Capítulo X

El otoño avanzaba con lentitud y monotonía. La señorita Bart recibió una o dos notas de Judy Trenor, reprochándole que no volviera a Bellomont, pero Lily contestó con evasivas, alegando que se veía obligada a permanecer al lado de su tía. En realidad, ya empezaba a cansarla su solitaria existencia con la señora Peniston y sólo la excitación de gastar el dinero recién adquirido mitigaba el tedio de los días.

Durante toda su vida Lily había visto salir el dinero tan pronto como entraba, y a pesar de sus teorías sobre ahorrar prudentemente una parte de sus ganancias, carecía, por desgracia, de una visión económica de los riesgos del despilfarro. Era una satisfacción intensa saber que, al menos por unos meses, podría ser independiente de la generosidad de sus amigos y hacer acto de presencia en sociedad sin temer que unos ojos penetrantes detectaran en su vestido las trazas del esplendor remendado de Judy Trenor. El hecho de que el dinero la liberara momentáneamente de todas las deudas menores la cegaba a la realidad de la deuda mayor que aquél representaba y, como nunca había sabido en qué consistía poseer tan considerable suma, saboreaba con deleite la diversión de gastarla.

Fue en una de estas ocasiones cuando, al salir de una tienda donde había pasado una hora en la contemplación de un neceser de la más complicada elegancia, tropezó con la señorita Farish, que entró en el mismo establecimiento con el modesto objeto de que le repararan el reloj. Lily se sentía insólitamente virtuosa. Había decidido aplazar la compra del neceser hasta después de recibir la factura de su nueva capa para la ópera, y esta resolución la hizo sentir mucho más rica que antes de entrar en la tienda. En tan satisfactorio estado de ánimo, veía a los demás con benevolencia y le conmovió observar el aire abatido de su amiga.

Al parecer, la señorita Farish acababa de abandonar una reunión del comité de una sociedad benéfica en la que estaba interesada. El objeto de la asociación era adquirir una vivienda cómoda, con sala de lectura y otras pequeñas distracciones, para las jóvenes empleadas de oficina, donde pudieran encontrar un hogar cuando estuvieran sin trabajo o necesitaran un descanso; el informe financiero del primer año había revelado una situación tan ruinosa que la señorita Farish, que estaba convencida de la urgencia de la obra, se sentía muy afligida ante el escaso interés suscitado. Los sentimientos altruistas no habían sido cultivados en Lily, a quien solía aburrir la relación de los esfuerzos filantrópicos de sus amistades, pero hoy su fantasía, aficionada a dramatizar, reparó en el contraste entre su propia situación y la representada por algunos de los «casos» de Gerty. Se trataba de muchachas jóvenes como ella, algunas tal vez guapas, otras dotadas quizá de una sensibilidad delicada. Se imaginó llevando una vida como la suya —una vida cuyos triunfos parecían tan sórdidos como los fracasos— y la visión la hizo temblar y sentirse solidaria. Aún tenía en el bolsillo el dinero para pagar el neceser; sacó el pequeño monedero de oro y deslizó en la mano de la señorita Farish una liberal fracción del fajo de billetes.

La satisfacción derivada de este acto fue la que habría deseado el más ardiente moralista. Lily sintió un nuevo interés por sí misma como persona de instintos caritativos; jamás se le había ocurrido hacer el bien con la riqueza con cuya posesión soñaba tan a menudo, pero ahora su horizonte se ensanchó ante la visión de una pródiga filantropía. Además, por un oscuro proceso lógico, le pareció que ese momentáneo arrebato de generosidad justificaba todas sus anteriores extravagancias y disculpaba todas aquellas en las que pudiera incurrir en el futuro. La sorpresa y gratitud de la señorita Farish confirmaron esta impresión y Lily se despidió con un sentimiento de dignidad que aquélla confundió naturalmente con los frutos del altruismo.

Pocos días después tuvo otro motivo de alegría al ser invitada a pasar la semana de Acción de Gracias en un campamento en las montañas de Adirondack. Un año antes, esta invitación habría obtenido una respuesta menos entusiasta porque la idea de la excursión, aunque organizada por la señora Fisher, procedía al parecer de una dama de origen confuso e intrépidas ambiciones sociales a quien Lily había evitado conocer hasta entonces. Ahora, sin embargo, estaba dispuesta a convenir con la señora Fisher en que poco importaba quién diera la fiesta siempre que las cosas estuvieran bien hechas, y hacer las cosas bien (bajo una dirección competente) era el punto fuerte de la señora de Wellington Bry. Esta señora (cuyo cónyuge era conocido como «Welly» Bry en los círculos de la Bolsa y en el Sporting Club) ya había sacrificado a un marido y diversas consideraciones menores en su determinación de avanzar en la escala social y, después de ganar cierta influencia sobre Carry Fisher, fue lo bastante astuta para percibir la conveniencia de ponerse enteramente bajo la égida de dicha señora. Todo se hacía bien, porque la prodigalidad de la señora Fisher no conocía límites cuando no gastaba su propio dinero y, como observó a su discípula, una buena cocinera era la mejor introducción en sociedad. Si los invitados no eran tan selectos como la cuisine, Welly Bry y esposa tendrían al menos la satisfacción de figurar por primera vez en las columnas de sociedad en compañía de uno o dos nombres bien conocidos, y entre éstos se encontraba, por supuesto, el de la señorita Bart. La joven recibía de sus anfitriones un trato muy deferente y Lily atravesaba una temporada en que necesitaba tales atenciones, cualquiera que fuese su procedencia. La admiración de la señora Bry era un espejo en que su amor propio volvía a recobrar el perfil. Ningún insecto cuelga su nido de hilos tan frágiles como los que sostienen el peso de la vanidad humana; y la sensación de ser importante entre los insignificantes era suficiente para devolver a la señorita Bart la aduladora conciencia del poder. Si estas personas la halagaban, era porque todavía ocupaba un puesto preferente en el mundo al que aspiraban pertenecer, y sentía incluso cierto placer en deslumbrarlas con su delicadeza y en fomentar en ellas una perpleja admiración de su superioridad.

Sin embargo, este placer se debía también, y quizá más de lo que ella imaginaba, al estímulo físico de la excursión, al reto del intenso frío y del insólito ejercicio, a la reacción entusiasta de su cuerpo a la influencia de los bosques invernales. Regresó a la ciudad rejuvenecida, con las mejillas arreboladas y una nueva elasticidad en los músculos. El futuro parecía lleno de vagas promesas y todas sus aprensiones desaparecieron, arrastradas por la tumultuosa corriente de su estado de ánimo.

A los pocos días de su regreso tuvo la desagradable sorpresa de recibir la visita del señor Rosedale. Se presentó tarde, a la hora confidencial en que la mesa del té sigue todavía delante de la chimenea en espera de alguna amistad íntima; y sus modales revelaron el propósito de adaptarse a la intimidad de la ocasión.

Lily, que le relacionaba vagamente con sus afortunadas especulaciones, intentó dispensarle la acogida que él esperaba, pero había algo en la cordialidad de Rosedale que frenó la suya y le dio la impresión de marcar cada paso de su relación con un error nuevo.

El señor Rosedale —después de arrellanarse sin cumplidos en un sillón contiguo y sorber el té críticamente con el comentario: «Tendría usted que comprarlo en la misma tienda que yo para saber lo que es bueno»— parecía totalmente ajeno a la repugnancia que tenía a Lily erguida y glacial detrás de la tetera. Tal vez era precisamente esta actitud lo que interesaba a su pasión de coleccionista por lo raro e inalcanzable. Sea como fuere, no parecía molestarle y se mostraba dispuesto a compensar con su propia afabilidad la que ella le negaba.

El objeto de la visita era invitarla a su palco de la ópera la noche del inicio de la temporada y, al verla titubear, añadió con acento persuasivo:

—Vendrá la señora Fisher y me he asegurado de la asistencia de un gran admirador suyo, que no me perdonará nunca si usted no acepta. —Como el silencio de Lily dejó sin efecto la alusión, Rosedale añadió con una sonrisa confidencial—: Gus Trenor me ha prometido venir ex profeso a la ciudad. Creo que iría mucho más lejos por el placer de verla.

La señorita Bart disimuló su fastidio; ya era bastante desagradable oír su nombre unido al de Trenor, pero la alusión resultaba particularmente ingrata en labios de Rosedale.

—Los Trenor son mis mejores amigos… Los tres iríamos muy lejos para vernos —replicó, absorbiéndose en la preparación de más té.

La sonrisa de su visitante se volvía más íntima por momentos.

—Bueno, yo no pensaba en la señora Trenor… y dicen que Gus tampoco piensa en ella siempre. —Entonces, vagamente consciente de que había tocado una nota falsa, añadió, en un bienintencionado intento de desviar la conversación—: A propósito, ¿sigue teniendo suerte en Wall Street? He oído decir que Gus apartó una bonita suma para usted el mes pasado.

Lily posó la lata de té con un gesto brusco. Notó que le temblaban las manos y las enlazó sobre la rodilla para inmovilizarlas; pero sus labios también temblaban y por un momento temió que el temblor pudiera comunicarse a la voz. Sin embargo, cuando habló fue en un tono de completo desenfado.

—Ah, sí… Tenía un poco de dinero para invertir y el señor Trenor, que me asesora en estas cuestiones, me aconsejó que lo invirtiera en valores en lugar de en una hipoteca, como me indicaba el agente de mi tía; y resultó un acierto, ¿o cómo lo llaman los entendidos? Porque creo que usted juega mucho a la Bolsa.

Ahora le devolvió su sonrisa, relajando la tensión de su postura y admitiéndole un paso más en su intimidad por medio de imperceptibles gradaciones de mirada y gesto. El instinto de supervivencia siempre le daba fuerzas para disimular con éxito y no era la primera vez que recurría a su belleza para distraer la atención de un tema inconveniente.

Cuando el señor Rosedale se despidió, no sólo se llevó consigo la aceptación a su invitación sino la impresión general de haberse comportado de un modo beneficioso para el progreso de su causa. Siempre había creído que sabía tratar a las mujeres, y la rapidez con que la señorita Bart había «abandonado sus posiciones», como él decía, renovaba la confianza en sus propias facultades para tratar al sexo veleidoso. Consideró al instante el esfuerzo de Lily para disfrazar la transacción con Trenor como un tributo a su propia astucia y una confirmación de sus sospechas. Su nerviosismo había sido manifiesto y, si no veía otro medio de afianzar su amistad con ella, el señor Rosedale no desdeñaría aprovecharse de él.

Lily se hallaba en un paroxismo de temor y repugnancia. Le parecía increíble que Gus Trenor le hubiese hablado de ella a Rosedale. Pese a todos sus defectos, Trenor tenía la salvaguarda de sus tradiciones, y el hecho de que fueran puramente instintivas las hacía aún más inviolables. Sin embargo, recordó con angustia que, según le habría confiado Judy, había momentos de expansión en que Gus «disparataba» y debió de ser en uno de ellos, sin duda, cuando se le había escapado la palabra fatídica. Después del primer sobresalto, las conclusiones a las que pudiera haber llegado Rosedale dejaron de preocuparle. Aunque solía ser perspicaz con sus propios intereses, cometía el error, por otra parte común entre las personas en las cuales los hábitos sociales son instintivos, de suponer que la incapacidad de adquirirlos con rapidez era indicio de torpeza general. Al ver un moscardón golpearse ciegamente contra una ventana, el naturalista de salón puede olvidar que en condiciones menos artificiales el insecto es capaz de medir las distancias y de sacar conclusiones con toda la exactitud necesaria para su supervivencia; y el hecho de que los modales de salón del señor Rosedale carecieran de perspectiva indujo a Lily a clasificarle junto a Trenor y otros hombres obtusos que conocía, y a dar por sentado que unos halagos y la ocasional aceptación de su hospitalidad bastarían para volverle inofensivo. No cabía duda, sin embargo, de que mostrarse en su palco de la ópera la noche de la inauguración de la temporada era muy conveniente; y, después de todo, si Judy Trenor había prometido invitarle aquel invierno, no sería mala idea adelantarse a ella.

Durante uno o dos días después de la visita de Rosedale, Lily no dejó de dar vueltas a la indiscreción de Trenor, deseando tener una noción más clara de la exacta naturaleza de la transacción que parecía haberla puesto en sus manos; pero siempre evitaba cualquier esfuerzo insólito y no entendía nada de cifras. Además, no había visto a Trenor desde la boda de Gwen Van Osburgh, y en su prolongada ausencia la huella de las palabras de Rosedale no tardó en ser borrada por otras impresiones.

Cuando llegó la noche de la ópera, sus aprensiones se habían desvanecido tan completamente que la vista del semblante rubicundo de Trenor en el fondo del palco del señor Rosedale le comunicó una grata sensación de tranquilidad. Lily no se había reconciliado del todo con la necesidad de aparecer como invitada de Rosedale en una ocasión tan señalada, y fue un alivio contar con el respaldo de alguien perteneciente a su propio círculo… porque los hábitos sociales de la señora Fisher eran demasiado promiscuos para que su presencia justificara la de la señorita Bart.

Para Lily, siempre animada ante la perspectiva de exhibir su belleza en público y consciente esta noche del realce que le prestaban sus mejores galas, la insistencia de la mirada de Trenor se confundió con la corriente general de miradas de admiración que convergían en ella. ¡Ah, era maravilloso ser joven, radiante y esbelta, tener fuerza y elasticidad, líneas proporcionadas y sonrosados colores, y sentirse encumbrada a una cima solitaria por aquella gracia intransferible que es la contrapartida física del genio!

Todos los medios parecían justificados para alcanzar semejante fin o, mejor dicho, mediante un acertado cambio de luces con el cual la práctica había familiarizado a la señorita Bart, la causa se reducía a un puntito en el resplandor general del efecto. Sin embargo las jóvenes brillantes, un poco deslumbradas por la propia refulgencia, suelen olvidar que el modesto satélite sumergido en su luz sigue en constante rotación y generando su propio calor. Mientras Lily disfrutaba del poético momento, ajena a la sórdida idea de que su vestido y su capa habían sido indirectamente pagados por Gus Trenor, éste no tenía en su composición la poesía suficiente para perder de vista tan prosaicos hechos. Sólo sabía que en toda su vida no había visto a Lily más elegante, que no se veía en todo el teatro a una mujer que luciera mejor los vestidos caros y que hasta ahora él, a quien ella debía esta oportunidad de exhibirse, no había obtenido otra recompensa que la de contemplarla en compañía de varios centenares de otros pares de ojos.

Para Lily fue, por consiguiente, una sorpresa desagradable encontrarse con él a solas en el fondo del palco durante un entreacto y oírle decir sin preámbulo y en un tono de dolida autoridad:

—Oiga, Lily, ¿qué ha de hacer un pobre diablo para poder verla? Vivo en la ciudad tres o cuatro días por semana y usted sabe que dos líneas siempre me encontrarán en el club, y sin embargo parece que no recuerda mi existencia hasta que me necesita para hacer un negocio.

El manifiesto mal gusto de la observación no facilitó a Lily la tarea de responder porque tenía muy presente que no era el mejor momento para erguir su silueta esbelta y arquear las cejas con gesto sorprendido, medios que solía emplear para poner coto a cualquier incipiente signo de familiaridad.

—Me halaga mucho que desee verme —respondió, fingiendo preocupación—, pero, a menos que haya perdido mis señas, le habría sido fácil encontrarme cualquier tarde en casa de mi tía… De hecho, esperaba que me hiciera una visita.

El intento de apaciguarle con esta última concesión fue un fracaso, porque él replicó, con su acostumbrado ceño fruncido, que tanto le afeaba cuando se enfurecía:

—¡Al diablo las visitas de familia! No tengo intención de desperdiciar la tarde escuchando a otros tipos hablar con usted. Sabe que no me gustan las reuniones sociales… Prefiero escabullirme cuando se organiza esa clase de circo. ¿Por qué no podemos ir juntos a cualquier parte… una pequeña y simpática excursión como aquel paseo en Bellomont el día en que fue a recibirme?

Se acercó desagradablemente al hacer esta sugerencia y ella creyó percibir un aroma significativo que explicaba el color rojo de sus mejillas y la humedad de su frente.

La idea de que una réplica impulsiva podía producir una explosión de cólera la obligó a reprimir su asco y contestó, riendo:

—No sé cómo se puede pasear por el campo viviendo en la ciudad, pero no siempre estoy rodeada de una corte de admiradores y, si me hace saber qué tarde vendrá, dispondré las cosas para que podamos tener una tranquila charla.

—¡Al diablo las charlas! Siempre me dice lo mismo —se soliviantó Trenor, cuyos expletivos carecían de variedad—. Se libró de mí con las mismas palabras en la boda de Gwen Van Osburgh… pero en cristiano significan que, como ya ha conseguido lo que quería de mí, ahora prefiere a cualquier otro.

Su voz subió de tono en la última frase y Lily se sonrojó, fastidiada, pero siguió dominando la situación y posó en el brazo de él una mano conciliadora.

—No sea absurdo, Gus; no puedo permitir que me hable de una forma tan ridícula. Si realmente quiere verme, ¿por qué no damos un paseo por el parque una tarde cualquiera? Convengo con usted en que es divertido ser rústico en la ciudad y, si lo desea, nos veremos allí, daremos de comer a las ardillas y navegaremos por el lago en la góndola de vapor.

Habló sonriendo y mirándole a los ojos de un modo que suavizaba el tono burlón y que logró, de repente, doblegarle a su voluntad.

—Muy bien, de acuerdo: trato hecho. ¿Qué le parece mañana a las tres, al final del Mall? Seré puntual, recuérdelo. Y no me deje plantado, ¿eh, Lily?

Para alivio de la señorita Bart, la repetición de la promesa no fue necesaria porque la puerta se abrió y George Dorset entró en el palco. Trenor cedió su puesto de muy mal humor y Lily dedicó una radiante sonrisa al recién llegado. No había hablado con Dorset desde su estancia en Bellomont, pero algo en la mirada y actitud de él le dijo que recordaba el amistoso estado de sus relaciones. No era hombre a quien resultara fácil expresar admiración: el rostro largo y amarillento y los ojos desconfiados parecían estar siempre a la defensiva contra todas las emociones. Pero la intuición de Lily tenía unas antenas finísimas para todo cuanto abarcaba su propio influjo y, mientras hacía sitio a Dorset en el pequeño sofá, se convenció de que estar cerca de ella le procuraba un placer sin nombre. Pocas mujeres se tomaban la molestia de ser amables con Dorset y Lily lo había sido en Bellomont, y ahora le sonreía con renovada y deliciosa bondad.

—Bueno, aquí estamos otra vez, dispuestos a otros seis meses de maullidos —empezó él, en tono quejumbroso—. Sin la menor diferencia de un año para otro, salvo que las mujeres lucen vestidos nuevos y los cantantes tienen voces nuevas. Mi mujer es aficionada a la música, ¿sabe? Por eso me hace seguir este curso todos los inviernos. Las noches italianas pueden pasar, porque entonces no le importa llegar tarde y hay tiempo de digerir. Pero, cuando dan algo de Wagner, tenemos que cenar a toda prisa y yo sufro las consecuencias. Y las corrientes de aire son diabólicas: asfixia por delante y pleuresía por detrás. ¡Ahí va Trenor, saliendo del palco y olvidando correr la cortina! Claro que, con su cara dura, las corrientes de aire no le afectan. ¿Ha visto alguna vez comer a Trenor? Si le viera, se extrañaría de que siga viviendo; supongo que por dentro también es de cemento armado. Pero he venido para decirle que mi mujer quiere que vaya a nuestra casa de campo el domingo próximo. No diga que no, se lo suplico. Ha invitado a un montón de pelmazos… intelectuales, quiero decir; es su nueva especialidad, ¿sabe?, y no estoy seguro de que no sea peor que la música. Algunos llevan el pelo largo y ya empiezan a discutir con la sopa, por lo que ni se enteran cuando les acercan la bandeja. La consecuencia es que la cena se enfría y yo tengo dispepsia. Ese idiota de Silverton nos los trae a casa; escribe poesías, ¿sabe?, y Bertha y él son cada vez más íntimos. Si quisiera, ella escribiría mejor que todos y no la culpo por querer rodearse de tipos inteligentes; lo único que pido es: «¡No me obligues a verles comer!».

La esencia de esta extraña comunicación suscitó en Lily un placer intenso. En circunstancias normales no habría habido nada sorprendente en una invitación de Bertha Dorset, pero desde el episodio de Bellomont una hostilidad tácita separaba a las dos mujeres. Ahora, Lily sintió con gran asombro que su sed de venganza se había extinguido. Si quieres perdonar a tu enemigo, dice un proverbio malayo, inflígele antes algún daño; y Lily estaba experimentando la veracidad de esta máxima. Si hubiera destruido las cartas de la señora Dorset, tal vez habría continuado odiándola, pero el hecho de haberlas conservado había saciado su resentimiento.

Sonrió, aceptando la invitación y viendo en la reanudación de la amistad una escapatoria de las importunidades de Trenor.