Así terminaron las vacaciones y dio comienzo la temporada. La Quinta Avenida se convirtió en un torrente nocturno de carruajes que subían a los barrios elegantes de los alrededores del Parque, donde ventanas iluminadas y marquesinas simbolizaban la rutina usual de la hospitalidad. Otras corrientes tributarias cruzaban el tráfico principal, llevando su carga a teatros, restaurantes y ópera; y la señora Peniston, desde la tranquila atalaya de su ventana superior, podía anunciar con notable precisión el momento justo en que el crónico volumen de sonido se incrementaba con la irrupción repentina de coches que se dirigían al baile de los Van Osburgh, o cuando la multiplicación de ruedas significaba simplemente que la ópera había terminado o que se celebraba una concurrida cena en Sherry’s.
La señora Peniston seguía el inicio y la culminación de la temporada con tanto interés como el más activo asiduo de sus diversiones, y en su calidad de observadora gozaba de oportunidades de comparación y generalización vedadas proverbialmente a quienes participaban en ellas. Nadie habría podido hacer un informe más exacto de las fluctuaciones sociales o señalado de modo más infalible las características propias de cada temporada: su aburrimiento, su extravagancia, su falta de bailes o su exceso de divorcios. Tenía una memoria especial para las vicisitudes de la «gente nueva», que emergía con cada nueva pleamar y o bien volvía a sumergirse bajo las aguas o se afianzaba triunfalmente en tierra, fuera del alcance de envidiosos escollos; y solía hacer gala de una notable intuición para su destino final, hasta el punto de que, una vez cumplido este destino, podía decirle casi siempre a Grace Stepney —recipiente de sus profecías— que todo se había desarrollado de acuerdo con sus predicciones.
La temporada en cuestión habría sido caracterizada por la señora Peniston como un período en el cual todo el mundo «se sentía pobre», excepto Welly Bry y el señor Simon Rosedale. Había sido un mal otoño en Wall Street, donde los precios caían de acuerdo con esa ley peculiar según la cual las acciones del ferrocarril y las balas de algodón son más sensibles a la distribución del poder ejecutivo que muchos respetables ciudadanos educados para todas las ventajas del autogobierno. Incluso fortunas en apariencia independientes del mercado revelaron una secreta dependencia de él o sufrieron un contagio por afinidad: la sociedad, enfurruñada, no salía de sus mansiones campestres o iba a la ciudad de incógnito, las diversiones públicas eran desdeñadas y la informalidad y las cenas frías se pusieron de moda.
Sin embargo, después de divertirse brevemente en su papel de Cenicienta, la sociedad se cansó de sentarse junto al fuego y acogió al Hada Madrina en la forma de cualquier mago lo bastante poderoso para convertir la calabaza vacía en una carroza dorada. El mero hecho de enriquecerse cuando las inversiones ajenas pierden valor es suficiente para llamar la atención de los envidiosos y, según rumores procedentes de Wall Street, Welly y Rosedale habían encontrado el secreto de realizar este milagro.
Se decía de Rosedale en particular que había doblado su fortuna y adquirido la mansión recién terminada de una de las víctimas del derrumbe, quien, en el espacio de doce cortos meses, había construido una casa en la Quinta Avenida, llenado una galería con telas de antiguos maestros, invitado a ella a todo Nueva York y salido del país oculto entre una enfermera diplomada y un médico mientras sus acreedores montaban guardia frente a la valiosa colección y sus invitados se explicaban unos a otros que sólo habían cenado con él porque querían ver los cuadros. El señor Rosedale tenía intención de hacer una carrera menos meteórica. Conocía la conveniencia de ir despacio, y los instintos de su raza le ayudaban a la hora de sufrir desaires y soportar demoras. Pero fue rápido en advertir que el desánimo general de la temporada le brindaba una oportunidad insólita de brillar, y con paciencia y perseverancia se dispuso a edificar una plataforma para su triunfo. En esta fase la señora Fisher le prestó un inmenso servicio; había ayudado a tantos recién llegados a aparecer en el escenario social, que era como una de esas partes del decorado que revelan a los espectadores veteranos el argumento de la pieza que se va a representar. Sin embargo, el señor Rosedale necesitó, a la larga, un ambiente más individual. Era capaz de captar matices con una sensibilidad que la señorita Bart nunca le habría atribuido porque no iba acompañada de ninguna variación en sus modales y conducta; y cada vez veía con más claridad que era precisamente la señorita Bart quien poseía las cualidades complementarias indispensables para redondear su personalidad social.
Semejantes detalles quedaban al margen de la visión de la señora Peniston. Al igual que muchas mentalidades de alcance panorámico, la suya tendía a olvidar las minucias que estaban en primer término, y era mucho más probable que supiera dónde había encontrado Carry Fisher el chef para los Welly Bry que lo que le ocurría a su propia sobrina. No carecía, sin embargo, de fuentes de información dispuestas a suplir sus deficiencias. La mente de Grace Stepney era una especie de tira engomada que atraía fatalmente los chismes y los retenía con el poder de una memoria inexorable. A Lily le habría sorprendido saber cuántos hechos triviales relacionados con ella se alojaban en la cabeza de la señorita Stepney. Era consciente de resultar interesante para la gente del montón, pero suponía que esa gente era uniforme y que su admiración por la belleza constituía la expresión natural de su inferioridad. Sabía que Gerty Farish la admiraba ciegamente y daba por sentado que inspiraba los mismos sentimientos en Grace Stepney, a quien tenía por una Gerty Farish sin los rasgos redentores del entusiasmo y la juventud.
En realidad, diferían una de otra tanto como del objeto de su común contemplación. El corazón de la señorita Farish era un manantial de tiernas ilusiones, y el de la señorita Stepney un minucioso registro de hechos en cuanto manifestaciones relacionadas consigo misma. Poseía una sensibilidad que se le habría antojado cómica a Lily en una persona de nariz pecosa y párpados enrojecidos que vivía en una pensión y admiraba el salón de la señora Peniston; pero las limitaciones de la pobre Grace conferían a esa sensibilidad una vida interior más concentrada, del mismo modo que un terreno baldío produce en ciertas plantas una florescencia más exuberante. No tenía ciertamente una propensión abstracta a la mala voluntad: Lily no le gustaba, pero no porque fuera inteligente y atractiva, sino porque creía que ella no le gustaba a Lily. Es menos humillante considerarse poco popular que insignificante, y la vanidad prefiere creer que la indiferencia es una forma latente de antipatía. Incluso las exiguas muestras de cortesía que Lily concedía al señor Rosedale le habrían granjeado la amistad eterna de la señorita Stepney, pero ¿cómo podía prever Lily que semejante amistad era digna de ser cultivada? ¿Cómo, además, puede medir una joven que nunca ha sido desairada el dolor infligido por este desdén? Y, por último, ¿cómo podía adivinar ella, acostumbrada a elegir entre un sinfín de compromisos, que había ofendido mortalmente a la señorita Stepney al ser la causa de su exclusión de una de las raras cenas de la señora Peniston?
A esta última le desagradaba dar cenas, pero tenía un hondo sentido del deber familiar y, cuando Jack Stepney y su esposa regresaron del viaje de novios, se sintió obligada a encender las lámparas del salón y sacar su mejor plata de la caja fuerte del banco. Las poco frecuentes recepciones de la señora Peniston eran precedidas por jornadas enteras de desgarradora vacilación ante cada pormenor de la fiesta, desde la colocación de los invitados en la mesa hasta el dibujo del mantel, y en el curso de una de estas discusiones preliminares sugirió con imprudencia a su prima Grace que, puesto que la cena era una ocasión familiar, tal vez ella figuraría entre los invitados. La perspectiva iluminó durante una semana la incolora existencia de la señorita Stepney y de pronto un día se le dio a entender que sería más conveniente invitarla en otra oportunidad. La señorita Stepney sabía con exactitud qué había ocurrido. Lily, para quien las reuniones familiares eran ocasiones de un aburrimiento sin paliativos, había convencido a su tía de que la joven pareja preferiría una cena de personas «elegantes», y la señora Peniston, que se fiaba a ciegas de su sobrina en todas las cuestiones sociales, se había visto obligada a decretar el destierro de Grace. Después de todo, Grace podía ir cualquier día; ¿por qué había de importarle aplazar la fecha?
Precisamente porque la señorita Stepney podía ir cualquier día —y porque sabía que sus parientes conocían el secreto de sus veladas solitarias—, este incidente adquirió en su horizonte proporciones gigantescas. Estaba segura de que debía agradecérselo a Lily, y el resentimiento sordo se convirtió en una animadversión activa.
La señora Peniston, a quien visitó uno o dos días después de la cena, dejó su labor de ganchillo y se volvió, abandonando bruscamente la contemplación de la Quinta Avenida.
—¿Gus Trenor? ¿Lily… y Gus Trenor? —inquirió, palideciendo tan de repente que su visitante casi se alarmó.
—¡Oh, prima Julia! Yo no… no he querido decir…
—No sé qué has querido decir —murmuró la señora Peniston con un temblor asustado en la voz delgada e irritable—. Cosas así no sucedían en mis tiempos. ¡Y mi propia sobrina! No estoy segura de haberte comprendido. ¿Dice la gente que está enamorado de ella?
El horror de la señora Peniston era genuino. Aunque alardeaba de una familiaridad sin par con las crónicas secretas de la sociedad, era inocente como una colegiala que considera la maldad parte de la «historia» y a la que nunca se le ocurre que los escándalos sobre los que lee en horas de clase pueden reproducirse en su calle. La señora Peniston tenía la imaginación tapada con una funda, como los muebles del salón. Sabía, por supuesto, que la sociedad había «cambiado mucho» y que muchas mujeres a quienes su madre habría tildado de «peculiares» estaban ahora en posición de ser exigentes con su lista de visitas; había discutido los peligros del divorcio con su párroco y agradecido a veces que Lily continuara soltera; pero la idea de que el nombre de una muchacha pudiera ser rozado por el escándalo y sobre todo asociado con ligereza al de un hombre casado era tan nueva para ella que se sentía horrorizada como si la hubieran acusado de dejar puestas las alfombras todo el verano o de violar cualquier otra ley del gobierno doméstico.
La señorita Stepney, una vez le hubo pasado el primer susto, empezó a sentir la superioridad que concede una mentalidad más abierta. ¡Era realmente lamentable ser tan ignorante del mundo como la señora Peniston! Sonrió al oír su pregunta.
—La gente siempre murmura cosas desagradables… y es cierto que se les ve mucho juntos. Un amigo mío les vio la otra tarde en el Parque… al atardecer, cuando ya habían encendido las farolas. Es una lástima que Lily se exhiba de esta manera.
—¿Se exhiba? —gimió la señora Peniston, que se inclinó hacia delante y bajó la voz para paliar el horror—. ¿Qué dicen? ¿Que él se divorciará para casarse con ella?
Grace Stepney se echó a reír.
—¡Dios mío, no! No haría nunca una cosa así. Es… es un flirteo… nada más.
—¿Un flirteo? ¿Entre mi sobrina y un hombre casado? ¿Pretendes decirme que Lily, con su belleza y demás atributos, no ha encontrado mejor pasatiempo que tontear con un hombre gordo y estúpido que podría ser su padre?
Este argumento sonó tan convincente, que dio a la señora Peniston la suficiente tranquilidad para recoger su labor mientras esperaba que Grace Stepney reuniera sus fuerzas dispersas.
Pero la señorita Stepney se rehízo en un instante.
—¡Esto es lo peor! ¡La gente dice que no es un pasatiempo! Todo el mundo sabe, igual que tú, que Lily es demasiado bella y… encantadora para dedicarse a un hombre como Gus Trenor a menos que…
—¿A menos que…? —repitió la señora Peniston.
Su prima respiró con nerviosismo. Era agradable escandalizar a la señora Peniston, pero no hacerlo hasta el punto de provocar su ira. La señorita Stepney no conocía lo bastante bien el drama clásico para recordar en aquel momento cómo se recibe proverbialmente a los portadores de malas noticias, pero ahora tuvo una rápida visión de cenas perdidas y un vestuario reducido como posible consecuencia de su desinterés. Hay que decir en honor de su sexo, sin embargo, que el odio a Lily prevaleció sobre consideraciones más personales. La señora Peniston había elegido un mal momento para enumerar los encantos de su sobrina.
—A menos que ser agradable con él le reporte ventajas materiales —explicó Grace, inclinándose hacia delante para prestar más énfasis a su moderado tono de voz.
Sintió que el momento era decisivo y recordó de pronto que el vestido de brocado negro de la señora Peniston, el del fleco de lentejuelas, habría sido suyo al finalizar la temporada.
La señora Peniston volvió a dejar la labor. Se le había ocurrido otro aspecto de la misma idea y pensó que era ofensivo para su dignidad permitir que jugara con sus nervios una parienta pobre que llevaba sus vestidos viejos.
—Si disfrutas fastidiándome con insinuaciones misteriosas —dijo con frialdad—, podrías al menos haber elegido un momento más oportuno que éste en que me estoy recuperando del esfuerzo de dar una gran cena.
La alusión a la cena disipó los últimos escrúpulos de la señorita Stepney.
—No sé por qué me acusas de disfrutar hablándote de Lily. Ya sabía yo que no me lo agradecerías —replicó en un arranque de genio—, pero aún me queda algo de afecto por la familia y, como tú eres la única persona que tiene alguna autoridad sobre Lily, he creído que debías saber lo que se dice de ella.
—Ahí está —replicó la señora Peniston—; me quejo precisamente de que aún no me has dicho lo que se dice.
—No pensé tener que repetirlo con las mismas palabras. La gente rumorea que Gus Trenor paga sus facturas.
—¿Que paga sus facturas? ¿Sus facturas? —La señora Peniston se echó a reír—. No puedo imaginarme de dónde has sacado semejante disparate. Lily tiene su propia renta… y yo la ayudo con esplendidez…
—Oh, todos sabemos eso —interrumpió secamente la señorita Stepney—, pero Lily lleva muchos trajes elegantes…
—Me gusta que vaya bien vestida… ¡no faltaría más!
—Claro, pero además están sus deudas de juego.
Al principio, la señorita Stepney no había pensado sacar este punto, pero la señora Peniston se lo merecía por su incredulidad. Era como los altivos herejes de las Escrituras, que han de ser aniquilados para convencerse.
—¿Deudas de juego? ¿Lily? —La voz de la señora Peniston temblaba de ira y perplejidad; temía incluso que Grace Stepney se hubiera vuelto loca—. ¿Qué es esto de deudas de juego?
—Sencillamente que en el círculo de Lily se juega al bridge por dinero y a veces se pierden grandes sumas… y supongo que Lily no gana siempre.
—¿Quién te ha dicho que mi sobrina juega a las cartas por dinero?
—¡Dios mío, prima Julia! ¡No me mires como si mi propósito fuera predisponerte contra Lily! Todo el mundo sabe que le apasiona el bridge. La propia señora Gryce me dijo que fue esto lo que alarmó a Percy… quien por lo visto sintió un vivo interés por ella en un principio. Claro que entre los amigos de Lily es ya una costumbre que las jóvenes solteras jueguen por dinero. De hecho, la gente está dispuesta a disculparla en este sentido…
—¿Disculparla por qué?
—Por ir corta de dinero… y aceptar atenciones de hombres como Gus Trenor… y George Dorset…
La señora Peniston profirió otra exclamación.
—¿George Dorset? ¿Hay alguien más? Adelante, quiero saber lo peor.
—No lo enfoques de este modo, prima Julia, últimamente Lily ha pasado mucho tiempo con los Dorset y él parece admirarla… pero esto es muy natural y estoy segura de que no hay una palabra de verdad en lo que dicen algunos mal pensados: que este invierno ha gastado muchísimo dinero. Evie van Osburgh estaba en el taller de Céleste el otro día, encargándose el ajuar (sí, la boda se celebrará el mes próximo), y me dijo que Céleste le había enseñado una de sus prendas más exquisitas, que se disponía a enviar a Lily. Y la gente dice que Judy Trenor se ha peleado con ella a causa de Gus. Ahora lamento mucho haber hablado, aunque lo he hecho con buena intención.
La auténtica incredulidad de la señora Peniston le permitió despedir a la señorita Stepney con un desdén que no presagiaba nada bueno para las perspectivas de ésta de heredar el vestido de brocado negro; pero los espíritus sordos a la razón suelen tener alguna fisura por la que se filtran las sospechas, y las insinuaciones de Grace no se desvanecieron como esperaba la señora Peniston. Le disgustaban las escenas y su empeño en evitarlas la había llevado a mantenerse al margen de la vida de Lily y en especial de los detalles. En su juventud no se creía que las jóvenes necesitaran una vigilancia estrecha; en general se daba por sentado que se dedicaban a la legítima ocupación de prometerse y contraer matrimonio, y cualquier injerencia por parte de sus tutores naturales se consideraba tan injustificable como la intromisión repentina de un espectador en un determinado juego. Siempre había habido muchachas «frívolas», incluso en tiempos de la señora Peniston, pero su frivolidad se tenía, como máximo, por un mero exceso de ardor juvenil contra el cual no podía pronunciarse peor acusación que la de ser «impropio de una dama». La frivolidad moderna parecía sinónimo de inmoralidad, y la sola idea de inmoralidad era tan ofensiva para la señora Peniston como el olor de comida en el salón: se trataba de un concepto que su pensamiento se negaba a admitir.
No tenía ninguna intención inmediata de repetir a Lily lo que acababan de decirle, ni siquiera de intentar averiguar su veracidad por medio de un discreto interrogatorio. Hacerlo podía dar pie a una escena, y una escena en su estado de nerviosismo, después de la cena aún reciente, y con la cabeza todavía aturdida por las nuevas impresiones, era un riesgo que tenía la obligación de evitar. Sin embargo, en su interior quedó un poso de resentimiento contra su sobrina, tanto más denso cuanto que no iba a esclarecerlo ninguna discusión o explicación. Era horrible que una joven diera pábulo a murmuraciones; por muy infundadas que fueran, ella era la única culpable de su difusión. La señora Peniston se sentía como si se hubiera declarado una enfermedad contagiosa en la casa, condenándola a vivir en trémula proximidad con su contaminado mobiliario.