CAPÍTULO DIECISÉIS

SALIMOS DEL DORMITORIO, Y YO CORRO IMPULSIVAMENTE hacia donde me esté llevando Eli. Ella se desliza por el frío suelo muy rápido y sin hacer ruido. Aunque el pasillo está oscuro, yo lo veo todo claramente, pero de vez en cuando ella tiene que encender la linterna unos segundos para orientarse.

Cuando llegamos a la iglesia, pienso que vamos a seguir hacia la torre norte, pero en lugar de eso Eli me conduce por el pasillo central de la nave. Avanzamos a toda prisa entre las filas de bancos. Una fila de vidrieras de santos recorre la pared curvada del fondo, y la luz de la luna les confiere un resplandor celestial que les hace parecer más bíblicos que nunca. Se oye un goteo constante de agua en algún lugar.

Al llegar al primer banco, Eli da un giro brusco a la derecha y continúa su camino por uno de los muchos recovecos que se abren a lo largo de ambas paredes. Yo la sigo. El aire allí es más fresco que en la nave central, y una gran estatua de la Virgen María se cierne sobre nosotras, con los brazos levantados a los lados. Eli la rodea, y, al llegar a la esquina trasera izquierda, se vuelve hacia mí.

—Tendré que bajártelo yo —dice, y se coloca la linterna en la boca. Luego se agarra a la columna de piedra y trepa por ella como una ardilla por un árbol. Yo la miro boquiabierta, asombrada por su agilidad.

Cuando casi ha llegado al techo, se detiene antes de deslizarse al otro lado de la columna y desaparecer por un estrecho hueco, apenas perceptible desde donde estoy.

Nunca lo había visto antes, y no sé cómo Eli ha podido encontrarlo. Estiro el cuello y oigo sus zapatos rechinar contra la piedra, lo que significa que tiene suficiente espacio como para gatear. Al parecer hay un túnel. No puedo evitar sonreír. Sabía que el Cofre estaba escondido aquí, en algún sitio, pero no habría podido encontrarlo ni en un millón de años de no ser por Eli. Me río al pensar en Adelina, trepando por la misma columna con el Cofre, tantos años atrás. Eli se ha detenido; no oigo nada. Pasan veinte segundos.

—¡Eli! —susurro. Ella asoma la cabeza y mira hacia abajo—. ¿Quieres que suba?

Ella niega con la cabeza y susurra:

—No. Está atascado, pero casi lo tengo. Enseguida te lo bajo.

Dicho esto vuelve a meter la cabeza dentro y desaparece. No puedo soportar la curiosidad de saber qué está pasando ahí arriba. Miro la base de la columna y me agarro a ella, y ya estoy a punto de intentar trepar cuando oigo un ruido a mis espaldas, como si alguien hubiera dado una patada a un banco. Me doy la vuelta, pero la estatua de la Virgen me tapa. La rodeo y echo un vistazo a la nave, pero no veo nada.

—¡Lo tengo! —exclama Eli.

Doy la vuelta corriendo a la estatua y miro hacia arriba, esperando verla aparecer. La oigo gruñir y esforzarse por arrastrar el Cofre hacia la entrada del hueco, no sé si porque pesa mucho o porque el túnel es muy estrecho. El sonido del Cofre arrastrándose poco a poco por el suelo continúa. Estoy tan extasiada por tenerlo al fin en mi poder, que ni siquiera me planteo el problema de cómo voy a abrirlo. Ya lo pensaré cuando llegue el momento. Justo cuando Eli está llegando a la abertura, oigo algo más a mis espaldas.

—¿Qué haces levantada?

Me doy media vuelta. Divididas a ambos lados de la Virgen María, se encuentran cuatro chicas: Gabi y Delfina, bajo el brazo izquierdo de la estatua, y la Gorda y Linda —la enjuta campeona de «la reina del muelle» que casi me mata en el lago—, bajo el brazo derecho.

Miro con disimulo sobre mí y veo dos ojitos mirando hacia abajo desde la entrada del hueco.

—¿Qué queréis? —pregunto.

—Quería ver lo que la pequeña cotilla estaba tramando, eso es todo —responde Gabi—. Es curioso, porque os vi salir del dormitorio y pensé que por fin sabría qué es lo que estás mirando siempre en la sala de ordenadores, pero no estabas allí, sino aquí. —Su rostro esboza una mirada de confusión fingida—. Qué raro, ¿no?

—Raro. Muy raro —dice la Gorda. Para mi alivio, ya no oigo a Eli arrastrando el Cofre.

—¿Y a vosotras qué os importa? —digo—. Yo nunca me meto con nadie. Dejadme en paz.

—Tú me importas mucho, Marina. —Gabi da un paso al frente. Echándose su larga melena negra sobre el hombro, añade—: De hecho, me importas tanto que me preocupa que pases tanto tiempo con ese viejo borracho, Héctor. ¿Te emborrachas con él? —Luego hace una pausa y dice—: Dime, ¿bebes de su botella?

No sé si es por haber llamado a Héctor viejo borracho, o por haber insinuado que nuestra amistad era algo más que eso, o por haber andado cotilleando lo que hacía en la sala de ordenadores, pero el caso es que ocurre. Cierro los ojos y, con la mente, las agarro a las cuatro de una vez. La Gorda grita, mientras las otras tres gimen de miedo. Las levanto del suelo, con los pies descalzos sacudiéndose en el aire y los hombros apretados unos contra otros, y las empujo por el suelo hasta que rebotan contra los escalones de la tarima que hay al final de la nave.

La Gorda planta las palmas en el suelo y se pone en pie, como un toro enfadado y listo para embestir al torero. Pero yo salgo corriendo hacia ella y la alcanzo en cuestión de segundos. Ella me lanza un puñetazo con todas sus fuerzas. Lo esquivo agachándome, y acto seguido doy un salto y le clavo el puño derecho en la barbilla. Ella cae de espaldas con un grito ahogado, y su cabeza choca contra el suelo dando un golpe seco. Está inconsciente.

Linda salta sobre mi espalda y me tira del pelo. Alguien me da un puñetazo en la mejilla izquierda, y una tercera persona me da una patada en las espinillas. Linda se baja de mi espalda y me agarra de los bíceps para inmovilizarme. Delfina me lanza un puñetazo que consigo esquivar y alcanza en la boca a Linda, que me afloja lo suficiente como para que pueda zafarme de ella. Entonces agarro su brazo derecho y la conduzco hacia Gabi.

—¡Estás muerta, Marina! ¡Estás muerta! —grita Linda, y yo la empujo contra la pared y le clavo la rodilla en el estómago, dejándola sin aire. Luego la lanzo contra el suelo junto a la Gorda.

Delfina, que ha perdido seguridad en sí misma, busca la salida con la mirada.

—¿Vas a dejarme en paz de una vez? —le pregunto.

—No te preocupes. Mañana volveré por ti —dice—. Cuando menos te lo esperes.

—Vas a arrepentirte de lo que acabas de decir —contesto yo.

Entonces, finto a la derecha y entro por la izquierda para placarla por la cintura. Gabi intenta agarrarme del pelo, pero yo utilizo a Delfina de escudo. Luego giro sobre los talones y suelto a Delfina en mitad del pasillo de la nave. Cae de espaldas sobre el primer escalón del altar, y su quejido retumba en el techo abovedado. Gabi me acorrala.

—Se lo diré a la hermana Dora. Te vas a enterar de lo que es bueno.

Yo me giro para mirarla de frente. Ella se detiene junto a la columna. Noto que está lista para lanzarse contra mí, y yo estoy preparada para su embestida.

De repente, veo un borrón blanco sobre la cabeza de Gabi. Tardo un segundo en darme cuenta de que es Eli. Acaba de saltar desde el hueco para aterrizar sobre los hombros de Gabi, que empieza a dar tumbos hasta que consigue agarrarle las manos. Entonces, la lanza contra el suelo, con el crujido más fuerte que he oído nunca.

—¡No! —grito, y golpeo a Gabi en el esternón con todas mis fuerzas. Sus pies se despegan del suelo y choca contra un muro, levantando polvo del mortero de la pared de piedra.

Eli está boca arriba, gimiendo y retorciéndose de dolor, y me doy cuenta de que tiene la pierna derecha completamente inmóvil. Me arrodillo junto a ella y levanto el bajo de su camisón, y entonces veo un hueso blanco y afilado saliendo de su piel, justo debajo de la rodilla. No sé qué hacer. Le pongo las manos sobre los hombros para tranquilizarla, pero está tan dolorida que ni lo nota.

—Eli, estoy aquí contigo —le digo—. Estoy a tu lado, y todo va a salir bien.

Ella abre los ojos y me dirige una mirada suplicante. Entonces veo que también se ha lastimado la mano derecha. Tiene el puño destrozado, retorcido; le brota sangre entre los dedos índice y corazón. Justo los que utiliza para dibujar.

—Dios mío, Eli. Lo siento. Lo siento muchísimo —digo entre sollozos. Ella también está llorando. Noto que empiezo a sudar. Nunca en mi vida me había sentido tan impotente—. Intenta no moverte —le digo, sabiendo que es inútil. El hospital más cercano está a media hora en coche. Para entonces el dolor la habrá dejado inconsciente.

Eli empieza a mecerse de lado a lado. Yo sostengo mis manos temblorosas sobre el hueso astillado de su pierna, sin saber si aplicar presión o intentar empujarlo dentro de la piel. Finalmente decido aplicar fuerza, y, en cuanto mis manos tocan su piel, el cuerpo de Eli responde inspirando con fuerza. Un cosquilleo frío me sube por la columna, una sensación parecida a la que siento cuando le devolví la vida a la flor de la sala de ordenadores, y esa sensación se extiende por todo mi cuerpo. ¿Es posible que mi habilidad para curar las plantas sirva también para las personas? Eli deja de llorar y empieza a respirar muy rápido, mientras su pecho sube y baja, sube y baja. Siento el frío concentrarse en las palmas de mis manos y salir por la punta de mis dedos.

—Creo… que puedo curarte.

Su pecho sigue subiendo y bajando a una velocidad anormalmente rápida, pero ahora su cara tiene un aire pacífico, desapegado. Aunque me da miedo, coloco mis manos sobre la parte del hueso que le asoma por la pierna. Palpo su extremo roto y rugoso, que, de pronto, empieza a introducirse bajo la piel. La herida abierta pasa del rojo y el blanco al color natural de su piel; veo los contornos del hueso roto moverse y girar dentro de su pierna, recolocándose en su sitio. No doy crédito a lo que acabo de hacer. Este podría ser mi legado más importante hasta la fecha.

—Quédate quieta —le pido a Eli—. Solo una cosa más.

Cierro los ojos y envuelvo su delgada muñeca con mis manos. La sensación fría vuelve a brotar por la punta de mis dedos. Abro los ojos y veo que Eli levanta la palma de la mano y separa los dedos. El corte entre el índice y el corazón se ha cerrado, y veo los nudillos rotos estirarse y recomponerse. Eli aprieta el puño y luego lo relaja.

He hecho lo que Lorien esperaba de mí: reparar el daño infligido a quienes no lo merecen.

Eli gira la cabeza a la derecha para mirar mis manos rodeando su muñeca.

—Ya estás bien —le digo—. Estás mejor que bien.

Ella levanta la cabeza del suelo y se yergue sobre los codos. Yo la abrazo.

—Somos un equipo —le susurro al oído—. Nos cuidamos la una a la otra. Gracias por intentar ayudarme.

Ella asiente con la cabeza. Yo la aprieto contra mí y luego la suelto. Me vuelvo para mirar a las chicas. Están todas inconscientes, aunque respirando. Asomando por el hueco del transepto, veo el extremo del Cofre.

—Estoy muy orgullosa de que hayas encontrado el Cofre, no sabes cuánto —le digo—. Volveremos por él mañana, cuando hayamos descansado.

—¿Estás segura? —pregunta Eli—. Puedo subir otra vez a cogerlo.

—No, no. Tú ve al baño a lavarte, que yo iré enseguida.

Cuando se ha ido, levanto la vista hacia el Cofre. Concentrándome, lo hago descender lentamente hasta mis pies. Ahora solo necesito que Adelina lo abra conmigo.