CAPÍTULO VEINTISÉIS
LO HAGO SIN PENSAR SIQUIERA. EN CUANTO EL hombre me señala desde el borde del agujero, le lanzo dos somieres metálicos con todas mis fuerzas. El segundo le golpea de lleno. El mogadoriano cae de bruces al dormitorio pero, para mi sorpresa, al chocar contra el suelo de piedra se convierte en un montón de algo parecido al hollín o las cenizas.
—¡Corre! —grita Adelina.
Salimos corriendo al pasillo, abriéndonos paso entre la marea de chicas y hermanas que van a refugiarse al ala sur. Yo agarro la mano de Adelina, entro con ella en la nave de la iglesia y luego seguimos por el pasillo central.
—¿Adónde vamos? —grita Adelina.
—¡No podemos irnos sin el Cofre!
Otra explosión sacude los cimientos del orfanato, y yo me golpeo la cadera con un banco.
—Enseguida vuelvo —susurro, soltándola de la mano y levitando hasta el hueco del transepto.
Seis nos dice que estamos cerca de Washington D. C., cosa que tiene sentido. Se me considera un terrorista armado y peligroso; no es de extrañar que me hayan llevado a la capital del país para interrogarme.
—En menos de una hora sale un avión del Aeropuerto Internacional Dulles —dice, girando el volante—. Yo voy a coger ese vuelo. Sam, ¿vienes conmigo o te quedas con John? —Él apoya la frente en el asiento y cierra los ojos—. ¿Sam?
—Déjame pensar —responde él. Al cabo de un minuto, levanta la cabeza y me mira a los ojos—. Me quedo con John.
«Gracias», articulo sin voz.
—De todos modos, me será más fácil llegar hasta allí yendo sola —dice Seis, aunque parece dolida.
—Estarás combatiendo al lado de guardianes más experimentados —le consuelo—. Además, supongo que tendremos que ser dos para poder sacar los dos cofres de allí.
Bernie Kosar suelta un ladrido desde el asiento del acompañante.
—Claro que sí, amiguito —le digo—. Tú también formas parte de este equipo.
El Cofre no está. Siento tanta angustia que todo el cuerpo me empieza a sudar. Casi vomito. ¿Sabrían todo este tiempo los mogadorianos que estaba allí? ¿Por qué no me atraparon aquí cuando tuvieron la oportunidad? Vuelvo a bajar flotando al suelo de la nave.
—No está, Adelina —susurro.
—¿El Cofre?
—No está. —Hundo mi cara en su hombro.
Ella se saca algo del cuello. Es un amuleto azul pálido, casi transparente, atado a un cordón beige. Adelina desliza con delicadeza el colgante sobre mi pelo hasta dejarlo reposando en mi cuello. Está frío y caliente a la vez, y, nada más rozar mi piel, empieza a brillar intensamente. Me quedo sin aliento.
—¿Qué es? —pregunto, tapando el brillo con las manos.
—Loralita, la gema más poderosa de Lorien; solo puede encontrarse en el núcleo del planeta —susurra—. La he tenido escondida todo este tiempo. Es tuya. No vale la pena seguir escondiéndola. Ya saben quién eres, con o sin el amuleto. Nunca me perdonaré no haberte entrenado debidamente. Nunca. Lo siento, Marina.
—No pasa nada —le digo, mientras mis ojos se llenan de lágrimas.
Eso era lo único que había deseado todos estos años. Comprensión. Compañerismo. El reconocimiento de nuestros secretos compartidos.
Al ir acercándonos al aeropuerto, sentimos encima el peso de tener que separarnos. Sam intenta distraerse examinando los papeles que Seis sacó de la guarida de su padre.
—Ojalá pudiera estudiarlos con calma en una biblioteca.
—Cuando volvamos de Virginia Occidental —le digo—. Te lo prometo.
Seis nos da instrucciones detalladas sobre cómo encontrar el mapa que nos guiará a la caverna. El resto del viaje transcurre en silencio. Nos metemos en el aparcamiento de un McDonald’s a un kilómetro de Dulles.
—Hay tres cosas que tenéis que saber —anuncia Seis.
—¿Por qué tengo el presentimiento de que ninguna de las tres va a gustarnos? —suspiro.
Pasando por alto mi comentario, ella escribe algo en el dorso de un recibo.
—En primer lugar, aquí tenéis la dirección del sitio donde estaré dentro de dos semanas exactamente, a las cinco de la tarde. Nos encontraremos allí. Si no estoy allí o si, por lo que sea, no estáis vosotros, volved una semana después y yo haré lo mismo. Si uno de nosotros no se presenta la segunda vez, supongo que entonces tendremos que llegar a la conclusión de que el otro ya no va a aparecer. —Dicho esto, entrega la nota a Sam, que la lee y se la mete en el bolsillo de los vaqueros.
—Dos semanas, a las cinco de la tarde —repito—. De acuerdo. ¿Y la segunda cosa?
—Bernie Kosar no puede entrar en la caverna con vosotros.
—¿Por qué no?
—Porque moriría. No sé exactamente cómo lo hacen, pero los mogadorianos controlan a sus bestias filtrando a la caverna algún tipo de gas que solo afecta a los animales. Si uno de ellos sale del lugar que le corresponde, cae fulminado. Cuando al fin conseguí salir, vi un montón de animales muertos en la entrada misma de la caverna. Eran bestias que se habían alejado demasiado.
—Qué brutos —dice Sam.
—¿Y la tercera cosa?
—La caverna está equipada con todos los dispositivos de detección que podáis imaginaros. Cámaras, detectores de movimiento, sensores de calor, infrarrojos. De todo. La xitharis os permitirá superar todo eso pero, cuando se agote, andaos con cuidado, porque os van a encontrar inmediatamente.
—¿Adónde vamos? —pregunto a Adelina. Ahora, sin el Cofre, me siento perdida. A pesar incluso del amuleto que llevo colgado.
—Vamos al campanario. Tú usarás la telequinesia para bajarnos al patio. Luego saldremos corriendo.
Le cojo la mano y echo a correr, pero de repente una bola de fuego surge rugiendo del fondo de la nave. El fuego engulle los últimos bancos y asciende con furia hacia el elevado techo. La nave está más iluminada que durante la misa del domingo. Un hombre con una gabardina y el pelo largo y rubio entra con andar seguro desde el pasillo norte, nuestro camino hacia la libertad, y todos los músculos de mi cuerpo parecen ablandarse al mismo tiempo; cada poro de mi piel se pone de gallina.
Él está allí de pie, mirándonos, mientras las llamas siguen devorando más filas de bancos; entonces, un sonrisa de suficiencia se esboza en su cara. Por el rabillo del ojo, veo que Adelina se mete la mano bajo la ropa y saca algo, pero no sé qué es. Está junto a mí, con los ojos fijos en el fondo de la nave. Y entonces, con toda la delicadeza del mundo, me agarra y me coloca a sus espaldas.
—No puedo compensar el tiempo perdido, ni el daño que he hecho —dice—. Pero lo voy a intentar. No permitas que te cojan.
En ese momento, el mogadoriano carga contra nosotras por el centro del pasillo. Es mucho más grande de lo que parecía de lejos, y está blandiendo una larga espada que refulge con un brillo verde.
—Huye lo más lejos posible —dice Adelina sin volverse—. Sé valiente, Marina.
Seis coloca la xitharis en una bandejita de la consola y sale con agilidad del todoterreno.
—Llevo retraso —dice mientras cierra la puerta.
Sam y yo nos bajamos del vehículo después de examinar con atención el aparcamiento, los otros coches, la gente que va de acá para allá.
Doy la vuelta al coche por la parte del morro y veo a Seis abrazar a Sam.
—Dales caña —dice él.
Cuando se separan, ella le dice:
—Sam, gracias por ayudarnos aunque no tengas por qué hacerlo. Gracias por ser tan alucinante.
—Tú sí que eres alucinante —susurra él—. Gracias por dejarme ir con vosotros.
Para mi sorpresa, y la de Sam, Seis da un paso al frente y le planta un beso en la mejilla. Ellos intercambian una sonrisa, y cuando Sam me ve detrás del hombro de Seis, se sonroja, abre la puerta del conductor y se mete dentro.
No quiero que Seis se vaya. Por mucho que me duela admitirlo, sé que podría no volver a verla. Me mira con una ternura que tal vez no haya visto antes en ella.
—Me gustas, John. Estas últimas semanas he tratado de convencerme de lo contrario, sobre todo por lo de Sarah y también por lo idiota que puedes llegar a ser… pero me gustas. Me gustas mucho.
Esas palabras me dejan pasmado. Después de vacilar un momento, le digo:
—A mí también me gustas.
—¿Todavía quieres a Sarah? —me pregunta.
Asiento. Merece saber la verdad.
—Sí que la quiero, pero me parece todo muy confuso. Es posible que ella me haya delatado, y tal vez nunca quiera volver a verme porque le dije que me parecías guapa. Pero Henri me dijo una vez que, cuando los lóricos nos enamoramos, es para toda la vida. Y eso quiere decir que siempre querré a Sarah.
Seis niega con la cabeza.
—No te ofendas por lo que voy a decirte, ¿vale? Pero Katarina nunca me contó nada de eso. De hecho, me habló de los diversos amores que tuvo en Lorien a lo largo de su vida. Estoy segura de que Henri era un gran hombre y de que te quería con toda su alma, pero me da la impresión de que era un romántico y de que esperaba que siguieras su ejemplo. Como él tuvo un solo amor verdadero, quería lo mismo para ti.
Me quedo callado, absorbiendo su teoría y apartando la de Henri. Ella se da cuenta de que me cuesta asimilar sus palabras.
—Lo que estoy diciendo es que, cuando los lóricos nos enamoramos, muchas veces es para toda la vida. Está claro que ese fue el caso de Henri. Pero no siempre tiene que ser así.
Y, tras decir esta última frase, Seis da un paso hacia mí y yo hacia ella. El beso que nos perdimos al terminar nuestro paseo en Florida nos une ahora con una pasión que pensé que tenía reservada única y exclusivamente para Sarah. No quiero que este beso termine nunca, pero Sam pone en marcha el motor y nos separamos.
—A Sam también le gustas, ¿sabes? —le digo.
—Y a mí me gusta él.
Inclino la cabeza, desconcertado.
—Pero si acabas de decir que te gusto yo.
Ella me da un empujoncito en el hombro, diciendo:
—A ti te gustamos Sarah y yo. Y a mí me gustáis Sam y tú. Acéptalo.
Se vuelve invisible, pero puedo notar que sigue delante de mí.
—Por favor, ve con cuidado por ahí, Seis. Preferiría que pudiéramos seguir todos juntos.
—Yo también, John —dice su voz, que parece salir de la nada—. Pero quienquiera que esté en España necesita ayuda. ¿Lo entiendes?
Aunque sé que ya se ha ido para entonces, contesto:
—Sí.
Intento moverme, pero estoy paralizada. Un destello de luz en la mano de Adelina capta mi atención, y me doy cuenta de que lo que ha sacado de debajo de la ropa es un cuchillo de cocina. Ella se lanza hacia el mogadoriano, y yo empiezo a correr a lo largo de un banco en dirección opuesta. Con una precisión que no le conocía, Adelina se tira al suelo cuando su atacante da un salto y dirige la espada hacia su garganta. Falla completamente el blanco, y ella se levanta y acto seguido le clava la hoja del cuchillo en el muslo derecho. La sangre que empieza a brotarle no frena al mogadoriano, que se da la vuelta y descarga de nuevo la espada sobre ella. Adelina rueda hacia delante y, llena de admiración, la veo atravesar el otro muslo del mogadoriano y aprovechar el impulso para ponerse en pie. ¿Cómo voy a dejarla luchar sola?
Dejo de correr y aprieto los puños, pero antes de que pueda hacer nada, la mano izquierda del mogadoriano ha apresado el cuello de Adelina para levantarla del suelo. Entonces, su mano derecha le atraviesa el corazón con la espada.
—¡No! —grito, saltando encima del banco y corriendo hacia ellos.
Los ojos de Adelina se cierran y, con su último aliento, ella levanta el brazo y traza un arco en el aire con la hoja del cuchillo, que cae al suelo con un ruido metálico. Durante un segundo creo que ha fallado el blanco, pero me equivoco. El corte ha sido tan limpio que pasan dos segundos completos antes de que empiece a brotar la sangre oscura. El mogadoriano suelta a Adelina y cae de rodillas, agarrándose la garganta con ambas manos para detener la hemorragia, pero la sangre se le escapa entre los dedos. Yo me acerco a él e inspiro profundamente. Levanto la mano y hago que el cuchillo de Adelina se separe del suelo. Lo dejo flotar en el aire un instante y, cuando el mogadoriano fija su mirada en él con los ojos abiertos de par en par, se lo hundo en el pecho. Él se desintegra ante mis ojos, y su cuerpo se convierte en un montón de cenizas que se derrama por el suelo.
Me arrodillo y tomo el cuerpo sin vida de Adelina entre mis brazos, sujetándole la cabeza y acercándola hacia mí. Cuando nuestras mejillas se tocan, rompo a llorar. Se ha ido, y, a pesar de mi recién descubierto legado, sé que no puedo hacer nada por devolverle la vida. Necesito ayuda.