CAPÍTULO VEINTISIETE

OIGO UN GRUÑIDO A MI IZQUIERDA Y, AL LEVANTAR la vista veo a otro hombre con gabardina y el pelo largo y castaño. Me pongo en pie a toda prisa mientras él levanta la mano. El destello de luz que sale de ella me golpea con fuerza el hombro izquierdo y me lanza disparada hacia atrás. El dolor es instantáneo e insoportable: me baja por el brazo, lacerante, como si hubiera recibido una descarga eléctrica que me recorriera todo el hueso. Tengo la mano izquierda insensible, y con la derecha me toco la herida del hombro. Levanto la cabeza y miro indefensa al mogadoriano.

«El encantamiento», pienso. Cuando viajábamos juntas, Adelina me dijo que los mogadorianos no podían matarme a menos que lo hicieran en el orden establecido por los Ancianos. Pero esta herida podría ser mortal. Me miro el tobillo para ver si hay seis cicatrices en vez de las tres con las que llevo viviendo varios meses, pero no ha cambiado nada. Entonces, ¿cómo van a matarme? No puedo estar tan malherida, a no ser… que se haya roto el encantamiento.

Mi mirada se encuentra con la del mogadoriano, y él se convierte de repente en un montón de cenizas. Por un momento, creo que es la intensidad de mis pensamientos lo que lo ha matado, pero entonces veo que justo detrás de él está el mogadoriano de la cafetería. El del libro, el hombre del que he estado huyendo. No lo entiendo. ¿Será tan grande su egoísmo como para matar a uno de los suyos con tal de ser él quien acabe conmigo?

—Marina —me llama.

—Si quiero puedo matarte —digo yo con voz temblorosa y angustiada. La sangre sigue brotando de mi hombro y me cae por el brazo. Miro el cuerpo de Adelina y rompo a llorar.

—No soy quien tú crees —dice él, corriendo hacia mí y tendiéndome la mano—. Apenas tenemos tiempo —dice—. Soy uno de los tuyos, y estoy aquí para ayudarte.

Yo tomo su mano. ¿Qué otra opción tengo? Él me ayuda a levantarme y a salir de la nave antes de que lleguen los demás. Luego me lleva por el pasillo norte hasta la segunda planta, en dirección a la torre del campanario. Siento una punzada de dolor en el hombro a cada paso.

—¿Quién eres? —pregunto. Un centenar de interrogantes acuden a mi cabeza. Si es uno de nosotros, ¿por qué ha tardado tanto en decírmelo? ¿Por qué me ha atormentado haciéndome creer que era uno de ellos? ¿Puedo confiar en él?

—Shhh —susurra él—. No hables.

El pasadizo mohoso está en silencio, y, a medida que se estrecha, empiezo a oír las fuertes pisadas de una decena de personas en el suelo de la planta de abajo. Al fin llegamos a la puerta de roble, que se abre con un crujido. Una chica asoma la cabeza. Yo ahogo un grito: pelo color caoba, ojos castaños y vivos, rasgos pequeños. Tiene más años, pero no hay lugar a dudas.

—¿Eli? —pregunto.

Aparenta once años, tal vez doce. Su cara, que se ilumina al verme, está más delgada. Eli abre la puerta de par en par para que podamos entrar.

—Hola, Marina —dice con una voz que no reconozco.

El hombre me ayuda a entrar y cierra la puerta tras él. Luego calza un tablón de madera entre la puerta y el primer escalón, y los tres subimos corriendo por la escalera de caracol. Al llegar al campanario, echo otro vistazo a Eli. No puedo dejar de mirarla, atónita y confusa, sin sentir ya la sangre que me corre por el brazo y me gotea por la punta de los dedos.

—Marina, me llamo Crayton —dice el hombre—. Siento lo de tu cêpan. Ojalá hubiera llegado antes.

—¿Adelina ha muerto? —pregunta la versión mayor de Eli.

—No entiendo nada —digo, sin apartar la vista de ella.

—Luego te lo explicaremos, te lo prometo. Pero tenemos poco tiempo. Estás perdiendo mucha sangre —dice Crayton—. Tú puedes curar a la gente, ¿verdad? ¿Puedes curarte a ti misma?

Con tanta confusión y tanta carrera, ni siquiera se me había pasado por la cabeza que pudiera curarme a mí misma, pero coloco la palma de mi mano derecha sobre la herida abierta y lo intento. El frío me hace cosquillas en el corte, que se empieza a cerrar, y recupero la sensibilidad en la mano y el brazo. Al cabo de medio minuto, estoy como nueva.

—Tienes que tener cuidado con esto —dice Crayton—. Es mucho más importante de lo que pueda parecerte.

Yo miro hacia donde está señalando.

—¡Mi Cofre!

De repente, se oye una explosión cercana. La torre se sacude, y del techo y las paredes caen piedras y polvo. Otra sacudida me levanta del suelo, desprendiendo más piedras. Uso la telequinesia para frenar su caída y lanzarlas por la ventana.

—Nos están buscando, y no tardarán mucho en descubrir que estamos aquí —dice Crayton. Mira a Eli, y luego a mí—. Ella es como tú. Un miembro de la Guardia de Lorien.

—Es demasiado pequeña —digo yo negando con la cabeza, incapaz de sustituir la versión más joven por esta nueva y mayor—. No lo entiendo.

—¿Sabes lo que es un aeternus? —pregunta Crayton. Yo niego con la cabeza—. Muéstraselo, Eli.

Ella empieza a cambiar ante mis ojos. Sus brazos se acortan y sus hombros se estrechan; pierde veinte centímetros de estatura, y su peso disminuye considerablemente. Lo que más me impacta es cómo se encoge su cara, y al poco tiempo vuelve a tener el aspecto de la niñita de la que tanto me he encariñado.

—Ella es una aeternus —dice Crayton—. Puede cambiar de edad a voluntad.

—No… no sabía que eso fuera posible —farfullo.

—Eli tiene once años —dice él—. Vino conmigo en la segunda nave, la que salió de Lorien después de la tuya. Era solo una niña, apenas tenía unas horas de vida. Loridas, el último anciano que quedaba vivo, decidió sacrificarse para que Eli pudiera asumir su puesto y adoptar sus poderes al crecer.

Mientras miro a Crayton, Eli desliza su mano en la mía como ha hecho tantas veces antes, pero ahora la siento distinta. Al mirarla, veo que vuelve a ser la versión mayor y más alta de sí misma. Al darse cuenta de que me siento incómoda, vuelve a encoger, y cuatro años se esfuman rápidamente hasta que vuelve a tener siete.

—Ella es la décima de los niños —dice Crayton—. La décima de los Ancianos. Hicimos circular el rumor de que sus padres habían muerto en un accidente de tráfico, y la enviamos aquí para que viviera contigo, para que te cuidara y fuera mis ojos.

—Siento no haber podido contarte la verdad, Marina —dice ella con su voz suave—. Pero sé guardar un secreto mejor que nadie, como tú me pediste.

—Lo sé —digo yo.

—Solo estaba esperando a que Adelina te diera el Cofre —dice, sonriendo.

—¿Sabes quién era el décimo de los Ancianos, Marina? —me pregunta Crayton—. Cambiando de edad, Loridas consiguió vivir muchos años, incluso después de que el resto de los Ancianos murieran. Cada vez que se hacía mayor, volvía a rejuvenecer y absorbía la vitalidad de la juventud.

—¿Tú eres el cêpan de Eli?

—Solo en el sentido de que soy su protector. Como era un recién nacido, aún no le habían asignado cêpan.

—Pensé que eras un mogadoriano —digo.

—Lo sé, pero malinterpretaste las señales. Esta mañana, por ejemplo, estaba hablando con Héctor para demostrarte que era un amigo.

—¿Y por qué no me llevaste contigo al llegar? ¿Por qué mandaste a Eli?

—Primero intenté hablar con Adelina, pero me echó nada más enterarse de quién era, y necesitábamos que tuvieras el Cofre. No podría sacarte de aquí sin él —dice—. Por eso mandé a Eli, y ella empezó a buscarlo antes incluso de que tú se lo pidieras. Los mogadorianos sabían desde hacía tiempo en qué zona te encontrabas, y yo he hecho todo lo posible por despistarlos para que no te encontraran. Maté a algunos, bueno, a casi todos, pero también hice circular rumores en pueblos que se encuentran a cientos de kilómetros de aquí, sobre niños que hacen cosas prodigiosas, como ese del niño que levantó un coche en peso, o el de la niña que caminaba sobre las aguas de un lago. Y funcionó, al menos hasta que descubrieron que estabas en Santa Teresa, pero incluso entonces seguían sin saber qué número eras. Luego Eli encontró el Cofre y tú lo abriste, y entonces fue cuando vine yo, para hablar contigo en privado. Cuando abriste el Cofre, atrajiste a los mogadorianos directos hasta aquí.

—¿Solo porque abrí el Cofre?

—Sí. Venga, ábrelo ahora.

Yo suelto la mano de Eli y agarro el candado. Me entristece pensar que ahora puedo abrirlo sola porque Adelina ha muerto. Quito el candado y levanto la tapa. El pequeño cristal sigue brillando con un tono azul pálido.

—No toques eso —dice Crayton—. El hecho de que esté brillando significa que hay un macrocosmos en órbita en algún otro lugar. Si lo tocas ahora, sabrán exactamente dónde te encuentras. No sé qué macrocosmos será el que esté funcionando ahora, pero estoy bastante seguro de que los mogadorianos le han robado el suyo a alguien —añade. Yo no tengo ni idea de qué está diciendo.

—¿Macrocosmos? —pregunto.

Crayton menea la cabeza contrariado.

—Ahora no hay tiempo para explicarlo todo. Vuelve a cerrarlo —dice. Luego abre la boca para añadir algo, pero le interrumpe un portazo al fondo de las escaleras. Nos llegan ecos de unas voces extrañas amortiguadas.

—Tenemos que irnos ya —dice Crayton, corriendo al fondo de la estancia y cogiendo una gran maleta negra. Al abrirla, aparecen diez armas de fuego diferentes, varias granadas y algunos puñales. Con un movimiento de hombros hace caer su abrigo al suelo, revelando un chaleco de cuero. Entonces mete a toda prisa todas las armas dentro del abrigo antes de volver a ponérselo.

Los mogadorianos embisten la puerta de abajo con algún objeto pesado, y oímos pasos subir por la escalera de caracol. Crayton saca una de las pistolas y la carga.

—Ese símbolo quemado en la montaña… —digo—, ¿lo hiciste tú?

Él asiente.

—Me temo que esperé demasiado, y para cuando abriste el Cofre ya era imposible escabullirnos sin que nos vieran. Por eso creé la mayor almenara posible, y ahora solo nos queda esperar que los demás también lo hayan visto y que estén en camino. Si no… —Su voz se apaga—. Bueno, si no nos habremos quedado sin opciones. Ahora tenemos que ir al lago. Es nuestra única escapatoria.

No tengo ni idea de cuál es ese lago ni de por qué quiere ir allí, pero todo mi cuerpo está temblando. Lo único que quiero es irme de aquí.

Los pasos se cercan. Eli me coge de la mano, de nuevo con once años. Crayton tira de la corredera de la pistola y oigo la bala colocarse en su sitio. Crayton apunta hacia la entrada del campanario.

—Tienes un gran amigo en el pueblo —dice.

—¿Héctor? —pregunto, entendiendo de repente por qué estaban hablando los dos esta mañana en la cafetería. Crayton no estaba hablando mal de mí, sino contándole la verdad.

—Sí, y espero que cumpla su palabra.

—Lo hará —digo yo convencida, sea lo que sea lo que le haya pedido Crayton—. Lo lleva en el nombre —añado.

—Coge el Cofre —me ordena Crayton. Yo me agacho y lo cojo con el brazo izquierdo, mientras oímos los pasos llegar al último tramo de escalones—. Quedaos junto a mí. Las dos —dice Crayton, mirando primero a Eli y luego a mí—. Ella nació con la habilidad de cambiar de edad, pero es muy joven y aún no ha desarrollado ningún legado. Mantenla a tu lado. Y no te separes del Cofre.

—Tranquila, Marina. Soy rápida —dice Eli, sonriendo.

—¿Estáis listas?

—Sí —dice Eli, apretando mi mano dentro de la suya.

—Llevarán protección blindada capaz de detener cualquier bala de la Tierra —dice Crayton—, pero yo he empapado las mías con lorilina, y no hay blindaje en el mundo que pueda detenerlas. Voy a cargármelos a todos. —Acto seguido entorna los ojos y añade—: Cruzad los dedos para que Héctor esté en la puerta del orfanato esperándonos.

—Seguro que sí —digo.

Y entonces Crayton empieza a apretar el gatillo y no para hasta vaciar el cargador.