CAPÍTULO VEINTIUNO
DURANTE EL RESTO DEL VIAJE, HAGO UNOS CUANTOS intentos por recuperar la señal de las esferas, pero, cada vez que pongo en marcha el sistema solar, se limita a dar vueltas de forma normal. Ya es casi medianoche cuando decido rebuscar entre los demás objetos y piedras del Cofre, pero en ese momento veo las luces dispersas de un pueblo en el horizonte. Veo pasar un cartel a mi derecha, como aquella vez, hace meses, cuando era Henri quien conducía:
BIENVENIDOS A PARADISE, OHIO
5.243 HABITANTES
—Bienvenidos a casa —susurra Sam.
Pego la frente a la ventanilla y reconozco un cobertizo desvencijado, un viejo cartel anunciando manzanas, una camioneta verde que sigue en venta. Una cálida sensación inunda todo mi cuerpo. De todos los lugares donde he vivido, Paradise es mi favorito. Aquí es donde hice a mi mejor amigo. Aquí es donde apareció mi primer legado. Aquí es donde me enamoré. Pero Paradise es también el lugar donde tuve mi primer encuentro con los mogadorianos, donde libré mi primera batalla, donde sufrí mis peores heridas. Es el lugar donde Henri murió.
Bernie Kosar se sube de un salto al asiento contiguo al mío y empieza a menear la cola a un ritmo endiablado. Mete el hocico por la pequeña rendija de su ventanilla y olfatea con fuerza el aire que tan bien conoce.
Tras coger la primera salida a la izquierda y girar en un par de cruces más, dando un par de rodeos aquí y allá para asegurarnos de que no nos sigan, y mientras buscamos el lugar más adecuado y menos llamativo para dejar el todoterreno, repasamos el plan una vez más.
—Cuando hayamos encontrado el transmisor, volveremos directamente al coche y nos vamos de Paradise sin perder más tiempo —dice Seis—. ¿De acuerdo?
—De acuerdo —respondo.
—No nos ponemos en contacto con nadie más; nos largamos y punto. Carretera y manta.
Sé que se refiere a Sarah, pero me muerdo el labio. Ahora que por fin vuelvo a Paradise después de todas estas semanas a la fuga, resulta que no puedo ver a Sarah.
—¿De acuerdo, John? ¿Nos vamos inmediatamente?
—Ya vale. Pillo la indirecta.
—Perdón.
Sam aparca el todoterreno debajo de un arce en una calle oscura, a tres kilómetros de su casa. Mis pies tocan el asfalto, mis pulmones absorben la primera bocanada de aire de Paradise, e instantáneamente deseo que todo sea igual que antes, como en el último Halloween, como cuando me reencontraba con Henri al volver a casa, como cuando compartía sofá con Sarah.
Como no queremos arriesgarnos a perder mi Cofre por dejarlo en un coche sin vigilar, Seis abre la puerta de atrás y se lo carga al hombro. Cuando ve que puede llevarlo con comodidad, se vuelve invisible.
—Espera —le digo—. Primero quiero sacar una cosa. ¿Seis?
Cuando ella reaparece, abro el Cofre, cojo la daga y me la meto en el bolsillo de atrás de los vaqueros.
—Vale, ahora sí que estoy listo. Bernie Kosar, amiguito, ¿vienes?
Bernie Kosar se transforma en un pequeño cárabo y aletea hasta llegar a una rama baja del arce.
—Pongámonos ya en marcha. —Seis recoge el Cofre y vuelve a desaparecer.
Echamos a correr. Con Sam siguiéndonos a buen ritmo, salto una valla y acelero al llegar al linde de un campo. Un kilómetro más allá, me adentro en el bosque, disfrutando del contacto de las ramas que se separan ante mi pecho y mis brazos, y de las matas altas de hierba que me rozan los vaqueros. Miro atrás a menudo, y veo a Sam saltando troncos caídos o esquivando ramas bajas, nunca a más de cuarenta metros de distancia. Oigo un rumor a mi lado, pero antes de llevarme la mano al bolsillo Seis me susurra que es ella. Veo que la hierba se separa formando un camino y lo sigo.
Por suerte, la casa de Sam está a las afueras de Paradise, separada de cada vecino por unos pocos acres. Me detengo justo antes de salir del bosque y veo la casa frente a mí. Es un edificio pequeño y modesto, con revestimiento de láminas de aluminio blanco y tejas negras, una estrecha chimenea en el lado derecho y una alta valla de madera en torno al patio trasero. Seis se materializa y deja el Cofre en el suelo.
—¿Es aquí? —pregunta.
—Es aquí.
Medio minuto después, Bernie Kosar se posa en mi hombro. Pasan cuatro más hasta que Sam surge con andar vacilante de entre unos matorrales y se para frente a nosotros, sin aliento y con las palmas apoyadas pesadamente en los muslos. Alza la vista y mira su casa a lo lejos.
—¿Cómo te sientes? —le pregunto.
—Como un fugitivo. Como un mal hijo.
—Piensa en lo orgulloso que estaría tu padre si lo conseguimos —le digo.
Seis se vuelve invisible para hacer un reconocimiento, comprobando que no haya nadie entre las sombras de las casas cercanas ni en los asientos traseros de los coches aparcados en la calle. Cuando vuelve nos informa de que todo parece en orden, pero que hay algunas luces con sensores de movimiento en la casa de la derecha. Bernie Kosar alza el vuelo y se posa en el vértice del tejado.
Seis coge a Sam de la mano y ambos se vuelven invisibles. Me meto el Cofre bajo el brazo y los sigo sigilosamente hasta llegar a la valla trasera. Tras volver a materializarse, Seis la salta en primer lugar, y después Sam. Lanzo el Cofre sobre la valla y, rápidamente, me encaramo tras ellos. Nos agazapamos detrás de un seto crecido y examino el patio trasero: hierba alta, unos árboles, un gran tocón, un columpio oxidado y una carretilla antigua junto a él. Hay una puerta trasera en la parte izquierda de la casa y dos ventanas oscuras en la derecha.
—Allí está —indica Sam con un susurro.
Lo que a primera vista había confundido con un tocón plantado en medio del patio es, visto con más detenimiento, un ancho cilindro de piedra. Entornando los ojos, veo un objeto triangular que sobresale en la parte de arriba.
—Ahora mismo volvemos —susurra Seis a Sam.
Cojo la mano de Seis y me vuelvo invisible antes de decir:
—Bueno, Puma Goode. Guarda ese Cofre como si mi vida dependiera de ello. Porque así es.
Seis y yo avanzamos con paso cauteloso por entre la hierba alta hasta llegar al pozo, y entonces me agacho delante de él. El círculo que rodea el cuadrante está delimitado por una serie de números: del uno al doce en la parte izquierda y otra vez del uno al doce en la derecha. Hay un cero en lo alto, y los números están separados por una serie de líneas. Cuando estoy a punto de coger el triángulo central y moverlo al azar, oigo a Seis tomar aire, sorprendida.
—¿Qué pasa? —susurro, pero al levantar la vista hacia ella solo veo las ventanas oscuras.
—Mira. Los símbolos del medio.
Vuelvo a examinar el cuadrante y se me corta la respiración en la garganta. Aunque borrosos y poco aparentes, en mitad de la circunferencia hay nueve símbolos lóricos marcados con trazo débil. Reconozco los números que van del uno al tres porque son iguales que las cicatrices que tengo en el tobillo, pero los demás no los había visto antes.
—Recuérdame cuándo es el cumpleaños de Sam —pregunto.
—El cuatro de enero de 1995.
El triángulo emite un chasquido similar al de un candado cuando lo giro a la derecha, hasta lo que debe de ser el número cuatro grabado en lórico. Mi número. Después lo giro a la izquierda, tragando saliva mientras apunto al número uno. A continuación, dirijo el triángulo de forma alterna a derecha e izquierda hacia el uno, el nueve, otra vez el nueve y el cinco. No ocurre nada durante unos segundos, pero entonces el cuadrante empieza a silbar y a humear. Seis y yo damos un paso atrás y observamos cómo la tapa de piedra del pozo se corre hacia atrás y se abre con un fuerte y reverberante crujido. Cuando el humo se disipa, veo una escalera en el interior.
Sam está dando botes al lado de la valla, tapándose la boca con una mano para no gritar y levantando la otra en forma de puño.
Una de las ventanas se vuelve amarilla. Bernie Kosar ulula dos veces desde el tejado. Antes de que me dé tiempo a pensar, Seis tira de mí hacia delante, y de pronto me encuentro siendo visible otra vez y descendiendo por la escalera del interior del pozo. Seis me sigue, no sin cerrar la tapa casi por completo por encima de ella. Ilumino mis palmas y veo que estamos a cinco metros del fondo de cemento.
—¿Qué hacemos con Sam? —susurro.
—No le pasará nada. Bernie Kosar está ahí fuera con él.
Alcanzamos el suelo y nos encontramos frente a un corto pasadizo que gira a la izquierda. El aire huele a moho. Ilumino el espacio que nos rodea con las palmas mientras giramos y, cuando el pasadizo vuelve a enderezarse, vemos que al final hay una cámara con una mesa abarrotada y cientos de papeles pegados a la pared. Estoy a punto de correr hacia ella cuando mis manos iluminan un objeto largo y blanco que hay a la entrada.
—¿Eso es…? —empieza a decir Seis, y su voz se apaga.
Me quedo paralizado después de frenar en seco. Es un enorme hueso. Seis me empuja hacia delante, y yo me saco la daga del bolsillo trasero del pantalón.
—¿Las damas primero? —propongo.
—Otro día.
Cogiendo carrerilla, salto sobre el hueso y acto seguido ilumino la cámara con las manos. Un grito se me escapa de la boca al encontrarme con el esqueleto que hay apoyado en la pared. Seis salta adentro conmigo y, cuando lo ve, da un traspiés hacia atrás y se topa con la mesa.
El esqueleto mide dos metros y medio, y tiene unas manos y unos pies gigantescos. De lo alto del cráneo le cuelgan unos gruesos mechones de pelo rubio que le llegan más abajo de los anchos omóplatos. En torno al cuello lleva un colgante azul parecido al mío.
—Ese no es el padre de Sam —dice Seis.
—Está claro que no.
—Entonces, ¿quién es?
Avanzo un paso y examino el colgante. La loralita azul es ligeramente más grande que la mía, pero por lo demás es idéntico. No puedo dejar de mirarlo mientras siento una abrumadora conexión con quienquiera que fuera su portador.
—No sabría decirlo con seguridad, pero creo que estaba en nuestro bando. —Paso la mano por detrás de la cabeza, cojo el colgante y se lo entrego a Seis.
Nos acercamos a la mesa. No sé ni por dónde empezar a mirar. Una espesa capa de polvo cubre montones de papeles e instrumentos de escritura. El texto escrito en los papeles pegados a la pared no es nada que se parezca al inglés. Reconozco algunos números lóricos, pero nada más. Hay una tablilla electrónica blanca encima de una silla de madera desvencijada. La recojo y pulso la pantalla negra con los dedos. No ocurre nada.
Seis abre el primer cajón de la mesa y dentro encuentra más papeles. Cuando coge el pomo del segundo cajón, una explosión procedente de la superficie nos sacude de pies a cabeza. Una larga grieta recorre el techo de la cámara, y el cemento empieza a combarse y a caer a nuestro alrededor en grandes trozos.
—¡Corre! —grito.
Con el amuleto todavía colgado del cuello, Seis arranca una decena de papeles de la pared mientras yo me meto la tablilla en la cintura del pantalón. Subimos por la escalera a toda prisa y espiamos por la rendija que hay entre el pozo y la tapa. Decenas de mogadorianos. Fuegos humeantes. Bernie Kosar se ha transformado en un tigre con cuernos de carnero. Tiene el brazo de un mogo entre los dientes. Sam ya no está al lado de la valla, y el Cofre tampoco.
Estoy a punto de salir disparado del pozo cuando Seis se me adelanta. Empuja la tapa hacia atrás y, entre un tornado de nubes, atraviesa un grupo de cinco mogos a los que desparrama por el suelo del patio. Yo me aúpo por el borde del pozo y salgo antes de cerrar la tapa, mientras Seis recoge del suelo una reluciente espada mogadoriana y se vuelve invisible.
Empleando la telequinesia, arrojo contra la pared de la casa a tres mogos armados que encuentro cerca del pozo. Se desvanecen con una explosión de cenizas, y cuando me doy la vuelta veo a un hombre sin camisa plantado en la puerta trasera con una escopeta en las manos. Detrás de él, en camisón, está la asustada madre de Sam.
Seis se materializa al lado de dos mogos que corren hacia mí con fulgurantes cañones y les rebana el cuello a ambos de un mandoble. Acto seguido, se sirve de la telequinesia para arrojar la carretilla a otro, que se convierte en un montón de cenizas. Empujo a dos mogos contra un tercero, y Seis ensarta a los tres con un movimiento rápido. Bernie Kosar salta al centro del patio y se lía a dentelladas con un grupo de enemigos que intentan ponerse en pie.
—¿Dónde está Sam? —grito.
—¡Aquí!
Giro el cuello y veo a mi amigo tumbado de bruces bajo un arbusto chamuscado. Un reguero de sangre le cae del cráneo.
—¡Sam! —grita su madre desde la puerta, y él se apoya con esfuerzo en las rodillas.
—¡Mamá!
Su madre lanza otro grito cuando un mogadoriano se acerca a él y le levanta tirándole de la camiseta. Me concentro para arrancar del suelo el columpio oxidado, pero antes de que pueda clavarle en el pecho una de las barras de metal, el mogo arroja a Sam sobre la valla.
Con una furia que nunca había visto en ella, Seis se abre paso a golpes de espada a través de los adversarios que quedan. Cubierta de cenizas, salta la valla en pos de Sam. Me monto encima de Bernie Kosar y ambos la seguimos.
Mi amigo está en el patio vecino, tumbado de espaldas. Las luces con sensores de movimiento barren su cuerpo. Me bajo del lomo de Bernie y recojo a Sam del suelo.
—¡Sam! ¿Estás bien? ¿Y el Cofre?
Él entreabre los ojos, diciendo:
—Se lo han llevado. Lo siento, John.
—¡Están allí! —Seis señala un grupo de mogos que huyen a través del campo en dirección al bosque.
Dejo a Sam sobre el lomo de Bernie Kosar, pero él se levanta.
—Estoy bien, de verdad.
Del otro lado de la valla se oye el grito de su madre:
—¡Sam!
—¡Volveré, mamá! ¡Te quiero!
Y, sin dudarlo siquiera, echa a correr hacia los fugitivos. Seis y yo le alcanzamos con facilidad, pero ella se desvía a la derecha para hundir la espada en un mogadoriano que venía hacia nosotros. Ve que hay cuatro más a unos treinta metros por delante de ella y, con el gran colgante rebotando alrededor de su cuello, se lanza a la carga junto a Bernie Kosar.
Sam y yo entramos en el fangoso campo, pero dos mogadorianos nos cortan el paso. Veo de refilón que dos más se separan del grupo principal para acercarse a nosotros desde direcciones estratégicas. Los demás han entrado en dos secciones distintas del bosque, y no he podido ver cuál de los dos grupos tenía el Cofre. Saco la daga del bolsillo trasero, y el puño del arma me envuelve la mano.
Me lanzo tras ellos, y los dos mogos que tengo delante corren a mi encuentro a su vez. La punta de sus espadas rebota en el aire tras ellos. Cuando nos separan menos de cinco metros, salto alzando la daga por encima de mi cabeza. Estoy a punto de caer sobre ellos cuando un enorme árbol pasa zumbando debajo de mí y se lleva por delante a mis dos atacantes, que mueren en el acto. Seis. Cuando mis pies vuelven a tocar el suelo, me doy la vuelta y la veo correr hacia Sam y los dos mogos que le han rodeado.
El que está a la derecha de Sam le hace un placaje por la cintura. Seis agarra al mogadoriano con la telequinesia y lo arroja a gran distancia sobre el campo, pero este se pone en pie de inmediato y vuelve a la carga.
Me aproximo sigilosamente al otro mogo por la espalda, le clavo la daga en la nuca y la retiro con un ángulo que le atraviesa el omóplato. Fulminado, se convierte en una nube de cenizas que cae sobre mis zapatos.
Bernie Kosar se abate sobre el otro mogadoriano, del que poco después no quedan más que unas espesas cenizas en sus fauces.
—Tenemos que volver al coche y largarnos de aquí —dice Seis—. Seguro que vendrán más. Estaban esperándonos.
—Antes tenemos que recuperar el Cofre —replico.
—Pues entonces tendremos que dividirnos. —Con la espada cubierta de hollín, Seis señala las dos secciones del bosque por donde han desaparecido los mogos—. Bernie Kosar, tú vendrás conmigo.
Bernie se encoge para adoptar la forma de un halcón, y acto seguido toma el camino de la izquierda con Seis.
Sam y yo entramos en el bosque por el otro camino. Enseguida oímos el sonido de ramas partiéndose y corremos en esa dirección. Me adelanto a toda velocidad y, tras saltar sobre una serie de árboles muertos, veo cuatro mogos entrando en un pequeño claro para escapar. La luz de la luna no me permite ver si alguno de ellos lleva mi Cofre.
Patino de lado pendiente abajo, aplastando pequeñas matas a mi paso y creando una pequeña avalancha de piedras sueltas. Oigo a Sam abriéndose paso estrepitosamente detrás de mí.
Los mogadorianos están atravesando el claro. Está cubierto por una densa vegetación tan alta como una persona, y me adentro en él a todo correr. Sam me lanza un grito para que le diga qué dirección he tomado, pero en lugar de eso sigo corriendo y dirijo mi palma iluminada al cielo a modo de almenara.
—¡Vale! ¡Ya te veo! —grita.
Finalmente, justo antes de que el claro vuelva a dar paso al bosque, tengo uno a tiro. Me lanzo hacia sus piernas y rebano la base de sus pantalones militares manchados de barro para destrozarle el talón de Aquiles. Con un bramido, el mogo cae de espaldas. Me subo encima de su cuerpo convulso y lo liquido apuñalándole el corazón.
En ese momento, Sam tropieza con mis piernas y cae de bruces.
—¿Lo tienes?
—No. ¡Vamos!
Utilizando una mano a modo de linterna y la otra como machete, corro a través del bosque con agilidad, sin preocuparme por mirar si Sam sigue detrás de mí. En menos de un minuto, veo otro mogadoriano intentando pasar sobre un tronco caído. A veinticinco metros de distancia, levanto el tronco del suelo y lo hago girar a un lado hasta que el mogo se tambalea y cae de cabeza al suelo. Atravieso la vegetación como una fiera y me lo encuentro tumbado boca abajo, inerte. Veo enseguida que no tiene el Cofre. Lo mato con dos puñaladas.
—¡John! —grita Sam en la oscuridad—. ¿Dónde estás? —Dirijo una vez más mi luz al aire y, cuando él llega, estoy registrando los árboles—. Dime que lo has encontrado.
—Todavía no —respondo.
—No tienes el Cofre —musita Sam.
—Espero que Seis haya tenido más suerte. —Me llevo la mano a la cintura del pantalón y cojo la tablilla blanca para enseñársela a Sam—. Pero al menos he encontrado esto.
—¿En el pozo? —dice, quitándomela de las manos.
—Y eso no es todo. Espera a ver qué más hemos… —De pronto, reconozco el lugar donde estamos. Dejo de caminar. Dejo incluso de respirar.
Sam me agarra por el hombro, diciendo:
—¿Qué pasa, colega? ¿Has notado algo? ¿Alguien ha abierto el Cofre o algo así?
Por lo que yo sé, nadie ha abierto mi Cofre. La sensación que me abruma obedece a algo completamente distinto.
—¡Estamos muy cerca de la casa de Sarah!