CAPÍTULO DIECINUEVE
DESPIERTO CON LOS DIENTES APRETADOS Y UN SABOR agrio en la boca. Me he pasado toda la noche dando vueltas en la cama, no solo porque por fin tengo el Cofre y estoy deseando convencer a Adelina para que lo abra conmigo esta mañana, sino porque he revelado demasiadas cosas a demasiadas personas. He hecho todo un despliegue de mis legados. Me pregunto qué recordarán, y si se acabará enterando todo el orfanato antes del desayuno.
Me siento en la cama y veo a Eli en la suya. Las demás chicas están durmiendo, excepto Gabi, la Gorda, Delfina y Linda, cuyas camas están vacías. Cuando mis pies están a punto de tocar el suelo, aparece la hermana Lucía en la puerta, con los brazos en jarras y la boca fruncida. Al establecer contacto visual con ella, se me corta la respiración. Pero entonces retrocede un par de pasos y permite a las cuatro chicas entrar tambaleándose en la habitación, aturdidas y magulladas, con la ropa rota y sucia. Gabi se acerca a trompicones hasta su cama y se deja caer de bruces, hundiendo la cabeza en la almohada. La Gorda se frota la papada y se tumba boca arriba en su cama con un gruñido, mientras que Linda y Delfina se deslizan lentamente bajo sus sábanas. Cuando las cuatro están completamente inmóviles, la hermana Lucía grita que es hora de levantarse. «¡Y eso va por todas!».
Cuando voy a pasar junto a Gabi de camino al baño, ella se encoge.
La Gorda está observando su cara decolorada frente al espejo. Al ver mi reflejo detrás de ella, abre el grifo e intenta centrarse en lavarse las manos. No me molesta el cambio. No es que me guste intimidar a la gente, pero es agradable pensar que me van a dejar tranquila.
Eli sale de uno de los compartimentos del baño y espera su turno para lavarse las manos. Me preocupa que me tenga miedo por lo que hice en la nave de la iglesia, pero en cuanto me ve me saluda efusivamente agitando el brazo. Yo me acerco y le susurro al oído:
—¿Estás bien?
—Gracias a ti —dice ella en voz alta.
Mi mirada se cruza con la de la Gorda en el espejo.
—Oye —sigo diciéndole a Eli—. Lo de anoche tiene que ser nuestro secreto. Quiero que todo lo que ocurrió sea un secreto entre nosotras, ¿de acuerdo? No se lo cuentes a nadie.
Ella se lleva el dedo índice a los labios y yo me siento mejor, pero hay algo en la mirada de la Gorda que no me gusta. Quizá nuestra enemistad no haya terminado después de todo.
Tengo tantas ganas de saber lo que habrá en el Cofre que decido no hacer mi búsqueda matutina de noticias sobre John y Henri Smith. Tampoco tengo paciencia para esperar a la misa de la mañana para ver a Adelina, así que voy de habitación en habitación buscándola, pero no la encuentro. Suena el primer timbre para la misa de la mañana.
Me acerco de mala gana hasta una de las filas del fondo y me siento junto a Eli, guiñándole un ojo. Localizo a Adelina en la primera fila. Hacia la mitad de la misa, ella mira hacia atrás y establece contacto visual conmigo. Al hacerlo, yo señalo hacia el hueco del transepto donde escondió el Cofre hace tantos años. Ella enarca las cejas, sorprendida.
—No entendía lo que me decías —me dice después de la misa. Las dos estamos bajo una vidriera de San José, en la parte izquierda de la nave, bañadas por un mosaico de luces amarillas, marrones y rojas. La mirada de Adelina subraya la seriedad de su postura.
—He encontrado el Cofre.
—¿Dónde?
Yo señalo con la cabeza hacia arriba a la derecha.
—Era yo la que debía decidir cuándo estabas preparada, y aún no lo estás. Ni por asomo —dice, molesta.
Yo saco pecho y aprieto la mandíbula.
—Para ti nunca iba a estar preparada, porque has dejado de creer, Emmalina. —La mención de ese nombre la pilla por sorpresa. Abre la boca para hablar, pero se detiene antes de empezar a soltar la diatriba que sea que tiene en mente—. No tienes ni idea de lo que tengo que soportar con esas chicas. Tú te paseas por ahí con tu Biblia, pasando las cuentas de tu rosario, sin importarte que me estén acosando, que solo tenga una amiga y que todas las hermanas me odien, ¡o que ahí fuera haya un mundo al que debería estar defendiendo! Mejor dicho, dos mundos. Lorien y la Tierra me necesitan, y a ti también, y yo estoy aquí encerrada como un animal de zoológico, pero eso a ti ni siquiera te importa.
—Por supuesto que me importa.
—¡No, no te importa! ¡No te importa! —digo entre sollozos—. Puede que te importara cuando te hacías llamar Odetta, o quizá cuando todavía eras Emmalina, pero, desde que te convertiste en Adelina, y yo en Marina, no te has preocupado por mí, ni por ninguno de los otros ocho, ni por lo que deberías estar haciendo aquí. Lo siento, pero no soporto que me hables de salvación, cuando eso es lo único que intento conseguir. Intento protegernos. Intento hacer el bien con todas mis fuerzas, ¡y tú me tratas como si fuera malvada o algo!
Adelina da un paso al frente, con los brazos abiertos para darme un abrazo, pero algo le hace retroceder y dar un paso atrás. Entonces rompe a llorar desconsoladamente. Yo me apresuro a rodearla con mis brazos, y las dos nos abrazamos.
—¿Qué pasa aquí? ¿Por qué no está Marina en el comedor?
Al girar la vista, vemos a la hermana Dora con los brazos cruzados sobre el pecho. Tiene un crucifijo de cobre colgando de la muñeca.
—Vete —me susurra Adelina—. Luego hablaremos de esto.
Yo me enjugo las lágrimas y paso corriendo junto a la hermana Dora. Al abandonar la nave, oigo fragmentos de una acalorada discusión entre ella y Adelina. Sus voces retumban en el techo abovedado, y yo me paso los dedos por el pelo, inquieta.
Anoche, antes de volver al dormitorio, usé la telequinesia para bajar el Cofre por el oscuro y estrecho pasadizo que hay a la izquierda de la nave, haciéndolo flotar junto a las estatuas antiguas talladas en la pared de roca. Ahora está escondido en la estrecha torre del campanario norte, tras la puerta de roble con el candado. Allí está seguro de momento. Pero, si no logro convencer pronto a Adelina de que lo abra conmigo, tendré que buscar otro escondite.
No encuentro a Eli por ningún sitio en el comedor, y me preocupa que mi legado haya fallado y la haya mandado al hospital.
—Está en el despacho de la hermana Lucía —me dice una niña cuando pregunto a un grupito sentado en la mesa más cercana a la puerta—. Iba con un matrimonio. Creo que van a adoptarla o algo —añade, sirviéndose un cucharón de huevos revueltos en su plato—. Qué suerte.
Las rodillas me fallan, y tengo que agarrarme al borde de la mesa para no caer al suelo. No tengo derecho a molestarme porque Eli se vaya del orfanato, pero ella es mi única amiga. Por supuesto, sabía que estaría entre las favoritas de las hermanas para la adopción; tiene siete años, es dulce y da gusto estar con ella. Espero de corazón que encuentre un buen hogar, sobre todo tras haber perdido a sus padres, pero no estoy lista para verla marchar, por muy egoísta que suene.
Cuando Adelina y yo llegamos a Santa Teresa, se decidió que a mí no me adoptarían, pero ahora me pregunto si no habría sido mejor que me incluyeran en la lista de adopción. Puede que alguien se hubiera encariñado de mí.
Sé que, incluso aunque adopten hoy a Eli, el papeleo llevará un tiempo, y eso significa que estará aquí una semana más, quizá dos, incluso puede que tres. Pero, aun así, eso me rompe el corazón, y me afianza más en mi deseo de marcharme de aquí en cuanto consiga abrir el Cofre.
Salgo del comedor desolada, cojo mi abrigo y me escapo por la puerta principal para bajar por la pendiente, sin importarme estar saltándome las clases. Estoy ojo avizor por si veo al hombre con el libro de Pítaco, y voy por la acera pasando por detrás de los puestos de la calle principal, refugiándome entre las sombras.
Al pasar junto a El Pescador, el restaurante del pueblo, me asomo a un callejón adoquinado y veo la tapa de un cubo de basura tambalearse y caer al suelo. El cubo en sí empieza a temblar, y oigo algo arañando su interior. De repente, un par de patas blancas y negras asoman por el borde del cubo. Es un gato, y, cuando consigue salir del cubo de un salto y aterrizar sobre el suelo de adoquines, veo que tiene un profundo corte en el costado derecho. Tiene un ojo tan hinchado que ni siquiera puede abrirlo. Parece a punto de caer desmayado de hambre y agotamiento, y se tumba sobre un montón de basura como si hubiera decidido rendirse.
—Pobre criatura —digo, y sé que voy a curarle antes de seguir mi camino.
El gato ronronea cuando me arrodillo a su lado, y no ofrece resistencia mientras le coloco la mano sobre el pelaje. El frío emana rápidamente de mi mano hacia su cuerpo, más rápido de lo que lo hizo en Eli o mi propia mejilla, y no sé si es porque el legado se ha fortalecido o porque funciona más rápido con los animales. El gato estira las patas y separa mucho los dedos, y su respiración se estabiliza hasta convertirse en un profundo ronroneo. Yo le doy la vuelta con cuidado para inspeccionarle el costado derecho, y veo que está completamente curado y cubierto con una exuberante mata de pelo negro. El ojo que tenía hinchado está abierto y mirándome. Yo decido bautizarle con el nombre de Legado, y le digo:
—Legado, si quieres irte de este pueblo, tú y yo tenemos que hablar. Porque yo creo que voy a irme muy pronto, y me gustaría tener compañía.
De pronto, me asusto al ver una figura asomar al otro lado de la calle, pero es Héctor, empujando la silla de ruedas de su madre.
—¡Salve, reina del mar! —grita.
—Hola, Héctor Ricardo.
Me acerco hacia él. Su madre parece decaída y distante, y me preocupa que haya empeorado.
—¿Quién es tu amiguito? Hola, pequeñuelo —dice Héctor, inclinándose para acariciar a Legado debajo de la barbilla.
—Un amigo que he hecho por el camino.
Andamos tranquilamente, charlando sobre el tiempo y sobre Legado, hasta que llegamos a la casa donde viven Héctor y su madre.
—Por cierto, Héctor, no habrás visto recientemente al hombre aquel del bigote y el libro que estaba en el bar, ¿verdad?
—Pues no, no lo he visto —dice él—. Pero ¿qué tiene ese hombre que te preocupa tanto?
Hago una pausa y respondo:
—Es que se parece a una persona que conozco.
—¿Y eso es todo?
—Sí.
Él sabe que le estoy mintiendo, pero es lo bastante respetuoso como para no hacer más preguntas. Yo sé que él estará atento por si ve al hombre que creo que es un mogadoriano; solo espero que no acabe sufriendo por ello.
—Me alegro de verte, Marina. Y recuerda que hoy es día de colegio —añade con un guiño. Yo asiento, avergonzada, y él abre la puerta de su casa, entra de espaldas y luego tira de la silla de su madre enferma hacia dentro.
Echo un vistazo a mi alrededor y veo que no hay peligro, así que continúo con mi paseo durante un rato, pensando en el Cofre y en cuándo podré volver a hablar con Adelina. Pienso también en John Smith huyendo de la policía, en Eli y en su posible adopción, en mi pelea anoche en la nave de la iglesia. Al llegar al final de la calle principal, me quedo mirando el colegio, odiando su puerta de entrada y sus ventanas, odiando todo el tiempo que he pasado allí metida en lugar de haber estado moviéndome, cambiando de nombre con cada nuevo país. Me pregunto cómo me habría llamado en los Estados Unidos.
Más tarde, Legado maúlla a mis pies durante el camino de regreso por el pueblo. Sigo andando entre las sombras, escrutando los edificios por los que voy a pasar. Al llegar a la altura del bar, miro hacia el interior por la ventana, esperando no ver al mogadoriano del bigote poblado. No está allí, pero Héctor sí, y está riéndose de algo que ha dicho la mujer de la mesa de al lado. Voy a echarle de menos, igual que a Eli. Pensaba que solo tenía una amiga en Santa Teresa, pero ahora sé que tengo dos amigos.
Me agacho al pasar junto a la ventana, y no puedo evitar reparar en el frondoso pelo blanco y negro de Legado. Hace menos de una hora este gato estaba tumbado en la calle, desangrándose sobre un montón de basura, y ahora está lleno de energía. Mi habilidad para curar e infundir vida a las plantas, los animales y las personas parece una gran responsabilidad. Curar a Eli me hizo sentir más especial que nunca, pero no porque me sintiera como una heroína, sino porque había ayudado a alguien que lo necesitaba. Paso de hurtadillas frente a algunas puertas más; la voz de Héctor sale por la ventana del bar y me envuelve los hombros, y entonces sé lo que tengo que hacer.
La puerta principal está cerrada, pero cuando doy la vuelta a la casa de Héctor, la primera ventana que tanteo se abre con facilidad. Legado se lame las patas mientras yo trepo y me meto por la ventana; es la primera vez que allano una vivienda.
La casa es pequeña y oscura por dentro, y el aire está enrarecido. Todas las superficies visibles están cubiertas de figuras e imágenes católicas. No tardo nada en encontrar el dormitorio de Carlota, la madre de Héctor. Ella está tumbada en una cama, en la esquina más alejada, y la ropa de cama sube y baja lentamente con cada respiración. Tiene las piernas dobladas de una forma poco natural, y se la ve frágil. Hay cajas de pastillas alineadas en la mesita de noche, junto con rosarios, un crucifijo, una figurita orante de la Virgen y unos diez santos cuyos nombres desconozco. Yo me arrodillo junto al cuerpo dormido de Carlota. Entonces sus ojos pestañean y examinan el aire a su alrededor. Yo me quedo quieta y contengo la respiración. Aunque nunca he hablado con ella, percibo en sus ojos una chispa de reconocimiento al verme agazapada junto a la cama. Abre la boca para decir algo, pero yo la interrumpo.
—Shhh —le digo—. Soy una amiga de Héctor, doña Carlota. Estoy aquí para ayudarla.
Con un parpadeo, ella parece aceptar lo que le digo. Alzo mi mano y le acaricio la mejilla con el dorso, y luego la coloco sobre su frente. Su cabello gris está reseco y frágil. Ella cierra los ojos.
El corazón me late con fuerza, y noto que me tiembla la mano al levantarla y colocarla sobre su abdomen; entonces es cuando siento lo débil y enferma que está realmente. La sensación fría me sube por la columna y se extiende por mis brazos, hasta la punta de los dedos. Me siento un poco mareada. Mi respiración se acelera, y el corazón me late aún más rápido. A pesar del frío cosquilleo que cubre mi piel, empiezo a sudar. Los ojos de Carlota se abren, y un profundo ronquido escapa de su boca.
Yo cierro los ojos.
—Shhh, todo va bien —le digo para tranquilizarnos a las dos. Y entonces, con aquel frío radiando de mí hacia ella, empiezo a sacarle la enfermedad, que se resiste a retirarse y se le agarra a las entrañas, reticente a dejarse ir. Pero, al fin, hasta la última resistencia cede.
Un leve temblor agita a Carlota, pero yo hago todo lo posible por mantenerla serena. Cuando abro los ojos, veo que el color ceniciento de su cara ha adoptado un brillo rosáceo.
Una sensación de vértigo me recorre. Levanto las manos de su cuerpo y me dejo caer de espaldas sobre el suelo. El corazón me late con tanta fuerza que parece que vaya a salírseme del pecho, y eso me asusta. Pero poco a poco mis latidos se calman, y, cuando al fin me pongo en pie, veo a Carlota sentada en la cama, con expresión desorientada, como si estuviera intentando recordar dónde está y cómo ha llegado hasta aquí.
Entro corriendo a la cocina y me bebo tres vasos de agua. Cuando vuelvo, Carlota aún está intentando entender lo que ha pasado. Entonces tomo otra rápida decisión. Me acerco a la mesita de noche y rebusco entre las cajas de pastillas, hasta que encuentro lo que estoy buscando. «Aviso: puede causar somnolencia». Abro la caja, saco cuatro pastillas y me las meto en el bolsillo.
Salgo de la habitación sin hablar. Pero antes de marcharme, me vuelvo para mirar a Carlota una última vez. Ella me mira. Sus piernas, que ya están derechas y curadas, cuelgan por el borde de la cama, como si estuviera a punto de levantarse.
Salgo a toda prisa de la casa y me encuentro a Legado durmiendo bajo la ventana trasera. Caminando por las callejuelas, retomo el camino al orfanato con el gato en brazos, preguntándome cómo reaccionará Héctor cuando se encuentre a su madre curada. El problema es que, en un pueblo tan pequeño, los secretos no duran mucho. Mi única esperanza es que nadie me haya visto entrar ni salir, y que Carlota no se acuerde de lo que ha ocurrido.
Al llegar a la puerta principal del convento, me desabrocho el abrigo hasta la mitad y meto con cuidado a Legado dentro. Ya sé dónde puedo mantenerlo a salvo: en el campanario norte, con el Cofre. «El Cofre —pienso—. Tengo que abrirlo de una vez».