CAPÍTULO VEINTIDÓS
DESPUÉS DE QUE SE ABRA LA PUERTA QUE HAY AL PIE de la torre, oigo unos pasos, seguidos del eco de una respiración. Sea quien sea, va a ser imposible esconder a Adelina drogada, un gato y un cofre lleno de armas y objetos extraterrestres. Vuelvo a colocar cuidadosamente la rama en el Cofre y cierro la tapa. Legado se desliza hasta el borde de la escalera y se queda mirando hacia la oscuridad de abajo. Estamos todos en silencio, pero entonces Adelina suelta un largo y profundo ronquido.
Los pasos aceleran por la escalera de caracol. Yo le doy a Adelina varios empujoncitos para despertarla. Pero ella cae del otro lado.
—¿Qué hago? —susurro a Legado.
Él salta encima del Cofre, baja de nuevo a mis pies y se pone a ronronear. Aunque no es una respuesta, eso me da una idea. Me agacho y coloco a Legado en lo alto del Cofre, y luego me encaramo a una de las dos ventanas; el aire fresco se me mete por el pijama y me hace castañetear los dientes. Los pasos se acercan.
Con la mente, levanto el Cofre en el aire, y las zarpas de Legado se clavan en la tapa para agarrarse. Yo agacho la cabeza para que el Cofre pueda flotar sobre mí y salir por la ventana. Justo después de colocarlo silenciosamente sobre el césped helado, diez pisos más abajo, Legado baja de un salto y sale corriendo hacia la oscuridad. Entonces, hago levitar a Adelina sobre mí, y su camisón me roza la cabeza al pasarme por encima. Luego la hago descender con cuidado junto al Cofre.
Los pasos se oyen más fuerte ahora. Descuelgo las piernas por el borde de la ventana. Concentrándome todo lo que puedo, consigo levitar unos centímetros sobre el frío suelo de piedra. Floto hacia fuera, donde me recibe un viento arremolinado. Justo antes de descender torre abajo, veo al mogadoriano bigotudo del bar doblar el último tramo de la escalera y entrar con andar pesado en la torre del campanario.
Mi concentración se desmorona y se rompe en mil pedazos. Desciendo en caída libre hasta el último momento, en que aprieto las manos frente al pecho y me concentro en flotar como una pluma. Aterrizo con la rodilla derecha a un milímetro del cuerpo tembloroso de Adelina.
El pánico se apodera de mí. Tengo dos opciones: o intento llegar al pueblo con el Cofre y Adelina para refugiarnos (lo malo es que estamos en plena noche, que vamos en pijama y que se ven muy pocas casas con la luz encendida a estas horas), o encuentro rápidamente un sitio en el orfanato para escondernos. El mogadoriano tardará menos tiempo en bajar de la torre del que ha tardado en subir, pero para descender hasta la planta baja tiene que recorrer un largo pasillo y bajar otra escalera. Asomo la cabeza por la puerta principal y, cuando veo que no hay nadie, escondo el Cofre entre los pliegues del camisón de Adelina y los meto flotando en la iglesia. Mi fuerza está disminuyendo a marchas forzadas, pero de algún modo consigo reunir la suficiente como para meternos a Adelina, al Cofre y a mí en el hueco ventoso, frío y húmedo en el que había estado escondido el Cofre en un principio.
Estoy empezando a pensar que he atraído al mogadoriano directamente hacia mí al abrir el Cofre. Quizá el latido rojo del cristal que se me cayó sea algún tipo de transmisor. Adelina sabrá lo que es, lo que tenemos que hacer. Para combatir el miedo que me provoca que una maligna raza alienígena venga directa por mí, para disculparme de alguna manera con Adelina por haberla drogado, y para sentir algo de calor, apoyo mi cabeza en su pecho y le rodeo la cintura con los brazos.
Horas más tarde, la oigo gruñir y mover las piernas bajo las mías.
—¿Adelina? —susurro—. ¿Estás despierta?
—¿Quién habla? ¿Marina?
—Adelina —le chisto—, tienes que estar muy, muy callada.
—¿Por qué? —murmura ella—. ¿Y dónde estamos?
—Estamos en la iglesia, donde escondiste el Cofre. Pero escúchame, por favor. Están aquí. Los mogadorianos vinieron anoche cuando abrí el Cofre, y tuve que escondernos.
—¿Cómo abriste el Cofre tú sola? No funciona así.
—Tú me explicaste cómo hacerlo. Hablabas en sueños —le miento. Podría contarle que la drogué, pero aún no estoy preparada para discutir con ella de eso.
—No lo recuerdo —dice con voz confusa—. Recuerdo… recuerdo que salí de la cama, y entonces… supongo que nada más. ¿Abriste el Cofre? ¿Y qué había dentro?
—Muchas cosas, Adelina. Muchas cosas. Hay cristales y gemas, y una de ellas se encendió en mi mano y empezó a parpadear, y creo que esa es la razón de que apareciera el mogadoriano.
—¿Qué mogadoriano? ¿Qué ha pasado? —Adelina intenta incorporarse, pero yo la detengo antes de que se golpee la cabeza con el techo bajo.
—Hace unos días vi a un hombre en el bar del pueblo —susurro—. Estaba leyendo un libro sobre Pítaco, y no paraba de mirarme. Llevaba un sombrero y un bigote muy poblado, y yo supe que era de Mogador. Y entonces, anoche, cuando abrí el Cofre en el campanario norte, apareció.
—¿Y cómo escapamos?
—Yo usé la telequinesia para hacernos levitar y sacarnos de la torre hasta el patio, y luego la usé para meternos aquí.
—Tenemos que salir de aquí —susurra ella—. Tenemos que irnos de Santa Teresa inmediatamente.
Nada más oír eso, yo me emociono. La abrazo en la oscuridad, y, para mi sorpresa, ella me devuelve el abrazo. Luego se arrastra hasta la entrada del hueco y yo la sigo, con el Cofre flotando a mis espaldas. Cuando parece que la nave está vacía, Adelina me pide que la baje al suelo. Después de hacerlo, acerco lentamente el Cofre hasta el filo y lo coloco sin hacer ruido junto a los pies descalzos de Adelina. Estoy a punto de bajar cuando la hermana Dora aparece al fondo de la nave y se dirige hacia ella.
—¿Dónde has estado? —le espeta—. Has abandonado tu puesto toda la noche. ¿Cómo has podido? ¿Y qué hace ahí esa caja?
—Necesitaba un poco de aire fresco, hermana Dora —dice Adelina en tono suave—. Siento haber abandonado mi puesto.
—¿Con Marina? —dice la hermana Dora, y veo que le dirige una mirada suspicaz.
—¿Cómo?
—Anoche vinieron cuatro chicas a mi habitación y me dijeron que Marina se había marchado, y que tú ibas con ella.
Adelina empieza a hablar, pero Eli aparece de repente detrás de la hermana Dora y le tira de las faldas.
—Hermana Dora, acabo de ver a Marina —miente.
—¿Dónde?
—En el dormitorio, está durmiendo.
La hermana Dora se agacha y la agarra por el brazo, y la mirada aterrorizada de Eli hace que se mueva algo en mi interior.
—¡Eres una pequeña mentirosa! Acabo de estar en el dormitorio y no hay nadie allí. ¡Estás mintiendo para protegerla!
—Ya basta, hermana Dora —dice Adelina.
Pero la hermana tira de Eli con tanta fuerza que sus piececitos apenas tocan el suelo.
—Vamos ahora mismo a mi despacho; ahora verás lo que hacemos con las mentirosas en Santa Teresa.
Las mejillas de Eli se llenan de lágrimas. Desde la entrada del hueco, miro fijamente la mano de la hermana Dora y le abro los dedos con la mente para que suelte el brazo de Eli. La hermana da un grito de dolor y mira a Eli con una mezcla entre sorpresa y confusión. Luego vuelve a agarrarla.
Adelina corre hacia ellas, y, antes de que yo pueda dar un empujón a la hermana Dora y mandarla volando por el pasillo central de la nave, Adelina la agarra por la muñeca.
La hermana Dora se suelta. El corazón me da un brinco al comprobar que Adelina es ahora nuestra aliada.
—Ni se te ocurra volver a tocarme —la reta la hermana Dora—. Este ni siquiera es tu sitio, Adelina. Y tampoco el de ese diablo de niña que trajiste contigo.
Adelina sonríe serenamente.
—Tienes razón, hermana Dora. Puede que este no sea nuestro sitio, y puede que nos vayamos esta misma mañana. Pero ¿serías tan amable de soltar a Eli primero? —Su voz, aunque cordial y paciente, tiene un punto mordaz.
—¡Cómo te atreves! —resopla la hermana Dora con desdén—. Tú misma eres una huérfana. ¡Te recogimos porque nadie te quería!
—Bueno, todos somos iguales a los ojos del Señor. Eso no me lo discutirás.
La hermana Dora se mueve para dar otro paso, pero Adelina vuelve a agarrarla del brazo. Las dos mujeres se miran fijamente.
—Hablaré de esto con la hermana Lucía. Te echarán de aquí tan rápido que no tendrás tiempo ni de rezar para pedir perdón.
—Ya te he dicho que me voy a ir esta mañana. Una vez fuera, tendré tiempo de sobras para rezar y pedir perdón. —Adelina estira la mano hacia Eli, que se la coge. La hermana Dora duda antes de soltar, de mala gana, el brazo de la niña—. No solo voy a rezar para que Marina me perdone por ser tan mala tutora, sino para que Dios te perdone por olvidar tu propósito en este convento.
Las dos se siguen mirando fijamente durante unos segundos antes de que la hermana Dora dé media vuelta y salga hecha una furia de la nave. Cuando está fuera de nuestra vista y Eli se encuentra de espaldas a mí, bajo flotando hasta el suelo.
—Hola, Eli —le digo.
—¡Marina! —exclama ella, soltándose de la mano de Adelina y corriendo hacia mí para abrazarme—. ¿Dónde estabas?
—Adelina y yo necesitábamos hablar a solas —digo, apartándola de mi pecho. Luego levanto la vista hacia mi cêpan—. Teníamos que hablar sobre nuestro futuro.
Adelina hace una mueca, y luego se mira el camisón sucio y se sonroja.
—Marina, ve a recoger tus cosas y pon el Cofre a buen recaudo. Nos iremos muy pronto.
Cuando Adelina se marcha, Eli me agarra la mano y la aprieta.
—Los hombres malos estuvieron aquí anoche, Marina.
—Lo sé, lo vi. Por eso nos vamos. —Nada más decir eso, sé que voy a pedir a Adelina que deje a Eli venir con nosotras.
—Los vi a los tres —susurra Eli.
—¿Había tres? —pregunto yo, con la respiración contenida.
—Sí, estaban junto a la ventana, mirando tu cama.
Un escalofrío me recorre la columna. Hago flotar el Cofre para meterlo de nuevo en el hueco del transepto y corro hacia el dormitorio. Mientras esquivo a los grupos de chicas que hay en el pasillo, las oigo murmurar sobre algo que ha ocurrido en el pueblo.
—Estaban ahí —me dice Eli, señalando la ventana.
—¿Estás segura de que eran tres?
—Sí —contesta ella asintiendo con la cabeza—. Y después salieron corriendo.
—¿Qué aspecto tenían? —pregunto.
—Eran altos y tenían el pelo muy largo. Y unos abrigos que les llegaban casi hasta los pies —dice.
—Y bigote, ¿no? ¿Llevaban bigote?
—Creo que no. No recuerdo haber visto ningún bigote —dice ella.
Yo estoy confusa, pero sé que no tengo mucho tiempo antes de que Adelina aparezca con las pertenencias que ha acumulado durante los últimos once años metidas en una bolsa. Yo estoy a punto de meterme a toda prisa en la ducha cuando otra chica llamada Rosalía me hace parar en seco.
—Hoy no hay clase. Esta mañana han encontrado a una niña, Miranda Márquez, estrangulada dentro del colegio.
Me siento en la cama, en estado de choque. Miranda Márquez es una chica de pelo negro que vive en el pueblo y que se sienta conmigo en clase de historia. Nuestra profesora, la señorita Muñoz, suele confundirnos, porque ella es alta y delgada como yo, y tiene el pelo igual de largo que el mío. Solo tardo un segundo en darme cuenta de que, quien sea que ha matado a Miranda, podría haberla confundido también conmigo. Alguien pudo haber intentado matarme anoche.
—Es… es horrible —murmuro.
Rosalía añade:
—Además, he oído decir a una de las hermanas que, anoche, algunos vecinos vieron gente volando por el cielo, y ahora está todo lleno de furgonetas de la televisión y de reporteros.
Todo está sucediendo demasiado rápido. Los mogadorianos me han encontrado. Han encontrado mi cueva. He sido descuidada con mis legados, y hay testigos que nos han visto a Adelina y a mí salir por la ventana del campanario. Una chica del colegio podría haber muerto por mi culpa, y Adelina y yo nos vamos a marchar del orfanato en pleno invierno y sin ningún sitio donde dormir.
Me doy la ducha más rápida de mi vida y espero a que vuelva Adelina.