CAPÍTULO VEINTE

ESTAR ENAMORADO ES UNA COSA MUY EXTRAÑA. Tus pensamientos se desvían siempre hacia el ser amado, sea lo que sea lo que estés haciendo. Puedes estar cogiendo un vaso de un armario o lavándote los dientes o escuchando a alguien, y de pronto tu mente empieza a divagar hacia su cara, su pelo, su olor, preguntándose qué ropa llevará puesta y qué dirá la próxima vez que te vea. Y para rematar el permanente estado de ensoñación en que te encuentras, te sientes como si tu estómago estuviese atado a una cuerda elástica que sube y baja durante horas hasta que al final acaba deteniéndose al lado del corazón.

Así es como me he sentido desde el día que conocí a Sarah Hart. Da lo mismo que esté entrenando con Sam o buscando mis zapatos en la parte trasera del todoterreno, porque en cualquier momento puede sobrevenirme el recuerdo del rostro de Sarah, sus labios o su piel de marfil. Puedo estar dando indicaciones desde el asiento trasero del coche y al mismo tiempo estar cien por cien inmerso en la sensación que me producía tener su cabeza apoyada bajo la barbilla. Y aunque esté rodeado por veinte mogos, con las palmas de las manos encendidas, puedo estar reviviendo cada parte de la conversación de la cena de Acción de Gracias en casa de Sarah.

Pero lo más desquiciante de todo es que, al mismo tiempo que viajamos a Paradise a las nueve de la noche al límite de la velocidad permitida, mientras nos dirigimos hacia Sarah y su melena rubia y sus ojos azules, estoy pensando también en Seis: en su olor, en cómo le queda la ropa de entrenamiento, en el momento en que casi nos besamos en Florida. Y no solo me duele el estómago al pensar en Seis, sino también al recordar que mi mejor amigo se siente igualmente atraído por ella. Voy a tener que comprarme un antiácido en nuestra próxima parada.

Mientras Sam conduce, hablamos de la carta de Henri y de lo genial que es el padre de mi amigo, no solo por ayudar al pueblo de Lorien sino también por haber dado a Sam pistas para encontrar el transmisor si algo malo le ocurría. Y, al mismo tiempo, mis pensamientos siguen saltando de Sarah a Seis y vuelta a empezar.

Estamos a dos horas de Paradise cuando Seis pregunta:

—Pero ¿y si al final no es nada? ¿Y si no hay nada en el fondo de ese pozo aparte de algún regalo raro de cumpleaños o cualquier otra cosa en lugar del transmisor? Estamos arriesgándonos mucho, pero mucho, mucho, presentándonos así en Paradise.

—Tú hazme caso —le contesta Sam. Tamborilea con los pulgares en el volante y entonces pone música en la radio—. Nunca he estado tan seguro de algo en toda mi vida. Y te lo dice alguien que saca sobresaliente en todo.

Mi opinión es que los mogadorianos nos esperan allí, un contingente mayor que el que combatimos en Florida, atentos a cualquier cosa que pueda llevarlos hasta nosotros. Y, si tengo que ser sincero conmigo mismo, tengo que admitir que el único motivo por el que estoy dispuesto a correr ese riesgo es la posibilidad de volver a ver a Sarah.

Me inclino hacia delante desde el asiento trasero y doy un toquecito al hombro derecho de mi amigo antes de decirle:

—Sam, pase lo que pase con ese pozo y el cuadrante, quiero que sepas que Seis y yo estamos en deuda contigo para siempre por lo que tu padre hizo por nosotros. Pero ojalá esta pista nos lleve al transmisor. Ojalá.

—Tú tranquilo —dice él.

Las luces de la autopista siguen desfilando a nuestro lado. Las largas orejas de Bernie Kosar cuelgan por el borde del asiento mientras duerme. Siento nervios ante la idea de ver a Sarah. Y ante la proximidad de Seis.

—Oye, Sam… —le digo—. ¿Quieres que te proponga un juego?

—Sí, claro.

—¿Cuál dirías que es el nombre terrestre de Seis?

Ella gira la cabeza bruscamente hacia atrás, y, mientras me mira fingiendo enfado, su melena negra como el azabache le golpea la mejilla derecha.

—¿Tiene un nombre? —ríe Sam.

—A ver si lo adivinas —le reto.

—Eso, Sam, a ver si lo adivinas —dice Seis.

—Hum… ¿Parabellum?

Suelto una carcajada tan fuerte que Bernie Kosar da un respingo y se pone a mirar por la ventanilla más cercana.

—¿Parabellum? —se asombra Seis.

—¿Así que no es Parabellum? Vale, vale. No sé, pues algo tipo Persia o Puma o…

—¿Puma? —grita Seis—. ¿Por qué tendría que llamarme Puma?

—Eres bastante dura de pelar, ya sabes —ríe Sam—. Por eso se me ha ocurrido que sería algo tipo Elektra o Medusa o algo muy de malota.

—¿A que sí? —exclamo—. ¡Yo he pensado justo lo mismo!

—Entonces, ¿qué nombre es? —pregunta Sam.

Seis se cruza de brazos y mira por la ventanilla del acompañante.

—No te lo voy a decir hasta que no juegues en serio y digas nombres de chica de verdad. ¿Puma? Por favor, Sam, ¿qué concepto tienes de mí? —protesta Seis.

—¿Qué pasa? Ya me gustaría a mí llamarme Puma —dice Sam—. Puma Goode. Suena guay, ¿verdad?

—Suena a marca de queso —dice Seis, y todos nos reímos.

—Está bien. Entonces… ¿Rachel? —dice Sam—. ¿Britney?

—Anda ya —protesta ella.

—Vale. ¿Rebecca? ¿Claire? ¡Ah, ya sé! ¡Beverly!

—Estás como una cabra —se ríe ella, propinando un puñetazo al muslo de Sam. Él grita y se lo frota con un gesto exagerado antes de contraatacar con un par de débiles puñetazos en el bíceps izquierdo de Seis, que finge sufrir un gran dolor.

—Se llama Maren Elizabeth —digo entonces—. Maren Elizabeth.

—Vaya, ya te has cargado el juego —dice Sam—. Justo ahora que estaba a punto de decir Maren Elizabeth.

—Sí, claro —dice ella.

—¡Que sí, que iba a decirlo! Maren Elizabeth mola bastante. ¿Quieres que te llamemos así a partir de ahora? Cuatro se hace llamar John. ¿Tú qué dices, Cuatro?

Me pongo a acariciar la cabeza de Bernie Kosar. No creo que pudiera acostumbrarme a llamarle Hadley, pero a lo mejor sí podría empezar a llamar Maren Elizabeth a Seis.

—Creo que deberías coger un nombre terrestre —propongo—. Maren Elizabeth o cualquier otro. Al menos, cuando estemos con desconocidos.

Los demás se quedan callados, y yo me giro hacia atrás para meter la mano en el Cofre y coger el saquito de terciopelo que contiene el sistema solar de Lorien. Coloco los seis planetas y el sol encima de mi mano y los observo mientras cobran vida y empiezan a flotar. Cuando los planetas empiezan a girar en órbita alrededor del sol, descubro que puedo atenuar el brillo de los astros con la mente. Me sumerjo conscientemente en su contemplación, y por unos escasos instantes consigo olvidar que quizá esté a punto de ver a Sarah.

Seis se vuelve para mirar el sistema solar que flota con una tenue luz frente a mi pecho, y al fin decide:

—No lo sé; el nombre de Seis sigue gustándome. Cuando me llamaba Maren Elizabeth era una persona diferente, y ahora mismo Seis me suena bien. Si alguien pregunta, puede ser el diminutivo de algo.

—¿Diminutivo de qué? —dice Sam, echándole una rápida ojeada—: ¿De Seiscientos?

Coloco siete tazas y un hervidor de agua sobre el hornillo. Mientras espero a que el agua hierva, aplasto con el dorso de una cuchara metálica tres de las pastillas que le he robado a la madre de Héctor, y las convierto en un fino polvo. Eli está de pie junto a mí, mirándome, como suele hacer cada vez que me toca a mí hacer la infusión de las hermanas por la noche.

—¿Qué haces? —me pregunta.

—Algo de lo que seguramente voy a arrepentirme —contesto yo—. Pero tengo que hacerlo.

Eli estira un trozo de papel arrugado sobre la mesa y coloca la punta del lápiz sobre él. Acto seguido traza un dibujo perfecto de las siete tazas que yo he puesto en fila. Por lo que ella me ha contado, sé que se ha reunido en el despacho de la hermana Lucía con una pareja que, según decía, tenía «mucho amor que dar». No sé muy bien cuánto ha durado la reunión, pero Eli dice que volverán mañana. Yo sé lo que eso significa, y vierto el agua del hervidor lo más lentamente posible, intentando prolongar el tiempo que me queda con ella.

—Una pregunta, Eli, ¿cuántas veces al día piensas en tus padres? —le digo.

—¿Te refieres a hoy? —dice ella, abriendo sus ojos castaños de par en par.

—Sí. Hoy o cualquier otro día.

—Pues no sé… ¿un millón de veces?

Yo me inclino para abrazarla, y no sé si es porque siento pena por ella o por mí misma. Mis padres también están muertos. Son las víctimas de una guerra que yo debería continuar algún día.

Echo el polvo de las pastillas en la taza de Adelina, arrepintiéndome de haber tenido que recurrir a drogarla. Pero no tengo otra opción. Ella puede quedarse al margen y esperar la muerte si es lo que quiere, pero yo me niego a rendirme o a caer sin luchar, sin hacer todo lo que esté en mi mano por sobrevivir.

Con la bandeja temblando en mis manos, dejo a Eli en la mesa y hago mi ronda. Una a una, voy repartiendo las tazas de infusión por el orfanato, y al llegar al dormitorio de las hermanas para darle a Adelina la suya, la deslizo cuidadosamente hacia el frente de la bandeja. Ella la coge y me da las gracias con un gesto de la cabeza.

—La hermana Camila no se encuentra bien esta noche, y me han pedido que duerma en vuestro dormitorio en su lugar.

—Vale —contesto. Mientras pienso en todas las implicaciones de que Adelina y yo estemos en la misma habitación esta noche, la miro dar un sorbo a su taza. No sé si acabo de cometer un terrible error o de contribuir tremendamente a mi causa.

—Te veo luego entonces —dice ella lanzándome un guiño a continuación. Yo me quedo tan desconcertada que casi se me caen de la bandeja las dos tazas que quedan.

—Va… vale —tartamudeo.

Cuando media hora más tarde suena el último timbre, nadie se duerme inmediatamente, y muchas chicas susurran en la oscuridad. Yo levanto la cabeza de vez en cuando para mirar a Adelina, que está tumbada en la cama, al otro lado de la habitación. Su guiño me ha dejado confusa.

Transcurren diez minutos más. Sé que todas siguen despiertas, incluida Adelina. Ella suele dormirse rápido cuando está de guardia, por lo que el hecho de que esté despierta me indica que está esperando a que todas las demás se duerman para hacerlo ella. Ahora no me cabe duda de que ese guiño significaba que quería retomar nuestra conversación. El dormitorio se queda en silencio, y espero otros diez minutos antes de volver a levantar la cabeza. Adelina no se ha movido durante la última media hora, por lo que decido levantar a peso las patas izquierdas de su cama para inclinarla un poco. De repente ella levanta el brazo izquierdo en el aire, como una bandera blanca de rendición, y señala hacia la puerta.

Yo le aparto la ropa de cama, me yergo y salgo a hurtadillas de la habitación. Al llegar al pasillo, avanzo unos cuantos pasos en la penumbra, sin respirar, esperando que no sea una trampa que han montado entre Adelina y la hermana Dora. Al cabo de medio minuto, Adelina aparece en el pasillo. Anda con dificultad y se tambalea de lado a lado.

—Ven conmigo —le susurro, cogiéndola de la mano. Hace años que no la cojo de la mano, y eso me trae a la memoria la vez que nos acurrucamos juntas en el barco que llevaba a Finlandia, cuando yo estaba mareada y ella era la fuerte. Hubo una época en que éramos uña y carne. Ahora, el tacto de su mano me resulta extraño.

—Estoy muy cansada —confiesa Adelina mientras subimos a la segunda planta; estamos a mitad de camino del ala norte y del campanario protegido por el candado—. No sé lo que me pasa.

Yo sí lo sé.

—¿Quieres que te lleve?

—No puedes llevarme.

—Con los brazos no —digo.

Ella está demasiado cansada como para discutir. Yo me centro en sus pies y sus piernas, y segundos más tarde la he levantado del suelo, haciéndola flotar por los pasillos polvorientos. Pasamos junto a las estatuas antiguas talladas en la pared de piedra y entramos en silencio por el pasadizo más estrecho. Me preocupa que se haya quedado dormida, pero entonces dice:

—No me puedo creer que estés usando la telequinesia para llevar en volandas a una mujer mayor como yo por el pasillo. ¿Adónde vamos?

—Tuve que esconderlo —susurro—. Ya casi hemos llegado, te lo prometo.

Abro el candado, que cae al suelo desde el cierre de la puerta de roble, y poco después estoy haciendo levitar a Adelina frente a mí por la escalera de piedra que asciende dando vueltas por la torre norte hasta el campanario. Oigo el maullido amortiguado de Legado por encima de nosotras.

Abro la puerta del campanario y dejo a Adelina suavemente junto al Cofre. Ella coloca el brazo izquierdo sobre la tapa y apoya la cabeza encima del codo; parece que las pastillas casi la han vencido, y me enfado conmigo misma por haberla engañado.

Legado se sube a su regazo y le lame la mano derecha.

—¿Por qué hay un gato aquí? —murmura ella.

—Mejor no preguntes. Oye, Adelina, te estás quedando dormida, y necesito que abras el Cofre conmigo antes de que te duermas del todo, ¿de acuerdo?

—No creo…

—¿No crees qué? —pregunto yo.

—No creo que pueda hacerlo ahora mismo, Marina. —Sus ojos se cierran.

—Sí, claro que puedes.

—Pon la mano en el candado del Cofre —me indica al fin—. Y pon mi mano en el otro lado.

Yo aprieto la palma contra el candado, y noto que está caliente. Uso la telequinesia para apartar su mano de la lengua del gato y colocarla al otro lado del candado. Ella entrecruza mis dedos con los suyos. Al cabo de un segundo, la tapa se abre con un chasquido.

—Chicos… Aquí… aquí está pasando algo muy raro.

Las siete esferas que flotan enfrente de mi pecho se están acelerando, y ya no soy capaz de controlarlas. La zona trasera del todoterreno se ilumina tanto que tengo que taparme los ojos.

—¡Oye, oye! ¡Para ya, tío! —exclama Sam—. ¡Así no hay quien conduzca!

—¡No sé qué está pasando!

—¡Para el coche! —ordena Seis.

Sam da un volantazo hacia el arcén, y la gravilla cruje y salta bajo los neumáticos cuando pisa el freno a fondo. Los siete astros pierden luminosidad, pero los planetas empiezan a dar vueltas alrededor del sol a tal velocidad que es difícil seguir a uno solo con la vista. Con cada revolución, los planetas van siendo absorbidos por el sol hasta que este adopta el tamaño de una pelota de baloncesto. Esta nueva esfera sigue rotando sobre su eje hasta que emite un fogonazo tan brillante que me ciega por un momento. Después, la luz se atenúa, y ciertas partes de la superficie de la esfera se elevan o sumergen hasta convertirse en una réplica perfecta del planeta Tierra, con sus siete continentes y sus siete mares.

—¿Eso es…? —farfulla Sam—. Eso parece la Tierra.

El planeta sigue girando delante de mi cabeza, y en su tercera o cuarta rotación veo un pequeño destello de luz palpitante.

—¿Veis esa lucecita de ahí? —pregunto—. Mirad, en Europa.

—Sí, ya la veo —dice Sam. Espera a la siguiente rotación y entonces dice, forzando la vista—: ¿Dónde diríais que está? En España o en Portugal, ¿no? ¿Me podéis acercar el portátil? Deprisa.

Sin despegar la mirada de la esfera y del pequeño centelleo, busco a tientas con la mano detrás de mí hasta dar con el portátil. Se lo paso a Seis y ella se lo da a Sam. Él observa el globo suspendido sobre el asiento trasero, teclea unas palabras y levanta la vista de la pantalla.

—Bueno, decididamente está en España, y debe de estar cerca de… no sé, la ciudad más próxima parece que es León. Pero es un punto un poco más apartado. Lo que estamos mirando es la cordillera de los Picos de Europa. ¿Alguien los conoce?

—Pues no —respondo.

—Yo tampoco —dice Seis.

—¿Será nuestra nave? —pregunto.

—No, en España no puede ser. O al menos lo dudo mucho —contesta ella—. Si fuera nuestra nave, ¿por qué empezaría a brillar ahora para decirnos dónde está? No tendría ningún sentido. Además, ¿cuántas veces habéis sacado estas cosas para mirarlas?

—Como diez veces —digo—. O más.

Abrazado al reposacabezas, Sam me dice con las cejas enarcadas:

—O sea, que es como si algo hubiera activado la señal. —Seis y yo intercambiamos una mirada—. Podría ser perfectamente uno de los demás —aventura Sam.

—Pues sí —responde Seis—. O podría ser una trampa. —Mirando a Sam, le pregunta—: ¿Ha habido alguna noticia sospechosa de España?

—No, al menos hasta hace cinco horas —contesta él, meneando la cabeza—. Pero ahora mismo me aseguro —dice, antes de empezar a escribir en el teclado.

—Será mejor que nos apartemos de la autopista antes de que alguien vea que hay un globo terrestre luminoso flotando en el coche —propongo—. Os recuerdo que estamos muy cerca de Paradise.

Adelina ronca, y yo me siento culpable, pero por primera vez en mi vida veo la herencia que debía haber recibido hace años. Hay piedras y gemas de diferentes formas, tamaños y colores, además de un par de guantes negros y un par de gafas oscuras, ambos hechos con materiales que no he visto nunca. Hay una pequeña rama de árbol con la corteza pelada, y debajo un extraño instrumento circular con una lente de vidrio y una aguja flotante, no muy distinto a una brújula. Pero lo que más intrigada me tiene es un cristal brillante de color rojo. Tras haberlo visto, no consigo apartar la vista de él, y lentamente bajo mi mano para agarrarlo; está caliente, y me hace cosquillas en la palma. Por un instante, la luz roja brilla, y entonces pierde intensidad para empezar a latir al ritmo de mi respiración.

El cristal se vuelve más caliente y brillante, y empieza a emitir un hondo zumbido. Yo estoy muerta de miedo, temiendo que uno de mis legados haya activado una granada lórica.

—¡Adelina! —grito—. ¡Despierta! ¡Despierta, por favor!

Ella frunce las cejas y empieza a roncar más fuerte.

Con la mano que tengo libre, la agarro por el hombro y la zarandeo.

—¡Adelina!

La zarandeo con más fuerza, y al hacerlo el cristal se me cae. Da un fuerte golpe contra el suelo de piedra del campanario y rueda hacia la puerta. Al caer del primer escalón al segundo, la luz deja de latir. Al caer del segundo al tercero, deja de brillar del todo. Al caer al cuarto escalón, salgo corriendo detrás de él.

Sam nos mete en un abrir y cerrar de ojos por una oscura carretera de tierra. La esfera sigue girando frente a mi cara. El punto de luz palpitante sigue indicándonos la presencia de algo. Después de detener el coche, Sam apaga el motor y las luces.

—Yo creo que tiene que ser uno de los vuestros —apunta, volviéndose hacia atrás—. Es otro número. Y ese número se encuentra en España.

—No tenemos forma de comprobarlo —dice Seis.

Sam señala el globo con un movimiento de cabeza, diciendo:

—A ver, cuando llegasteis teníais que manteneros alejados los unos de los otros, ¿no? Así es como funcionaba la cosa. Teníais que esconderos todos hasta que aparecieran vuestros legados, entrenarais y todo eso. ¿Y después? Después os reuniríais para luchar juntos. Entonces, puede ser que esta lucecita sea una señal para reuniros, o probablemente un aviso de socorro de uno de los números supervivientes. O a lo mejor el Número Cinco o el Número Nueve acaban de abrir su Cofre por primera vez, y, como tenemos esta cosa funcionando al mismo tiempo, hemos contactado.

—Entonces, ¿puede ser que estén viendo que estamos en Ohio? —se me ocurre.

—Ostras. Pues igual sí. Quizá. Pero mirad, pensadlo bien. Ya que los Ancianos metieron todas estas cosas en los cofres para dároslas, también tendrían que haberos dado algo con lo que comunicaros unos con otros, ¿no? A lo mejor hemos dado con la clave de algún modo, y ahora conocemos la ubicación de alguien que necesita nuestra ayuda —argumenta.

—O puede ser que estén torturando a uno de los otros y le obliguen a contactar con los demás para tendernos una trampa —dice Seis.

Justo cuando estoy a punto de apoyar su razonamiento, el contorno de la Tierra se difumina y el globo entero empieza a vibrar con una voz de chica que dice: «¡Adelina! ¡Despierta! ¡Despierta, por favor! ¡Adelina!».

Abro la boca para contestar al grito, pero la esfera empieza a encogerse y a separarse de nuevo en siete astros, tal como eran antes.

—¡Hala, hala, hala! —exclamo—. ¿Qué ha sido esto?

—Yo diría que se ha cortado la señal —dice Sam.

—¿Quién era esa chica? ¿Y quién es Adelina? —pregunta Seis.

Cojo el cristal después de que caiga por el noveno escalón, pero no consigo de ninguna manera que brille como antes. Lo agito en mi mano. Le soplo. Lo coloco sobre la palma abierta de Adelina. Pero ahora el cristal tiene un pálido color azul, y no consigo que cambie. Temo haberlo roto. Vuelvo a colocarlo con cuidado dentro del Cofre y saco la rama de árbol.

Con una profunda inspiración, asomo un extremo de la rama por una de las dos ventanas del campanario y me concentro en el extremo opuesto. Siento una ligera fuerza magnética; sin embargo, antes de que pueda ponerla a prueba o entender qué sucede, oigo la puerta de roble abrirse debajo de la escalera.