Selden se detuvo, sorprendido. En la aglomeración vespertina de la Estación Grand Central, sus ojos acababan de recrearse con la visión de la señorita Lily Bart.
Era un lunes de principios de septiembre y volvía a su trabajo después de una apresurada visita al campo, pero ¿qué hacía la señorita Bart en la ciudad en aquella estación? Si la hubiera visto subir a un tren, podría haber deducido que se trasladaba de una a otra de las mansiones campestres que se disputaban su presencia al término de la temporada de Newport[1]; pero su actitud vacilante le dejó perplejo. Estaba apartada de la multitud, mirándola pasar en dirección al andén o a la calle, y su aire de indecisión podía ocultar un propósito muy definido. El primer pensamiento de Selden fue que esperaba a alguien, y le extrañó que la idea le sorprendiera. No había novedades en torno a ella y, sin embargo, nunca podía verla sin sentir cierto interés: suscitarlo era una característica de Lily Bart, así como el hecho de que sus actos más sencillos parecieran el resultado de complicadas intenciones.
La curiosidad impulsó a Selden a desviarse de su camino hacia la puerta para acercarse a ella. Sabía que, si no quería ser vista, se las compondría para eludirle a él y le divertía poner a prueba su ingenio.
—Señor Selden… ¡Qué suerte!
Fue hacia él sonriendo, casi impaciente en su afán de salirle al paso. Las pocas personas a quienes rozó se volvieron a mirarla, porque la señorita Bart era una figura capaz de detener incluso a un viajero suburbano que corriera para coger el último tren.
Selden no la había visto nunca tan radiante. Su rubia cabeza, que contrastaba con el apagado colorido de la muchedumbre, resultaba más llamativa que en un salón de baile y el oscuro sombrero con velo le prestaba la tersura juvenil y la tez diáfana que había empezado a perder tras once años de acostarse tarde y bailar con frenesí. ¿Eran realmente once años, se preguntó Selden, y habría cumplido de verdad los veintinueve que le atribuían sus rivales?
—¡Vaya suerte! —repitió—. ¡Qué amable ha sido al acudir en mi ayuda!
Él respondió en tono festivo que hacerlo era su misión en la vida y preguntó de qué forma podía socorrerla.
—¡Oh, casi de cualquier modo! Incluso sentándose en un banco y hablando conmigo. Si podemos pasar sentados un cotillón, ¿por qué no el intervalo entre dos trenes? No hace más calor aquí que en el invernadero de la señora Van Osburgh… y algunas de estas mujeres no son más feas que ella.
Se interrumpió con una risa y explicó que había llegado a la ciudad desde Tuxedo para dirigirse a casa de Gus Trenor en Bellomont, y que había perdido el tren de las tres y cuarto a Rhinebeck[2].
—Y no hay otro hasta las cinco y media. —Consultó el pequeño reloj de brillantes medio oculto entre los encajes del puño—. Dos horas de espera y no sé qué hacer. Mi doncella ha venido esta mañana para comprarme algunas cosas y a la una tenía que marcharse a Bellomont. La casa de mi tía está cerrada y no conozco a un alma en la ciudad. —Miró a su alrededor con un mohín de fastidio—. En realidad, hace más calor que en casa de la señora Van Osburgh. Si tiene tiempo, lléveme a respirar a algún sitio.
Él declaró estar a su entera disposición; la aventura se le antojó divertida. Como espectador, siempre le había gustado Lily Bart, y su propio camino estaba tan fuera de su órbita que le distraía entrar fugazmente en la súbita intimidad que implicaba aquella proposición.
—¿Vamos a tomar una taza de té a Sherry’s?
Ella sonrió, complacida, pero en seguida hizo una ligera mueca.
—Los lunes viene tanta gente a la ciudad…, lo más probable es que encontremos a un montón de latosos. A mi edad, esto no debe preocuparme, pero, a la de usted, sí —objetó alegremente—. Me muero de ganas de una taza de té, pero… ¿no hay un lugar más tranquilo?
Él correspondió a su sonrisa, que encontró cautivadora. Su discreción le interesó tanto como su imprudencia; estaba seguro de que ambas formaban parte de un plan cuidadosamente elaborado. Al juzgar a la señorita Bart, siempre le había atribuido «segundas intenciones».
—Los recursos de Nueva York son bastante exiguos —observó—, pero llamaré a un coche de punto y luego inventaremos algo.
La condujo por la marea de excursionistas recién llegados a la ciudad, entre muchachas de tez amarillenta, tocadas con sombreros ridículos, y mujeres de pecho plano, cargadas de paquetes y abanicos de palma. ¿Era posible que Lily perteneciera a la misma raza? El desaliño y la vulgaridad de aquellas mujeres del montón hicieron tomar a Selden conciencia de la distinción de su acompañante.
Un breve chubasco había refrescado el aire y unas nubes henchidas de agua aún se cernían sobre la calle húmeda.
—¡Qué delicia! Paseemos un poco —propuso ella al salir de la estación.
Doblaron hacia la Avenida Madison y empezaron a andar en dirección norte. Lily caminaba con paso largo y ligero y Selden sintió que su proximidad le procuraba un raro placer. La forma de la delicada oreja, el cabello ondulado hacia arriba —¿acaso un poco abrillantado por medios artificiales?—, la espesa cortina de pestañas negras y rectas… todo en ella era a la vez vigoroso y exquisito, fuerte y frágil. Selden tuvo la confusa idea de que hacerla debía haber sido muy costoso, de que muchas personas feas y mediocres habían tenido que ser sacrificadas de algún modo misterioso para crearla. Comprendió que las cualidades que la distinguían de las demás mujeres eran en su mayoría externas, como si a la vulgar arcilla le hubiera sido aplicado un fino barniz de elegancia y belleza. Pero esta analogía le dejó insatisfecho, porque un material tosco no admite un acabado primoroso, y ¿no sería posible que el material fuese fino, pero las circunstancias le hubieran dado una forma fútil?
Al llegar a este punto de sus especulaciones, reapareció el sol y la sombrilla abierta puso fin a su deleite. Un momento después, ella se detuvo con un suspiro.
—Oh, estoy sedienta y acalorada… ¡Qué lugar tan odioso es Nueva York! —Miró con expresión de desaliento la monótona calle de arriba abajo—. Otras ciudades se engalanan durante el verano, pero Nueva York parece ir en mangas de camisa. —Echó una ojeada a una de las calles adyacentes—. Alguien fue lo bastante humano para plantar unos árboles allí. Vamos a la sombra.
—Me alegro de que mi calle merezca su aprobación —observó Selden cuando llegaron a la esquina.
—¿Su calle? ¿Vive usted aquí?
Contempló con interés las fachadas nuevas de ladrillo y piedra caliza, fantásticamente variadas en atención al afán de novedad norteamericano, pero frescas y acogedoras con sus toldos y jardineras.
—¡Ah, sí, claro! El Benedick. ¡Qué edificio tan bonito! No creo haberlo visto antes. —Admiró la casa baja, con portal de mármol y fachada pseudogeorgiana—. ¿Cuáles son sus ventanas? ¿Las del toldo bajo?
—Las del piso superior, sí.
—¿Y ese pequeño y bonito balcón es suyo? ¡Qué fresco parece!
Él guardó silencio unos segundos.
—Suba y compruébelo —sugirió—. Puedo darle una taza de té en cuestión de segundos… y no encontrará a ningún latoso.
Ella se ruborizó —todavía dominaba el arte de sonrojarse en el momento oportuno—, pero aceptó la sugerencia con la misma ligereza con que había sido ofrecida.
—¿Por qué no? Es demasiado tentador… Me arriesgaré —declaró.
—Oh, no soy peligroso —replicó él en el mismo tono. A decir verdad, Lily no le había gustado nunca tanto como en aquel momento. Sabía que había aceptado con espontaneidad: él no podía ser nunca un factor en sus cálculos y la franqueza del consentimiento fue una sorpresa, casi un bálsamo.
Se detuvo en el umbral para buscar la llave del piso.
—No hay nadie, pero se supone que viene un criado por las mañanas y es posible que haya sacado el servicio de té y alguna especie de pastel. La hizo pasar a un diminuto recibidor de paredes cubiertas por grabados antiguos. Ella se fijó en las cartas y notas amontonadas sobre la mesa junto a sus guantes y bastones y a continuación se encontró en una pequeña biblioteca, oscura pero alegre, con estanterías de libros, una alfombra turca de colores agradablemente descoloridos, un escritorio lleno a rebosar y, como él había anticipado, una bandeja con un servicio de té sobre una mesa baja cerca de la ventana. Se había levantado un poco de brisa que hinchaba hacia dentro los visillos de muselina y traía consigo la fresca fragancia de las resedas y petunias plantadas en la jardinera del balcón.
Lily se desplomó con un suspiro en uno de los gastados sillones de cuero.
—¡Qué delicia, tener un lugar así para uno solo! ¡Qué triste es ser mujer! —y se apoyó en el respaldo para saborear mejor su descontento.
Selden revolvía en un aparador en busca del pastel.
—Incluso las mujeres pueden gozar de los privilegios de un apartamento propio —dijo.
—Oh, institutrices… o viudas. Pero no chicas solteras… ¡no las chicas casaderas, pobres y aburridas!
—Hasta yo conozco a una joven que vive en un piso.
Sorprendida, Lily se incorporó.
—¿De verdad?
—Sí —afirmó Selden, volviendo del aparador con el anunciado pastel.
—Ah, ya sé… se refiere a Gerty Farish. —Lily esbozó una sonrisa poco bondadosa—. Pero yo he dicho «casaderas» y, además, su piso es pequeño y espantoso, no tiene doncella y sirve cosas muy extrañas para comer. Su cocinera hace la colada y la comida sabe a jabón. Esto me horripilaría, claro.
—No coma con ella los días de colada —dijo Selden, cortando el pastel.
Ambos rieron y él se arrodilló delante de la mesa para encender el infiernillo sobre el que reposaba la tetera, mientras Lily medía el té y lo echaba en otra tetera de porcelana verde brillante. Al contemplar Selden la mano, delicada como una pieza de marfil antiguo, de uñas largas y rosadas, y el brazalete de zafiros resbalando por la muñeca, le pareció irónico haberle sugerido una vida como la que había elegido su prima Gertrude Farish. Lily era de modo tan manifiesto víctima de la civilización que la había procreado que incluso los eslabones de su pulsera parecían esposas destinadas a encadenarla a su destino.
Como si hubiera leído sus pensamientos, Lily exclamó con encantadora compunción:
—Ha sido horrible por mi parte decir eso de Gerty. Olvidaba que es prima suya. Es que somos tan diferentes… A ella le gusta ser buena y a mí me gusta ser feliz. Y además, Gerty es libre y yo no. Si lo fuera, creo que hasta podría ser feliz en su apartamento. Debe ser el colmo de la dicha distribuir los muebles tal como a una se le antoja y dar todas las cosas horrendas al trapero. Sé que sería una mujer distinta simplemente si pudiera decorar el salón de mi tía.
—¿Tan feo es? —inquirió Selden, comprensivo.
Lily le sonrió por encima de la tetera que sostenía para que él la llenara.
—Esto indica lo poco frecuentes que son sus visitas. ¿Por qué no viene más a menudo?
—Cuando voy, no es para mirar el mobiliario de la señora Peniston.
—Tonterías —replicó ella—. No viene nunca. Y sin embargo… congeniamos cuando nos vemos.
—Tal vez sea ésta la razón —respondió él con prontitud—. Lamento no tener crema de leche… ¿se contenta con una rodaja de limón?
—Incluso lo prefiero. —Esperó a que Selden cortara el limón y echara un fino redondel en su taza—. Pero la razón no es ésta —insistió.
—¿La razón de qué?
—De que no nos visite nunca. —Se inclinó hacia delante con una sombra de perplejidad en sus bonitos ojos—. Me gustaría conocerle… Me gustaría comprenderle. Ya sé que hay hombres a quienes no gusto, es algo que se nota en seguida. Y otros me tienen miedo; creen que quiero casarme con ellos. —Le sonrió con franqueza—. Pero me parece que a usted no le disgusto y, por descontado, no piensa que desee casarme con usted.
—No, la absuelvo de eso —convino Selden.
—Entonces, ¿qué…?
Se había llevado la taza hasta la chimenea y, apoyado en la repisa, la contemplaba con aire de diversión indolente. La provocativa mirada de Lily aumentaba su diversión; no la imaginaba gastando pólvora en una caza tan insignificante, aunque tal vez se trataba de un ardid o quizá las muchachas como ella sólo sabían hablar de temas personales.
En cualquier caso, su belleza era excepcional y él la había invitado a tomar el té y debía estar a la altura de las circunstancias.
—Pues que tal vez sea ésta la razón —explicó, en un impulso.
—¿Cuál?
—El hecho de que no quiera casarse conmigo. Quizá no lo considero un gran aliciente para ir a verla. —Sintió un pequeño escalofrío en la espalda al decir esto, pero la risa de Lily le tranquilizó.
—Mi querido señor Selden, la frase no ha sido digna de usted. Cortejarme es una necedad por su parte y usted no suele ser necio. —Se apoyó en el respaldo y bebió unos sorbos de té con aire tan sensato y encantador que, de haber estado ambos en el salón de su tía, Selden casi habría intentado discrepar de semejante deducción—. ¿No comprende —prosiguió— que sobran hombres para decirme cosas agradables y que lo que necesito es un amigo que no tema espetarme las desagradables cuando me convienen? A veces he imaginado que usted podría ser este amigo… ignoro por qué, quizá porque no es presuntuoso ni vulgar y yo no tendría que fingir o estar siempre en guardia. —Su voz acabó en un tono serio y se quedó mirándole con la confusa gravedad de una niña—. No sabe hasta qué punto necesito a un amigo así —continuó—. Mi tía rebosa de axiomas convencionales, todos inventados para regir una conducta propia de los años cincuenta. Siempre tengo la impresión de que vivir de acuerdo con ellos supondría llevar brocado y mangas con esclavina. Y las demás mujeres —mis mejores amigas—, bueno, hacen uso o abuso de mí, pero les tiene sin cuidado lo que pueda ocurrirme. Ya estoy demasiado vista y la gente se está cansando de mí y empieza a decir que debería casarme.
Hubo un silencio momentáneo durante el cual Selden meditó una o dos respuestas con la intención de añadir un efímero incentivo a la situación, pero las rechazó en favor de la sencilla pregunta:
—Bueno, ¿y por qué no lo hace?
Ella se ruborizó y soltó una carcajada.
—¡Ah! Veo que es un amigo, después de todo, ya que me ha dicho una de las cosas desagradables que necesitaba oír.
—Yo no la considero desagradable —respondió él en tono amistoso—. ¿No es su vocación el matrimonio? ¿Acaso no nos educan a todos para casarnos?
Ella suspiró:
—Sí, supongo que sí. ¿Qué otra cosa se puede hacer?
—Exacto. Así pues, ¿por qué no decidirse y dar el asunto por zanjado?
Lily se encogió de hombros.
—Habla como si tuviera que casarme con el primer hombre que se cruzara en mi camino.
—No he querido decir que haya ninguna prisa, pero seguro que existe alguien con los requisitos necesarios.
Lily movió la cabeza con gesto de hastío.
—Desperdicié un par de buenas ocasiones cuando fui presentada en sociedad (supongo que todas las chicas lo hacen); y ya sabe usted que soy horriblemente pobre… y muy cara. Necesito mucho dinero.
Selden se volvió para coger una pitillera de la repisa.
—¿Qué ha sido de Dillworth? —preguntó.
—Oh, su madre se asustó: temía que quisiera cambiar la montura de todas las joyas de la familia. Y quiso arrancarme la promesa de que no reformaría la decoración del salón.
—¡Justo el motivo por el que quiere casarse!
—Exacto. De modo que le envió a la India.
—Mala suerte… pero puede encontrar a alguien mejor que Dillworth.
Le alargó la pitillera y ella cogió tres o cuatro cigarrillos, se puso uno entre los labios y guardó los otros en una cajita de oro que pendía de su largo collar de perlas.
—¿Tengo tiempo? Sólo dos caladas, entonces.
Se inclinó hacia delante para encender su cigarrillo con el de él y, mientras lo hacía, Selden observó con un placer puramente impersonal la regularidad de las negras pestañas en los finos y blancos párpados y la sombra violácea de las ojeras difuminándose en la palidez de la mejilla.
Lily empezó a deambular por la habitación, examinando las estanterías entre las volutas de humo de su cigarrillo. Algunos libros tenían el tono oscuro del tafilete antiguo y una buena encuadernación artesana, y sus ojos los acariciaron largamente, no con la apreciación del experto, sino con el gusto por los matices y texturas agradables que era una de sus susceptibilidades más profundas. De improviso su expresión pasó del placer a una activa conjetura y se volvió hacia él con una pregunta.
—Es coleccionista, ¿verdad? ¿Colecciona primeras ediciones y cosas por el estilo?
—En la medida en que puede hacerlo un hombre sin fortuna. De vez en cuando encuentro algo entre las baratijas y asisto a las grandes subastas.
Ella se había vuelto de nuevo hacia los libros, pero ya no los miraba con atención y Selden vio que estaba preocupada por otra idea.
—¿Y libros relacionados con la historia de Estados Unidos? ¿También los colecciona?
Selden la miró y se echó a reír.
—No, esto se aparta bastante de mis preferencias. Verá, no soy coleccionista, sólo me gusta tener ediciones buenas de mis libros favoritos.
Ella esbozó un mohín.
—Y supongo que los libros históricos americanos son muy aburridos. Yo diría que sí… excepto para el historiador. Pero los verdaderos coleccionistas valoran las cosas por su rareza. No me imagino a los compradores de viejos libracos de historia americana leyéndolos durante toda la noche… El anciano Jefferson Gryce no lo hacía, desde luego.
Ella escuchaba con viva atención.
—Y no obstante, se venden a precios fabulosos, ¿verdad? Parece extraño que alguien esté dispuesto a pagar un montón de dinero por un libro feo y mal impreso que no piensa leer nunca. Y supongo que la mayoría de quienes poseen libros viejos de historia americana no son historiadores, ¿verdad?
—No, muy pocos historiadores pueden permitirse el lujo de comprarlos; tienen que consultarlos en bibliotecas públicas o en colecciones particulares. Al parecer, es sólo la rareza lo que atrae al coleccionista medio.
Se había sentado en el brazo de un sillón, cerca de Lily, y ésta continuó interrogándole, interesada por cuáles eran los volúmenes más raros, por si la colección de Jefferson Gryce se consideraba realmente la mejor del mundo y por cuál era el precio más alto jamás pagado por un solo libro.
Resultaba tan agradable mirarla mientras cogía de los estantes un libro tras otro y volvía rápidamente las páginas entre los dedos, con el perfil inclinado destacando contra el cálido fondo de las viejas encuadernaciones, que Selden hablaba sin detenerse a pensar con extrañeza en su repentino interés por un tema tan poco sugestivo. Sin embargo, nunca podía estar mucho rato con Lily sin tratar de hallar una razón para sus actos y, cuando la vio colocar en su sitio la primera edición de La Bruyére y dar la espalda a la librería, empezó a especular sobre sus intenciones. La siguiente pregunta que le formuló no le ayudó a esclarecer nada. Se detuvo ante él con una sonrisa cuyo propósito parecía ser admitirle en su intimidad y al mismo tiempo recordarle las restricciones que eso imponía.
—¿No ha lamentado alguna vez —inquirió de repente— no ser lo bastante rico para comprar todos los libros que le gustan?
Él siguió su mirada en torno a la habitación, pasando por el gastado mobiliario y las deslucidas paredes.
—¿Que si lo he lamentado? ¿Me toma por un santo o por un alcornoque?
—Y trabajar… ¿le molesta?
—Bueno, el trabajo en sí no está tan mal; me gusta bastante la abogacía.
—No, yo hablo de la obligación, la rutina… ¿No tiene nunca ganas de escapar, de ver personas y lugares nuevos?
—Unas ganas terribles… en especial cuando veo a todos mis amigos apresurarse para coger un barco.
Lily exhaló un suspiro de asentimiento.
—Pero ¿lo desea lo bastante… para casarse, a fin de escapar?
Selden soltó una carcajada.
—¡Dios me libre! —declaró.
Ella se levantó con otro suspiro, tirando el cigarrillo a la chimenea.
—Ah, ahí está la diferencia… Una chica no tiene más remedio, un hombre sólo se casa si quiere. —Le contempló con expresión crítica—. Su chaqueta es un poco vieja, pero ¿a quién le importa? No impedirá que la gente le invite a cenar. Si yo vistiera prendas viejas, nadie me aceptaría; a una mujer se la invita tanto por su vestuario como por su persona. Los vestidos son el telón de fondo, el marco, por así decirlo; no son causa del éxito pero sí parte de él. ¿Quién quiere a una mujer desaliñada? Tenemos que ser guapas e ir bien vestidas hasta que nos caemos muertas… y, si no podemos lograrlo solas, tenemos que asociarnos.
Selden la miró, divertido; era imposible, pese a los ojos bellos e implorantes, ver su caso con sentimentalismo.
—Bueno, supongo que habrá mucho capital en busca de semejante inversión. Tal vez encuentre su destino esta noche, en casa de los Trenor.
Ella le dirigió una mirada interrogante.
—Pensaba que usted también iría… ¡Oh, no estará tan lleno! Pero estarán muchos miembros de su grupo: Gwen Van Osburgh, los Wetherall, lady Cressida Raith… y George Dorset y su mujer.
Hizo una pausa antes del último nombre y formuló una pregunta a través de las pestañas, pero él continuó imperturbable.
—La señora Trenor me invitó, pero no puedo marcharme hasta el fin de semana y los grupos numerosos me aburren.
—¡A mí también! —exclamó ella.
—Entonces, ¿por qué va?
—Es parte del negocio… ya lo ha olvidado. Y además, si no fuera, tendría que quedarme a jugar al bézique con mi tía en Richfield Springs[3].
—Esto es casi peor que casarse con Dillworth —convino él, y ambos rieron por el puro placer de su improvisada intimidad.
Lily echó una ojeada al reloj.
—¡Dios mío! Debo irme. Son más de las cinco.
Se detuvo delante de la chimenea para estudiarse en el espejo y arreglarse el velo. Su postura reveló la larga curva de sus esbeltas caderas, que prestaba a su silueta una especie de gracia salvaje, como si fuera una criada capturada y sometida a las convenciones de salón; y Selden pensó que era aquel rasgo de libertad silvestre de su naturaleza lo que tanto sabor daba a su artificialidad.
La siguió hasta el recibidor, pero en el umbral ella le alargó la mano en un gesto de despedida.
—Ha sido encantador y ahora tendrá que devolverme la visita.
—Pero ¿no quiere que la acompañe a la estación?
—No, despidámonos aquí, se lo ruego.
Dejó un momento la mano en la de él, sonriéndole de modo adorable.
—Adiós, entonces… ¡y buena suerte en Bellomont! —dijo Selden, abriendo la puerta.
Lily se paró en el rellano y echó un vistazo. Las posibilidades de que alguien la viera eran mínimas, pero nunca se sabía con seguridad y siempre pagaba sus raras indiscreciones con una violenta reacción de prudencia. Sin embargo, no había nadie a la vista, excepción hecha de una mujer que fregaba las escaleras; era tan gorda y sus utensilios de limpieza ocupaban tanto sitio que, para sortearla, Lily tuvo que recogerse las faldas y arrimarse a la pared. La mujer levantó la vista con curiosidad, apoyando al mismo tiempo los puños rojizos en la bayeta mojada que acababa de sacar del cubo. Tenía una cara ancha y cetrina, ligeramente picada de viruela, y unos cabellos ralos, del color de la paja, a través de los cuales se veía brillar el cuero cabelludo.
—Perdone —dijo Lily, con intención de subrayar con su cortesía los malos modales de la mujer que, sin contestar, empujó el cubo hacia un lado y continuó con la mirada clavada en la señorita Bart. Ésta pasó con un crujido de faldas de seda, sintiendo que se ruborizaba. ¿Qué pensaba aquella mujer? ¿No podía una obrar del modo más sencillo e inofensivo sin verse sometida a odiosas conjeturas? A medio camino del rellano inferior, sonrió al pensar que la mirada de una fregona había podido perturbarla. Lo más probable era que la pobrecilla estuviera deslumbrada por la imprevista aparición. Pero ¿eran imprevistas tales apariciones en la escalera de Selden? La señorita Bart desconocía el código moral de los edificios de apartamentos para solteros y volvió a sonrojarse cuando se le ocurrió que la persistente mirada de la mujer podía significar un intento de asociarla con otras caras. Desechó, sin embargo, esta idea, sonrió ante sus propios temores y siguió bajando a toda prisa mientras se preguntaba si encontraría un coche de alquiler antes de la Quinta Avenida.
Bajo el portal georgiano volvió a detenerse y escudriñó la calle en busca de un coche. No se veía ninguno, pero al salir a la acera tropezó con un hombre bajo, de aspecto vulgar, que llevaba una gardenia en el ojal y que se descubrió con una exclamación de sorpresa.
—¡Señorita Bart! ¡Vaya casualidad! ¡Esto sí que es suerte! —exclamó; y ella captó un destello de divertida curiosidad entre los párpados entornados.
—Oh, señor Rosedale… ¿cómo está usted? —dijo, percatándose de que la irreprimible contrariedad de su propio rostro se reflejaba en la sonrisa súbitamente íntima del rostro de su conocido.
El señor Rosedale la observaba con interés y aprobación. Era un hombre gordinflón y sonrosado, el tipo clásico de judío rubio, vestido con un elegante traje londinense que en él semejaba una tapicería; sus ojos pequeños y oblicuos daban la impresión de estudiar a las personas como si fueran curiosidades. Dirigió una mirada inquisitiva a la fachada del Benedick.
—¿Ha venido a la ciudad para ir de compras, supongo? —preguntó en un tono que sugería la familiaridad de un contacto físico.
La señorita Bart dio un pequeño respingo y ofreció en seguida atolondradas explicaciones.
—Sí… he venido a la modista y ahora iba a coger el tren para visitar a los Trenor.
—Ah, su modista; vaya, vaya —dijo él con voz meliflua—. Ignoraba que hubiera modistas en el Benedick.
—¿El Benedick? —repitió ella, perpleja—. ¿Es el nombre de este edificio?
—Sí, se llama así, creo que es una palabra arcaica para soltero, ¿verdad? Casualmente el edificio es mío… por eso lo sé. —Su sonrisa se acentuó mientras añadía con creciente desparpajo—: Pero debe permitirme que la acompañe a la estación. Los Trenor están en Bellomont, claro. Apenas le queda tiempo para coger el tren de las cinco cuarenta. Supongo que la modista la ha hecho esperar.
Lily se puso rígida al oír el irónico comentario.
—Oh, gracias —tartamudeó y en aquel momento vio un coche de punto bajar con lentitud por la Avenida Madison y lo llamó con un desesperado ademán—. Es usted muy amable, pero no quiero causarle tantas molestias —añadió, alargando la mano al señor Rosedale y saltando, sin hacer caso de las protestas de éste, al vehículo salvador, desde cuyo interior gritó una orden al cochero con voz entrecortada.