CAPÍTULO TREINTA Y DOS
UNOS RELÁMPAGOS CENTELLEAN, Y ACTO SEGUIDO EL trueno retumba. A la luz de los brillantes destellos, veo las nubes expandirse y descargar. Está lloviendo a mares, y el mogadoriano armado me mira desde arriba. Aprieta su cañón contra mi colgante azul y dice algo que no entiendo. La herida del abdomen ya casi se me ha curado, y, a pesar del trueno, oigo a Eli gritar mi nombre.
«Si voy a morir, al menos tengo que liberarla primero —pienso—. Una de nosotras tiene que sobrevivir para contárselo a los demás». Levanto las manos con cuidado y visualizo el tronco abriéndose, y de repente un rayo crepita a lo lejos. Menos de un segundo después, el rayo impacta sobre el mogadoriano que me tiene encañonada y lo convierte en un montón de cenizas barridas por el viento.
Me pongo en pie y veo que solo he abierto el tronco del haya la mitad de lo necesario. Sigo separando las dos partes mientras corro hacia Eli.
—¿Estás bien? —le pregunto.
Ella sale del tronco y se lanza a mis brazos.
—No te veía —dice, abrazándome con fuerza—. Pensé que te había perdido.
—Todavía no —digo, cogiendo el Cofre—. Vamos.
Cuando damos media vuelta para echar a correr, vemos a nuestros dos aliados viniendo hacia nosotras. Héctor está herido, y se apoya en Crayton rodeándole los hombros con el brazo. El viento y la lluvia arrecian con fuerza. Detrás de ellos puede verse una primera oleada de mogadorianos y kraul corriendo desde la orilla en dirección a ellos. Al verlos, rompo una rama grande de un árbol muerto y la lanzo con fuerza contra la manada de kraul más cercana. La rama consigue derribar a varios, pero enseguida vuelven a levantarse. Un soldado mogadoriano me arroja una granada. La intercepto en pleno vuelo con la mente y la lanzo de vuelta por donde ha venido. La granada explota, y con ella varios mogadorianos y kraul, que caen al suelo formando montoncitos de ceniza encharcada. Yo les echo encima un árbol tras otro, una piedra tras otra, con lo que consigo derribar y matar a muchos más.
—¡Ayúdame! —grita Crayton.
Corro a agarrar a Héctor en su lugar. Tiene un mordisco en el abdomen y un agujero de bala en el brazo, ambos con una fuerte hemorragia.
—¡Vamos, todos! —grita Crayton, sacando balas del bolsillo de su abrigo y deslizándolas dentro del cargador vacío de su arma—. ¡Tenemos que llegar hasta la presa!
Apenas abro la boca para responder, un enorme relámpago estalla sobre nuestras cabezas, propagándose por el cielo como si fueran las venas de los dioses y dejando un inconfundible regusto metálico en el aire. Un trueno ensordecedor reverbera en las montañas. El viento y la lluvia cesan, y las nubes giran y giran en una gigantesca vorágine. Entonces se forma un ojo oscuro y brillante, que nos mira desde la cima de las montañas. Los mogadorianos están tan sorprendidos como nosotros. El viento vuelve a entrar en acción, y con él los nubarrones y los relámpagos, primero despacio y luego ganando velocidad en dirección a nosotros. Es una tormenta perfecta, hermosa en su cataclísmico corazón, distinta a cualquier cosa que haya visto nunca. Incapaces de reaccionar, nos quedamos mirando los nubarrones correr hacia nosotros con un profundo rugido.
—¿Qué está pasando? —grito para hacerme oír por encima del viento huracanado.
—¡No lo sé! —contesta Crayton—. ¡Pero vamos a tener que ponernos a cubierto!
Pero no se mueve, y los demás tampoco. Héctor parece haberse olvidado del dolor de sus heridas y asiste atónito al espectáculo.
—¡Vamos! —grita al fin Crayton, y entonces se da la vuelta y dispara a los mogadorianos para cubrirnos mientras los demás subimos a toda prisa por una colina para luego descender hasta un valle.
Veo a mi derecha la presa, que conecta dos montañas bajas. Está demasiado lejos como para pensar seriamente que llegaremos hasta allí. Héctor está pálido y se está quedando sin fuerzas, y yo empiezo a buscar un sitio donde parar para curarle. Los disparos de Crayton dejan de oírse. Miro atrás temiendo lo peor, pero simplemente se ha quedado sin munición. Se echa el arma sobre el hombro y corre hasta nosotros.
—¡No vamos a poder llegar a la presa! —grita—. ¡Corramos hacia el lago!
Empieza a llover de nuevo mientras los cuatro cambiamos de rumbo. Las balas pasan a toda velocidad rozando nuestras huellas en la hierba y rebotando contra las rocas. Las nubes se deslizan sobre nosotros con un rugido. Un segundo después, es como si estuviéramos debajo de un puente: la lluvia cesa de pronto. Miro a mis espaldas y veo que, a solo unos pasos por detrás de nosotros, la lluvia sigue cayendo con fuerza. El viento sopla con fiereza, y, de repente, los mogadorianos que nos iban siguiendo se ven inmersos en la peor tormenta que haya visto nunca y desaparecen por completo entre la lluvia.
Nuestros pies resbalan sobre la arena de la orilla, y Eli y Crayton se tiran de cabeza al agua.
—No puedo hacerlo, Marina —dice Héctor, deteniéndose antes de llegar al agua.
Yo dejo el Cofre en el suelo, le cojo de la mano y digo:
—Puedo curarte, Héctor.
—No serviría de nada. No sé nadar.
—Héctor, soy Marina la del mar, ¿recuerdas?
Dejo que el frío cosquilleo se deslice por la punta de mis dedos hacia el agujero de su brazo. Lo veo cambiar de un tono negro y grisáceo a uno rojo, hasta convertirse en un parche oscuro de piel arrugada. Luego me concentro rápidamente en el mordisco que tiene en el abdomen, debajo de la camisa, y Héctor se yergue, lleno de energía. Entonces le miro a los ojos y digo:
—Soy la reina del mar, y nadaré contigo.
—Pero hay que llevar eso —dice Héctor, señalando el Cofre.
—Entonces tendrás que sujetarlo tú —digo antes de entregárselo.
Corremos por el agua hasta que nuestros pies dejan de tocar el fondo, y entonces rodeo el torso de Héctor con el brazo derecho y remo con el izquierdo. Él sujeta el Cofre contra su barriga y flota sobre la espalda, con la cara asomando por la superficie del agua. Eli y Crayton nos esperan en mitad del lago, y yo me acerco con Héctor hacia ellos.
Los nubarrones se disipan, encogiéndose para formar un centenar de penachos grises en el cielo. Los mogadorianos ya no están desdibujados por la tormenta, y en cuanto nos ven se lanzan hacia el lago, con decenas de kraul ladrando frente a ellos.
Una mota negra cae del cielo al desaparecer la última nube; cuanto más se acerca, más empieza a parecerse a un ser humano.
Con un gran colgante azul suspendido del cuello, aterriza en la orilla, rizando la arena. Es una chica muy guapa, con el pelo negro como el azabache; nada más verla, sé que es la de mis sueños, la que pinté en el muro de la cueva.
—¡Es una de los nuestros! —exclamo.
La chica mira a su alrededor, establece contacto visual conmigo y acto seguido desaparece. Estoy impactada, desolada, pensando que me la he imaginado.
—¿Adónde ha ido? —pregunta Eli. Si ella también la ha visto, entonces comprendo que no me la he imaginado.
En ese instante, veo que los dos kraul más cercanos han salido despedidos hacia atrás. Están flotando en el aire, ladrando y gruñendo a algo que hay a sus espaldas, y entonces chocan uno contra el otro hasta quedar inertes. Uno de ellos sale volando hacia las piernas de dos soldados mogadorianos y el otro se balancea en el aire, chocando contra otros kraul y soldados.
—Invisibilidad. Tiene el legado de la invisibilidad —murmura Crayton.
«¿Es invisible?». Siento una mezcla de sorpresa y envidia, pero sobre todo de agradecimiento. Cada kraul que toca el agua es empujado hacia atrás por una mano invisible y lanzado con fuerza contra la dura arena o contra un soldado mogadoriano. De repente, un cañón caído se eleva sobre la hierba y comienza a disparar en todas direcciones. Todos los kraul, uno a uno, acaban aniquilados. Decenas de mogadorianos explotan en nubes de ceniza.
Se oyen unos disparos de cañón atronar al otro lado del lago, y al volverme veo veinte mogadorianos o más adentrándose en el agua hasta la cintura. Disparan unos rayos de luz sobre el agua que nos rodea, creando tanto vapor que apenas veo a Héctor frente a mí.
—¿Eli? —grito.
—¡Aquí! —grita ella desde mi izquierda.
—Sujeta a Héctor.
—¿Por qué? —pregunta ella, rodeando el torso de Héctor con su brazo.
—Porque no voy a quedarme aquí mientras esa chica lucha sola. Esta también es mi guerra.
Antes de que nadie pueda detenerme, me sumerjo bajo la superficie y el agua me cosquillea en los pulmones. Buceo más profundo, hasta que el color verde azulado del agua del lago se vuelve gris. Veo el cuerpo descomunal de Olivia debajo de mí: yace inerte en el fondo del lago, con nubes de sangre brotando de las heridas de su lomo.
Me dirijo a la otra orilla del lago y, al cabo de un minuto, empiezo a ver las piernas de los mogadorianos. Nado hasta el que está más lejos por la izquierda. Planto los pies en el fondo fangoso y me proyecto fuera del agua. El soldado ni siquiera tiene tiempo de reaccionar cuando lo lanzo hacia el centro del lago con la mente. Luego hago flotar su cañón hasta mis manos, le disparo y no suelto el gatillo: todos los mogadorianos alineados en la orilla estallan en cenizas, y, cuando los he matado a todos, apunto hacia los cientos que hay junto a los vehículos.
Algo se mueve en el agua detrás de mí, pero no me da tiempo a reaccionar: un kraul salta y hunde sus dientes en mi costado. El dolor es horrible, como si alguien me estuviera marcando con un hierro al rojo vivo. La bestia me lanza de cabeza al agua y luego contra la arena de la orilla. Recupero el aliento y grito mientras el kraul vuelve a lanzarme al agua describiendo un arco. Estoy convencida de que voy a morir, pero de repente sus fauces se abren y me libera. Caigo de bruces sobre la orilla y veo cómo las mandíbulas de la criatura se siguen abriendo hasta que se oye un sonido de huesos crujiendo. Entonces, la chica de pelo negro se materializa ante mí, con las manos sobre los labios temblorosos de la bestia. Ella vuelve a mirarme antes de desencajar del todo las fauces y matar al kraul.
—¿Estás bien? —pregunta.
Yo me levanto la camisa y me coloco la mano en la herida.
—Lo estaré enseguida.
—Bien —dice ella, y se agacha para esquivar un disparo de cañón—. ¿Tú qué número eres?
—Siete.
—Yo soy Seis —dice antes de desaparecer de nuevo.
El frío cosquilleo se propaga de la punta de mis dedos hasta mi cuerpo, pero sé que no podré curarme completamente antes de que me alcance la oleada de soldados mogadorianos que se acercan. Ruedo hasta el lago y me sumerjo bajo el agua. Cuando salgo a la superficie, mi herida está casi curada.
Número Seis está subida en lo alto de uno de los vehículos blindados, blandiendo una reluciente espada. La veo luchar con varios soldados a la vez: cortando extremidades a mandobles, interceptando disparos de cañón con la hoja de su arma, haciendo flotar un cañón muy alto sobre su cabeza con la telequinesia para hacer saltar en pedazos a decenas de mogadorianos en formación. Entonces, lanza la espada contra un racimo de soldados y atraviesa a tres de un golpe. Luego agarra la ametralladora que hay montada sobre el vehículo y acribilla a decenas de mogadorianos en cuestión de segundos.
No quedan más que unos veinte o treinta soldados, y puede que unos cuatro kraul. Mientras con una mano dispara y destruye los vehículos blindados de la orilla, Número Seis sostiene la otra mano por encima de su cabeza. Unas nubes negras se forman sobre las montañas, y los rayos se precipitan contra el suelo a su alrededor y lo resquebrajan. Los mogadorianos dan muestras de miedo por primera vez: veo a unos cuantos soltar sus armas y correr hacia el bosque.
—¡Salid del agua! —grito, temiendo el efecto de los rayos. Eli remolca a Héctor hasta la orilla del lago y Crayton los sigue.
Llego a la orilla, junto a Número Seis, y cojo dos cañones. Manteniendo a duras penas el equilibrio mientras aprieto ambos gatillos, reduzco a cenizas a más soldados y destruyo a dos de los kraul. Un mogadoriano herido que está escondido tras un vehículo blindado hecho trizas lanza una granada a la espalda de Número Seis, pero yo hago estallar el proyectil por los aires. La explosión hace girar a Número Seis con la ametralladora, y un instante después el soldado no es más que una nube de ceniza.
No puedo dejar de mirar a Número Seis. Su fuerza me tiene hechizada. El colgante azul salta sobre su pecho mientras el cañón de su mano va derribando a más y más soldados. Gira a la izquierda y hace saltar a un kraul en pedazos, y acto seguido gira a la derecha y fulmina otro puñado de mogadorianos con un rayo.
El valle está lleno de luces y humo, húmedo y carbonizado. Miro a mi alrededor y me cuesta creer que vayamos a vencer en cuestión de segundos. Crayton se acerca corriendo. Le lanzo una de mis armas y enseguida está matando a los soldados que huyen al bosque. Héctor corre con mi Cofre, y pronto los tengo a él y a Eli detrás de mí. Sonrío a mis amigos, señalando con la cabeza hacia Número Seis y pensando que lo peor ya ha pasado, pero entonces Eli levanta la mirada por encima de mi cabeza y se pone lívida.
—¡Los piken! —grita.
Cuatro monstruos cornudos bajan corriendo por la ladera a toda velocidad. Justo debajo, Número Seis está ocupada con los pocos soldados y el kraul que quedan. Arranco todos los abetos que puedo y los lanzo disparados como misiles. Cuatro de ellos chocan contra el primer piken, que cae hacia atrás, en la trayectoria de los otros tres, y acaba aplastado y muerto en la estampida.
—¡Número Seis! —grito.
Ella me oye, y entonces señalo a los piken que corren ladera abajo hasta el valle. Ella gira con la ametralladora y dispara a las rodillas del de la izquierda. El monstruo cae rodando más rápido que los dos que siguen corriendo, y Número Seis salta del vehículo blindado una fracción de segundo antes de que el piken muerto se estampe contra él con un fuerte crujido.
Crayton y yo disparamos nuestros cañones a los otros dos monstruos, pero corren demasiado deprisa y se separan al llegar al valle. Las nubes rugen cuando Número Seis se pone en pie, y un enorme rayo se precipita sobre uno de los piken y le corta el brazo. El monstruo brama y cae de rodillas, pero pronto recupera el equilibrio y vuelve a la carga con la sangre saliéndole a borbotones del costado. La otra bestia acude corriendo desde la otra dirección esquivando los disparos de Crayton. Todos corremos hacia Número Seis, pero Héctor va demasiado despacio con mi Cofre en brazos. Los piken se acercan, y, antes de que me dé tiempo a ayudarle, el monstruo manco le agarra de un zarpazo.
—¡No! —grito—. ¡Héctor!
Estoy tan impactada que, cuando el piken lanza al lago el cuerpo inerte de Héctor y mi Cofre, no uso la telequinesia para evitar que se hundan.
Número Seis ha matado al otro piken y ahora se vuelve hacia nosotros y levanta ambas manos al cielo. Un rayo corta de un tajo la cabeza del monstruo de un solo brazo.
Por primera vez en todo el día se hace el silencio. Me acerco a Número Seis, y miro a Eli y a Crayton. Contemplando el fuego y la destrucción que han quedado detrás de ellos, tengo la certeza de que a partir de ahora no va a haber muchos momentos de silencio como este en mi vida.
—El Cofre, Marina —dice Crayton—. Tienes que ir a por él.
Yo me vuelvo hacia Número Seis y la abrazo.
—Gracias. Gracias, Número Seis.
—Estoy segura de que algún día podremos repetir —dice ella, estrechándome entre sus brazos—. Y puedes llamarme Seis.
—Yo soy Marina. Estos son Crayton y Eli. Ella es el Número Diez.
Eli da un paso al frente y recupera su aspecto de siete años. Luego tiende la mano hacia Seis, que se queda con la boca abierta, atónita.
Crayton empieza a explicarle lo de Eli y la segunda nave, mientras yo me acerco al lago. Por primera vez siento el frío de sus aguas. Nado hasta el centro y me sumerjo, descendiendo hasta que el agua se vuelve oscura y mis pies tocan el fondo fangoso. Doy varias vueltas hasta que veo el Cofre. Lo balanceo adelante y atrás para despegarlo del fango. Usando un solo brazo para nadar, empiezo a ascender a la superficie. Cuando el agua vuelve a ser azul, veo el cuerpo de Héctor y lo agarro por la cintura con el otro brazo.
Eli y Crayton están de pie junto a Seis, en la orilla. Dejo el Cofre en el suelo y coloco mis manos mojadas sobre la espinilla, el brazo y el cuello de Héctor, por su espalda desgarrada, rezando para que la sensación fría acuda a mis dedos.
—Está muerto —dice Crayton, levantándome por los hombros.
Pero yo no me resigno. Odiándome por no haber hecho lo mismo con Adelina, toco la cara de Héctor. Paso mi mano por su pelo gris. Incluso lo hago levitar unos centímetros sobre la arena y vuelvo a intentarlo desde el principio. Pero Crayton tiene razón: está muerto.