CAPÍTULO VEINTINUEVE
NOS ACERCAMOS TODO LO POSIBLE A LA CAVERNA SIN que nos vean y nos agazapamos detrás de un árbol. Coloco la piedra xitharis encima de la parte pegajosa de un trozo de cinta aislante. Sam se mantiene en guardia con los dedos rodeando el cronómetro.
—¿Listo? —pregunto, y él asiente.
Me pego la cinta con la xitharis en la parte más baja del esternón, y acto seguido me desvanezco mientras Sam pulsa el botón del reloj, provocando un leve pitido electrónico. Cojo la mano de mi amigo, y juntos salimos de detrás del árbol y corremos hacia la caverna. No tenemos que concentrarnos en nada más por ahora, y con esa idea en mente me siento menos nervioso de lo que estaba durante el camino.
La boca de la cueva está cubierta con una gran lona de camuflaje. Franqueamos el cementerio de animales procurando no pisar ninguno, cosa harto difícil cuando no tienes el lujo de verte los pies. Aprovechando que no hay mogos en la entrada, me acerco a toda prisa a la lona y la aparto con cierta brusquedad. Sam y yo nos precipitamos dentro, y en ese momento cuatro guardias se levantan de repente de sus asientos y levantan unos cañones cilíndricos parecidos al que tenía el rastreador que me apuntó a la frente durante el asalto de Florida. Nos quedamos quietos como estatuas por un breve instante, y a continuación pasamos frente a ellos a hurtadillas, confiando en que atribuyan el movimiento súbito de la lona a un golpe de viento.
Siento una fresca brisa procedente de un sistema de ventilación y el aire es extrañamente fresco, cosa que no esperaba teniendo en cuenta que está impregnado de un gas venenoso. Las paredes grises son lisas como el sílex, y unos conductos eléctricos conectan las tenues luces, alineadas y separadas por una distancia de cinco metros.
Pasamos por delante de más rastreadores y nos escabullimos sin ser detectados. La ansiedad provocada por el cronómetro al marcar los segundos nos pone los nervios de punta. Avanzamos a paso rápido, corriendo, de puntillas, caminando. Y cuando el túnel se estrecha y empieza a descender de forma continuada, nos pegamos a uno de los lados. El aire se hace más caliente y sofocante, y al final del túnel se divisa un resplandor carmesí. Nos aproximamos a él con paso cauteloso hasta llegar al palpitante corazón de la caverna.
El gran salón central es mucho más amplio de lo que había imaginado al escuchar la descripción de Seis. Una larga repisa recorre en forma de espiral las paredes circulares, desde lo alto hasta el suelo, dando a la estancia la apariencia de una colmena. Como reforzando esa impresión, el salón es un hervidero de actividad: en él vemos centenares de mogos cruzando los estrechos puentes de piedra en forma de arco, entrando y saliendo de los túneles. Unos ochocientos metros distan entre la parte más profunda de la sima y el elevado y amplio techo, y Sam y yo estamos situados casi en el centro de todo. Dos enormes columnas brotan del suelo y se elevan hasta el techo para impedir que toda la estructura se venga abajo. A nuestro alrededor hay un número infinito de pasadizos.
—Dios mío —susurra Sam sobrecogido mientras asimila la escena—. Explorar todo esto llevaría meses.
Mi mirada se ve atraída por un lago lleno de un líquido verde fosforescente que hay mucho más abajo. Incluso a la distancia a la que nos encontramos, el calor que desprende dificulta la respiración. Sin embargo, a pesar de las temperaturas abrasadoras, hay veinte o treinta mogos trabajando en torno a él: llenan carros con la sustancia burbujeante y se la llevan a toda prisa. Entonces mi mirada se desliza más allá del lago verde.
—Creo que no es muy difícil adivinar qué encontraríamos en ese túnel con barrotes gigantes —susurro.
Es tres veces más alto y más ancho que el pasadizo que nos ha traído hasta aquí, y lo recorre un entramado de pesadas barras de hierro tras las cuales debe de haber encerradas todo tipo de bestias. Oímos sus aullidos procedentes de ahí abajo, hondos y casi apenados. Una cosa queda clara de inmediato: su número no es escaso ni mucho menos.
—Tardaríamos meses, literalmente —repite Sam con un susurro asombrado.
—Bueno, pues tenemos menos de una hora —le respondo, susurrando también—. Así que no nos durmamos.
—Creo que podemos descartar directamente todos esos túneles estrechos que parecen bloqueados.
—Opino lo mismo. Podríamos empezar por el que tenemos justo enfrente —propongo, mirando lo que parece la arteria principal del gran salón, más amplia y mejor iluminada que las demás, y que tiene un mayor tráfico de mogos entrando y saliendo. El puente que lleva hasta allí es un largo arco de roca maciza que no debe de tener más de medio metro de ancho—. ¿Te ves capaz de cruzar ese arco?
—Ahora mismo lo sabremos —contesta él.
—¿Quieres ir delante o detrás? —le pregunto.
—Mejor delante.
Sam da los primeros pasos con vacilación. Dado que tenemos que avanzar cogidos de la mano, los primeros diez o doce metros los recorremos de lado, arrastrando los pies. Tardamos una eternidad, y si queremos llegar al otro lado y luego volver, tendremos que hacerlo mucho más rápido.
—Hagas lo que hagas, no mires abajo —le digo a Sam.
—No me vengas con topicazos —contesta él, armándose de valor.
Avanzamos lentamente, y yo desearía verme los pies aunque fuera solo para superar este obstáculo. Estoy tan concentrado en no caer que no me doy cuenta de que Sam se para delante de mí, y tropiezo con él. Los dos estamos a punto de precipitarnos desde el puente.
—¿Qué haces? —le increpo, con el corazón martilleándome el pecho.
Levanto la vista y entiendo por qué se ha detenido. Un soldado mogadoriano viene a toda prisa hacia nosotros. Se acerca hacia nosotros al trote, y está casi tan cerca que nos queda muy poco tiempo para reaccionar.
—No hay escapatoria posible —dice Sam.
El soldado sigue adelante, llevando en los brazos un bulto envuelto en algún material, y, cuando lo tenemos casi encima, noto que Sam se agacha. Un segundo después, los pies del mogo se separan de la roca. El soldado, cogido completamente por sorpresa, cae por el borde del puente pero logra sujetarse a él con una mano mientras el bulto que llevaba se precipita hacia abajo. Suelta un grito de dolor cuando mi pie invisible le aplasta los dedos, y finalmente se suelta y cae al vacío. Se estrella mucho más abajo con un repulsivo golpe sordo.
Sam acelera el paso antes de que nos sobrevengan más calamidades. Todos los mogos de la zona se han parado en seco, intercambiando expresiones desconcertadas. Me pregunto si creerán que lo que acaba de ocurrir ha sido un accidente o si se han puesto en guardia.
Mi amigo me aprieta la mano con alivio cuando llegamos al otro lado y sigue adelante con decisión, lleno de confianza tras haber matado al soldado.
El primer pasillo que encontramos es amplio y concurrido, y Sam y yo no tardamos en comprender que hemos errado el camino; las estancias por las que pasamos son de carácter exclusivamente privado, y parece ser que toda esa ala es donde viven los mogos: cuevas con camas, un gran comedor con cientos de mesas, un campo de tiro. Corremos hacia otro pasillo cercano pero el resultado es el mismo, así que nos metemos en un tercero.
Se trata de un túnel tortuoso por el que nos adentramos en la montaña. El camino principal tiene varias bifurcaciones, y Sam y yo tomamos una u otra al azar, basándonos en la pura intuición. Aparte del salón principal en el que hemos estado, el resto de la montaña está atravesado por una red de pasadizos de piedra húmeda interconectados, por los cuales se llega a diversas estancias que alojan centros de investigación con mesas de análisis, ordenadores e instrumentos brillantes y afilados. Pasamos a toda prisa por delante de varios laboratorios científicos que ambos desearíamos tener tiempo de explorar. Habremos recorrido un par de kilómetros o tal vez tres, y la tensión me llena las venas a cada pasillo que tanteamos sin éxito.
—Nos quedan menos de quince minutos, John.
—Eso ya lo sé —susurro, desesperado e irritado mientras se agotan rápidamente mis esperanzas.
Cuando doblamos otro recodo y ascendemos rápidamente por una pendiente constante, pasamos por delante de lo que más tememos: una sala llena de celdas para prisioneros. Sam se para en seco mientras me sujeta la mano con fuerza, haciendo que yo también me detenga. Veinte o treinta mogadorianos guardan más de cuarenta celdas dispuestas en fila, todas ellas con pesadas puertas de acero. Delante de cada una hay un efervescente campo de fuerza azul que parpadea por el efecto de la electricidad.
—Mira estas celdas —me dice, y sé que está pensando en su padre.
—Espera un segundo. —Una idea me ha venido a la cabeza de repente. Debería haber caído antes.
—¿Qué pasa? —pregunta Sam.
—Ya sé dónde está el Cofre.
—¿En serio?
—Qué idiota he sido —susurro—. Sam, ¿a qué parte de todo este infierno te negarías a ir si te dieran a elegir solo una?
—Al foso de las bestias aullantes —responde sin dudarlo ni un segundo.
—Eso es. Venga, vamos allá.
Dicho esto, le llevo de vuelta por el pasillo que nos llevará al centro de la caverna, pero, antes de dejar atrás las celdas, una puerta se abre con un estrépito metálico y Sam me tira de la mano para obligarme a parar.
—Mira —me dice.
La puerta de la celda más cercana está abierta de par en par. Dos guardias entran en ella. Durante diez segundos emiten unas palabras airadas en su idioma nativo y, cuando salen, lo hacen tirando de los brazos de un hombre pálido y escuálido que no debe de llegar a los treinta años. Está tan débil que le cuesta trabajo caminar, y Sam me aprieta la mano con más fuerza cuando ve a los guardias dándole empujones. Uno de ellos abre otra puerta, y los tres desaparecen por ella.
—¿A quiénes tendrán ahí encerrados? —me pregunta mientras tiro de él para hacerle andar.
—Tenemos que irnos, Sam —le apremio—. No tenemos tiempo para eso.
—Están torturando a alguien, John —me dice cuando llegamos a la colmena central—. A seres humanos.
—Ya lo sé —le digo mientras recorro la inmensa sala con la vista en busca del camino más rápido hacia abajo. Hay mogos por todas partes, pero me he acostumbrado tanto a su presencia que ya no me preocupo por ellos. Además, algo me dice que pronto voy a encontrar algo mucho más espantoso que rastreadores y soldados.
—A gente con familias que seguramente no tienen ni idea de su paradero —murmura Sam.
—Sí, sí, ya lo sé —le digo—. Venga, ya hablaremos de eso cuando hayamos salido de aquí. A lo mejor Seis tiene algún plan para liberarlos.
Recorremos a toda prisa la repisa que desciende en espiral y nos disponemos a bajar por una alta escalera de mano, pero enseguida descubrimos que es casi imposible hacer eso sin soltar la mano del que está encima. Miro abajo. Queda todavía un buen trecho.
—Vamos a tener que saltar —le digo a Sam—. Si no, vamos a tardar como diez minutos en llegar hasta allí abajo.
—¿Saltar? —pregunta él, perplejo—. Nos vamos a matar.
—No te preocupes —le reconforto—. Yo te cogeré.
—¿Y se puede saber cómo me vas a coger si tengo que estar todo el rato cogiéndote de la mano?
Pero no hay tiempo para explicaciones ni debates. Hago una profunda inspiración y salto desde la repisa, a treinta metros de altura sobre el fondo de la caverna. Sam suelta un grito al caer conmigo, pero el continuo traqueteo de las máquinas ahoga el ruido. Mis pies tocan la implacable piedra, y la fuerza del golpe me tumba de espaldas, pero no dejo de sujetar con fuerza a Sam, que cae encima de mí.
—No vuelvas a hacer eso nunca más —me advierte mientras se pone en pie.
En el nivel más bajo hace tanto calor que nos resulta casi imposible respirar, pero aun así rodeamos corriendo el lago verde en dirección a la gigantesca reja que mantiene a las bestias encerradas. Una vez allí, nos llega un soplo de viento a través de los barrotes, y deduzco que las constantes ráfagas de aire fresco son las que impiden que el gas tóxico penetre en este túnel.
—John, estoy seguro de que no nos queda más tiempo —me apremia Sam.
—Ya lo sé —le digo, dejando pasar un grupo de unos diez mogos por delante de nosotros.
Entramos en un túnel oscuro. Las paredes parecen cubiertas de mucosidad, y una serie de cámaras aisladas con barrotes se alinean a cada lado del pasadizo. En la mitad del techo hay unos diez ventiladores industriales enormes en funcionamiento, todos ellos enfocados en dirección a la entrada que acabamos de atravesar, lo que permite que el aire se mantenga fresco y húmedo. Algunas de las cámaras son pequeñas y otras más grandes, y de todas ellas surgen sonidos feroces. En la primera jaula de la izquierda hay entre veinte y treinta kraul que saltan unos encima de otros sin dejar de soltar agudos chillidos. Encerrada a nuestra derecha hay una manada de perros de aspecto demoníaco. Son del tamaño de un lobo, con ojos amarillos y sin pelo. A su lado se alza una criatura parecida a un trol, con la nariz cubierta de verrugas y todo. Más allá, en una celda más grande, un monstruoso piken no muy distinto al que irrumpió por la pared de la cárcel por la mañana se pasea de un lado a otro, olfateando el aire.
—Creo que no vale la pena que nos molestemos con estas jaulas pequeñas —digo—. Si mi Cofre está aquí, lo habrán guardado en la sala más grande de todas, la del final del túnel. No quiero ni imaginarme qué clase de bestia necesita una puerta tan grande para poder pasar.
—Nos deben de quedar segundos, John.
—Entonces, es mejor que nos demos prisa —contesto, tirando de Sam mientras paso con rapidez frente a la galería de los horrores que hay aquí reunida: criaturas aladas parecidas a gárgolas, monstruos de seis brazos y piel roja, algunos piken de seis metros de alto, un reptil mutante de cuerpo aplanado y con cuernos en forma de tridentes, un monstruo de piel tan transparente que deja a la vista todos sus órganos internos.
—Hala —digo, parándome frente a un conjunto de depósitos y recipientes cilíndricos, la mayoría de ellos plateados, aunque dos son de color cobre y están cubiertos de indicadores térmicos. Es algún tipo de sala de calderas, deduzco.
—Esto debe de ser lo que hace funcionar todo el tinglado —dice Sam.
—Seguramente —contesto.
El silo más grande llega hasta el techo, y todos los depósitos están conectados mediante pesadas tuberías, caños y conductos de aluminio. Al lado del silo hay un panel de control fijado a la pared del que salen un montón de cables eléctricos.
—Venga, vamos —dice Sam, tirándome de la mano con impaciencia.
Juntos corremos por el tramo que falta hasta el final del túnel. Allí hay una puerta gigantesca de acero macizo, de unos quince metros de alto y de ancho. A la derecha hay una portezuela de madera. No está cerrada con llave, y enseguida comprendo por qué.
—Dios santo —susurra Sam, al descubrir la enormidad de la bestia.
Yo mismo me quedo pasmado por un momento, incapaz de apartar la vista de la descomunal mole desparramada en el rincón más alejado de la sala. Tiene los ojos cerrados y respira de forma rítmica. De pie, la bestia debe de medir quince metros, y por lo que llego a ver diría que su cuerpo oscuro tiene forma humana, aunque con los brazos mucho más largos.
—No quiero pasar ni un segundo más aquí —comenta Sam.
—¿Estás seguro? —le pregunto, dándole un codazo para desviar su mirada del monstruo—. Mira ahí.
En el centro de la sala, encima de un ancho pedestal de piedra a la altura de los ojos, está mi Cofre. Y justo a su lado hay otro de idéntica apariencia. Ambos están al alcance de la mano. Es decir, si no fuera por los barrotes de metal que los aíslan, el campo de fuerza eléctrico que zumba y chisporrotea sobre estos, y el foso de líquido verde y humeante que los rodea. Eso por no hablar de la mole durmiente.
—Ese no es el cofre de Seis —observo.
—¿Qué dices? ¿Y de quién va a ser si no? —pregunta Sam, confuso.
—En Florida nos encontraron, Sam. Y lo hicieron abriendo el cofre de Seis.
—Sí, es verdad.
—Pero mira ese candado. ¿Por qué volverían a ponerlo otra vez en un cofre que les ha costado un montón de esfuerzo abrir? Creo que ese de ahí no lo han abierto nunca.
—Puede que tengas razón.
—Podría ser de cualquiera de nosotros —susurro, meneando la cabeza sin dejar de mirar ambos cofres—. Del Número Cinco, o del Nueve, o de cualquiera que todavía siga con vida.
—Entonces, ¿robaron el cofre y no mataron al guardián?
—Es lo que han hecho con el mío. O puede que hayan atrapado a uno de nosotros y le hayan encerrado aquí como hicieron con Seis —reflexiono.
Sam no tiene tiempo de responder, porque justo entonces empieza a pitar la alarma del cronómetro. Tres segundos después resuena por todas las paredes de la gruta el lamento de cien sirenas.
—Mierda —digo, girando la cabeza—. Te estoy viendo, Sam.
Él asiente con una expresión de pánico en el rostro.
—Yo también te estoy viendo —dice, soltándome la mano.
Cuando miro por encima del hombro de Sam, veo que los ojos de la bestia se han abierto. Son blancos e inexpresivos, y apuntan hacia nosotros.