CAPÍTULO TREINTA
EL RUIDO DE DISPAROS ME DEJA UN ZUMBIDO EN LOS oídos mucho tiempo después de haber cesado. Por la boca del arma todavía está saliendo humo, pero Crayton no pierde el tiempo: deja caer el cargador y coloca otro en su sitio. Los montones de ceniza forman una espesa bruma en el aire. Nos quedamos en el sitio, esperando, Eli y yo detrás de Crayton. Él mantiene la pistola levantada, con el dedo preparado en el gatillo. Un mogadoriano aparece por la entrada con una especie de cañón en la mano, pero Crayton dispara primero, partiéndolo por la mitad y lanzándolo hacia atrás. El mogadoriano explota antes de golpear la pared. Un segundo enemigo aparece empuñando la misma arma destellante con la que me hirieron el brazo, pero Crayton acaba con él antes de que llegue a utilizarla.
—Ya saben dónde estamos. ¡Vamos! —grita, corriendo escaleras abajo antes de que me dé tiempo a ofrecerme a bajarnos por la ventana con la telequinesia.
Eli y yo le seguimos, aún cogidas de la mano. Después del segundo tramo de escalones Crayton se detiene, frotándose los ojos.
—Me ha entrado demasiada ceniza en los ojos. No veo nada —dice—. Marina, ve tú delante ahora. Si aparece algo frente a nosotros, grita y apártate corriendo.
Yo me coloco el Cofre bajo el brazo izquierdo y Eli camina en el centro, cogiendo mi otra mano y la izquierda de Crayton. Los conduzco escaleras abajo, y, nada más cruzar la puerta de roble rota, la torre explota sobre nuestras cabezas.
Yo grito y me agacho, tirando del brazo de Eli. Crayton empieza a disparar de forma instintiva. Su arma descarga una rápida ráfaga de munición (de ocho a diez balas por segundo), y veo un grupo entero de mogadorianos caer al suelo. Crayton deja de disparar.
—Marina —me dice sin verme, y me indica que siga con una inclinación de cabeza.
Yo me vuelvo hacia el pasadizo, lleno de cenizas.
—Creo que está despejado —digo.
Pero nada más salir esas palabras de mi boca, un mogadoriano sale por una puerta abierta y dispara un meteorito blanco hacia nosotros, tan luminoso que no podemos mirarlo directamente. Nos agachamos justo a tiempo, y escapamos de la blanca muerte por un pelo. Crayton levanta su pistola rápidamente y responde con una ráfaga de balas que matan instantáneamente a nuestro atacante.
Yo sigo guiando hacia delante. No tengo ni idea de cuántos mogadorianos ha matado Crayton, pero el suelo está cubierto de una espesa capa de hollín que nos mancha los pies y los tobillos. Nos detenemos al llegar al principio de los escalones. La luz del exterior entra por las ventanas a través de la ceniza que se va aposentando, y Crayton ya puede ver. Ahora él asume la dirección, sujetando con fuerza la pistola contra su pecho mientras se mantiene oculto detrás de la esquina. Cuando la hayamos doblado, solo nos separarán de la salida los escalones, un pasillo corto, el fondo de la nave y el vestíbulo principal. Crayton inspira profundamente, asiente con la cabeza y dobla la esquina con el arma en ristre. Pero no hay nada a lo que disparar.
—Vamos —ordena.
Nosotras le seguimos y él nos conduce por el fondo de la nave, que está carbonizado por el fuego. Durante un segundo vislumbro el cuerpo de Adelina, que se ve muy pequeño desde donde estamos. El corazón me duele al verla. «Sé valiente, Marina», resuenan sus palabras en mi cabeza.
Una explosión estalla contra el muro exterior de nuestra derecha. Las piedras saltan hacia dentro, y yo levanto la mano instintivamente para evitar que nos den a Eli y a mí. Pero Crayton se ve arrastrado con fuerza hacia el muro de la izquierda y choca contra él con un gemido. El arma se le cae de las manos golpeteando por el suelo, y en ese momento un mogadoriano entra en la iglesia por el agujero que se ha creado asiendo un cañón. Con un movimiento fluido, yo lo lanzo de espaldas con la mente, atraigo la pistola de Crayton hacia mi mano y aprieto el gatillo. El retroceso es mucho más fuerte de lo que esperaba y el arma casi se me cae al suelo, pero enseguida me recupero y sigo disparando hasta que el mogadoriano queda reducido a cenizas.
—Toma —digo a Eli, entregándole el arma. Por la naturalidad con que la coge, deduzco que no es la primera vez que tiene una entre sus manos.
Corro hacia Crayton. Tiene el brazo roto, y le sale sangre de unos cortes en la cabeza y la cara. Pero sus ojos están abiertos y alerta. Yo le agarro la muñeca con las manos y cierro los ojos, mientras siento el frío cosquilleo avanzar por mi cuerpo y extenderse hacia el suyo. Veo los huesos de su brazo moverse bajo la piel, y los cortes de su cara cerrarse y desaparecer. Su pecho se expande y se contrae tan rápido que creo que le van a explotar los pulmones, pero entonces vuelve a relajarse. Crayton se incorpora y mueve el brazo con normalidad.
—Buen trabajo —dice.
Luego recupera su arma de las manos de Eli y trepamos por el agujero del muro para salir al exterior del convento. Ella y yo corremos en dirección a la verja, pero no veo a nadie por allí; Crayton va haciendo barridos con su arma en busca de alguna razón para dispararla. De repente, mi mirada se desvía por encima de él hacia un destello rojo procedente del tejado de la iglesia. Con un fuerte estallido, el cohete que acaban de disparar se precipita hacia Crayton. Yo miro la punta del cohete y levanto las manos. Concentrándome más que nunca, consigo desviar ligeramente su trayectoria en el último momento. El cohete falla el blanco y se desvía a la montaña, donde impacta levantando una columna de fuego. Crayton nos apremia a que crucemos la verja, mientras se mantiene alerta y con la pistola a punto. Al llegar a nosotras, se detiene y gira sobre sí mismo. Menea la cabeza, pensativo.
—No está aquí —dice.
A nuestras espaldas, oímos las puertas de la iglesia abrirse de un golpe. Justo antes de que Crayton se dé la vuelta y empiece a disparar, el rechinar de unos neumáticos rasga el aire. Una lona de plástico cae al suelo y revela un camión que da un bandazo mientras Héctor, con ojos desorbitados, acelera. Viene a toda velocidad hacia donde estamos y al llegar pisa a fondo el freno. El camión se para con un chirrido, y Héctor abre la puerta del acompañante. Lanzo el Cofre a su lado, y luego Eli y yo nos encaramamos al vehículo. Crayton se queda allí el tiempo suficiente para vaciar el cargador de su arma contra los mogadorianos que salen por la puerta de la iglesia. Varios de ellos se desploman, pero hay demasiados como para acabar con todos. Crayton entra en el camión y cierra de un portazo, y los neumáticos se montan sobre los adoquines en un intento por conseguir la tracción necesaria. Se oye otro cohete aproximándose, pero los neumáticos agarran al fin y salimos disparados por la calle principal.
—Te quiero, Héctor —digo. No puedo evitarlo: verlo al volante me llena de un cariño desbordante.
—Yo también te quiero, Marina. Ya te lo decía, con Héctor Ricardo estás a salvo. Yo cuidaré de ti.
—No lo he dudado nunca —replico yo, aunque es mentira; he dudado de él esta misma mañana.
Llegamos al final de la ladera y pasamos zumbando junto a las señales del término municipal.
Yo me vuelvo y miro por la luna trasera, mientras Santa Teresa se hace más pequeño a nuestras espaldas. Sé que es la última vez que lo veré, y, aunque he tenido que esperar años para marcharme, ahora es el lugar sagrado donde descansará Adelina para siempre. Pronto dejamos atrás el pueblo, que desaparece de nuestra vista.
—Gracias, Marina —dice Héctor.
—¿Por qué?
—Sé que fuiste tú quien curó a mi madre. Me dijo que fuiste tú, que eres su ángel; nunca podré pagarte lo que has hecho.
—Ya lo has hecho, Héctor. Y fue un placer para mí.
—Aún no he podido pagártelo —dice él negando con la cabeza—, pero no te quepa duda de que lo intentaré.
Mientras Crayton llena los cargadores y hace inventario de la munición, Héctor corre por la tortuosa e imprevisible carretera. Rebotamos y derrapamos por curvas cerradas y repentinas pendientes. Pero, a pesar de la velocidad, no tardamos en ver un largo convoy de vehículos siguiéndonos a lo lejos.
—No te preocupes —dice Crayton a Héctor—. Tú llévanos al lago.
Aunque el camión va disparado, el convoy acorta distancias. Al cabo de diez minutos, un destello de luz nos pasa por encima y explota delante de nosotros, en el campo. Héctor agacha instintivamente la cabeza.
—¡Madre mía! —exclama.
Crayton se vuelve y rompe la luna trasera con la culata de su arma. Luego dispara. El vehículo que va a la cabeza del convoy vuelca, y todos gritamos de alegría.
—Eso debería mantenerlos alejados —dice Crayton, apresurándose a recargar.
Y su predicción es cierta durante algunos minutos, pero en cuanto la carretera se vuelve más precaria y empieza a serpentear por la montaña con peligrosos descensos, los vehículos vuelven a alcanzarnos. Héctor murmura al doblar cada curva, con el pie hundido en el acelerador, mientras los neumáticos traseros del camión se deslizan peligrosamente hasta el filo mismo del elevado despeñadero.
—Ten cuidado, Héctor —dice Crayton—. No nos mates antes de llegar. Al menos danos una oportunidad.
—Tranquilo. Héctor controla —responde él, pero eso no parece reconfortar a Crayton, que se agarra con fuerza al reposacabezas que tiene delante.
Nuestro único salvavidas son las eternas curvas de la carretera, que impiden que los mogadorianos acierten sus disparos, aunque lo intentan igualmente.
De pronto, al dar una curva especialmente cerrada, Héctor no consigue girar lo bastante rápido y el camión se sale de la carretera. Con un ángulo de setenta y cinco grados, el vehículo cae a toda velocidad por la ladera de la montaña, arrasando árboles jóvenes, haciendo saltar rocas y apenas esquivando los árboles más grandes. Eli y yo chillamos. Crayton grita mientras sale disparado y se estrella contra la luna delantera. Héctor no dice nada; con la mandíbula apretada, maniobra para esquivar o pasar sobre los obstáculos hasta que aterrizamos milagrosamente en otra carretera. El capó del camión está muy abollado y echa humo, pero el motor sigue funcionando.
—Esto es un… un atajo —dice Héctor. Luego pisa el acelerador, y el camión enseguida está rugiendo por la nueva carretera.
—Creo que los hemos despistado —dice Crayton, levantando la vista hacia el despeñadero.
Yo le doy unas palmaditas a Héctor en el hombro y me río. Crayton saca el cañón de su arma por la luna trasera y espera.
Finalmente, el lago aparece ante nuestros ojos. Me pregunto por qué Crayton creerá que aquí está nuestra salvación.
—¿Y qué es lo que pasa con este lago? —pregunto.
—No pensarás que he venido a buscarte solo con Eli, ¿verdad?
Por un instante, dudo si decirle que, hasta hace solo unas horas, lo que pensaba era que había venido a matarme. Pero entonces los mogadorianos vuelven a aparecer detrás de nosotros, y Crayton se da la vuelta mientras la mirada de Héctor se desvía hacia el retrovisor.
—Vamos a escaparnos por los pelos —dice Crayton.
—Saldremos de esta, papá —dice Eli, mirándole; al oírla decir eso, mi corazón se llena de afecto. Él le sonríe con cariño, y luego asiente. Eli me aprieta la mano y me dice—: Te va a encantar Olivia.
—¿Quién es Olivia? —pregunto yo, pero a ella no le da tiempo a contestar antes de que la carretera dé una curva de noventa grados para descender bruscamente hacia el lago.
Eli se tensa entre mis brazos a medida que la carretera se acaba, y Héctor, sin apenas soltar el acelerador, estrella el camión contra la valla de alambrada que rodea el lago. Encontramos un ligero resalto, y los neumáticos se separan por completo del suelo antes de caer con un golpe seco y rebotar hasta la orilla. Héctor acelera hacia el agua y, justo antes de que lleguemos, pisa a fondo el freno para detener el camión, que derrapa por el suelo. Crayton abre la puerta del acompañante con el hombro, corre hacia el lago y se mete en el agua hasta las rodillas. Con el arma aún en la mano izquierda, lanza un objeto con todas sus fuerzas con la derecha y murmura algo en un idioma que no entiendo.
—¡Vamos! —grita, agitando los brazos en el aire como llamando a alguien—. ¡Vamos, Olivia!
Héctor, Eli y yo salimos corriendo del camión y nos unimos a él. Yo llevo el Cofre bajo el brazo, y durante un instante veo el agua rizarse y burbujear en el centro del lago.
—Marina, ¿sabes lo que es una quimera? —pregunta Crayton.
Pero antes de que pueda contestarle, aparece en escena un vehículo blindado tipo tanque con una ametralladora en lo alto, corriendo montaña abajo. Mientras se acerca a nosotros, Crayton descarga una ráfaga de balas sobre el parabrisas desde el agua. Inmediatamente el vehículo mogadoriano pierde el control y se estrella contra la parte trasera del camión de Héctor con un estruendo ensordecedor, seguido de chirridos metálicos y ruido de cristales rompiéndose. Mientras una decena de vehículos más del convoy bajan rugiendo por la última pendiente y empiezan a disparar, el mundo estalla en fuego y humo mientras las explosiones sacuden la orilla, haciéndonos caer a los cuatro. Bajo una lluvia de arena y agua, nos ponemos en pie. Crayton me agarra del cuello de la ropa.
—¡Salid de aquí! —grita.
Yo cojo a Eli de la mano y las dos corremos lo más rápido que podemos por el lado izquierdo del lago. Crayton empieza a disparar, pero ahora no oigo un arma, sino dos, y rezo porque sea el dedo de Héctor el que esté apretando el otro gatillo.
Corremos hacia un grupo de árboles que se yerguen en la ladera y descienden hasta la orilla misma. Nuestros pies tabletean sobre las piedras mojadas, y Eli acelera el paso para seguirme el ritmo. Se siguen oyendo disparos repiqueteando en el aire. Justo cuando aflojan, un fuerte rugido atruena sobre nuestras cabezas, haciéndome parar en seco. Me giro para ver qué tipo de criatura ha emitido un grito tan escalofriante, consciente de que no es de este mundo. Un cuello largo y musculoso se eleva el equivalente a diez o quince pisos por encima del agua, con una piel gris brillante. En el extremo, una enorme cabeza de lagarto abre sus escamosos labios para mostrar una dentadura gigantesca.
—¡Olivia! —grita Eli.
La quimera se encabrita y suelta otro rugido ensordecedor, interrumpido por una especie de ladridos agudos que descienden por la montaña. Levanto la vista y veo una manada de bestezuelas bajando hacia el lago.
—¿Qué es eso? —pregunto sorprendida a Eli.
—Son los kraul. Un montón de kraul.
Olivia ha estirado todo el cuello, que ahora mide el equivalente a treinta pisos, y, a medida que el resto del cuerpo emerge del agua, su cuello y su torso se vuelven más anchos. Los mogadorianos le disparan inmediatamente, y Olivia descarga varios cabezazos contra ellos, formando enormes montones de ceniza. Diviso las siluetas oscuras de Crayton y Héctor, ambos con las armas centelleando. Los mogadorianos caen de espaldas mientras un centenar de kraul se meten en el lago y nadan hacia Olivia. Las criaturas saltan desde el agua para atacar. Muchas trepan con sus garras por el lomo de la quimera y le desgarran el cuello. El agua del lago se tiñe de sangre.
—¡No! —grita Eli. Intenta correr hacia Olivia, pero yo la agarro del brazo.
—No puedes volver ahí —le digo.
—¡Olivia! —grita ella.
—Sería un suicidio, Eli. Hay demasiados.
La quimera chilla de dolor. Da cabezazos a los lados y atrás, intentando aplastar o morder a las criaturas negras que la han cubierto. Crayton los apunta con su arma, pero decide bajarla al darse cuenta de que lo más probable es que acabe hiriendo a Olivia. En lugar de eso, él y Héctor disparan al ejército de mogadorianos, que se están alineando para un nuevo ataque.
Olivia se tambalea a los lados, aúlla a las montañas, y luego regresa al centro del lago y se hunde lentamente en una ola de color rojo. Los kraul la sueltan y regresan a nado junto a los mogadorianos.
—¡No! —oigo gritar a Crayton entre todo el caos. Le veo meterse en el lago, pero Héctor tira de él hacia la orilla.
—¡Agáchate! —grita Eli, tirándome del brazo. Una ráfaga de aire pasa sobre nosotras. De repente, unas enormes pezuñas negras aterrizan pesadamente junto a mí, y al levantar la vista veo un monstruo con cuernos y una cabeza tan grande como el camión de Héctor. Cuando ruge, levanta un viento que me revuelve el pelo.
—¡Vamos! —grito. Eli y yo corremos a los árboles a refugiarnos.
—Será mejor que nos separemos —dice Eli.
Yo asiento antes de salir disparada hacia la izquierda y acercarme a una vieja haya de ramas nudosas. Deposito allí el Cofre. Instintivamente, levanto las manos y luego las separo. Para mi sorpresa, el tronco del árbol se abre, creando un hueco lo bastante grande como para que quepan dos personas y un cofre de madera en su interior.
Miro a mis espaldas y veo a una bestia persiguiendo a Eli por entre la espesa arboleda. Meto el Cofre al interior del tronco y, usando la telequinesia, arranco dos árboles y los lanzo cual misiles contra el lomo de la bestia. Los árboles se astillan contra su oscura piel con un fuerte golpe y la hacen caer de rodillas. Corro hacia Eli y cojo su mano temblorosa para tirar de ella en dirección contraria. El haya con el Cofre aparece ante nuestros ojos.
—¡El árbol, Eli! ¡Métete dentro! —le grito. Ella se sienta encima del Cofre y, para dejarme todo el espacio posible, se vuelve más joven.
—¡Eso era un piken, Marina! ¡Entra! —me apremia, pero, antes de que le dé tiempo a decir nada más, cierro el tronco en torno a ella, dejando solo el espacio necesario para que pueda ver.
—Lo siento —digo por la pequeña grieta, esperando que la bestia no haya visto dónde he metido el Cofre y escondido a mi amiga.
Me doy la vuelta e intento despistar al piken en otra dirección, pero me alcanza enseguida y me golpea por detrás. Tiene una fuerza impresionante, y yo caigo por una pendiente empinada hasta que mis brazos encuentran una roca a la que agarrarse. Al mirar sobre mi hombro, descubro que estoy a menos de un metro de un rocoso precipicio.
En lo alto de la pendiente aparece el piken, que se desplaza hacia un lado hasta quedar orientado encima de mí. Ruge con tanta fuerza que la mente se me queda en blanco. Oigo a Eli llamarme a lo lejos, pero no puedo respirar, y menos aún contestarle.
El piken se lanza pendiente abajo. Yo levanto una mano para arrancar un árbol largo y delgado que tengo cerca y lanzarlo contra el pecho del monstruo. El árbol le atraviesa el pecho con suficiente fuerza como para hacerle perder el equilibrio; entonces se desploma de lado, chillando y despeñándose a toda velocidad hacia mí. Cierro los ojos y me preparo para el impacto. Sin embargo, en lugar de embestirme con todo su peso y tirarme por el precipicio, su cuerpo choca contra la roca a la que estoy agarrada y se catapulta por encima de mí. Miro por encima de mi hombro y veo a la bestia despeñarse por el precipicio.
Al fin puedo concentrarme lo suficiente como para levitar hasta lo alto de la pendiente. Corro hacia el haya, donde están Eli y mi Cofre, y oigo el estallido de un arma una fracción de segundo antes de que me alcance. El dolor es el doble que cualquiera que haya sentido antes, y mis ojos solo ven un telón rojo con destellos blancos. Caigo rodando sin control pendiente abajo, retorciéndome de dolor.
—¡Marina! —oigo gritar a Eli.
Aterrizo rodando sobre la espalda y quedo de cara al cielo. Me sale sangre de la boca y la nariz. Puedo saborearla. Puedo olerla. Unos cuantos pájaros me sobrevuelan en círculos. Mientras espero la muerte, veo que el cielo se ensombrece con un descomunal montón de nubarrones que chocan y se arremolinan, latiendo como si respiraran. Creo que estoy alucinando, que estoy teniendo visiones antes de morir. Pero entonces una enorme gota de agua me golpea la mejilla derecha. Otra me cae en los ojos y, mientras parpadeo, un relámpago rasga el cielo en dos.
Un enorme mogadoriano, con una armadura negra y dorada está sobre mí, riendo. Aprieta el cañón de su arma contra mi sien y escupe en el suelo. Pero, antes de apretar el gatillo, levanta los ojos hacia la amenazadora tormenta. Rápidamente, me llevo las manos a la herida abierta del abdomen, sintiendo brotar bajo mi piel la sensación fría que tan bien conozco. Entonces, la lluvia se descarga sobre mí y las nubes se convierten en un muro de oscuridad impenetrable.