ¡Y ahora la mano de Lily la había expulsado de él y cerrado la puerta en las narices! ¡Después de que ella misma le hubiera suplicado a Selden que la dejara entrar! La situación se le presentaba bajo un triste destello de ironía. Conocía a Selden, sabía que la fuerza de la fe que ella tenía en Lily le había ayudado a vencer sus vacilaciones. Recordó también cómo había hablado de él Lily y se vio a sí misma acercándoles, procurando que se conocieran el uno al otro. No cabía duda de que la herida infligida por Selden era inconsciente; nunca había adivinado su insensato secreto, pero Lily… ¡Lily debía conocerlo! ¿Cuándo falla la intuición de una mujer en semejantes cuestiones? Y, si lo conocía, había despojado deliberadamente a su amiga y, además, por un mero capricho de poder, ya que, a pesar de los repentinos e intensos celos de Gerty, parecía imposible que Lily deseara ser la esposa de Selden. Podía ser incapaz de casarse por dinero, pero era igualmente incapaz de vivir sin él, y las ansiosas investigaciones de Selden sobre las pequeñas economías domésticas hacían pensar a Gerty que le había engañado tan trágicamente como ella.
Estuvo mucho rato en el saloncito, donde los rescoldos se deshacían en una ceniza fría y gris y la lámpara perdía intensidad tras la alegre pantalla. Justo debajo estaba la fotografía de Lily Bart, que contemplaba con aires de emperatriz las baratas chucherías y los apretados muebles de la pequeña habitación. ¿Podía imaginarla Selden en semejante interior? Gerty vio la pobreza, la insignificancia de su entorno; contempló su vida con los ojos de Lily y la crueldad de las opiniones de ésta de repente la conmovió. Comprendió que había adornado a su ídolo con atributos que sólo existían en su imaginación. ¿Cuándo se había emocionado realmente Lily, o sentido compasión o comprendido a alguien? Lo único que le interesaba era saborear experiencias nuevas: parecía un ser cruel que realizara experimentos en un laboratorio.
El reloj de esfera rosada tocó otra hora y Gerty se puso en pie con un sobresalto. Por la mañana tenía una cita a hora muy temprana con una visitante de distrito en un lugar del East Side. Apagó la lámpara, cubrió el fuego y fue a desnudarse al dormitorio. Vio reflejado su rostro en el pequeño espejo del tocador, rodeado de las sombras de la habitación, y las lágrimas emborronaron la imagen. ¿Qué derecho tenía a acariciar hermosos sueños? Una cara vulgar invitaba a un destino vulgar. Lloró en silencio mientras se desnudaba y ordenaba las prendas con su precisión habitual, a fin de tenerlo todo preparado para el día siguiente; entonces reanudaría la vida normal como si no hubiera habido ninguna interrupción en su rutina. La sirvienta no llegaba hasta las ocho, por lo que se preparó personalmente la bandeja del té y la dejó junto a la cama. Después cerró con llave la puerta del apartamento, apagó la luz y se acostó. Pero no podía conciliar el sueño, comprendiendo que odiaba a Lily Bart. Esta certeza surgió de la oscuridad como un pecado informe con el que tendría que luchar cuerpo a cuerpo. Razón, sentido común, renunciación: todas las sensatas fuerzas diurnas fueron vencidas en la dura lucha por la propia supervivencia. Quería la felicidad, la quería con la misma fiereza que Lily, pero sin el poder de Lily para conquistarla. Y, consciente de su impotencia, trémula e inmóvil, continuó odiando a su amiga…
La campanilla de la puerta la hizo saltar de la cama. Encendió una vela y se paró a escuchar, asustada. El corazón le latió sin freno unos segundos, hasta que el sentido de la realidad la serenó y recordó que tales llamadas no eran infrecuentes en su trabajo caritativo. Se puso la bata, corrió a abrir la puerta y se encontró con la radiante visión de Lily Bart.
El primer movimiento de Gerty fue de aversión; retrocedió como si la presencia de Lily iluminara su pesadumbre con demasiada fuerza. Entonces oyó gritar su nombre, entrevió el semblante de su amiga y se dejó abrazar fuertemente por ella.
—¡Lily! ¿Qué ocurre? —exclamó.
La señorita Bart la soltó, casi sin aliento, como un prófugo que encuentra asilo después de una prolongada huida.
—Tenía tanto frío… No podía ir a casa. ¿Está encendida la chimenea?
Los instintos compasivos de Gerty reaccionaron a la urgente llamada de la costumbre y eliminaron todos sus recelos. Lily era simplemente una persona que necesitaba ayuda: no había tiempo de preguntar la razón ni de hacer conjeturas; la piedad disciplinada ahogó un interrogante en los labios de Gerty, que condujo en silencio a su amiga al saloncito y la hizo sentar junto a la chimenea apagada.
—Hay algunas astillas aquí; haré fuego en un minuto.
Se arrodilló y la llama saltó en seguida bajo sus rápidas manos, produciendo extraños destellos a través de las lágrimas que aún temblaban en sus ojos e iluminando el blanco y desencajado rostro de Lily. Las dos se miraron en silencio y Lily repitió:
—No podía ir a casa.
—No… no… ¡Has venido aquí, querida! Tienes frío y estás cansada… No te muevas mientras hago un poco de té.
Gerty había adoptado sin darse cuenta el tono consolador de su profesión: todos los sentimientos personales se fundieron en este sentido de ministerio; la experiencia le había enseñado que antes de examinar la herida hay que restañar la sangre.
Lily permaneció inmóvil, inclinada sobre el fuego; el tintineo de las tazas a su espalda la consolaba como los ruidos familiares calman al niño asustado del silencio. Pero, cuando Gerty volvió con el té, lo rechazó y miró con ojos ausentes la conocida habitación.
—He venido porque no podía soportar la soledad —explicó.
Gerty dejó la taza sobre la mesa y se arrodilló junto a ella.
—¡Lily! Ha ocurrido algo… ¿Puedes contármelo?
—No podía quedarme en vela en mi dormitorio hasta la mañana. Detesto mi habitación en casa de tía Julia… así que vine aquí…
Se estremeció de improviso, saliendo de su apatía, y abrazó a Gerty en un nuevo arrebato de temor.
—Oh, Gerty, las Furias… Ya conoces el ruido de sus alas, lo has oído, ¿verdad?, de noche, en la penumbra… No, no lo has oído, la oscuridad no tiene por qué asustarte…
Estas palabras, después de las últimas horas de Gerty, arrancaron a ésta un débil murmullo de sarcasmo, pero Lily, inmersa en su propia desgracia, era sorda a todo.
—¿Dejarás que me quede? Cuando amanezca ya no me importará… ¿Es tarde? ¿Falta poco para que se acabe la noche? Debe ser horrible no poder dormir… Todo se detiene ante tu cama y te mira fijamente…
—¡Lily, mírame! Ha sucedido algo… ¿un accidente, tal vez? Estás asustada… ¿Qué es lo que te ha asustado? Dímelo, si te es posible, sólo unas palabras… para que pueda ayudarte.
Lily negó con la cabeza.
—No estoy asustada; ésta no es la palabra. ¿Te imaginas mirándote al espejo una mañana y viendo una desfiguración… un cambio espantoso que se ha producido mientras dormías? Pues bien, yo me veo así: no soporto verme reflejada en mis propios pensamientos… Ya sabes que odio la fealdad, siempre me he apartado de ella… Pero no puedo explicártelo… No lo comprenderías. —Levantó la cabeza y posó la mirada en el reloj—. ¡Qué larga es la noche! Y no sé si podré dormir mañana. Alguien me dijo que mi padre solía pasar la noche en vela, pensando cosas horribles. Y él no era malo, sólo poco afortunado, pero ¡ahora comprendo cuánto debía sufrir, a solas con sus pensamientos! En cambio, yo soy mala, una mujerzuela, todos mis pensamientos son malos y siempre he estado rodeada de personas malas. ¿Sirve esto de excusa? Pensé que podía dirigir mi propia vida… Era orgullosa… ¡orgullosa! Pero ahora estoy a su mismo nivel…
Los sollozos la sacudieron y se abandonó a ellos como un árbol a una tormenta de viento.
Gerty volvió a arrodillarse su lado y esperó, con la paciencia nacida de una larga práctica, a que este arranque de desesperación le soltara la lengua. Al principio se había imaginado una especie de conmoción física, algún peligro de las calles atestadas, ya que suponía que Lily se dirigía a su casa desde la de Carry Fisher, pero ahora comprendía que eran otros los centros nerviosos lastimados y tenía la cabeza confusa de tanto hacer conjeturas.
Lily dejó de sollozar y levantó la cabeza.
—En tus barrios bajos hay chicas malas. Dime… ¿se sobreponen alguna vez? ¿Olvidan algún día y vuelven a sentir como antes?
—¡Lily! No debes hablar de este modo… Estás desvariando.
—¿No van siempre de mal en peor? No se puede volver atrás… Tu antiguo yo te rechaza, te excluye. —Se puso en pie y estiró los brazos como si no pudiera más de cansancio—. ¡Ve a la cama, querida! Trabajas mucho y te levantas temprano. Me quedaré aquí, junto al fuego; tú deja la vela encendida y la puerta abierta. Sólo quiero saber que estás cerca de mí.
Puso las manos sobre los hombros de Gerty con una sonrisa que parecía un amanecer sobre un mar salpicado de restos de un naufragio.
—No puedo dejarte, Lily. Ven y acuéstate en mi cama. Tus manos están heladas… Tienes que desnudarte y entrar en calor. —Se interrumpió, alarmada de repente—. Pero… ¿y la señora Peniston? ¡Es más de medianoche! ¿Qué pensará?
—Siempre se acuesta. Tengo una llave. Da lo mismo… No puedo volver allí.
—No es necesario; te quedarás conmigo. Pero tienes que decirme dónde has, estado. Escucha, Lily, ¡te hará bien hablar! —Le cogió de nuevo las manos y las apretó contra su pecho—. Trata de contármelo: te despejará la cabeza. Escucha: has cenado en casa de Carry Fisher. —Gerty hizo una pausa y añadió en un arranque de heroísmo—: Lawrence Selden salió de aquí para ir allí a buscarte.
Al oír esto, la angustia muda del rostro de Lily se transformó en el dolor candoroso de un niño. Sus labios temblaron y los ojos se le llenaron de lágrimas.
—¿Ha ido a buscarme? ¡Nos hemos cruzado! Oh, Gerty, intentaba ayudarme. ¡Me lo dijo, me lo advirtió hace mucho tiempo, presintió que llegaría a odiarme a mí misma!
Con un sobresalto en el corazón, Gerty vio que aquel nombre había tocado los resortes de la autocompasión que embargaba el alma de su amiga, quien, lágrima tras lágrima, dio rienda suelta a su dolor. Se había recostado de lado en el gran sillón del saloncito, con la cabeza reclinada donde hacía poco Selden había apoyado la mano, en un abandono en cuya belleza los vulnerados sentidos de Gerty pudieron ver la inevitabilidad de la propia derrota. ¡Ah, Lily no necesitaba proponérselo para robarle un sueño! Mirar su belleza doliente equivalía a ver en ella una fuerza natural, a reconocer que el poder y el amor pertenecen a las personas como Lily, del mismo modo que la renunciación y el servicio son el sino de aquellas a quienes despojan. Pero, si el enamoramiento de Selden parecía una necesidad fatal, el efecto producido por su nombre asestó el golpe definitivo a la lealtad de Gerty. Los hombres pasan por tales amores sobrehumanos y sobreviven a ellos; son la prueba que somete al corazón a las alegrías humanas. ¡Con qué ardor se habría entregado Gerty al ejercicio de su caritativo ministerio! ¡Qué grato habría sido para ella devolver al afligido la tolerancia de la vida! Pero la confesión de Lily le arrebató esta última esperanza. La doncella mortal de la orilla es impotente frente a la sirena que ama a su presa: semejantes víctimas son arrojadas a la playa muertas después de su aventura.
Lily se levantó de un salto y la agarró con fuerza.
—Gerty, tú le conoces… le comprendes… Dime: si acudiera a él, si se lo contara todo… si le dijera: «Soy mala en todos los aspectos, necesito admiración, necesito emociones, necesito dinero…», sí, ¡dinero! Ésta es mi vergüenza, Gerty… y se sabe, se dice de mí… es lo que los hombres piensan de mí… Si le dijera todo esto… si le contara toda la historia… si dijera claramente: «He caído más bajo que nadie, porque he aceptado lo que aceptan las peores y no he pagado lo que ellas pagan»… ¡Oh, Gerty, tú le conoces, tú puedes hablar por él! Si se lo contara todo, ¿me despreciaría o se apiadaría de mí, me comprendería y me salvaría de odiarme a mí misma?
Gerty, fría y pasiva, sabía que había sonado la hora de la prueba y su pobre corazón palpitaba desbocado contra su destino. Como fluye un río oscuro bajo la luz de un relámpago, así vio pasar su ocasión de felicidad bajo el destello de la tentación. ¿Qué le impedía decir: «Es como los demás hombres»? ¡Después de todo, no estaba tan segura de él! Pero decirlo habría equivalido a blasfemar de su amor. No podía verle bajo otra luz que la más noble: debía atribuirle la misma altura que a su propia pasión.
—Sí: le conozco; te ayudará —dijo, y al instante la pasión de Lily se derramó en lágrimas contra su pecho.
Sólo había una cama en el pequeño apartamento y las dos se acostaron en ella cuando Gerty hubo desabrochado el vestido de Lily y conseguido que bebiera un poco de té caliente. Una vez apagada la luz, en silencio en la oscuridad, Gerty se arrimó al borde de la estrecha cama para evitar el contacto con su amiga. Sabiendo que a ésta le disgustaban las caricias, había aprendido hacía tiempo a frenar sus efusivos impulsos. Sin embargo, esta noche todas las fibras de su cuerpo rehuían la proximidad: era una tortura escuchar su respiración y sentir cómo la sábana se movía al mismo ritmo. Cuando Lily dio media vuelta, a punto de sumirse en un sueño reparador, un mechón de cabellos rozó con su fragancia la mejilla de Gerty. Todo en ella era cálido, suave y perfumado; incluso las manchas de su aflicción la favorecían como las gotas de lluvia a una rosa inclinada bajo su embate. Pero mientras Gerty yacía con los brazos junto al cuerpo, en la inerte posición de una efigie, oyó el rumor de los sollozos de la forma cálida y viva que estaba acostada a su lado; en seguida la mano de Lily buscó a tientas la de su amiga y la apretó con fuerza.
—Abrázame, Gerty, abrázame, o pensaré en cosas —gimió y Gerty deslizó en silencio un brazo por debajo de su cuello y dejó que la cabeza se apoyara en él como una madre hace un nido para su hijo asustado. En el cálido hueco, Lily dejó de moverse y su respiración se volvió tranquila y regular. Aún retenía la mano de Gerty en la suya, como para ahuyentar cualquier pesadilla, pero los dedos se relajaron, la cabeza se hundió más en su refugio y Gerty notó que se había dormido.