CAPÍTULO VEINTICUATRO

AL CABO DE CINCO MINUTOS, ME LEVANTO DE LA CAMA y miro en el armario para ver si hay algo de ropa que quiera llevarme. Mientras sostengo un jersey negro en la mano, decido que no puedo irme sin despedirme de Héctor.

Cojo una chaqueta con capucha que hay colgada en la pared, que es de otra chica, y escribo una nota a Adelina a toda prisa: «Tengo que despedirme de una persona del pueblo».

Al abrir la puerta principal siento el aire frío. Ver todos esos coches de policía y furgonetas de la televisión a lo largo de la calle principal me hace sentir mejor. Los mogadorianos no se atreverán a hacer nada delante de tantos testigos. Salgo por la verja del convento con la capucha cubriéndome la cabeza. La puerta de la casa de Héctor está entreabierta, y doy unos golpecitos en el marco.

—¿Héctor? —le llamo.

—¿Quién es? —contesta una mujer.

La puerta se abre y aparece Carlota, la madre de Héctor. Su pelo, entre negro y canoso, está cuidadosamente recogido, y su rostro luce sonrosado y sonriente. Lleva un bonito vestido rojo y un delantal azul. La casa huele a bizcocho.

—¿Está Héctor, doña Carlota? —le pregunto.

—Ha vuelto mi ángel. —Parece que recuerda lo que le hice, que la curé de su enfermedad. Me da un poco de vergüenza la forma en que me mira, pero cuando se inclina para abrazarme no puedo resistirme—. Ha vuelto mi ángel —repite.

—Me alegro de que se encuentre mejor, doña Carlota. —Al verla llorar, yo tampoco puedo reprimir las lágrimas—. No hay de qué —le susurro.

Oigo un maullido a sus espaldas, y me agacho para saludar a Legado, que viene trotando hacia mí desde la cocina, con leche chorreándole por la barbilla. Ronronea y se frota contra mis piernas, y yo acaricio su lustroso pelo.

—¿Desde cuándo tiene gato? —le pregunto.

—Esta mañana estaba en mi puerta, y me ha parecido muy tierno. Le he llamado Guapo.

—Encantada de conocerte, Guapo.

—Es un buen gato —dice ella, con las manos apoyadas en las caderas—. Y es muy tragón.

—Me alegro de que se hayan encontrado, doña Carlota. Lo siento mucho, pero tengo que irme ya. Necesito hablar con Héctor. ¿Está él aquí?

—No, está en el bar. —La tristeza que me produce pensar que Héctor esté ya bebiendo desde tan temprano se me debe notar en la cara, porque doña Carlota se apresura a añadir—: Está tomándose el café, solo café.

Yo le doy un abrazo de despedida y ella me besa en las mejillas.

El bar está abarrotado. Cuando estoy a punto de abrir la puerta, algo me hace detenerme en seco: Héctor está sentado en una mesa pequeña, pero solo le veo por el rabillo del ojo. Mi mirada está clavada en la persona que hay sentada justo frente a él. Es el mogadoriano de anoche. Ahora está afeitado y tiene pelo más claro, de un color castaño, pero no cabe duda de que es él. El mismo cuerpo alto y musculoso, las mismas espaldas anchas y cejas pobladas, el mismo aire siniestro. No necesito la descripción del asesino de Miranda para saber que encaja con él a la perfección, independientemente de que se haya teñido el pelo o se haya afeitado el bigote.

Suelto la puerta y retrocedo. «Ay, Héctor —pienso—. ¿Cómo has podido?».

Me tiemblan las piernas; el corazón me va a cien. Mientras los miro, el mogadoriano gira la cara y me ve por la ventana. La sangre se me hiela, y el mundo parece detenerse. Estoy paralizada, clavada en el suelo, incapaz de mover un músculo. El mogadoriano me mira, lo que hace que Héctor también se vuelva, y solo al verle la cara consigo reaccionar.

Reculo dando trompicones, doy media vuelta y echo a correr, pero no he llegado muy lejos cuando oigo la puerta del bar abrirse. No miro atrás. Si el mogadoriano me está siguiendo, no quiero saberlo.

—¡Marina! —grita Héctor—. ¡Marina!

Me acompañan cuatro agentes en el coche. Toco las gruesas cadenas con la punta de los dedos. Estoy seguro de que podría romperlas si quisiera, o simplemente abrir la cerradura de las esposas con la telequinesia, pero el recuerdo de Sarah me quita la energía necesaria para ese esfuerzo. «¿Cómo puede haberme delatado? Por favor, que no haya sido ella».

El primer viaje dura veinte minutos, y no tengo ni idea de dónde estamos. Me sacan a empujones y me meten en otro vehículo, que me imagino que está dotado de más seguridad, para hacer un recorrido más largo. El segundo trayecto se me hace eterno (dos horas, tal vez tres) y para cuando paramos finalmente y me sacan otra vez, el vértigo que me produce lo que puede haber hecho Sarah se ha intensificado tanto que me resulta casi insoportable.

Me llevan al interior de un edificio. En cada recodo tengo que esperar a que abran una puerta. Llego a contar cuatro, y en cada pasillo noto cambiar el aire, más viciado cuanto más avanzo. Por último, me empujan a una celda.

—Siéntate —me ordena uno de los agentes.

Me siento en una cama de cemento. Me quitan la capucha, pero no las esposas. Los cuatro agentes salen y cierran la puerta de golpe. Dos de ellos, los más corpulentos, toman asiento frente a mi celda, y los otros dos se van.

Es una celda pequeña, de tres metros cuadrados, y contiene la cama de colchón amarillento en la que estoy sentado, un lavabo y un inodoro de metal. Nada más. Tres de las cuatro paredes son de hormigón, y hay un ventanuco en lo más alto de la pared del fondo.

A pesar de la mugre del colchón, me tumbo en él, cierro los ojos y espero a que mis pensamientos se serenen.

—¡John! —grita la voz de Sam.

Mis ojos se abren de golpe. Corro a la entrada de la celda y me agarro a los barrotes.

—¡Estoy aquí! —grito también.

—¡A callar! —espeta el más grande de los dos guardias, mostrándome la porra. En otra parte del pasillo, otra voz hace callar también a Sam. Ya no dice nada más, pero al menos sé que está cerca.

Paso la mano a través de los barrotes de la celda y apoyo la palma en la superficie metálica plana de la cerradura. Cierro los ojos y enfoco mi telequinesia en el mecanismo interior para percibirlo, pero no siento nada aparte de una vibración que me provoca dolores de cabeza, mayores cuanto más me concentro.

La celda está controlada por un sistema electrónico. No puedo abrirla con la telequinesia.

Corro lo más deprisa que puedo hacia el orfanato, con la capucha inflándose al viento; al ganar velocidad, el cielo azul y las nubes se funden en un blanco brillante sobre mi cabeza.

Entro como una exhalación por la puerta principal y corro hacia el dormitorio. Adelina está sentada en mi cama, con la nota doblada sobre el regazo. Tiene una pequeña maleta a los pies. Al verme, se levanta de un salto y me abraza.

—Tienes que ver esto —me dice, entregándome el papel. Yo lo desdoblo y veo que no es mi nota, sino una fotografía fotocopiada.

Tardo un segundo en reconocer la fotografía, y al hacerlo se me cae el alma a los pies. Alguien ha quemado en una montaña cercana un símbolo enorme e intrincado. Es una réplica exacta de la cicatriz de mi tobillo, con sus líneas y sus ángulos perfectamente delimitados.

El papel se me cae de la mano y flota lentamente hasta el suelo.

—Lo encontraron ayer. La policía está repartiendo estas fotocopias en busca de información —dice Adelina—. Tenemos que marcharnos enseguida.

—Sí, desde luego. Pero antes tengo que hablar con Eli —digo.

Adelina tuerce la cabeza, extrañada.

—¿Qué pasa con Ella?

—Que quiero que venga con…

Antes de que termine la frase, un estruendo me derriba. Adelina también se cae, golpeándose el hombro contra el suelo. Ha habido una explosión en algún lugar del orfanato. Varias chicas se refugian gritando en el dormitorio; otras pasan junto a la puerta buscando otro sitio donde ponerse a salvo. Oigo a la hermana Dora gritar a todo el mundo que se dirija al ala sur.

Adelina y yo nos ponemos en pie y salimos al pasillo, pero en ese momento se produce otra explosión, y de repente siento un viento frío. Con los gritos, no puedo oír lo que Adelina me está diciendo, pero sigo su mirada hacia el techo, donde se ha abierto un agujero del tamaño de un autobús. Mientras lo miro, un hombre alto de pelo largo y rojo con una gabardina se acerca andando al borde del agujero. Y entonces me señala.